Revista ECOS UASD, Año XXV, Vol. 1, No. 15 Enero-junio de 2018 • Sitio web: https://revistas.uasd.edu.do/

A cien años de la Revolución Rusa

One Hundred Years of the Russian Revolution

DOI: https://doi.org/10.51274/ecos.v25i15.pp27-76

Roberto Cassá, Licenciado en Historia en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD); Doctor en Historia en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Profesor meritísimo de la Escuela de Historia y Antropología, Facultad de Humanidades, de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Historia y director del Archivo General de la Nación. Es autor, entre otros, del libro Historia social y económica de la República Dominicana.

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Cómo citar:Cassá, Roberto. 2018. «A cien años de la Revolución Rusa». Revista ECOS UASD 25 (15):27-76. Doi: https://doi.org/10.51274/ecos.v25i15.pp27-76

Resumen

En la conferencia se analizaron los antecedentes de la Revolución Rusa, destacando a los naronniki o populistas rusos y su adhesión a las teorías de Marx. Se recogen las diferentes etapas de la Revolución bolchevique, el papel preponderante de Lenin, y de Trotski para este triunfo. Se analiza con visión crítica la conformación del sistema soviético y se precisa que hoy, difícilmente, pueda considerársele como socialista, sino más bien una dictadura del partido comunista, que estuvo de acuerdo en imponerse como garantía de la realización de la revolución. Se sostiene que esto no impidió el alcance directo a nivel mundial de esta revolución, su novedad e impacto radicó en que persiguió transformar la suerte del género humano. Al analizar las experiencias socialistas fallidas, se plantea que esto no debe significar la negación del camino revolucionario, sino más bien su replanteamiento ante las determinaciones actuales de la realidad.


Palabras clave:

Revolución, Bolcheviques, socialismo, Lenin, Trotski.

Abstract

In this article the background of the Russian 

Revolution was analyzed, highlighting the Narodniki or Russian populists and their adherence to Marx’s theories. The different stages of the Bolshevik Revolution are collected as well as the predominant role of Lenin and Trotsky for this triumph. The conformation of the Soviet System is analyzed with critical vision and it is specified that today it can hardly be considered as socialist, but rather a dictatorship of the communist party, which agreed to impose itself as a guarantee of the realization of the revolution. It is argued that this did not prevent the direct global reach of this revolution. Its novelty and impact was that it sought to transform the fate of the human race. When analyzing failed socialist experiences, it is suggested that this should not mean the denial of the revolutionary path, but rather its rethinking in the face of current determinations of reality.


Keywords:

Revolution, Bolsheviks, Socialism, Lenin, Trotsky.

Trotsky.

La Revolución Rusa ha sido objeto de mitificaciones desde ángulos variados. Reducida, por ejemplo, por historiadores de derecha, al resultado aleatorio de la acción de un conglomerado que únicamente perseguía detentar el poder sin mayor miramiento. En sentido inverso, en la discursiva historiográfica de la extinta Unión Soviética, fue objeto de manipulaciones dirigidas a legitimar un sistema que, si bien había surgido del hecho de octubre, tomó un curso no coincidente en muchos aspectos con el programa de protagonistas iniciales. Hasta el final de la existencia de la Unión Soviética, no obstante la apertura que siguió a la muerte de Iosif Stalin, persistió la deformación de los acontecimientos, lo que se sustentaba en el no acceso de porciones considerables a la documentación, la bibliografía y la prensa de los primeros años del régimen soviético.

El lapso transcurrido y los desenlaces habidos permiten perspectivas más abiertas, aunque nunca exentas de miradas valorativas. No se ha alterado hasta hoy la pasión, sin importar el sentido que ha generado la Revolución Rusa.

Se recapitulan aquí algunos puntos acerca de los determinantes del proceso, sus contenidos, su relación con el zarismo, sectores participantes en el movimiento revolucionario, debates que se suscitaron desde 1917 y los resultados. Lo que sigue no puede pasar de apreciaciones generales, concebidas más bien como propuestas para el intercambio.

Se enfatiza que Octubre de 1917, y se explica en razón de un complejo de determinantes, producto de procesos de larga duración y su conjunción con una coyuntura crítica. No fue tanto el resultado de una contradicción económica derivada del desarrollo capitalista, sino más bien de la posición particular de Rusia en el concierto internacional. Rusia se hallaba a medio camino entre un atraso casi medieval y una potencia moderna sustentada en un aparato industrial, lo que daba lugar a conflictos derivados de los moldes arcaicos de explotación de trabajadores y campesinos. En último caso, pues, la revolución estuvo conectada con un desarrollo capitalista limitado, imbricado con la continuidad de estructuras arcaicas. Lo que Lev Trotski calificó de desarrollo desigual y combinado formó parte de esas condiciones. El imperio ruso conjugaba adelantos indispensables para el esbozo de un nuevo orden, al tiempo que el atraso sempiterno de sus estructuras tradicionales se manifestaba en contradicciones que tendían a hacer crisis. Como antecedente básico, la autocracia y la subordinación de múltiples naciones contribuyeron a gestar un movimiento revolucionario juvenil de clase media que se orientó al socialismo. El ascenso paralelo del proletariado industrial abrió las puertas para una base social de nuevo tipo que proyectó la ideología socialista. La guerra, resultante del fenómeno del imperialismo, repercutió en factores sociales explosivos. A su vez, elementos aleatorios no dejaron de repercutir, como las decisiones que se tomaron por parte de los actores.

El acontecimiento requirió que se diesen cita componentes de fondo con otros circunstanciales. Sin guerra mundial, la Revolución Rusa no hubiera ocurrido, puede aseverarse, y lo mismo es aplicable al papel del Partido Bolchevique, instrumento indisolublemente vinculado a la singularidad del hecho. Se desprende la pregunta acerca de la causa de vigencia de un agrupamiento de esa naturaleza, preparado para dirigir un proceso de tales proporciones. Una segunda posible interrogante es el por qué la guerra mundial se saldó en revolución socialista en Rusia mientras en los demás países los intentos en ese sentido no prosperaron.

En el mismo orden cabe explorar los resultados. El sistema soviético, salido de la toma del poder por los comunistas bolcheviques, pudo sostenerse, no obstante la hostilidad de las demás potencias. Esto puede ser señal del agotamiento del zarismo, pero también de la debilidad de las otras opciones en 1917. En cualquier caso, resultó patente la diferencia entre los contornos del sistema soviético y los presupuestos programáticos previos del movimiento socialista internacional. El aislamiento y las realidades de Rusia accionaron al respecto, pero no menos una noción del poder revolucionario asentada en el bolchevismo que, a la larga, se trocó en el estalinismo.

Desde poco después de 1917 la definición de la naturaleza del ordenamiento forjado por los bolcheviques, terminado de institucionalizar en la Unión Soviética, ha alcanzado ribetes de cuestión fundamental por cuanto sus moldes fueron recuperados por todas las revoluciones ulteriores dirigidas por los comunistas, aunque con matizaciones bastante importantes.

I

Existe cierto consenso entre los historiadores acerca de la trascendencia mundial inmediata de la Revolución Rusa, a pesar de que el Imperio Ruso no se encontraba entre las potencias que marcaban el ritmo de las relaciones internacionales y de las tendencias del sistema capitalista. De todas maneras, este no era desdeñable: era el país de mayor extensión territorial del mundo, el tercero en la cuantía de población (después de China e India) y el quinto en escala internacional por la magnitud de su economía (detrás de Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña y Francia). De haber sido Rusia un país de escasa importancia, el impacto de la revolución hubiese sido distinto. Junto a esos factores, Rusia ocupaba una posición señera en la cultura y en la potencia de su movimiento revolucionario.

La trascendencia inmediata de la Revolución Rusa dio lugar a que, hasta hoy, represente el caso paradigmático de la revolución moderna, lo que se entiende por revolución social, dirigida a la sustitución del capitalismo. Aunque con contenidos inéditos, culminó una cadena de movimientos revolucionarios asociados a los principios de la modernidad: los agrupamientos religiosos contestatarios, la independencia de Holanda, el régimen republicano en Inglaterra, la independencia de los Estados Unidos, la Revolución Francesa, la revolución paneuropea de 1848 y la Comuna de París. De todos, con diferencia, el de mayores alcances fue la Revolución Francesa, que torció el rumbo del proceso histórico de Europa. En cambio, la Revolución Rusa tuvo un alcance directo en el mundo, puesto que se proyectó por Europa y Asia.

Su novedad radicó en que persiguió transformar la suerte del género humano. No se limitaba a modificar la situación de un país en un momento determinado, como había sido característico hasta entonces, sino que buscaba abrir una dinámica que diera lugar al derrocamiento del capitalismo y a la implantación del socialismo. Se llevó a cabo conforme a un programa esbozado durante largo tiempo, sustentado en la variante del socialismo inaugurada por Karl Marx décadas atrás. Aunque antecedida por la Ilustración, la Revolución Francesa no gozó de un paradigma teórico integrado y resultó de una coyuntura imprevista de agudización de los conflictos de la autocracia. El orden republicano no perduró mucho en Francia, mientras que el sistema soviético se prolongó durante décadas.

Como novedad, además, se puso en el tapete de la factibilidad del proceso histórico universal la implantación del socialismo en una dimensión que trascendía la teorización de Marx. Abarcaba un anhelo utópico a lo largo de siglos, conjugado con prontuarios de reivindicaciones universales vinculadas a la modernidad, que habían encontrado concreción en Rusia como resultado de los contornos contradictorios del zarismo.

Se abrió un cambio de época: tras el desdén que generó en los círculos dirigentes del mundo industrializado un acontecimiento presuntamente promovido por contingentes anárquicos e improvisados, sin posibilidad de consistencia o continuidad, la opción de la revolución pasó a tomar centralidad en el mundo.

Los efectos prácticos fueron variados. De inmediato, el ejemplo ruso sirvió de inspiración para una gran parte del movimiento socialista y obrero en Europa, lo que derivó en una radicalización de sus procedimientos y objetivos. En las clases burguesas advino el efecto contrario de temor a la revolución, y dio origen al fascismo, movimiento de masas que culminó en la implantación de regímenes autoritarios anti-socialistas y de extrema derecha en gran parte de Europa a partir de los casos paradigmáticos de Italia y Alemania. Rusia, por otra parte, abrió una corriente de lucha por la liberación nacional en países sometidos al dominio colonial, otra de las notas distintivas del mundo contemporáneo. Ejerció un influjo sobre el continente asiático, en especial China, donde poco después arrancó un proceso que combinaba la reivindicación nacional y democrática con la socialista.

Tales repercusiones estuvieron conectadas al hecho de que la Revolución Rusa compatibilizaba contradicciones específicas del entorno ruso con las propias de la etapa de expansión del capital financiero, denominada imperialista por tratadistas marxistas, en la que el capitalismo generaba problemas no existentes con anterioridad que explican la vigencia de la revolución en términos antes no ponderados.

II

El movimiento socialista en Rusia abonó una preparación de largo plazo de la revolución. Desde los años sesenta del siglo XIX comenzó a surgir una corriente organizada dirigida al derrocamiento de la autocracia zarista. Esto se conectó con las elaboraciones de conspicuos pensadores, como Herzen, Dobroliuvov, Chernishevski y Belinski, quienes se planteaban negar el orden existente. Con el tiempo, las corrientes dominantes de esta movilización se orquestaron en lo que se denominó populismo (de narod, pueblo), basado en la acción del campesinado, considerado fuerza revolucionaria principal. Entre 1873 y 1874, miles de jóvenes urbanos emprendieron lo que fue llamado marcha al campo, dirigida a incorporar al campesinado a la lucha contra el zarismo. En la medida en que esto no surtió resultados prácticos, por la incomprensión de los sujetos interpelados, sectores de los narodniki se orientaron hacia el terrorismo. Se propusieron asesinar a dignatarios, lo que culminó con el atentado exitoso al zar Alejandro II, de inclinaciones reformistas.

