Introducción
Desde una mirada epistémica desprejuiciada se comprenderá con relativa facilidad que la formación económico-social prevaleciente en la parte Este de la isla de Santo Domingo, que devino en República Dominicana a partir del 27 de febrero de 1844, representaba niveles de desarrollo insuficientes para la instauración de un Estado democrático-liberal. Un Estado, al menos, como el descrito en la constitución confeccionada bajo los presupuestos político-ideológicos del patricio Juan Pablo Duarte y su organización La Trinitaria, los cuales fueron desnaturalizados a través de la inserción del artículo 210 que otorgaba poderes extraordinarios al presidente Santana. La dominicana era una sociedad donde la herencia definida por los nexos patriarcales entre el amo y el esclavo aún mantenía un poder determinante en la mentalidad de las masas. De esa relación alienante —dominio-subordinación—, nace el poder ilimitado de quien tiranizó el ejercicio político del país; y, luego de la anexión, sería degradado a la categoría de Marqués de Las Carreras. Y no obstante la labor apologética del séquito intelectual que legitimó su caudillismo despótico, su estatura histórica fue disminuida por la anexión. Con esa acción quedó evidenciado que, el pacto establecido con los trinitarios, fue una jugada táctica, a través de la cual el sector hatero-ilustrado utilizó los recursos de la pequeña burguesía liberal para alcanzar la separación de Haití y concretar sus propósitos anexionistas.
Ahora bien, al margen de las pasiones que despiertan las posturas ideológicas y los intereses políticos sobre la pertinencia o no de la permanencia de los restos de Pedro Santana en el Panteón de la Patria, los historiadores tienen la responsabilidad de ofrecer respuestas objetivas ante la comunidad académica y la sociedad. La controversia que enfrenta a liberales y conservadoras sobre los méritos patrióticos del personaje en cuestión, para merecer reposar o no en el espacio reservado para los forjadores de la dominicanidad, constituye un ejercicio necesario cuya trascendencia repercutirá como referente paradigmático, sea cual fuere el resultado de la decisión de académicos, políticos, legisladores e intelectuales al respecto. En esa perspectiva los estamentos académicos, y las instituciones llamadas a salvaguardar los intereses de la patria, tienen ante sí un desafío cuya responsabilidad es indeclinable. La juventud dominicana merece y espera ser correctamente orientada acerca de cuál es el comportamiento cívico y patriótico apropiado para ser reconocido como ciudadano ejemplar. La elevación a héroe nacional del caudillo seibano, mediante el depósito de sus despojos mortales en el panteón de la patria, tiene la agravante de haber sido el resultado de una jugada política coyuntural, utilizada por el veterano Joaquín Balaguer, con la cual intentó perturbar el avance liberal, que auguraba la victoria del candidato del Partido Revolucionario Dominicano, el hacendado Antonio Guzmán Fernández, el 16 de mayo de 1978. Es decir, en fecha 23 de julio del año 1978, faltando solo 24 días para transferir el mando presidencial al perredeísta Guzmán Fernández, el saliente primer mandatario Joaquín Balaguer ordenó trasladar las cenizas del personaje en cuestión al Panteón Nacional. Desde entonces se ha suscitado una controversia sobre la pertinencia o no de aquel acto de reconocimiento a favor de quien, no obstante haber sido una figura decisiva en el plano militar, para la derrota de las tropas de ocupación haitiana, ordenó diversos fusilamientos sumarios al amparo del Artículo 210 de la Constitución promulgada el 6 de noviembre del año 1844 que le otorgaba poderes dictatoriales y, además, decidió la afrentosa anexión a España. Es cierto que el general Santana protagonizó batallas como “El Número”, “Cachimán”, “El Memiso”, “Las Carreras”, entre otras, con las cuales impuso la superioridad de sus tropas sobre los haitianos; y es cierto que las mismas fueron decisivas para la creación de la república. Pero su forma de proceder condujo al patíbulo a patriotas como María Trinidad Sánchez, José Joaquín y Gabino Puello, Antonio Duvergé, Francisco del Rosario Sánchez, los hermanos Matías, entre otros, y enajenó la soberanía nacional mediante el acto anexionista.
1. Papel de Pedro Santana en la fundación del Estado dominicano y las pugnas entre conservadores y liberales
En primer lugar, es preciso decir que el origen jurídico del Estado dominicano se remonta a la Independencia Efímera en el marco de la cual Núñez de Cáceres elaboró la primera constitución para regir los destinos de Haití Español. Este acto independentista contra el colonialismo español tuvo lugar en el mes de noviembre del año 1821. Esta acción constituyó una experiencia independentista de corta duración, de apenas 39 días en promedio, por lo que se conoce con este nombre. Este ensayo independentista tuvo una serie de perturbaciones entre las que se halla la anexión a la Gran Colombia, entonces regenteada por el libertador Simón Bolívar, la cual no prosperó, entre otros factores relacionados con las contradicciones internas que encerraba el acontecimiento político, porque no logró conciliar los distintos intereses de clases del pueblo dominicano. Fue en el contexto de aquella crisis de sostenibilidad que se produjo la ocupación haitiana, encabezada por Jean Pierre Boyer, el 9 de febrero de 1822. Contra la dictadura encabezada por aquel déspota haitiano se llevó a cabo el proceso de resistencia por parte del pueblo dominicano que culminó en la proclamación de la independencia nacional o separación, que dio origen al Estado dominicano vigente hasta hoy, y que fue disuelto mediante la anexión a España en 1861, siendo reestablecido por la guerra Restauradora (1863-1865).