Llegó un momento en que la generalidad de los populistasnarodniki se adhirieron a las teorías de Marx, que estaban teniendo en Rusia mayores ecos que en cualquier otro país, en la medida en que se percibía que proporcionaban un marco “científico”. Empero, por derivación teórica e histórica, los populistas concluyeron que en Rusia sería posible llegar al socialismo sin necesidad de atravesar por un desarrollo capitalista previo. El sustento de tal propuesta lo hallaron en la comunidad rural (obshina), consistente en que las aldeas organizaban la tenencia de la tierra al margen de la propiedad privada moderna. Otras instituciones daban pie a ese presupuesto, como la familia extendida tradicional (josiastvo), en la que no se dividían los bienes entre sus integrantes.

Con esta conclusión, los populistas rusos se alejaban en buena medida del núcleo ideológico al cual se adscribían. Apartándose de los socialistas previos, “utópicos”, Marx y Frederick Engels habían planteado, como centro de su sistema teórico, que el socialismo sería el producto del desarrollo de las contradicciones estructurales del capitalismo. Sus fuerzas productivas conllevaban el crecimiento numérico de la clase obrera, llamada, por su posición objetiva, a cuestionar la apropiación privada sobre los medios de producción.

Sorprendentemente, en un intercambio epistolar con la populista rusa Vera Zasulich, Marx aceptó la posibilidad de que el socialismo llegase a Rusia a partir de la obshina. Él mismo cuestionaba con tal conclusión una posible lectura evolucionista de su pensamiento, como era común entre teóricos de la Segunda Internacional, agrupación de los socialistas europeos que se habían adherido al marxismo, deslindados del anarquismo y de otras corrientes.

Para Marx el socialismo sería producto de la acción clasista del proletariado y no le concedía importancia a un partido político. Aunque se contó como uno de los promotores de la Asociación Internacional de Trabajadores (Primera Internacional), se mantuvo ausente de las organizaciones socialistas o socialdemócratas. Los populistas rusos, por su parte, encontraron fórmulas variadas de compactación, siempre al margen de cualquier acción clasista del proletariado.

A partir de la década de 1880 se produjo una conversión hacia el marxismo ortodoxo de una porción del populismo ruso. Dos de sus principales pensadores y mentores de colectivos organizados, Georgui Plejánov y Piotr Axelrod, llegaron a la conclusión de que en Rusia también el socialismo sería producto del desarrollo capitalista, por lo que desecharon las consideraciones previas acerca de la obshina y se propusieron avanzar hacia la fundación de un partido obrero socialista. Al prever el desarrollo capitalista, propugnaron por la aplicación de los preceptos de los partidos socialistas europeos, entre los cuales el Partido Socialdemócrata Alemán ejercía una reconocida hegemonía.

III

La consideración acerca de la evolución particular de Rusia, distinta a la del resto de Europa, no podía ser ajena a los rasgos arcaicos de la sociedad rusa. Insignes historiadores, como el marxista “legal” Piotr Struve y el liberal Alexander Miliukov, llegaron a la conclusión de que Rusia se situaba a medio camino en su desarrollo histórico entre Asia y Europa. Destacaron lo que consideraron “asiatismo” como nota característica de la sociedad rusa. Entre los factores en cuestión se hallaban precisamente la obshina y el jasiastvo, situados en la base de un sistema de explotación de la población campesina, primordialmente por parte del Estado. Las instituciones comunales, expusieron, lejos de provenir de una etapa antigua, se habían desarrollado en la época moderna como componentes del mecanismo tributario de explotación, ya que aseguraban la reproducción de la aldea, que, a su vez, constituía la célula de la subordinación del campesinado.

De igual manera, desde el siglo XVI, en un movimiento inverso en el tiempo al del resto de Europa, donde había desaparecido, la servidumbre se fue acrecentando. Su apogeo coincidió con las reformas de Pedro I (El Grande), a finales del siglo XVII e inicios del siguiente, tendentes a asimilar la experiencia europea. En buena medida, la introducción de la manufactura, sobre todo de la industria armamentística, se conectó en esa época con las necesidades de un imperio en fase de renovada expansión territorial. Pero este aparato suponía una fracción diminuta de la base económica, por lo que no alteró las condiciones de atraso, pues el aparato agrícola se caracterizaba por su obsolescencia, de lo que sobrevenía una baja productividad laboral.

Desde el siglo XVI el zarismo había logrado subordinar a la antigua nobleza de los boyardos, para lo cual se apoyó en una emergente capa cortesana, los dvarianis, tornada en la base del absolutismo. Cuando, a consecuencia de la Revolución Francesa, se conformó la monarquía constitucional en casi toda Europa, en Rusia se terminó de configurar un rígido régimen autocrático. Los dvarianis se convirtieron en los principales terratenientes y, al mismo tiempo, en los propietarios de los mayores contingentes de siervos, principalmente en las zonas centrales del imperio, el corazón del conglomerado ruso. Empero, los nobles no sustituyeron el dominio estatal y, más bien, fueron engranajes del mismo con función principal en aparatos administrativos y militares.

El expansionismo del Estado ruso, tras la expulsión de los invasores mongoles, dio lugar al imperio más vasto del mundo, desde Polonia hasta la costa cercana a Japón. Cohabitaban decenas de pueblos, entre algunos de los cuales habían asomado reivindicaciones nacionales desde inicios del siglo XIX. Una parte de ellos eran eslavos, como los ucranianos, los polacos y los bielorrusos, otros eran caucasianos, bálticos, musulmanes en Asia Central o siberianos. A pesar de constituir alrededor de la mitad de esa abigarrada población, los grandes rusos o rusos ejercían un predominio aplastante, mediante un dispositivo de opresión que constituía la nota característica del imperio.

Las reformas modernizadoras no alteraron estas notas dominantes. En algunos aspectos, más bien tendieron a reforzarlas. Al mismo tiempo, se recomponía todo el tiempo la resistencia de diversos agentes sociales. Entre los siglos XVI y XVIII se sucedieron enormes rebeliones campesinas, como las de Razin y Pugachev, en los límites de la zona histórica rusa. Desde el siglo XVIII una porción de la intelligentsia (término acuñado por primera vez en idioma ruso para denotar el sector independiente de los letrados) adoptó posturas resueltamente críticas, que llevaron a movimientos como el de los decembristas en la década de 1820.

Inevitablemente se producía cierta modernización, de lo que fue expresión la abolición de la servidumbre en 1861. De la misma manera, se abrió una corriente de industrialización en los años postreros del siglo XIX, por efecto de la inversión cuantiosa de capitales provenientes de Francia e Inglaterra.

Pero no hubo un movimiento resuelto en dirección reformista. Por el contrario, la autocracia tendía a reproducirse sobre sus propias bases. Hasta el final de su existencia, en 1917, procuró mantener intactas las estructuras sociales y los mecanismos de opresión política y nacional. A febrero de 1917 el zarismo se resistió a aceptar un régimen de monarquía constitucional. Las reformas del ministro de finanzas, y luego primer ministro Serguei Witte, no supusieron la alteración del absolutismo, sino que se centraron en la economía de mercado y el avance industrial. La concesión de la creación de la Duma, tras la revolución de 1905, no implicó un ordenamiento de división de poderes, aunque se matizó el régimen absolutista. Poco después, la reforma de Piotr Stolypin, también un consumado conservador, tendente al incremento de las relaciones de mercado y de propiedad en el campo, y que se orientaba a fortalecer un campesinado próspero, tampoco alteró la fisonomía del régimen agrario, por cuanto no resolvía la aspiración a la tierra por el grueso de la población rural.

IV

El giro del socialismo ruso coincidió con el inicio de la industrialización en la década de 1890. La conformación de los primeros círculos marxistas, generalmente salidos de intelectuales de la pequeña burguesía, la burguesía y la nobleza (al igual que entre los populistas), se conectó paulatinamente con las primeras manifestaciones de un movimiento obrero organizado con protestas, organizaciones clasistas reivindicativas, huelgas y prensa independiente.

Pero en muchos aspectos, conforme a lo arriba indicado, la realidad rusa continuaba siendo diferente a la más característica en Europa occidental. La opresión autocrática impedía el surgimiento de un movimiento socialista legal. A lo sumo, una parte de la intelectualidad exponía posturas liberales y socialistas dentro de los marcos permitidos, con escasas consecuencias prácticas. La formación reciente del proletariado urbano, todavía muy próximo al mundo rural, no se avenía con los cánones organizados de la socialdemocracia europea. Pero, paralelamente, se constituían polos industriales en las principales ciudades y en zonas como los Urales, con grandes empresas y concentraciones de operarios, lo que daba pie a protestas espontáneas y a avances de instrumentos clasistas.

En los círculos socialistas, compuestos mayormente por intelectuales y con presencia importante de judíos, se debatía la estrategia revolucionaria a seguir. Por obligación, un movimiento de esta naturaleza tenía que operar de forma ilegal. De hecho, la primera reunión para la constitución del Partido Obrero Socialdemócrata, en seguimiento de las ideas de Plejanov, en 1898, fue interrumpida y sus participantes reducidos a prisión. Sin embargo, para muchos resultaba inequívoco que el modelo a seguir no podía ser otro que el de la proclamada ortodoxia marxista de la socialdemocracia alemana.

En el llamado segundo congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, realizado en Londres en 1902, se enfrentaron dos posiciones, como es bien conocido. Una tendencia, en realidad mayoritaria, –que quedó circunstancialmente en minoría, por lo que fue designada como minoritaria (menchevique)– encabezada por Yuli Martov, proponía que bastaba con darse de alta para considerarse integrante del partido. A semejanza de Alemania, el partido debía ser de la clase, de masas, sustentado en la representación del interés económico de los trabajadores. El sector en ese momento mayoritario (bolchevique), comandado por Vladimir Ulianov (Lenin), en contrario, abogó por un partido pequeño, rigurosamente clandestino, de vanguardia de la clase, constituido por revolucionarios profesionales. La fuente inspiradora de Lenin fue en buena medida la elaboración del populista Piotr Tkachev, quien desconfiaba de la capacidad revolucionaria del campesinado, por lo que propuso un colectivo selecto de conspiradores. Algunos rasgos funcionales, además, diferenciaban a ambas fracciones. Los mencheviques agrupaban a sectores más estables del proletariado, con presencia de numerosos no rusos, mientras que los bolcheviques atraían a sectores fabriles de más reciente formación, dados a la acción violenta y rusos en su mayoría. Entre los mencheviques, por ejemplo, sonaban nombres caucasianos, como Irakli Tsereteli o Nikolai Chjeidze, mientras entre los bolcheviques predominaban los nombres rusos como Alexander Bogdanov y Leonid Krasin. En ambas tendencias había amplias participaciones de intelectuales judíos, con figuras como Yuli Zederbaum (Martov), Pavel Axelrod, Fiodor Gurvich (Dan), Lev Rosenfeld (Kamenev), Gregori Apfelbaum (Zinoviev), Lev Bronstein (Trotski) y Yakov Sverdlov. Algunos mencheviques se aproximaban a las posturas reformistas que habían ido avanzando en la socialdemocracia alemana, expuestas principalmente por Edward Bernstein, que ganaban cuerpo espontáneamente en la rama sindical del partido, mientras que los bolcheviques encarnaban la posición revolucionaria más beligerante en toda Europa. Para una parte de los mencheviques, el proceso revolucionario demandaba una alianza con la burguesía progresista. Los bolcheviques consideraban que la clase obrera estaba llamada a dirigir la lucha solo en alianza con el campesinado, puesto que la clase media y la burguesía estaban opuestas a cualquier revolución.