Ahora bien, el centro de este análisis lo constituye el surgimiento y desarrollo del caudillismo despótico encabezado por el general Pedro Santana, a partir de la guerra separatista o de Independencia del 27 de febrero de 1844. En este proceso descolló su controversial figura como el principal referente caudillista del siglo XIX, siendo su principal rival el déspota ilustrado Buenaventura Báez, quien también acaudilló al pueblo dominicano durante los periodos de la Primera y la Segunda República, respectivamente. De forma que, en la estructuración del Estado dominicano, la representatividad jurídico-política y político-social estará definida a partir de determinantes ideológicos, en torno a una mentalidad, hasta cierto punto patriarcalista, encarnada por Pedro Santana, máximo representante de la clase dominante de los hateros, en oposición a la utopía liberal-democrática que idealizó la pequeña burguesía representada por Juan Pablo Duarte y los trinitarios. Las rivalidades desencadenadas entre ambos sectores, desde la alborada de la independencia, se prolongarían hasta el presente, dejando como saldo el dominio casi absoluto del sector conservador sobre los defensores del liberalismonacionalista. Por ejemplo, la Junta Central Gubernativa, primer gobierno colegiado instituido en el país mientras se diseñaba la primera constitución, proclamada el 6 de noviembre de 1844, estuvo encabezada por el conservador ilustrado Tomás Bobadilla, contra quien Francisco del Rosario Sánchez protagonizó el primer golpe de Estado, apenas un mes después de haberse proclamado la independencia. El contragolpe encabezado por Santana, casi de inmediato, destituyendo la junta presidida por Sánchez, sellaría una lucha a muerte que culminó en la imposición de Santana como ley, batuta y constitución, condición que se “legitimaría” con la inserción del artículo 210 a la Constitución, la cual otorgaba poderes dictatoriales al presidente seibano. Desde entonces el gobernante procedió despóticamente contra todos los disidentes que giraban en torno a Duarte y al sector liberal, que defendían intransigentemente el ideal de la soberanía y la independencia. Los encarcelamientos, los destierros, los asesinatos políticos bajo el argumento falaz de traición a la patria, en la que jamás creyó el tirano seibano, constituyeron los mecanismos a través de los cuales se impuso su voluntad despótica, que respondía a una mentalidad y a una coyuntura en la que el peligro haitiano sirvió de ardid para mantener en el poder a aquel gobernante, movido más por la fuerza del odio y del instinto que por razones ideológicas o convicciones patrióticas, que nunca tuvo.
De modo que, en la coyuntura, los perfiles del general Santana encajaban adecuadamente en la psicología social del pueblo dominicano, en virtud de sus raíces coloniales, representadas por este, mejor que por ningún otro. Esta condición la atestigua su inocultable hispanofilia; y, en el marco de la cual se había configurado una mentalidad que impedía a la colectividad social ver otros peligros, al margen de la amenaza haitiana, en el camino hacia la consolidación de la soberanía. Entonces, al aceptarlo como imprescindible, en la tarea de enfrentar militar y políticamente al invasor haitiano, se partía del criterio colectivo de que, el mismo, encarnaba la única esperanza de redención. Semejante percepción derivaba de la ausencia de una conciencia nacional que se fue forjando en medio de enormes perturbadores asociados a la reivindicación inconsciente de España como la “Madre Patria”, inducida por una élite conservadora e ilustrada, que se beneficiaba de dicho estado de alienación. Este proceso de afianzamiento de la conciencia nacional tardaría mucho tiempo, luego de la guerra separatista; y debieron ocurrir grandes rebeliones como la Guerra de la Restauración, como reacción a la anexión, para que el pueblo experimentara un despertar espectacular. No obstante, aquella gesta no fue suficiente para desterrar los demonios del colonialismo y el anexionismo promovidos por una oligarquía política sin fe en el destino autonómico dominicano. Debieron acontecer otras tentativas imperialistas en contra de la soberanía nacional que producirían estremecimientos inauditos de las masas populares, y que darían lugar a la toma del gobierno de los liberales, los cuales —aunque por breve tiempo—, representaron un hálito de esperanza para la institucionalización de la democracia. Al respecto sentencia Pedro Henríquez Ureña que no fue sino hasta la Guerra de los Seis Años, acaecida durante el cuarto mandato de Báez, en que los liberales, bajo el liderazgo de Luperón, se enfrentaron a las tentativas anexionistas del territorio nacional a los Estados Unidos de Norteamérica, cuando se inició el despertar definitivo del pueblo frente a sus opresores internos y externos. Afirma que la intelección de la independencia nacional, por parte del pueblo dominicano, culmina con la Guerra de los Seis Años, en 1874, tras la caída del cuarto mandato de Buenaventura Báez. Especialmente a partir de este acontecimiento el país realizó “esfuerzos meritorios” para su democratización, no obstante grandes dificultades . En todo el periodo previo, el caudillismo constituyó el signo político-social determinante.
El concepto de caudillo se refiere a la suplantación de las instituciones por parte de un individuo en sociedades con escaso grado de desarrollo. En estas, el mesianismo y las personalidades fuertes emergen como esperanzas de redención, concitando las simpatías y adhesiones necesarias para realizar ejercicios personalistas del poder, en supuesta representación de sus respectivos pueblos. Este se expresa, en el sujeto como instrumento de cambio; como factor de unificación frente al peligro. Además, enfatiza el hecho de que, la personalidad del caudillo se impone por cualidades sobresalientes y por cuanto refleja el pensar y el sentir de una época; su existencia y su vigencia están asociadas a una voluntad, a un sentir y a una aspiración colectiva cuyo mecanismo para alcanzar su realización es el individuo. Dice que sus credenciales para desempeñarse como tal son sus dotes personales, y lo que es él es un producto social, no como él ha querido ni elegido, sino en términos de las calidades y los defectos adquiridos en un contexto social específico. De modo que el caudillo es un constructo social; un resultado de lo que el medio en el devenir histórico le ha asignado como valor y condición4. Lauy, en un estudio sobre el caudillismo dominicano durante el siglo XIX, presenta cinco causas fundamentales que explican dicho fenómeno. Primero, las masas populares tienen escasa preparación, por lo que resultan más fácilmente manejables por un líder capaz y/o bien preparado. Segundo, los medios económicos están en manos de minorías, que pueden ejercer su dominio sobre la mayoría desorganizada en razón de la potencia del grupo minoritario dominante. Tercero, el caudillismo regional, fructifica entre otras razones, por la falta de medios de comunicación, dando lugar al surgimiento del caudillo de influencia nacional. Cuarto, la injerencia de una potencia en cuya órbita se sitúa un país subdesarrollado incide en la imposición del mandatario que convenga al país dominante. Quinto, con el pretexto del desempleo, se forma una enorme maquinaria burocrática y parasitaria donde encuentran oportunidades y privilegios los que apoyan al jefe político .
En el marco de esa lógica psicosocial el general Santana era concebido por la mayoría de los dominicanos como la encarnación de un poder invencible, dotado de una vasta influencia, de un enorme prestigio social, inmenso valor y energía personal. Además, se le tenía un reconocimiento de una superioridad militar expresada en su condición de gran estratega y experto manejador de las armas, cualidades que le otorgaban una ostensible supremacía en las artes de la guerra. Es justo en este plano que se mueven sujetos históricos que rivalizarán con la figura del caudillo seibano en términos de su distorsionada y falsificada representación del pueblo dominicano. En esa orientación los más sobresalientes fueron Buenaventura Báez y los españoles, y luego el general Gregorio Luperón. En esencia, entre los primeros tres sujetos no existían diferencias; los tres eran por igual enemigos del pueblo , la excepción la representa Luperón como antítesis de aquellos. De manera que, en el marco de aquella realidad social, definida por condiciones materiales caracterizadas por precariedades extremas, la población —en su inmensa mayoría rural y empobrecida— obedecía ciegamente a la voluntad del caudillo que le garantizaba la subsistencia. Es decir, bajo las relaciones de dominio-subordinación que definían el vínculo entre los hateros y el resto de la población, las cuales repercutían decisivamente en el comportamiento político de las masas del pueblo, era imposible que prosperase el ideal democrático-liberal, fruto de las convicciones del patricio, secundado por un reducido grupo de jóvenes trinitarios, entre algunos de los cuales se produjeron importantes vacilaciones respecto al ideal independentista. No obstante, aquella concepción anexionista tenía implícito un obstáculo fundamental; desarticulaba el ansiado proyecto de Estado-nación solo defendido por los trinitarios. En esencia, entre los hateros, en la figura de Santana y sus apologistas ilustrados, se presentó una disyuntiva: o desaparecían como clase social ante la embestida liberal de la pequeña burguesía o se enajenaba la soberanía como al efecto ocurrió. A causa de las debilidades intrínsecas a la formación social dominicana, tanto los hateros como la pequeña burguesía comportaban una ostensible vulnerabilidad, agravada por la crisis económica heredada del periodo de ocupación como de la propia guerra separatista, que afectaba toda la estructura social. Por tales motivos, el sector conservador, a pesar de estar convencido de que la salida definitiva era a través de la anexión o del protectorado, accedió a una alianza coyuntural con los trinitarios; semejantes razones tenía la pequeña burguesía agrupada alrededor del liderazgo del patricio, para concertar una alianza con quienes habían evidenciado estar desprovisto de la confianza y la fe suficientes en las propias fuerzas de los dominicanos, para sobrevivir sin el padrinazgo de una poderosa nación europea, tanto al peligro haitiano como a la miseria que asolaba a la naciente república.
Es decir, pese a las convicciones colonialistas de la clase dominante, Juan Pablo Duarte consiguió imponer su punto de vista, el cual fue aceptado, no porque se compartía, sino porque además de la necesidad de aunar esfuerzos ante las amenazas procedentes del oeste, a los trinitarios no se les veía como un obstáculo de fuerza mayor materializar, para llegado el momento, los planes anexionistas o proteccionistas. Aduce Bosch que la crisis social y la debilidad entre las clases sociales era tal que hubo momentos —como en el caso de la revolución cibaeña de julio 1857—, en que las rivalidades se produjeron en el segmento de la pequeña burguesía, representada por los tabaqueros (comerciantes intermediarios y cosecheros), y el sector liderado por Buenaventura Báez, que estaba representado por la pequeña baja burguesía que era la mayoría, pero que había sido afectada por su política financiera. De manera que aquellos pasaron a apoyar el retorno del caudillo seibano, a la presidencia de la República. Y aunque las rivalidades permanecerán hasta la salida del escenario de los hateros, con el estallido de la Guerra Restauradora, la primera parte de la confrontación culminó el 4 de agosto del año 1848 con la renuncia de Santana, debido a la sistemática “agitación” de la pequeña burguesía y a la crisis económica que estrangulaba al país, luego de lo cual asumió la presidencia el liberal Manuel Jimenes. Este, con apenas tres semanas en el gobierno, decretó una amnistía general a favor de todos los presos políticos y el retorno desde el exilio del patricio. No obstante, dada la debilidad de la pequeña burguesía y de la pronta recomposición de los hateros, el panorama político se tornó a favor de dicho sector conservador. Aprovecharon la ocupación de Faustino Soulouque, acaecida en marzo de 1849, asumiendo el control de la ciudad luego de incendiar el poblado de San Carlos, apresar al general Antonio Duvergé y forzar la renuncia del presidente Jimenes, quien en el mes de mayo partió al exilio de Curazao junto a su gabinete, tras lo cual el caudillo Pedro Santana reasumió el gobierno, apresó a un gran número de sus enemigos y desterró a cincuenta de ellos. El 24 de septiembre de ese mismo año Santana cedió el gobierno a Báez luego de que el Congreso lo designara “Libertador de la patria” y le asignara una casa ubicada en la calle El Conde8.