Lenin emergía como el revolucionario de mayores condiciones, como dirigente en aquel elenco de teóricos, algunos de los cuales lo habían precedido, como Plejanov. Él combinaba con mayor propiedad una propuesta teórica con la voluntad de promover la causa del socialismo. En términos prácticos, reivindicaba elementos del populismo adaptados a las condiciones particulares de Rusia, pero solo hasta cierto punto, pues puso énfasis en diferenciarse de los populistas, como expuso en uno de sus primeros libros contra los “Amigos del Pueblo”, un agrupamiento populista de esos años. Si bien desde el inicio de su carrera abogó por la vigencia del socialismo, no lo hacía en virtud de condiciones excepcionales del Estado zarista, sino por lo contrario: por la tendencia, para él dominante, de desarrollo del capitalismo y el subsiguiente protagonismo del proletariado en el proceso revolucionario. Gran parte de sus investigaciones de la realidad rusa se orientaron a demostrar la primacía del capitalismo en las relaciones agrarias desde finales del siglo XIX. Desde luego, tomaba nota de que los conflictos que generaba el zarismo abrían las puertas a un proceso revolucionario.

Las diferencias no obstaculizaron que durante una década todos se reconocieran del mismo partido, por lo que la división se alternaba con episodios unitarios y de alianzas. Pero el desenvolvimiento de los procesos, sobre todo tras el estallido de la revolución de 1905, fue ampliando las divergencias. Un punto crucial al respecto radicó en la naturaleza del programa. Los mencheviques, mayoritarios en realidad, se ceñían al supuesto de que el proceso revolucionario se hallaba en la fase democrática. Los bolcheviques, en sentido contrario, plantearon que el programa debía ser puesto en ejecución, en términos de Lenin, por medio de una dictadura democrática de obreros y campesinos, hegemonizada por el proletariado. Este planteamiento resultaba frontalmente contrario al criterio de los mencheviques de aceptar la primacía de la burguesía en una primera etapa.

Sin embargo, en un movimiento caracterizado por la ebullición teórica, los campos no estaban del todo deslindados y los matices eran importantes. Entre los mencheviques, por ejemplo, Lev Bronstein (Trotski), basado en Alexander Parvus, recuperó la tesis de Marx sobre la revolución ininterrumpida, para proponer que la etapa democrática debía ser continuada por la socialista como parte de un movimiento único. Esto es, cuestionaba las dos etapas y planteaba la viabilidad de la tarea socialista y de la hegemonía del proletariado.

A pesar de las disidencias, la socialdemocracia organizada en partido permitió la integración de la clase obrera. Desde los Urales hasta el Báltico, ambas tendencias lograron nutrirse de capas significativas de trabajadores en los centros industriales.

En 1903 se fundó el Partido Socialista Revolucionario, con un planteamiento contrario al de los socialdemócratas, puesto que recuperaba la postura de primacía del campesinado. Se caracterizó por la diversidad de posturas internas, que iban desde el protagonismo terrorista de algunos de sus integrantes a la adopción de un marxismo adaptado a la realidad rusa, como postulaba su líder Víctor Chernov, quien visualizaba al campesinado como la clase revolucionaria fundamental.

V

En 1904, con motivo del choque en el noreste de China de los intereses expansionistas de Rusia y Japón, se abrió una guerra entre ambas potencias. La derrota de Rusia conllevó una situación crítica que generó hambre, carestía y malestar generalizado. Los trabajadores de San Petersburg se manifestaron bajo la conducción circunstancial del monje Gueorgui Gapón. Una matanza, en enero de 1905, frente al Palacio de Invierno, el “domingo sangriento”, abrió una fase revolucionaria, sin precedentes en Europa desde la Comuna de París. Su culminación fue la insurrección de trabajadores de Moscú, en diciembre de ese año, en un intento para derrocar el dominio zarista. En los meses siguientes la presión de las masas se mantuvo tan patente que el régimen tuvo que conceder una apertura política y negociar concesiones a los trabajadores y a sectores dirigentes contestatarios.

De manera relativamente espontánea, y en buena medida por orientación de los mencheviques, círculos de trabajadores de Petersburgo, Moscú y otras ciudades conformaron consejos (soviets) dirigidos a exponer reivindicaciones de clase. El zarismo tuvo que obtemperar con la existencia de estos organismos, que no tenían precedente en Europa. Los soviets trascendían los objetivos económicos de los sindicatos, se extendían más allá de las empresas y las ramas industriales y asumían tareas políticas que compensaban la debilidad del partido socialdemócrata, explicable por las condiciones de la autocracia.

Quedó confirmado que el eje de la lucha revolucionaria se localizaba en Rusia. En la etapa narodnik (populista) del siglo anterior esto hubiese parecido discutible, pero en 1905 amplios contingentes de la clase trabajadora se organizaron en los soviets, existía un partido marxista de clase y la lucha tenía en el proletariado su sector fundamental. Se estaba produciendo una oleada de protestas que tenían connotaciones insurreccionales. Quedaba obvio para los intelectuales marxistas que el combate al absolutismo zarista abría perspectivas para el socialismo.

En lo inmediato, sin embargo, el ala liberal de la clase media, la burguesía y de la nobleza desempeñaba una función de primera línea. Surgió el Partido Democrático Constitucional (Kadete) de inclinación burguesa, momentáneamente radical, que contribuyó a cierta apertura política. Esto denotaba la aparición de una disensión significativa en el interior de la burguesía, lo que se añadía a las condiciones para una revolución. El zarismo tuvo que aceptar que se ampliaran las funciones de los zemstvos locales, espacios deliberativos, pero no vinculantes, de la nobleza y otros medios dirigentes. Más importante fue la creación de la Duma, compuesta por representaciones de sectores sociales, un remedo incompleto de poder legislativo que, no obstante, no borraba el régimen autocrático.

De todas maneras, la revolución de 1905 había creado una situación que presagiaba un cambio profundo y que, habida cuenta de la combatividad de los trabajadores, podría proyectarse hacia el socialismo. Se incrementó la membresía de las dos fracciones del partido marxista, que pasaron a detentar la principal representación del proletariado en la Duma. Tomó cuerpo asimismo el Partido Socialista Revolucionario (eserista), el cual, aunque proponía como componente clave de su programa la distribución universal de la tierra, en esa coyuntura no logró conectarse con el grueso del campesinado. Segmentos importantes de la burguesía y la clase media tomaron distancia del zarismo y pasaron a propugnar por una monarquía constitucional o incluso por una república.

Un acontecimiento de tales magnitudes tuvo numerosas consecuencias. La conceptualización hecha por Trotski a posteriori lo visualizó como “ensayo general” que mostraba la continuidad entre la lucha contra el zarismo y por el socialismo. Se generalizó, por una parte, la movilización de los trabajadores urbanos, que anteriormente no traspasaba una dimensión local y reivindicativa. Los soviets significaron una escala inédita en el movimiento obrero europeo. La burguesía liberal obtuvo conquistas importantes que se insertaron en la ampliación de la disidencia. La representación de las corrientes socialistas en la Duma las colocó en el centro de la política. En resumen, la caída del zarismo y la revolución se perfilaban factibles.

Quedaba pendiente una nueva coyuntura propicia para que los factores acumulados en 1905 volvieran a ponerse en acción. La primera guerra mundial proveyó esa ocasión.

VI

Pese a sus manifiestas debilidades, el Estado zarista no titubeó en involucrarse en la guerra iniciada en julio de 1914. Desde décadas atrás el imperio ruso sostenía una dura rivalidad con Austria y Alemania en torno a puntos álgidos de Europa central, principalmente Polonia y los Balcanes. Se agregaba la controversia con Turquía, otra potencia involucrada en la guerra, en torno a los Dardanelos y el Cáucaso. El ansia de expansión territorial era consustancial al ordenamiento político ruso, por lo que se manifestaba en todas direcciones. Adicionalmente, obraba la influencia de Francia y Gran Bretaña, las potencias principales de la Entente, cuyos nacionales eran dueños de cerca de la mitad de las inversiones industriales en territorio ruso.

Con un desarrollo industrial todavía limitado, Rusia tuvo que compensar sus desventajas sobre la base de una movilización masiva de la población adulta. Todos los recursos se pusieron al servicio de la maquinaria de guerra y varios millones de campesinos fueron enviados a los frentes de combate, lo que conllevó graves perjuicios a la economía. Aun así, Alemania sostenía la iniciativa en las zonas en disputa del centro de Europa. Con el paso del tiempo, después de breves ofensivas relativamente exitosas, Rusia experimentó derrotas desastrosas y entró en una posición defensiva que la ponía a merced del poderío militar alemán, no obstante esta última tener que lidiar también en el frente occidental, contra Francia y Gran Bretaña.

Previendo la inminencia de la conflagración, los partidos socialistas de toda Europa se habían puesto de acuerdo en no apoyar a sus gobiernos, pero de inmediato este acuerdo fue violado por la socialdemocracia alemana, cuyos diputados en su mayoría votaron los créditos de guerra al iniciarse el conflicto. El patriotismo pasó a hacerse la tónica dominante de los partidos socialistas, por lo que dejó de operar la Segunda Internacional. De tal manera, el movimiento socialista internacional no hizo nada para detener el estallido.

En Rusia la reacción de los marxistas fue totalmente diferente. Los bolcheviques y una mayoría de mencheviques condenaron la violencia, por lo que los diputados a la Duma fueron internados en Siberia. Lenin, exilado en Suiza, adoptó una postura beligerante que llamaba a transformar la guerra imperialista en guerra civil. Contribuyó a lograr que disidentes de los partidos socialistas se reunieran en Zimmerwald y luego en Kienthal para coordinar acciones. Aunque no hubo efectos concretos sobre la contienda, por lo menos quedó la denuncia y se formuló el llamado a los trabajadores para que se insurreccionaran.

El planteamiento extremo de Lenin no fue seguido por los mencheviques. Pero entre estos surgió una tendencia internacionalista, conducida entre otros por Martov, que condenó la guerra y que tuvo representación en las reuniones aludidas en Suiza.

Este estado de ánimo fue ganando terreno a consecuencia de las derrotas militares. Desde los primeros días de 1917 quedó de manifiesto la necesidad de cambios que condujeran a una reorientación del esfuerzo bélico. Se abrieron disensiones crecientes en los medios dirigentes, que tuvieron su más sonada manifestación en el asesinato del monje Grigori Rasputín, consejero de la familia del zar y partidario subrepticio de llegar a un acuerdo de cese de las hostilidades con Alemania. Una porción dominante de los sectores gobernantes, atizada por las potencias occidentales, mantuvo la postura intransigente, resultado de lo cual el país llegó al borde de la extenuación. Millones de muertos y heridos, carestía, epidemias, hambre y otros flagelos llevaron a una agudización del descontento a inicios del año 1917. Espontáneamente, los soldados anhelaban la vuelta a los hogares, la generalidad de la gente pedía la paz. Entre los movilizados surgió la demanda por la propiedad de la tierra, lo que le confirió gran ascendiente al Partido Socialista Revolucionario.

A consecuencia de una protesta obrera en Petrogrado, el zarismo cayó casi por inercia, sin que se gestara un conflicto violento mayor. La refundación de soviets, primero en la capital y luego en otras ciudades, sirvió de zapata para la constitución de un doble poder, el del gobierno provisional y el de los soviets, algo sin precedentes en el mundo, que hacía depender del sector obrero la constitución alternativa de un poder burgués.

VII

La caída del zarismo, que dio en llamarse Revolución de Febrero, no resolvió el problema básico del momento, que era el retorno a la paz. El gobierno provisional se mantuvo impertérrito en cuanto a los compromisos de guerra. Advino la hegemonía del ala liberal de la burguesía, representada por el partido Kadete, fundado una década atrás, que en esa coyuntura asumió una postura hostil a los trabajadores. En términos generales, la burguesía y la nobleza rusas se sentían solidarizadas con las dos restantes potencias de la Entente y no pasó mucho tiempo para que sus expresiones políticas se desacreditasen ante las demandas crecientes de soldados, campesinos y trabajadores. Tras un corto tiempo, entraron otros sectores al gobierno provisional, en particular los laboristas (trudoviki), uno de cuyos dirigentes, Alexander Kerenski, pasó a detentar la condición de primer ministro.

El gobierno provisional estaba sometido a una intensa presión desde las bases populares, que se canalizó a través de los soviets, reconstituidos con más fuerza que en 1905. Sin embargo, los mencheviques y socialistas revolucionarios, que inicialmente hegemonizaron los soviets, a través del comité ejecutivo para toda Rusia, consideraron como obligada la supervivencia del gobierno provisional. Juzgaban la situación como muy delicada, temerosos de una restauración imperial, por lo que insistían en la alianza a cierta distancia con los liberales y otros sectores. Por ello, concibieron una función pasiva a los soviets, reduciéndolos a recurso de sostenimiento del gobierno provisional en tanto que garante de un nuevo orden. Ponderaban la situación a partir del supuesto de que la caída del zarismo permitía acometer la etapa democrática de la revolución.

Al inicio, en ausencia de Lenin, los bolcheviques se plegaron ante la dualidad de poderes y, de hecho, aceptaron la postura de los demás sectores socialistas. Esto fue expresado desde el inicio por el único dirigente en Petrogrado, Alexander Shliapnikov; y después de su retorno desde Siberia, donde guardaba prisión, también por Lev Kámenev, principal dirigente en el interior, jefe de la fracción bolchevique en la Duma hasta 1914, acompañado por Stalin y Viacheslav Molotov.

A distancia, todavía en Suiza, Lenin se opuso a sus compañeros y recuperó de inmediato su tesis de la guerra civil internacional. No obstante, el estallido de febrero le tomó por sorpresa. Basado en escasas informaciones, planteó el tránsito inmediato al socialismo. Suponía que la continuación de la guerra plantearía la agudización de contradicciones, que la burguesía no estaría en condiciones de implementar soluciones y que en otros países estallarían movimientos similares. Sus posiciones las sintetizó en las famosas “Tesis de abril”, en las que criticaba a sus compañeros. Dentro de la cúspide bolchevique el único que apoyaba a Lenin en ese momento era Grigori Zinóviev, exilado junto a él. Empero, el liderazgo de Lenin dentro de su formación, se había consolidado en años recientes, por lo que con su regreso a Rusia logró reconducir la estrategia partidaria. Retornó en un “tren sellado” que atravesó territorio alemán, sobre la base del cálculo de altos funcionarios alemanes de que su presencia en Rusia facilitaría un armisticio en el frente oriental que permitiría el triunfo en el frente occidental.

Dirigidos por Lenin, ya en Petrogrado, los bolcheviques lanzaron la consigna de “todo el poder a los soviets”, con la que propugnaban por la superación del doble poder y para que los trabajadores organizados tomaran el control del Estado como preámbulo para el socialismo. Las consignas de la paz y de repartición de las tierras a los campesinos les ganaron un crédito creciente a los bolcheviques. Pero ya los socialistas revolucionarios habían obtenido el respaldo de la generalidad del campesinado sobre la base de su programa agrario.

En control de los soviets, los mencheviques y socialistas revolucionarios no fueron capaces de proponer una solución propia. Quedaron atrapados por el temor a una restauración del zarismo, por lo cual no entraron en un conflicto agudo con los bolcheviques. Ni siquiera los mencheviques “internacionalistas”, quienes habían condenado la guerra mundial en 1914, pudieron formular una posición distinta de consecuencias prácticas.

Esta pasividad de los otros partidos socialistas resultó crucial para el avance de los bolcheviques, los únicos que demandaban resueltamente la paz inmediata y sin anexiones. Este reclamo les permitió captar una porción amplia del pueblo en las zonas urbanas y la neutralidad de la mayoría campesina, básicamente por la adhesión de los soldados, sensibles al llamado.

El ambiente favorable al bolchevismo se fortaleció todavía más a consecuencia de los intentos de sectores monárquicos de eliminar el doble poder y aun el gobierno provisional con la finalidad de instaurar un orden duro que permitiera la restauración de la monarquía. El evento más resonante de ese debate fue el plan de derrocar el gobierno provisional, perpetrado por el general Lavr Kornílov, jefe del ejército, en agosto. El confuso golpe de Estado de Kornílov se sumó al fracaso de la ofensiva bélica de verano que había emprendido Kerenski, alentado por Francia y Gran Bretaña. Los mencheviques y los socialistas revolucionarios consideraron que el principal riesgo para el doble poder provenía de la reacción monárquica, lo que dejó el campo despejado a los bolcheviques.

Los partidarios de Lenin fueron ganando terreno con rapidez, al grado de que, de manera aparentemente improvisada, intentaron derrocar el gobierno en las jornadas de julio. La forma en que se desenvolvieron estos hechos condujo a Lenin a afinar la táctica con el fin de que todo el poder pasase a los soviets, lo que equivalía al bolchevismo.

A raíz del intento de Kornílov, el soviet de Petrogrado creó un comité militar revolucionario independiente del comité de los soviets de toda Rusia, dirigido por los mencheviques. El control bolchevique del soviet de Petrogrado, capital del país, centro industrial y ciudad con una enorme guarnición, resultó decisivo para los cálculos de Lenin. Poco después de su retorno, llegó a un acuerdo con Trotski, quien ingresó con otros socialdemócratas independientes al Partido Bolchevique. Trotski se puso a la cabeza del soviet de Petrogrado, desde donde cuestionó el doble poder.

VIII

La toma de poder por los bolcheviques fue planeada para que se produjera en consonancia con el segundo congreso de los soviets de toda Rusia. En realidad, esta convocatoria de los soviets no fue aceptada por los socialistas revolucionarios y mencheviques, pero los bolcheviques tuvieron éxito gracias a la influencia que habían logrado en las grandes ciudades. Inmediatamente antes del congreso, el gobierno provisional fue derrocado por un levantamiento incruento del comité militar revolucionario del soviet de Petrogrado, y el llamado segundo congreso de los soviets, con representación de soldados y campesinos, validó la toma del poder de los bolcheviques.

Para dar este paso Lenin tuvo que imponerse a gran parte de sus compañeros, temerosos de una aventura incorrecta, postura que expusieron en especial Kámenev y Zinóviev. Lenin, acompañado de Trotski en primer término, debió maniobrar con precisión, con el fin de sincronizar todas las fuerzas disponibles. En realidad, la Revolución de Octubre vino a resultar, operativamente, de una imposición de Petrogrado sobre el resto del país. El nuevo sistema tardó en extenderse en todas partes y algunas zonas quedaron fuera de su influencia, como Ucrania, donde se implantó un régimen nacionalista tras la paz con Alemania. Petrogrado contribuyó a inclinar la balanza gracias al tamaño de su guarnición, opuesta a la continuidad de la guerra; incidió también la imposibilidad de movilizar tropas del frente a causa de la presión de los ejércitos de las potencias centrales, Alemania y Austria. En otras grandes ciudades la aceptación de la toma de poder de los bolcheviques fue facilitada por la existencia de contingentes proletarios importantes. 

Gran parte de los mandos del ejército acataron el cambio de régimen por consideraciones patrióticas, conscientes de que una guerra interna permitiría a Alemania derrotar a Rusia y someterla a condiciones terribles, además de apoderarse de grandes extensiones territoriales. En muchas unidades los oficiales fueron destituidos por los soldados. Sin control sobre el ejército, las clases burguesas y la nobleza no estuvieron en condiciones de ofrecer una resistencia importante hasta mediados de 1918.

Como componente clave del nuevo poder, el comité ejecutivo de los soviets designó un esquema inédito de gobierno, el consejo de comisarios del pueblo, presidido por Lenin. Se cumplía así la realización de la consigna de todo el poder a los soviets.

El nuevo régimen se propuso la instauración del socialismo por medio de la dictadura del proletariado. La prolongación de los bolcheviques en el gobierno se mantuvo en forma precaria durante los primeros tiempos, a consecuencia de que su apoyo se circunscribía sobre todo al proletariado urbano, pero diversas circunstancias posibilitaron que se consolidara.

Por una parte, los medios burgueses se encontraban divididos tras el descrédito de los monárquicos. El partido Kadete no pudo recomponer una hegemonía y se limitó a reciclar un apoyo de sectores de las clases media y burguesa de las grandes ciudades. El campesinado vio con buenos ojos la toma del poder por los bolcheviques en la medida en que estos se comprometieron a aplicar de inmediato la transferencia de la tierra en propiedad a quienes la trabajaran. Pero esta actitud era inestable, puesto que el grueso de ellos en toda Rusia se orientaba a apoyar al Partido Socialista Revolucionario.

Los socialistas revolucionarios y los mencheviques, opuestos al golpe de los bolcheviques, puesto que había sido dirigido en buena medida en contra de ellos por haber tenido participación en el gobierno provisional, fueron desplazados de la dirección del comité de los soviets. Aun así, estos dos agrupamientos, o al menos sus sectores principales, no ofrecieron una oposición violenta al sistema soviético, sino que procuraron mantenerse dentro de los cauces del mismo. A la larga, ambos aceptaron el hecho consumado de la Revolución de Octubre, sobre todo los mencheviques, aunque la percibían como deformada. Algunos dirigentes eseristas intentaron cuestionar el régimen bolchevique sin acudir a la insurrección, aunque sectores menores montaron conspiraciones, como la llevada a cabo por Borís Sávinkov –jefe histórico de ala terrorista– tras la insurrección contrarrevolucionaria en Yaroslavl.

Se agregó la división del Partido Socialista Revolucionario, del cual se desprendió un ala “de izquierda” que apoyó la toma del poder por los soviets. Ese sector tenía entre sus dirigentes a María Spiridónova, de gran prestigio como terrorista consumada. La influencia en el área rural de los eseristas de izquierda contribuyó a que los bolcheviques obtuvieran mayoría en varios soviets de importancia. Incidió asimismo en neutralizar a la masa campesina, por lo que gran parte de esta no se sumó a la reacción ulterior de los blancos monárquicos apoyados por las potencias “democráticas”. Dos meses después de octubre, los socialistas revolucionarios de izquierda se insertaron en el gobierno soviético y en aparatos de importancia. Esto facilitó el trasiego de muchos socialistas de otras tendencias al bando bolchevique, factor clave en la consolidación de su régimen. Ni siquiera el hecho de que se rompiera la alianza con los socialistas revolucionarios de izquierda, a mediados de 1918, en los albores de la guerra civil, conllevó la alteración de esta tendencia. Muchos de los eseristas recelaron de la paz con Alemania, al participar del punto de vista de la guerra revolucionaria internacional contra el imperialismo. Pero, en definitiva, como era ese el propósito de los bolcheviques, estos pudieron integrar a otros socialistas.