Entonces queda claro que, el hostigamiento al que se vio sometida la República Dominicana desde su fundación por parte de los haitianos, conminó a Pedro Santana a fortificar los estamentos militares mediante la estructuración de un ejército capaz de defender el territorio cuya vulnerabilidad derivaba de una doble ventaja para los adversarios del oeste: una superioridad militar en el plano numérico, y posibilidades de cruzar una extensa frontera al menor asomo de descuido de la defensa dominicana. Esa realidad repercutió en la consolidación de la figura caudillista del déspota Santana, al tiempo que contribuyó a profundizar los niveles de empobrecimiento del pueblo, dado que alrededor del 80% del presupuesto se gastaba en defensa , lo que además daba nuevos argumentos a los anexionistas y proteccionistas para sustentar sus proyectos. Bajo este esquema de seguridad nacional Santana decretó, a partir de noviembre de 1844, el servicio militar obligatorio, con la excepción de los casados con hijo, y que vivieran junto a sus familias, así como “los hijos únicos de viudas pobres y padres ancianos”, que recibieran la asistencia de dichos hijos. También quedaban excluidos del servicio militar obligatorio los adolescentes menores de 15 años y los adultos mayores de 40; así como los comerciantes. Adicionalmente se creó un cuerpo policial que se ocupaba de garantizar la moral pública y la abstención por parte de los adversarios del gobierno de proferir insultos contra sus autoridades así como profanar o irrespetar los estamentos religiosos .
Como se observa, la medida militar contenía cierta flexibilidad respecto a los sectores excluidos; además, debido al estado de inestabilidad e incertidumbre existente en el país, estas medidas experimentaron importantes cambios a lo largo del desarrollo de las hostilidades con los invasores. Por ejemplo, apenas ocho meses después de aquellas primeras medidas de emergencia, en julio de 1845, se incrementó la edad para el servicio militar desde los 15 hasta los 45 años. Se exceptuaba a los discapacitados, a los empleados públicos y a los adultos mayores de 60 años; a estos últimos solo se les obligaba a prestar servicios de vigilancia en situaciones de emergencia nacional. El rango de edad comprendido entre los 46 y los 60 años estaba reservado para los dominicanos que constituyeron “Las guardias cívicas”, un cuerpo militar del cual también formaban parte los extranjeros que tuviesen residiendo en el país por un periodo de tres meses. Quienes acudían voluntariamente a los requerimientos de los servicios militares del gobierno se les daban privilegios especiales. Entonces Santana creó un registro denominado “Recapitulación de los más distinguidos patriotas”. En el año 1846 se creó un ejército profesional, integrado por una matrícula que oscilaba entre 8 mil y 10 mil soldados, distribuidos a nivel nacional, como forma de evitar la dispersión y los trastornos provocados por el servicio militar, que muchos civiles trataban de eludir .
Ahora bien, las debilidades e inconsistencias inherentes tanto al liderazgo del bando conservador como del liberal, pero sobre todo de éste último, tuvieron expresiones traumáticas, a veces inconcebibles, si no se procede con suficiente apego a los correctos procedimientos epistemológicos en el análisis de a las fuentes históricas. Es decir, los prejuicios, las verdades preconcebidas contribuyen a mitificar la vida de personajes y procesos que provocan confusiones conducentes a dificultar la posibilidad de separar el mito de la historia. En esa lógica, las informaciones que llegan al lector de los libros de historia, las cuales afectan relativamente igual a profesionales y a estudiantes, la omisión de datos relacionados con hechos protagonizados por los próceres de la independencia crean una nebulosa que impide comprender las verdades del pasado dominicano con la objetividad que requiere un ejercicio científico de la historia como disciplina epistémica y metodológicamente sustentada por el contenido de las fuentes. Por ejemplo, la lucha por el control del poder político colocó en posición tan desventajosa a los liberales en la etapa fundacional de la república, en que el predominio hatero fue evidente, que el propio patricio Francisco del Rosario Sánchez fue comprometido con hechos propios de la mentalidad maquiavélica y maquinadora del sector que obedecía a las directrices de Santana. Tal es el fusilamiento del “invicto” general Antonio Duvergé, para cuya acusación fue seleccionado, en el año 1849, al citado patricio. Haberse negado a conspirar contra el gobierno liberal de Manuel Jimenes constituyó el ardid y la causa principal por la que el héroe de Santomé fue llevado al patíbulo, el 11 de abril de 1855. En la ocasión Sánchez se desempeñaba como jefe militar de la Plaza de Santo Domingo, siendo escogido como fiscal acusador de Duvergé. Ya antes, el 8 de marzo de 1844, Sánchez apareció brindando su apoyo al caudillo seibano, mediante la firma del Plan Levasseur, consistente en el protectorado a Francia y la cesión de la Bahía de Samaná a esa potencia europea.
2. La ideología anexionista: fundamentos y defensores
El anexionismo tuvo como principal fundamento la concepción de que la República Dominicana no tenía posibilidades de mantener su autonomía frente a Haití sobre la base de sus propias fuerzas. Esto planteaba el dilema de que, al buscar la anexión o el protectorado en una potencia europea, se lograría el propósito de mantener alejada la amenaza haitiana, pero de todos modos la soberanía perecería al entrar en un pacto definido en términos de subordinación y dominio con Francia, Inglaterra o España, que fueron las opciones barajadas en el tablero de ajedrez político de la coyuntura. Dicha solución fue reivindicada como salida de vida o muerte, desde antes de proclamada la separación de Haití, por los apologistas del general Pedro Santana, entre los que se hallan Tomás Bobadilla, uno de los principales representes del sector ilustrado, definido como figura de principalía y caracterizado por sus condiciones de “jesuita incorregible”, “osado” y “sagaz”; Manuel Joaquín Del Monte, descrito como “aristócrata” y “conservador” a la usanza del siglo XV, además de “apasionado” y “rencoroso”; Miguel de la Bastida, definido como “dialéctico” (polémico y controversial) y muy “astuto”; José María Caminero, descrito como poseedor de un carácter “dúctil, incapaz de no corroborar con los dictámenes de la injusticia”; Ricardo Miura, definido como un sujeto sin iniciativas, “subordinado y sinuoso”. Apadrinado por este séquito para el cual el cadalso y el patíbulo constituyeron los medios de sanción justificados, demandados por el poder, actuó el déspota de El Seibo. Alentada por la concepción ideológica conservadora, esa articulación de fuerzas élites se tradujo en una combinación imbatible, por una débil pequeña burguesía liberal integrada por jóvenes, que debutaban en la actividad política por vez primera, a instancia de Juan Pablo Duarte, que no obstante ser el mayor del grupo, apenas tenía 25 años de edad cuando funda “La Trinitaria”. Además de Bobadilla, ya empezaba a descollar el intelectual anexionista Manuel de Jesús Galván, un santanista e hispanófilo fanatizado y empedernido, para quien la anexión a España representó el camino hacia el bienestar del pueblo dominicano. En su condición de apologista de la anexión, Galván enfrentó a diversos sectores y personalidades defensoras de la independencia y la soberanía nacionales, a los cuales definió como pesimistas. En su defensa siempre auguró un ilusorio estado de bienestar, que tras la Guerra de la Restauración se trocó en tragedia nacional. Enjuicia a los patriotas que impugnaron la anexión definiéndola como la obra de un reducido grupo de la clase dominante y que el pueblo la rechazaba porque “no le convenía”. Acusa de delirantes y apasionados a los liberales que se opusieron a la enajenación de la soberanía mediante la aventura de disminuir la república a la categoría de provincia ultramarina. La fiebre anexionista lleva a Galván al extremo de afirmar que, los que como él defendían aquel ideal con “todas las fuerzas” de su alma, como principio fundamental, lo hacían bajo el firme convencimiento de que el país ganaría moral, política y materialmente .
Ahora bien, el delirio anexionista del autor de Enriquillo llegó a extremos tales que, a juzgar por su fe en aquel proyecto, cayó en el autoengaño, al suponerle a la realeza bondades en las que solo una mente alucinante como la suya podía creer. Dicha actitud, además de conservadora a ultranza, también estaba permeada de una alta dosis de “ingenuidad”, dado que el altruismo que les supone a las autoridades imperiales describe una exagerada confianza en quienes estaban marcados por una historia oprobiosa, que un intelectual de su estirpe no debía ignorar, por mayor estado de embriaguez que lo embargara. Entonces por los resultados derivados de aquella nefasta decisión, dados los traumas que provocó, se infiere que el intelectual aludido sufrió sombríos estados de frustración ante el desplome de sus fallidas preconizaciones. De modo que entiende que la “reincorporación a la madre patria” aseguraba un porvenir exitoso, en virtud de la magnanimidad de España, la que al “cobijar” a la República Dominicana “bajo la sombra protectora de su fuerza y su poder” comprendería su elevada misión política y social y no intentaría, ni por asomo, desconocer los derechos y las libertades, adquiridos a través de un prolongado proceso de luchas políticas de los dominicanos. Aquel sentimiento colonialista e hispanófilo de Galván también se expresa en forma diáfana cuando afirma,
España, siempre generosa y siempre grande, reconociendo con júbilo al hijo que había perdido, y aumentando así la gran familia española, dar providencialmente un paso gigante en la consideración de las demás naciones, restablecer el respeto de su nombre en estos mares, y colocarse en la vía conveniente para recuperar el influjo que le corresponde, como descubridora y pobladora de la América meridional. Todo es, por consiguiente, elevado y noble en la anexión; el que no lo comprende así es ciego, el que lo comprende y afecta lo contrario merecería serlo.
Ahora bien, la defensa que del anexionismo a España hace el intelectual en cuestión, no se limita a la búsqueda de soluciones económicas, políticas y sociales para la República Dominicana; sus convicciones están sustentadas en profundas raíces colonialistas integrales en términos de las cuales él se siente español. Esto lo evidencia no solo su actitud frente al fenómeno dominicano, sino también a su oposición al hispanoamericanismo, que desde finales del siglo XVIII procuró emancipar a Latinoamérica de la influencia imperial de la metrópoli que él llama “madre patria”. De manera que para Galván las acciones independentistas de Bolívar, Miranda y San Martín, así como los pueblos que estos representaron, constituyeron expresiones románticas consecuencia de la “fiebre” y de la “moda” de la época bajo el impacto de la Revolución Francesa a cuyos postulados liberales se opone. Cuestiona que, al igual que los independentistas estadounidenses, quienes protagonizaron la ruptura con los ingleses, los hispanoamericanistas interrumpieron violentamente los vínculos de “sangre” que los unían a la España que tanto amó. Afirma que aquella independencia se tradujo en una desgracia, dado que desde entonces, surgió un estado de anarquía seguido por tiranías que conculcaron las libertades y saquearon las riquezas de sus respectivos pueblos. Es evidente que la reciprocidad de intereses políticos e ideológicos existentes entre el sector de los hateros y la intelectualidad ilustrada repercutió decisivamente en la disolución de la soberanía, mediante la anexión. La misma se constituyó en el único remedio viable para solucionar tres problemas fundamentales del sector conservador. Uno era, en primer lugar, intentar conjurar la crisis económica y financiera que agobiaba a la sociedad; en segundo lugar, se obtenía el resguardo de un Estado poderoso, como España, que despejara la angustiante amenaza haitiana; y, un tercer factor ventajoso, consistía en la oportunidad de detener el empuje que estaba alcanzando el sector liberal, representado por la pequeña burguesía trinitaria, que había concitado gran simpatía en el segmento de la juventud, que constituía la mayoría de la población adulta.