El peso de los otros partidos socialistas, como se puso de relieve en las elecciones a la Constituyente, planteaba un problema, visto por una porción minoritaria de los bolcheviques como evidencia de la necesidad de un gobierno de coalición de todos los socialistas organizados. La mayoría de la dirigencia se negó a tal posibilidad, con lo que sellaron un esquema de partido único, intrínseco en adelante al sistema soviético, contrapuesto por naturaleza a un ordenamiento de ejercicio democrático de base, en la medida en que el bolchevismo adoptaba la función inédita de partido de Estado.

Los bolcheviques aceptaron no suspender la convocatoria a elecciones a la Constituyente, pautadas para poco después de su toma de poder, sobre la base de la expectativa de que el ala izquierda de los eseristas concitaría una alta votación. No fue así, pues el mismo PSR se alzó con una victoria rotunda, con 40%, aportada por el campesinado de las zonas centrales rusas. Los seguidores de Lenin obtuvieron una votación aceptable, pero menor, de 24%, principalmente proveniente del proletariado urbano y de una porción elevada de soldados. Los mencheviques quedaron opacados con apenas 4%, también de trabajadores urbanos, al igual que los kadetes, con una cantidad similar de las clases burguesas; algunos partidos regionales o nacionales obtuvieron el resto. Reacios a cualquier coalición, los bolcheviques optaron por disolver la asamblea constituyente, al impedir sesionar a sus integrantes. Este paso reafirmó de manera indefinida el convencimiento compartido de los dirigentes bolcheviques de no tener expectativas en la unidad operativa con otros sectores organizados, convencidos de que solo ellos disponían de la voluntad y la claridad para implantar el socialismo. La alianza, pactada poco después, en diciembre, con el ala izquierda del Partido Socialista Revolucionario se reveló efímera.

IX

El gobierno soviético implicaba, al pie de la letra, la implantación de la dictadura del proletariado. Pero, en realidad, significó la dictadura del Partido Bolchevique. Esto puede afirmarse por diversas razones. El consejo de comisarios del pueblo estuvo compuesto, salvo unos meses, exclusivamente por bolcheviques, quienes procedieron a marginar a los restantes partidos socialistas de las instancias de decisión. Aunque otros socialistas siguieron teniendo participación en los soviets, perdieron posibilidad de incidir en la marcha de los acontecimientos, a pesar de que representaban porciones del proletariado.

El hecho de que, a la larga, se produjera un flujo considerable de otros socialistas a las filas del bolchevismo no significó que se redefiniera la dictadura de partido. Por el contrario, más bien la fortaleció en la medida en que los otros partidos perdieron influencia.

Una porción mayoritaria de la dirigencia bolchevique estaba convencida de que solo a través de la virtual dictadura de partido se realizaría la del proletariado y, por ende, el socialismo. Fue sobre todo la postura de Lenin, en la que obtuvo un amplio apoyo.

El problema mayor, para que esto operara de acuerdo a lo calculado, devino del hecho de que no se produjo la esperada revolución en Alemania y otros países europeos. Durante el año posterior a la Revolución de Octubre continuó existiendo la monarquía prusiana. Esta cayó en noviembre de 1918, pero, a diferencia de Rusia, los marxistas revolucionarios no se hicieron con el poder.

En Alemania el repudio a la guerra no tenía la misma intensidad, a pesar de lo cual surgió una nutrida tendencia de izquierda en la socialdemocracia, que dio lugar al Partido Socialdemócrata Independiente, que poco después, a raíz de una división, confluyó en la tardía fundación del Partido Comunista Alemán. Pero los marxistas revolucionarios alemanes no pudieron imponerse a los socialistas patriotas, quienes procedieron a aliarse a la burguesía y a aplastar los conatos de revueltas socialistas entre 1919 y 1923. En la generalidad de Europa la escisión de los partidos socialistas no tuvo efectos similares a los que se habían producido en Rusia. Operaron al respecto condiciones históricas distintas a las de Rusia y a la ausencia del tipo de los factores subjetivos que acompañaba al bolchevismo. Se puso de relieve la dificultad de la toma de poder por sectores carentes de una tradición aguerrida como la de los bolcheviques. Es lo que se observa con la implantación de un régimen soviético en Hungría, en 1919, que pudo ser aplastado sin mayor dificultad.

Como parte de este entramado, la disposición de los bolcheviques a incentivar la revolución europea no tuvo éxito. Lenin pactó la paz con Alemania a costa de aceptar grandes concesiones y a riesgo de una ruptura de sus filas, en gran parte solidarizadas con la postura “de izquierda”, dirigida por Nicolái Bujarin, opuesta a la paz.

El aislamiento de Rusia tuvo efectos inmediatos de consideración. La supervivencia del régimen soviético se hizo un fin en sí, lo que conllevó el propósito de construir el socialismo en forma separada. En realidad, hubo escasos debates al respecto, contrariamente a lo aseverado con posterioridad por Trotski y otros opositores de izquierda a la jefatura de Stalin.

El debate surgió a propósito de la fisonomía del régimen soviético. Desde los primeros días, las condiciones en extremo difíciles en que se produjo el hecho de octubre contribuyeron a que las respuestas prácticas a menudo se apartaran de los presupuestos originales. Estas tendencias se manifestaron en la aceptación de compulsiones de la realidad, como la continuidad de la circulación del dinero o la existencia de un ejército profesional.

A pesar de la calidad intelectual de los cuadros del bolchevismo, la magnitud de las tareas obligó a la incorporación de especialistas burgueses, capaces de mantener la reproducción de las instituciones. La consigna de Marx de destruir las instancias operativas del régimen burgués en buena medida se revelaba irrealizable. Además de la oficialidad militar, resultó preciso contar con la participación de especialistas y administradores, en buena proporción, en el fondo, opuestos al régimen.

Las excepcionales dificultades motivaron que se encontrase una solución en el llamado comunismo de guerra, sustentado en la intervención arbitraria en la distribución de bienes agrícolas, dado que el campesinado no aceptaba vender sus excedentes a los precios determinados por el gobierno.

Como medio de supervivencia se implantaron esquemas que contravenían preceptos originales. Fue el caso del sistema administrativo y de gestión de las empresas, del que tuvo que desligarse a los sindicatos. Las filas bolcheviques no solo se nutrieron de otros socialistas, sino de oportunistas que aprovechaban sus capacidades especializadas para mantenerse en posiciones de mando.

Poco valió que sectores importantes del bolchevismo impugnaran estos rumbos. Más bien, el grueso de la organización aceptó las compulsiones de la realidad para cohonestar un esquema que extremaba componentes controversiales de la dictadura de partido. En particular, se implantó una deformación burocrática que reforzó la progresiva disminución de la participación de base en las instancias dirigentes efectivas. En la fábrica, por ejemplo, se impuso el mando personal único en contra de los consejos obreros.

El propósito de implantar el socialismo, en condiciones en extremo desfavorables, conllevó deformaciones autoritarias. La implementación de pautas forzosas fue la quintaesencia del llamado comunismo de guerra. La lucha con los contrarrevolucionarios, que ganaron mucha fuerza tras la rebelión de la Legión Checa, a mediados de 1918, se acompañó por la aplicación del terror rojo para oponerlo al terror blanco. Al igual que en la Revolución Francesa, en el contexto en que se produjo el hecho de Octubre, un margen de terror parece en retrospectiva como inevitable. Ahora bien, en época de Lenin se dirigió exclusivamente hacia los alzamientos de los “blancos” que pugnaban por el retorno del zarismo y del capitalismo. Pero no se tomaron las precauciones debidas y los mecanismos de ese terror se reciclaron y se hicieron un fin en sí, conectado con la fisonomía del régimen, que por tal razón adoptó un carácter policial. En la misma época de Lenin se prepararon condiciones para el tránsito ulterior a los cánones de Stalin. De la represión a los contrarrevolucionarios “blancos” se pasó a otros sectores de la vieja sociedad, aunque no fueran activos, luego a los demás partidos socialistas, más adelante a las minorías desplazadas del partido bolchevique y, por último, mucho después, al propio grueso del partido, que sucumbió ante el protagonismo unipersonal de la jefatura de Stalin y de su aparato policial de control.

En vez de proceder a una reconformación de la democracia de base, las necesidades prácticas se interpretaron en clave autoritaria por los mismos Lenin y Trotski. Este último, como parte de ello, abogó por una burocratización expresada en un dispositivo militarizado de la producción y la vida social. Se fue desdibujando el propósito de una democracia de base, consecuencia de lo cual se consustanció de manera definitiva con contornos no previstos. Se extremó la equiparación de la dictadura del proletariado con la de partido.

Se llegó al extremo de prohibir todas las restantes tendencias socialistas, justo después que las tropas soviéticas triunfaron en la guerra civil en 1921. No fue tomado en consideración que, tanto mencheviques como el grueso de los socialistas revolucionarios, habían ofrecido un apoyo explícito al orden soviético durante esa guerra. Los que decidieron no integrarse al bolchevismo debieron marchar al exterior, algunos en una dramática posición hamletiana, como sucedió con Martov.

Esta carrera hacia la anulación de la democracia se extendió al propio Partido Bolchevique. En su interior surgieron disidencias importantes en diversas direcciones. El comunismo de guerra y la Nueva Política Económica que le siguió conllevaron burocratización y autoritarismo. Contra estas manifestaciones se pronunció el sector bolchevique de la Oposición Obrera, animado por Alexandra Kollantai, mujer de excepcionales condiciones, y Shliapnikov, entre otros jefes históricos. Estos disidentes objetaban el mando único en las empresas, abogaban por consejos obreros, por la revitalización de los soviets y por la independencia de los sindicatos, como instancias independientes del proletariado a favor de sus intereses.

No fue ese el único cuestionamiento, aunque sí el más sonado. Otro fue el del centralismo democrático, que criticaba la deriva burocrática y autoritaria y propugnaba por una democracia de base que rigiese la vida partidaria.

El grueso del bolchevismo suscribió la prohibición de las tendencias en su propio interior, un peldaño decisivo de la deformación que sufrió en forma creciente.

Al concluir la guerra civil se hizo patente que la economía continuaba lastrada, por lo que se llegó a la conclusión de que resultaba imperativa una apertura a los mecanismos de mercado en el campo. Se abrió la Nueva Política Económica (NEP), que liberaba la producción agrícola de controles estatales, lo que permitió que se estabilizase un pequeño productor salido de la revolución que defendía su independencia como propietario.

X

Lenin tenía conciencia de la existencia de problemas graves. Sin embargo, su influjo se redujo tras el atentado que sufrió por parte de una integrante de una célula terrorista del Partido Socialista Revolucionario fuera de la disciplina. Las críticas llovían desde las mismas filas bolcheviques respecto a la ampliación de la incidencia de la burocracia, en parte heredada del sistema zarista y en parte derivada de los requerimientos de control de la economía estatal. En poco tiempo, parte importante de los grandes medios de producción y circulación pasaron a manos estatales, como los conglomerados industriales, los ferrocarriles, la banca y la minería. Se añadía multitud de servicios y actividades administrativas que requerían también un personal profesional. El gigantesco aparato público, a pesar de encontrarse severamente afectado, requería de organismos dirigentes y reguladores, como el Consejo de Economía que aprobaba los planes. El papel directivo del Partido Comunista, nombre que sustituyó al de bolchevique, se manifestó a través de la Comisión Obrera y Campesina, dirigida por Stalin.

La muerte de Lenin, a inicios de 1924, dio lugar a una dispersión en el conglomerado dirigente y dejó terreno libre para que avanzara la propensión a la burocratización. Un primer triunvirato, compuesto por Stalin, Kámenev y Zinóviev, logró una mayoría en contra de Trotski, a quien muchos consideraban sucesor natural por ser un segundo al mando. Lenin, en unas notas que fueron luego ocultadas, había recomendado la remoción de Stalin a causa de sus inclinaciones autoritarias. Este triunvirato asumía, supuestamente desde posiciones de izquierda, reservas frente a la NEP y a las críticas de Trostki. En realidad, era Stalin la figura que detentaba un control sobre el aparato administrativo y partidario.

Cuando juzgó contar con suficiente fuerza, Stalin rompió con Kámenev y Zinóviev y se alió a Bujarin y otros como Alekséi Rýkov (el sustituto de Lenin en la jefatura del gobierno) y Mijaíl Tomski, el líder de los sindicatos, quienes representaban el ala “derecha” favorable a la continuidad de la NEP. Logrado el objetivo de aislar a la oposición de izquierda y en control del aparato administrativo y partidario, Stalin se viró contra la derecha, con lo que obtuvo una posición hegemónica indiscutible desde el final de la década de 1920 y quedó como heredero de Lenin, no obstante las advertencias de este.

Stalin imprimió de inmediato rasgos cruciales del orden soviético. Por una parte, asumió las consecuencias de la burocratización. Culminó la elevación del partido comunista por sobre todas las instancias. Representó la continuidad del bolchevismo y obtuvo un amplio apoyo. Lo que no logró así, lo impuso, por lo que todos los disidentes, uno a uno, salvo muy contados, se plegaron, señal de la eficiencia del ordenamiento implantado con anterioridad. Stalin, en tal sentido, marchó hacia una mayor restricción de libertades públicas, aunque al inicio de manera sigilosa.

Esta carrera de autoritarismo culminó con el proceso de colectivización forzada de los primeros años de la década de 1930. Cuando Stalin hubo logrado reunificar las filas bolcheviques en torno a sí y la economía se recuperó gracias a los efectos de la NEP, consideró que había que colectivizar el campo como componente crucial del sistema soviético. No solo desconocía la NEP, sino también la cláusula programática de 1917 a favor de la pequeña propiedad campesina. En sustitución de la infinidad de parcelas, se fundaron koljoses y sovjoses, los primeros eran cooperativas públicas, en teoría resultantes de la integración de las parcelas, y los segundos eran granjas estatales similares a las empresas industriales.

Una especie de guerra civil resultó de la imposición de la burocracia gubernamental sobre la masa campesina, reacia a la colectivización. Esto conllevó un fortalecimiento adicional del sistema “socialista”, pero también dio lugar a un mayor control dirigente del partido comunista en la medida en que se eliminaba un margen de autonomía económica de la clase productora más importante.

Por otro lado, la colectivización forzosa sirvió para financiar la industrialización, puesto que se facilitó el trasiego de valores desde el campo. Este punto era reclamado por la oposición de izquierda, de muchos de cuyos planteamientos Stalin se apropió. Algunos de los administradores bolcheviques más capaces, que habían sido anteriormente descartados, se resituaron como figuras claves en el planeamiento de la industrialización, como Gueorgui Piatakov, primer presidente de la Ucrania soviética y partidario de Trotski. Desde finales de la década de 1920 el énfasis de los planes de industrialización se colocó en la industria pesada, habida cuenta del objetivo de ganar tiempo ante la confrontación bélica previsible. La industrialización se centró en bienes de capital, descuidó los de consumo y la calidad del producto. La economía soviética se hizo la de mayor crecimiento en el mundo, a pesar de las dificultades en la agricultura. Ese ritmo era asegurado por elevadísimas tasas de inversión, sin precedentes en la historia.

Un componente nada desdeñable de los éxitos económicos radicó en el trabajo forzado. Se conformó una cadena de campos de trabajo, situados sobre todo en zonas lejanas de poca población para la explotación de sus recursos naturales.

Logrado estos éxitos económicos, Stalin propició una nueva reorganización de las filas en torno a su persona. Esto comportó la purga de todos aquellos que consideraba no confiables, lo que se registró en varios momentos. Para tal fin se expandieron las funciones de la policía política, que fue tecnificándose y cambiando de denominaciones, desde la Comisión Extraordinaria (conocida como Checa) hasta el Comité de Seguridad del Estado (KGB). El crucial aparato represivo únicamente estaba supeditado al politburó, la escala superior del partido, cuyos integrantes respondían a Stalin. Se cumplía la interpretación ulterior de Trotski de que el partido sustituía a la clase obrera, el comité central sustituía al partido y el secretario general al comité central.

Con todo el control sobre el partido, en 1936 Stalin dispuso el inicio de una purga despiadada que llevó a la ejecución de casi todos los compañeros de Lenin, acusados generalmente de espionaje a favor de Gran Bretaña o Alemania. Otros se suicidaron o murieron en prisión en circunstancias espantosas. Trotski, el único dirigente conspicuo de 1917 que salió al exterior, como se conoce muy bien, fue asesinado en 1940 en México por un agente de la NKVD, la denominación del momento de la policía política.

El XVII congreso del Partido Comunista se celebró previo a la gran purga, en 1934, para ratificar el ascendiente indiscutible de Stalin. Se calcula que una alta proporción de los delegados a él poco después fueron procesados o expulsados, muchos de ellos fusilados, incluida la mayor parte del comité central.

En medio de la gran purga, Stalin también arremetió contra dirigentes que siempre lo habían apoyado, pero que no le merecían entera confianza por considerarse ante todo integrantes del partido y no tanto estalinistas. Algunos murieron en circunstancias misteriosas, como Sergó Ordzhonikidze, quien había tenido a su cargo la dirección de la industrialización después de Piatakov. La plana mayor del Ejército Rojo fue diezmada, comenzando por su comandante en jefe, el mariscal Mijaíl Tujachevski, un genio de la estrategia que Trotski colocaba en los frentes más riesgosos durante los años de la guerra civil. El caso de los militares antecedió incluso a la fase más espantosa de la represión, bajo la dirección de Nicolái Yezhov, entre 1937 y 1938. Los diversos episodios sangrientos se pudieron cobrar hasta cerca de un millón de vidas, en su mayoría integrantes del Partido Comunista.

Surgió una nueva camada en los mandos, asociada al ascenso de la figura de Stalin. Pocos dirigentes de 1917 sobrevivían, como eran las excepciones de Molotov, primer ministro, y Mijaíl Kalinin, presidente nominal de la Unión Soviética. El nuevo grupo era absolutamente leal a Stalin y estaba asociado a los contornos colectivistas de la Unión Soviética. Su referente no era el marxismo y ni siquiera en rigor el leninismo, a pesar de la pareja ideológica codificada, sino la doctrina de Stalin, junto a sus criterios y la sociedad existente, definida como socialista en la Constitución de 1936.

La mayoría del pueblo ruso, y en menor medida de las restantes nacionalidades de la Unión Soviética, se integraron con entusiasmo a la construcción del sistema. Se interiorizaron varios preceptos: la autoridad omnímoda de Stalin como garantía superior, los contornos del “socialismo” soviético, la validez de los mecanismos represivos, aunque se desconociera comúnmente muchos de sus rasgos horrorosos, y la confianza ciega en lo que depararía el futuro.

En síntesis, en la década de 1930 se concluyó el armazón de una sociedad que sería asimilada como el prototipo del socialismo. Comportaba el predominio del partido comunista sobre los demás ámbitos del Estado y la sociedad. Quedaba así excluida la pluralidad de partidos y la competencia de opciones en el sistema político. El partido-Estado constituyó una fórmula a reproducirse en adelante. El marxismo quedaba adaptado a la proclamada ortodoxa del marxismo-leninismo, en realidad el estalinismo, ideología para escamotear la realidad existente en la URSS. Implicaba la codificación de la generalidad de manifestaciones ideológicas y culturales, a fin de que guardasen correspondencia con la vertiente ideológica oficializada. La represión se tornó en el mecanismo clave de reproducción del sistema. El personal dirigente del partido se asimiló a la burocracia. No obstante sus prerrogativas, la burocracia gobernante estaba sujeta al poder del partido, mediante múltiples instancias, y este a la figura omnímoda de Stalin.

Ha sido y continúa siendo materia de controversia la definición del contenido del sistema soviético. Para la tradición de los partidos comunistas, organizados en la Internacional Comunista desde 1919, el régimen representaba la aplicación a plenitud de las teorías de Marx, por lo que se le podía definir como socialista o en proceso de construcción del socialismo. Los dirigentes iniciales no tuvieron posturas homogéneas, pero visualizaron el asunto con sentido más responsable. Lenin mismo advirtió un “capitalismo de Estado” como expresión de que las empresas habían sido estatizadas. Después de ser derrotado por Stalin, Trotski llegó a la conclusión de que la Unión Soviética seguía siendo un “Estado obrero”. Algunos trotskistas divergieron y asumieron una conclusión, luego generalizada, en el sentido de que en la URSS se había restaurado el capitalismo. Las variantes interpretativas proliferaron en cualquier caso. Desde el ángulo crítico se puso el acento en la represión criminal de Stalin.

El problema está abierto, sobre todo, a partir de la caída del régimen soviético en 1991 y la consiguiente restauración del capitalismo. La forma en que esto se produjo plantea posibles nuevos enfoques, por haber sido obra de una mayoría de dirigentes del propio gobernante partido comunista. Obviamente, lo predicho por Trotski como posibilidad se hizo realidad, a saber, que desde el interés particular de la burocracia se transitase a la renuncia del dominio por la vía estatal colectivista y se optase por una privada. A su vez, la forma en que se llevó a cabo esta restauración, desde dentro y producto de un proceso evolutivo, plantea elementos inevitables acerca de sus contenidos.

Puede concluirse que la degeneración extrema del estalinismo no fue inevitable, como muestran otras revoluciones. Dependió de condiciones particulares, de la incidencia de factores intrínsecos rusos, de los resultados no esperados de una primera experiencia y de los efectos del cerco y la guerra civil. En retrospectiva, se aprecia, se conformó un ordenamiento pertinente con el propósito de un socialismo estatista y autoritario. Lenin sentó las bases, en lo que estuvo de acuerdo el grueso de la jefatura. Pero la derivación de Stalin no dependió de ello con exclusividad, sino de resultantes en proceso de correlaciones de fuerza. Otros dirigentes habrían mantenido los rasgos colectivistas y autoritarios básicos, pero de seguro sin el terror del estalinismo.

Después del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, en el que Stalin fue denunciado por su sucesor, Nikita Jrushiov, los preceptos claves del estalinismo persistieron, recuperados por la jefatura soviética y la de otros países, en especial China. Los contenidos básicos del sistema no se alteraron, con excepción de la represión despiadada y la hiperbólica concentración del poder en las manos del secretario general. La superación del estalinismo permitía una evolución socialista, pero no estaba en el interés de la cúspide heredera, salida del cogollo del régimen. Su denuncia no traspasó cierta comprensible superficialidad, limitada a la criminalidad y al “culto a la personalidad”.

Acaso el componente principal de lo acontecido después de 1953 radicó en un retorno al control orgánico de las instancias superiores del partido comunista, que antes había estado en las manos despóticas de Stalin. Tal “normalidad” conllevó un alivio, al cesar los campos de concentración y los planos desbordados de represión, aunque estos últimos se habían atenuado en varios aspectos desde inicios de la década de 1940, y sobre todo a partir de la entrada a la segunda guerra mundial, en la medida en que habían sido eliminados los integrantes del aparato soviético que todavía podían abogar por un mínimo de legalidad y por la supremacía del partido.