En la antesala de la anexión Galván describe la realización de ingentes escarceos diplomáticos por parte de la República Dominicana ante las principales potencias europeas, las cuales expresaron celos ante la posibilidad de que las gestiones anexionistas a España culminaran exitosamente. Para solucionar la crisis fue nombrado desde el año 1859, durante el gobierno de Pedro Santana, el Sr. Castellanos como ministro plenipotenciario. Este tenía el encargo de persuadir a Francia y a Inglaterra de la justeza de la anexión ejecutada el 18 de marzo de 1861. La representación diplomática del Sr. Castellanos no fue aceptada, sino después que los ingleses y los “galos” impusieron condiciones previas, que Galván no especifica. Dichas credenciales fueron aceptadas en el año 1860, diez meses después de su estadía en Europa. Desde el principio, en esta lucha diplomática, hizo aparición la manipulación mediática, en la que el diario francés L’ Courrier des E’tats Unis publicó un artículo en el que supuestamente calumniaba al gobierno de Santana, sobre la base de endilgarle una labor lobista, destinada a conseguir el protectorado, primero del gobierno francés, y ante la negativa de aquel se dirigió a Inglaterra, cuyo gobierno también rechazó la propuesta de protectorado solicitada por la República Dominicana. Aquella vergonzosa difamación fue reparada con la actitud de España, que según Galván “había dispensado el más maternal afecto en aquellas amargas y vergonzosas circunstancias”. Además, en su frenética posición anexionista, Galván sostiene que él estaba convencido de que en aquella acción política había,
Elevación de ideas y nobleza de sentimientos en un pueblo que sobreponiéndose a las preocupaciones mezquinas de ese amor propio exagerado que tan a menudo suele extraviar a los hombres, reconocer con el más sano juicio y la más filosófica sensatez los inconvenientes de su situación, presta dócil oído a la voz de su corazón y de la naturaleza, rechaza con enérgica firmeza las sórdidas sugestiones del interés, que inútilmente tratan de estimular la intriga y las ofertas del extranjero… es sin duda elevada y noble la conducta del jefe de ese mismo pueblo, que en vez de trabar o comprimir la voluntad de sus gobernados, para conservar el puesto que el supremo ocupa, da una prueba espléndida de que es digno de él, abdicándole para hacerse el primer apóstol de la opinión de su país, descendiendo del rango soberano .
De lo dicho por el apologista de la anexión se infiere que todo cuanto hiciese viable la consumación de aquel acto jurídico-político, sin precedentes, era plausible, digno y “noble”, aunque pugnaba con el principio de soberanía de un pueblo que fue inducido a renunciar a la misma, en virtud de falsas promesas de bienestar que pronto se desvanecieron. Además, considerar “mezquinas” las preocupaciones por la soberanía, da la justa medida del grado de alienación colonialista y desarraigo nacional que afectaban el comportamiento político de ese personaje. De igual modo, elevar a la categoría de apostolado la felonía del caudillo Pedro Santana es otra muestra contundente de la hispanofilia medular en término de la cual procedía el novelista y ensayista, cuya condición de dominicano solo era sustentable desde el punto de vista de haber nacido en el país, en el cual jamás creyó como nación soberana e independiente. En similares términos elogiosos se expresaba sobre la reina Isabel II, a la cual define como poseedora de una “augusta” condición de “soberana”, a la cual llega al extremo risible de atribuirle cualidades “viriles” cual si fuese un hombre. Para él, la reina “llevaba… varonilmente el cetro de las Españas”, en cuyo nombre aceptó la incorporación del país, no sin antes asegurarse de la “simpatía” que concitaba aquella medida en la mayoría del pueblo dominicano; por tales razones y por desoír las voces “intrigantes” de otras potencias europeas opuestas al proyecto, así como al sector nacionalista dominicano, tipifica como de acto noble y “magnánimo” , la actitud de la dama española. Pero a pesar de los resultados funestos que pronto provocó la anexión, el intelectual en cuestión continuó aferrado a sus prédicas a favor de la “madre patria”. Por tanto en el mes de mayo de 1862, es decir, más de un año después de aquel adefesio político-jurídico, este decía que el país vivía un estado de bienestar como nunca antes visto, y para probar lo contrario retaba a los adversarios del gobierno colonial. Sostiene que, luego de muchos años de turbulencia política, el país lucía esplendoroso y alegre, habla de días más felices bajo la “aurora de un sol limpio y sereno”. Auguraba la evolución de un estado de bienestar en el que no tendría lugar el “remordimiento”, en razón de que el proceso estaba cimentado en el respeto a la libertad y a los derechos de la ciudadanía. Entiende que los procedimientos del gobierno colonial diferían de los empleados por el “conquistador”, basados en la “ruina de los pueblos”, y en los métodos del “codicioso” fundamentados en la “posibilidad de adquirir criminalmente el bien ajeno” . Es decir, Galván quiere significar que la anexión no estaría sustentada en los criterios de regímenes colonialistas, lo cual evidentemente era un razonamiento absurdo.