Durante cierto tiempo el sector dirigente soviético recicló la legitimidad sobre la base de la observancia de la práctica orgánica por parte de la cúspide del aparato partidario. A pesar del abandono de las manifestaciones del trabajo forzado, que habían estado vinculadas a las altas tasas de crecimiento económico, la economía siguió aumentando de manera aceptable. Pero aparecieron problemas nuevos que la dirigencia soviética no estuvo en condiciones de resolver de manera adecuada.

Por necesidad, el desarrollo debía transitar desde la fase intensiva de industrialización pesada a otra diversificada, dependiente en mayor medida de la aplicación de la ciencia, y que pusiera el énfasis en la diversificación, la calidad de los productos y la satisfacción de las necesidades individuales y colectivas de la población. Pero los instrumentos de la planificación centrales se mostraron ineficientes. En las reformas económicas, sobre todo la concebida por Yevsei Liberman, se persiguió introducir paulatinamente elementos de mercado, descentralización e iniciativa de las empresas. Tras una respuesta favorable, se puso de relieve la insuficiencia de tales reformas. La dirigencia soviética cayó en una suerte de inmovilismo. Sectores importantes se fueron orientando por un acrecentamiento de los mecanismos de mercado, sin considerar otros factores de la economía y del sistema político. Pero en los marcos del orden soviético, estos avances no tuvieron efectos mayores. La Unión Soviética entró en una prolongada agonía que se tradujo en un impasse político que llevó a su final.

Lo relevante radicó en que la liquidación de la Unión Soviética, con la consiguiente restauración del capitalismo, fue obra de un sector mayoritario de la jefatura del partido comunista. Resultó del mantenimiento de los componentes del sistema que excluían la participación popular. A pesar de la popularidad que envolvió la tentativa del secretario general, Mijaíl Gorbachov, y luego la acción de su segundo y rival Borís Yeltsin, las reformas emprendidas por Gorbachov, si bien pueden ser ponderadas como pertinentes ante el autoritarismo, no ofrecieron un marco de desarrollo socialista. Al caer en un vacío irremediable, contribuyeron a dar paso al sector capitalista en el partido comunista, que terminó tomando la delantera con un apoyo popular considerable, en contra de la “vieja guardia” aferrada al mantenimiento de la Unión Soviética.

Aunque producida mucho tiempo después de la Revolución Rusa, la restauración capitalista no dejó de expresar la lógica contradictoria en que se había desenvuelto el sistema soviético, con su habitual autoritarismo, el aislamiento de la población del mundo político y la pérdida creciente de contenidos auspiciosos de parte del sistema. Todo esto estuvo envuelto en manifestaciones que fueron denotando una agonía. Faltó una pieza que recompusiera un motivo de legitimidad socialista en el seno del pueblo. Se profundizó el burocratismo, se amplió la desigualdad social, fue tomando cuerpo una corrupción antes reducida, el aparato se alejó de la sociedad y asumió una finalidad en sí mismo. La burocracia gobernante terminó de conformarse como una clase social con un interés segmentado del resto de la población. Sus bases de sustento llegaron a sus consecuencias finales mediante la apropiación de una porción del plusproducto generado por los trabajadores. La consolidación de los privilegios condujo a una posible consecuencia final de restauración capitalista.

Ese curso, empero, no era inevitable. Pudo haber otros resultados, en particular el reciclaje del esquema soviético o su compatibilidad con un sector capitalista sujeto al control del aparato político. Lo difícil o casi imposible hubiese sido una recomposición socialista, a pesar de que la asociación entre pueblo y Estado se había mantenido durante mucho tiempo y de la existencia de un sector dirigente soviético favorable a la prolongación del “socialismo”.

XI

En vista de lo transcurrido y de sus efectos conocidos, urge, como parte de los posibles balances, definir el sistema soviético y sus efectos multilaterales en la historia. Hoy difícilmente pueda considerársele como socialista, si se entiende como tal la gestión de los asuntos públicos por la propia sociedad, en los términos utópicos de Marx de primera etapa del comunismo. Este fue el propósito de la jefatura y el pueblo, pero los resultados no se correspondieron con el mismo. El propio accionar de Lenin y sus compañeros dio lugar a otro orden, desconocido, particular, sin relación con los rasgos que le atribuye Karl Wittfogel de “despotismo oriental”, puesto que las semejanzas entre el pretendido socialismo soviético y el modo de producción asiático no pasaban de superficialidades carentes de historicidad.

Un rasgo primario de la Revolución Rusa fue la no implantación de lo que pueda ser designado como dictadura del proletariado. Fue una dictadura del partido comunista, que inicialmente equivalió a la del influyente y capaz sector marxista revolucionario de la intelligentsia, que estuvo de acuerdo en imponerse como garantía de la realización de la revolución.

Sobrevino así un orden autoritario sobre el proletariado y el pueblo, gestado sobre la base de la propiedad estatal de los medios de producción. La orientación inicial de esta no propendía a la apropiación de plusproducto por un sector dirigente, pero terminó así por efecto de una dinámica que no conllevó socialización, sino mera estatización. Tal orientación se definió entre imposibilidades de otra opción, la voluntad autoritaria del colectivo comunista dirigente y la marginación progresiva del pueblo de los asuntos públicos.

El designio de los impulsores y los desenlaces de los conflictos conllevaron a que en la Unión Soviética se definiera un ordenamiento social inédito en la historia, distinto al capitalismo. Aunque accionaran los determinantes de la sociedad rusa, se edificó un sistema que implicó la negación de lo anteriormente existente, al igual que ocurrió luego en las demás sociedades en que se adoptaron ordenamientos similares, como en China, Vietnam y Cuba, donde se registraron revoluciones populares autónomas. El sistema soviético se sustentó en la ficción de asimilar la propiedad estatal de los principales medios de producción como equivalente al socialismo. Conllevó un modo de producción de control burocrático sobre los medios de producción ejercido con la mediación del partido-Estado. La extracción del plusproducto que era realizado por la capa de funcionarios-dirigentes que terminó por constituirse en clase social definida, con un interés particular, lo que terminó de cristalizar después de la muerte de Stalin. Durante un espacio de tiempo no primó un interés tendente a la privatización. La constitución de la clase burocrática soviética se amparó en las prerrogativas que se desprendían del control del partido.

En ningún caso, las experiencias revolucionarias de línea soviética llevaron a una definición socialista propiamente; ni siquiera en el caso excepcional de Yugoeslavia, con la autogestión y la parcial distancia del esquema estalinista, o en el también sobresaliente caso de Cuba, con la compenetración popular y el entusiasmo ideológico de la jefatura. En consecuencia, se abrieron dos caminos fundamentales: el de la restauración política, como se dio en la Unión Soviética y los demás países de Europa Central, o la coexistencia con un resurgimiento capitalista en conjunción de la perpetuación del sistema político, alternativa abierta por China, donde el partido comunista continúa gobernando una sociedad con amplio componente capitalista privado que coexiste con el sector económico estatal. Hasta ahora, la evolución de las burocracias dirigentes en estos países conlleva la perpetuación de la apropiación estatal de los excedentes, pero al mismo tiempo con la novedad de haberse constituido también en burguesías privadas, en la medida en que su base de sustento se ha expandido desde las funciones del Estado hacia la propiedad privada sobre medios de producción. En apariencia al menos, solo Corea del Norte escapa hasta el momento de esta segunda vía. Era la situación también de Cuba hasta hace cierto tiempo, pero en la actualidad se asiste a un proyecto en ciernes con elementos parecidos al chino, aunque con peculiaridades importantes en proceso de definición.

En la medida en que el orden soviético se reclamó durante décadas como socialista, tuvo efectos potentes en la proyección de la lucha internacional contra el capitalismo y muchas de sus derivaciones. La Unión Soviética se tornó en faro de las clases trabajadores en pos de cambios radicales o parciales. Por parte de la jefatura soviética no hubo solo mixtificación de la realidad, puesto que su supervivencia se hallaba conectada con la lucha de las clases fuera de sus fronteras. La Revolución Rusa tuvo un efecto similar en la movilización de la intelligentsia a escala mundial, que adoptó mayoritariamente, aunque con variantes importantes, el modelo ruso como el que abría con seguridad la ruta hacia el socialismo.

En consecuencia, tomó cuerpo a escala mundial el precedente ruso de alianza entre el proletariado y la intelectualidad de izquierda. La moribunda socialdemocracia internacional se encontró ante la encrucijada de decantarse por la revolución o subordinarse al capitalismo. Ese proceso se completó tras la segunda guerra mundial, en la que el triunfo de la Unión Soviética marcó un pico del prestigio del sistema soviético, con su extensión a Europa central y Asia, así como el tránsito de partidos comunistas de varios países, como Italia o Indonesia, a organizaciones sostenidas por el grueso del proletariado.

Ante este panorama, el capitalismo se vio forzado a evolucionar hacia formas novedosas, calificadas como neocapitalismo, con el fin de prevenir la radicalización de las clases obreras y posibles revoluciones. Esto se hizo más patente, tras la segunda guerra mundial, ante el avance de la Unión Soviética. Pero antes hubo otra respuesta al “peligro comunista”, que fue el fascismo, una fórmula de recomposición del gran capital con la intermediación de la clase media a través de aventureros que encontraban en la guerra y el expansionismo la vía de la realización nacional. El reto del fascismo, a partir de los casos modelo de Italia y Alemania, radicalizó a porciones de las clases trabajadoras y otros sectores.

El triunfo de la Revolución Rusa y la consolidación del poder soviético en la URSS tuvieron un influjo sobre el desarrollo ulterior del movimiento socialista. Se percibió generalizadamente el caso ruso como el prototipo del socialismo, el único posible porque se adaptaba a la realidad mundial y había probado su factibilidad. Las otras corrientes experimentaron, por consiguiente, un declive que en algunos casos fue prolongado. La socialdemocracia se acopló a los parámetros del capitalismo. El anarquismo quedó barrido de su principal bastión, Rusia, y luego de los países latinos, sobre todo Italia y España. Algo parecido aconteció con la variante anarco-sindicalista. Los seguidores de Trotski no pudieron traspasar exiguas minorías bastante aisladas, salvo casos como China, donde no pudieron en definitiva retar el atractivo de los partidos comunistas pro-soviéticos. Otras propuestas marxistas de izquierda, si bien importantes en determinados momentos, no pudieron tener éxito y menos sostenerse en el tiempo.

Los siguientes regímenes denominados socialistas en lo fundamental calcaron el paradigma soviético, si bien a veces con importantes peculiaridades. En Europa del Este fueron resultado de la expansión del Ejército Rojo, aunque en algunos países surgieron como producto de la correlación interna de fuerzas y gozaron al inicio de amplio apoyo, como sucedió en Checoeslovaquia y Yugoeslavia. Los patrones estalinianos conllevaron un desprestigio generalizado ulterior, habida cuenta de que la imposición de normativas de la Unión Soviética chocó con parámetros culturales arraigados.

Además de que los denominados países socialistas no se dirigiesen hacia recomposiciones propiamente socialistas, democráticas y participativas, en varios de ellos aparecieron expresiones que culminaban rasgos deformados iniciados en la fase inicial de la Unión Soviética. Para fines prácticos, el estalinismo constituyó una referencia mucho más importante que el legado de los iniciadores de la Revolución. La Revolución Cultural china enarboló motivos irracionalistas, basados en la deificación de Mao y en el rechazo de toda formulación que no se aviniese con la dogmática de este último. El estado policial en Albania reiteró los patrones de Stalin en aspectos como la defenestración del segundo al mando del régimen bajo la acusación socorrida de ser un espía de Occidente. En Camboya la criminalidad de tipo estalinista llegó al paroxismo, como es conocido. En medidas variables, las democracias populares de Europa central se sustentaron en procedimientos policíacos, que a la larga minaron su credibilidad. Cuba constituyó tal vez la excepción más acusada, aunque terminó adoptando los patrones de la Unión Soviética.