Sin dudas, los niveles de fanatismo a los que llegó Galván en su defensa a España como protectora política de la sociedad dominicana, lo deslumbran intelectualmente. Y recurriendo al refrán de que, “No hay peor ciego que el que no quiere ver”, al personaje de referencia no le bastaron las sórdidas protestas con saldos trágicos, que a la altura del mes de mayo de 1862 había escenificado el pueblo dominicano contra las fuerzas anexionistas; además del estado calamitoso que en los distintos órdenes afectaban a las masas empobrecidas, complicado con un estado de represión que desmentía la oferta de respeto a las libertades públicas que se observarían durante el gobierno colonial. Es decir, el ambiente de privación a las libertades civiles e individuales bajo el ejército español, él lo definía como una garantía de tranquilidad y bienestar. En su delirante visión despótica del poder, asegura que la paz ciudadana estaba bien garantizada por unos cuerpos castrenses bien entrenados para mantener el orden, lo cual interpreta como indispensable para el desarrollo industrial; también destaca las virtudes administrativas derivadas de una pericia probada en el resto de las Antillas (Cuba y Puerto Rico) donde sus gestiones de los bienes del erario habían dejado “espléndidos” y “excelentes” resultados .
Como se observa, Galván fue uno de los intelectuales que con mayor energía defendió el ideal anexionista. En tal sentido, y dado que la resistencia contra la anexión representaba un riesgo en el contexto de la tiranía colonialista, sus opositores manifestaban sus puntos de vista bajo pseudónimos. Para el referido personaje, el desacuerdo con aquel proyecto representaba una apostasía imperdonable, por lo que habitualmente incursionaba en polémicas públicas con liberales nacionalistas, a quienes les exigía dar la cara, mientras actuaban desde la clandestinidad. Un documento apócrifo sin firma, titulado “La gran traición del general Pedro Santana”, define los términos usados por el folletista, luego identificado como Félix María Del Monte, quien recibió el apoyo de Báez, como “la innoble saña”. Cuestiona que el autor del escrito no solo ocultara su identidad, sino que tampoco revelaba el lugar ni la fecha en que fue elaborado. Define el manifiesto como “ridículo” y tipifica la actitud discrecional de “indigna” y “doble cobardía” , al ocultar su identidad y, según él, mentir sobre los propósitos de las tratativas anexionistas. Era natural que, al influjo de la intolerancia del régimen despótico del caudillo de El Seibo, se procediera con la cautela que habían dejado como legado las sociedades secretas europeas del siglo XVIII y XIX y que constituyeron un recurso estratégico esencial para La Trinitaria.
De igual modo, las contradicciones y rivalidades caudillistas entre Báez y Santana, el primero como representante de la pequeña burguesía, en sustitución de Juan Pablo Duarte24, y el segundo como la máxima autoridad del conservadurismo tradicional, son puestos en escena por Galván destacando las virtudes de su idolatrado caudillo seibano e impugna las actitudes de su rival, a quien se refiere en términos de “un tal Báez”. Los compara y sobre su defendido afirma que,
Santana, hijo de una apreciable y honrada familia de Hincha, de grande inclinación hacia la metrópoli, ha sabido elevarse, sin otros medios que su propio mérito, su abnegación y honradez, a la categoría de jefe supremo de una nación; sus tendencias han sido siempre el bienestar y la prosperidad del suelo dominicano, trabajado de consuno por la ambición de enemigos interiores y las acometidas haitianas: Báez, dotado de un carácter turbulento, perturbador de oficio y corruptor de la sociedad como su difunto padre, dispuesto siempre, con miras que quisiéramos ignorar, a enajenar el territorio dominicano a la Francia (no obstante el sinnúmero de circunstancias que a ello se oponen), o a entregarlo a Haití, Báez, decimos, si alguna vez ha logrado asaltar el poder ha sido siempre, o abusando de los más nobles sentimientos, o valiéndose del soborno y de intrigas de baja ley .
La controversia descrita por el polémico novelista y ensayista es una muestra de lo suficientemente ilustrativa de los niveles de tirantez que se registraron entre quienes descollarían como los dos principales caudillos a lo largo de la Primera República; entre los que, pese a que no existían contradicciones antagónicas, fueron los dos principales rivales; y se erigieron en los referentes más representativos de una sociedad que no logró rebasar el personalismo, propio de una estructura que expresaba los rasgos esenciales de una formación socioeconómica de origen colonial, como se ha dicho y, por ende patriarcal. De manera que Báez solo fue el sucesor de Duarte en tanto representante de un sector que, ante la ausencia del patricio, quedaba en la orfandad de representación política, no así ideológicamente; o en tanto continuador de sus ideas independentistas, dado que Báez era reticente a las ideas nacionalistas. Es decir, fue su sucesor en términos de un imperativo dialéctico, en el que a un caudillo hatero como Santana, habría de oponerse un representante de la pequeña burguesía liberal; se trata de una demanda de la dinámica sociopolítica, en la que el status vacante debía ser ocupado por la figura relativamente más apta, y esa figura era Báez; dado su adaptabilidad a los requerimientos de la clase dominante y al carácter de personalidad ilustrada que ostentaba. Condiciones estas enriquecidas por una acrisolada vocación de poder y un pragmatismo político poco común en el medio dominicano.