Tras los fracasos de las intentonas revolucionarias en varios países de Europa, desde la década de 1920 el eje del movimiento revolucionario internacional se trasladó a Asia, en especial China. El triunfo allí del partido comunista en 1949 fue el segundo gran proceso autónomo, tras el de Rusia, producto de las condiciones específicas nacionales y de un prolongado proceso de luchas. La jefatura comunista china estuvo en condiciones de interpretar la gravitación del conflicto social en el campo como especificidad de su proceso histórico. Junto a la autenticidad de esa valoración, se procedió en lo fundamental a calcar la experiencia soviética, algo que no pudo ser casual. Por ello, como lo ha apuntado Isaac Deutscher, Mao Tse-tung jugó simultáneamente los papeles de Lenin y Stalin.

Incluso los típicos movimientos de liberación nacional, acaecidos principalmente tras la segunda guerra mundial, no fueron ajenos al ejemplo de la Unión Soviética y al apoyo que esta y China podían ofrecerles. El cuestionamiento del imperialismo en la periferia contribuyó a ampliar el giro de los centros hacia políticas neocapitalistas. De manera que, a la larga, la Revolución Rusa no incidió únicamente sobre la redefinición del capitalismo en los países desarrollados, sino sobre la reconfiguración del funcionamiento global del sistema.

XII

A raíz de la destrucción de la Unión Soviética, los voceros del capitalismo, incluidos los socialdemócratas de la Internacional Socialista, han aseverado el final del socialismo con fórmulas variadas, como el “fin de la historia” de un funcionario del Departamento de Estado (Fukuyama), la “superación de las ideologías” o el “choque de civilizaciones” (Huntington). Se trata de recursos apologéticos, justificadores de la prolongación de conflictos y en búsqueda de ratificaciones concluyentes de resultados a su favor.

Lo que tales elaboraciones obvian es lo evidente: la reproducción inevitable de contradicciones del sistema capitalista. En la medida en que los países imperialistas se han sentido seguros tras la caída de la Unión Soviética, han abogado por lineamientos que cuestionan la opción neocapitalista, política que se sintetiza con los conceptos de neoliberalismo y neoconservadurismo. En consecuencia, muchas de las concesiones que otorgaron las burguesías frente a la presión de los movimientos obreros y de liberación nacional han sido revocadas.

De tal manera, las discordancias plantean la recomposición de la vigencia de su cuestionamiento. A los viejos problemas de siempre se suman otros nuevos como parte del panorama contemporáneo. El poderío de las armas nucleares y la propensión belicista de círculos dirigentes de Estados Unidos presentan un panorama en el que está en juego la supervivencia de la humanidad. La paz ha de transformarse de nuevo en una divisa capital del socialismo, susceptible por sí misma de generar planos inéditos de hegemonías y alianzas. La corrupción se justifica como expresión de una naturaleza humana inmutable. El avance ininterrumpido de las fuerzas productivas se ha hecho en desmedro del equilibrio con la naturaleza, por lo que la problemática ambiental, por sí sola, marca la exigencia de una política antisistémica.

Como parte de esa trama, se asiste a la exacerbación del consumismo, que vacía de contenido la existencia e implica un derroche de recursos. Esto se produce en el entorno de una tendencia de agudización de los términos de la desigualdad como mecanismo consustancial. Se comprueba la tesis de Marx acerca del conflicto entre la socialización de los medios de producción y la apropiación privada, aunque en este momento no genere una respuesta revolucionaria. Un puñado de plutócratas controla el mundo a un nivel inusitado para cualquier predicción de antaño. Las ganancias de la clase media y de las trabajadoras en buena medida se han revertido en las últimas dos décadas, al menos de manera relativa en muchos países. Resulta paradójico que, en el entorno de pujanza de la técnica y la ciencia, hayan resurgido amplios sectores empobrecidos, incluso en países centrales. El cinismo y la inmoralidad se apoderan sin frenos aparentes de los altos círculos de la política mundial, al grado que son predicados como sentido común inevitable.

No puede ser casual que, bajo la paz americana, hayan surgido tantos enfrentamientos, como los del mundo árabe, y que el sistema muestre facetas aberrantes, como la agresividad militarista de Estados Unidos o el auge de movimientos neofascistas en gran parte de Europa. En América Latina ha sobresalido la emergencia de movimientos y gobiernos de izquierda, que por lo menos han cuestionado las certezas del neoliberalismo.

Al mismo tiempo, se presenta por el momento la imposibilidad práctica de una negación global de las relaciones capitalistas, lo que no está desconectado de la caída de la Unión Soviética y la incorporación de componentes capitalistas en los restantes países que se siguen reclamando socialistas. El efecto de la derrota ha sido contundente en bloquear una alternativa radical ajustada a las condiciones del presente. Los gobiernos de izquierda de América Latina, tanto los de vocación reformista, como Brasil, como los revolucionarios radicales, en especial Venezuela, brindan materia de reflexión acerca de los límites actuales en cuestión.

En el marco de la realidad mundial presente, resulta imprevisible la reiteración de revoluciones con impacto mundial, como fue en primer lugar la de 1917. Esto no quiere decir que en el futuro no puedan producirse fenómenos de magnitud. De la misma manera, en lo fundamental es imposible la implantación de regímenes nuevos que se planteen la estatización generalizada de los medios de producción, en momentos en que gobiernos como los de Vietnam, China y Cuba se sustentan en fórmulas de recomposición parcial de la propiedad capitalista privada. Opera además el hecho objetivo de la desaparición de la incidencia que tenía la Unión Soviética, simbólica y operativa, y el desinterés en un sentido contestatario de los países “socialistas” que subsisten.

Pero esto no significa el final del socialismo. Por el contrario, la proyección de las posturas progresivas remite a una reconfiguración de la política socialista. Resulta pertinente, por tanto efectuar, los balances de las experiencias históricas en clave práctica, lo que remite a redefiniciones teóricas acerca del socialismo.

Las experiencias socialistas, fallidas en lo fundamental de sus contenidos, compelen a una reconsideración del socialismo deseable. Por lo menos debe contener una fisonomía democrática y participativa. En esencia, se entiende por socialismo la gestión de la sociedad sobre su propio destino. La exigencia primaria es la democracia participativa, negadora del papel dictatorial, de los partidos comunistas. Esto requiere la redefinición de los partidos y otras instancias consideradas de “vanguardia”, llamadas a subordinarse a las exigencias de los movimientos populares y a tener por norte la construcción socialista como ideología en una dimensión pedagógica tendente al reforzamiento de la conciencia social.

Un segundo aspecto a destacar es que no ha de entenderse por socialismo únicamente un sistema deseable, sino también el movimiento que lo propugna. En la actualidad, ante la inexistencia de Estados que puedan conceptualizarse como socialistas, lo crucial reside en el rescate de la ideología por medio de la refundación del movimiento. Sus bases tienen que ser novedosas, a tono con la realidad contemporánea. Un punto de partida está llamado a ser el requerimiento de construcción continua del proyecto, conforme a las situaciones históricas pero desde el seno de la sociedad. El socialismo no puede equipararse, como antes, al movimiento obrero, ni siquiera en una acepción más amplia de la clase trabajadora. La oportunidad de la recuperación de la idea, tras fracasos tan terribles, radica en imprimirle un giro hacia el pueblo en su conjunto. La humanidad está llamada a ser la protagonista de los cambios demandados hacia el desarrollo del colectivo. Las transformaciones acaecidas tras la segunda guerra mundial comportan replanteamientos de la estructura de clases tanto en el centro como en la periferia. Potencialmente, la generalidad de la población tiene motivos de cuestionamiento del capitalismo.

Los conflictos se han desplazado a planos antes de menor monta. Puede resultar todo ello un planteamiento difuso, pero precisamente en eso radica su perspectiva, al ser por definición abierto a la diversidad y a nuevos mecanismos democráticos y plurales de una hegemonía ideológica. En ausencia de los “socialismos reales” a la soviética, el movimiento tiene el chance de reconstituirse en función de la obtención de ganancias dentro del capitalismo. De la misma manera, en el ejercicio de instancias variadas de poder, los sectores subalternos activos no tienen otra salida por el momento que coexistir con el capitalismo, tanto a escala internacional como local. No significa esto exactamente la negación del camino revolucionario, sino más bien su replanteamiento ante las determinaciones actuales de la realidad. Lo que se requiere estriba en la recomposición de las claves distintivas de la aspiración a una humanidad en la que cesen o se mitiguen la explotación social, la desigualdad, los motivos de exclusión y discriminación, el no acceso a la alta cultura y en la que se puedan expresar libremente las potencialidades éticas del género humano.

El formato actual del movimiento socialista está compelido a integrar las viejas aspiraciones clasistas contra la explotación directa por el capital con un conjunto de aspiraciones que tocan en primer término la cotidianidad: las del género femenino, de minorías variadas, nacionales y étnicas subordinadas, de motivos culturales en respuesta a la alienación en el mundo moderno, de preservación de condiciones ecológicas propicias, de reivindicación del hábitat para la vida digna, de socialización del acceso de todos a la educación de calidad y de cobertura también colectiva de los servicios adecuados para la salud; en fin, las relativas a la reivindicación de la participación en los mayores espacios posibles de los asuntos públicos.

Los bolcheviques, y en general los marxistas revolucionarios, tuvieron razón en cuanto a sus propuestas, pero en el presente su reconsideración es cuestión ineludible. Por lo mismo, cabe un reencuentro con tesis de Edward Bernstein, precisamente combatidas por los marxistas revolucionarios, como Rosa Luxemburg, acerca de los cambios en la composición de clases, el requerimiento de la lucha por reformas y la conceptualización prioritaria del socialismo como movimiento y no como sistema. El que la socialdemocracia alemana marchase hacia la colaboración con el capitalismo no fue resultado de las tesis “revisionistas” de Bernstein, como se ha argumentado, sino de realidades más profundas. El mismo Bernstein se apartó del grueso de su partido cuando condenó el belicismo germano. Evidentemente, no es válido hoy recuperar en la práctica los planteamientos de este pensador, pero sí tomarlos como precedentes teóricos, junto con otros en sentido distinto en su momento.

No basta, como antaño, con conjugar reformas y revolución, en contra del “revisionismo” o del “izquierdismo infantil”, sino que es necesario imprimir nuevas direcciones al cuestionamiento del capitalismo. Las reivindicaciones palpitantes del presente puedan ser recanalizadas, mediante la educación para el desarrollo de la conciencia social difundida por sectores activos, hacia la población, lo que redundará en la construcción de una conciencia social de colectivos crecientes para definir nuevos planos hegemónicos de la política antisistémica socialista.

En cualquier caso, lo que procede es, en primer lugar, la crítica de la experiencia del socialismo en su conjunto, como movimiento y en su aplicación en el poder estatal. Es por eso que resulta fundamental el balance de la Revolución Rusa y los demás experimentos soviéticos. La claridad acerca de los errores y, en general, de los cursos adoptados reviste una trascendencia vital para el futuro de la propuesta. Sin duda se trata de algo difícil, que rompe la necesidad de certezas tangibles, pero en la capacidad de que se efectúen y se apliquen las posibles reconsideraciones de las trayectorias conocidas residirá la recuperación de la vitalidad perdida tras las consecuencias a largo plazo de la degeneración del experimento soviético.

Notas

  1. Conferencia pronunciada en el seminario “100 años de la Revolución Socialista de Octubre y su incidencia en la sociedad dominicana”