También Juan Isidro Jimenes-Grullón hace referencia a las características de Santana y Báez, quienes “se dividieron el poder” durante la Primera República, y no obstante poseer atributos personales diferentes en términos de sus capacidades, tuvieron unidos por el común denominador de que, ninguno de los dos estuvo motivado —en su accionar político— por otra razón que no fuese descollar como caudillos despóticos, desprovistos de fe en las posibilidades de desarrollo del Estado por sus propios medios; razón por la cual defendieron el protectorado o la anexión como únicas opciones. A diferencia de los trinitarios y, en el plano militar, Antonio Duvergé, a quien define como un militar patriota “inmaculado”. Describe a Báez como “hombre de indiscutible capacidad política, pero de ética nula”; mientras a Santana lo califica como “hombre de dotes militares innatas… caudillo instintivo”. Reconoce que estos no estaban desarticulados de una matriz socio-económica, en defensa de cuya preservación actuaban. Es decir,
Ambos recibieron el respaldo de los elementos más destacados de la intelectualidad burguesa, que se mostraba también contraria a Haití, pero que alentaba principios reaccionarios y una total desconfianza en las posibilidades del país para mantener su independencia. Estos intelectuales se sintieron apoyados en su actitud por algunos comerciantes dominicanos y extranjeros, y por casi todos los burgueses que temían perder en la guerra las riquezas adquiridas. Mayor interés mostraban los políticos burgueses en ofrecer la república a cualquiera potencia extranjera, que ellas en aceptarla .
Ahora bien, la conceptualización sobre las clases sociales en este intelectual es ostensiblemente diferente a la de otros, como por ejemplo Bosch. Es decir, la clase social que este último identifica como “hatera”, Jimenes-Grullón la define como burguesía; mientras que la que en el esquema de Bosch figura como “alta pequeña burguesía”, Jimenes-Grullón le llama “clase media”. De igual modo a quienes Bosch denomina “pequeña burguesía baja”, Jimenes-Grullón la identifica como “proletariado”. A la vez, este último sostiene que en el país había una escasa burguesía liberal y atribuye a la “intelectualidad corrompida” el papel de ofertar la república en pública subasta al mejor postor .
Como figura de contraste, y también de pronunciados perfiles caudillistas, es preciso mencionar a José María Cabral, conocido en los predios historiográficos como el “Protector” de la patria. Sus glorias de guerrero invicto traspasaron las fronteras de la Guerra de Independencia, dado que también descolló en la Guerra de la Restauración como jefe de los ejércitos del sur. La victoria de Santomé constituye su triunfo más emblemático en la Primera República; mientras que en la Guerra Restauradora fue el héroe de la batalla de “La Canela”, haciéndose respetar en la primera por las fuerzas invasoras haitianas y en la segunda por las fuerzas españolas. No obstante, Miguel Ángel Garrido lo define como un sujeto desprovisto de las ambiciones y aspiraciones necesarias para dar sustento a su grandeza militar. Es decir, para éste intelectual, la estatura como exitoso estratega militar de Cabral supera los alcances obtenidos en su manejo como gobernante. En este plano, pese a los méritos cosechados en las trincheras de combate, se le endilga una serie de debilidades que van desde ceder su poder a favor de Buenaventura Báez, cuya gestión luego de la Guerra Restauradora respaldó, así como haber aprobado durante su mandato, en el año 1867, la hipoteca de la Bahía de Samaná a los Estados Unidos de Norteamérica. No obstante no se caracterizó por la crueldad, sino por las debilidades señaladas. Además se le atribuye una doble personalidad basada en
la estoica serenidad del soldado, la falta de entusiasmo del hombre, el desprecio a la gloria del héroe, la perenne indolencia del ciudadano, la rara virtud del patriota, la nostaljia [nostalgia] imposible de un espíritu que no ha tenido jamás en sus luchas ni el ideal que vigoriza y eleva, ni las pasiones que encienden o matan, ni las transfiguraciones que condenan o salvan. Su vida es una eterna ironía. Campo dilatado en que solo supieron medrar las victorias que honran su espalda, y en donde dejara en el olvido, en el instante mismo de cosecharlo, el esclarecido renombre que había de hacerle inmortal en el corazón de la patria. Pudo… levantarse omnipotente en el espíritu de las mayorías, encadenar a sus glorias los destinos de la recién nacida república, sostener por sobre las ambiciones prematuras el ideal febrerista, salvar de los patíbulos posteriores de Santana la majestad del derecho, y de los horrores de su poder absoluto la libertad nacional. Y no lo hizo, y siguió en la personal monotonía de su estoicismo: mecánico, sin aspiraciones, sin alientos ni fe, sin vocaciones que aguijonearan su alma, sirviendo a la patria sin encariñamientos revolucionarios, relegado por su propia manera de ser a ideas secundarias, y solo cultivó, cuando jinete invencible en su caballo de guerra, ponía espanto al haitiano y sonreía a la muerte con la impávida serenidad de los héroes olímpicos .
3. La revolución cibaeña de 1857 y el retorno de Santana
La crisis sistémica experimentada por la República Dominica desde la fundación del Estado en el año 1844 tuvo varias modalidades. Una de las peores fue la expresada a mediados del penúltimo lustro de la Primera República a través de la rebelión encabezada por los tabaqueros del Cibao contra el gobierno de Buenaventura Báez, en el mes de julio de 1857. La misma respondía a debilidades inherentes a las estructuras económicas, políticas y sociales, que a su vez eran reveladoras de una formación social caracterizada por una mentalidad caudillista de factura patriarcal, a la que se ha hecho referencia, agravada con el escaso grado de desarrollo de las fuerzas productivas, que constituyeron la principal causa del deficiente funcionamiento de la justicia, la política, la educación, entre otras. Sobre este proceso, Bosch reflexiona acerca de los factores causales que lo explican, y llega a la conclusión de que, los acontecimientos relacionados con la rebelión cibaeña contra Báez, se explican en términos de varios aspectos estructurales y coyunturales. Es decir,
Es a la luz de la situación de miseria generalizada en que vivían los dominicanos entre 1850 y 1857 como hay que ver los acontecimientos de este último año, el levantamiento contra Báez que dirigió el comercio cibaeño encabezado por el de Santiago, pero no podemos caer en la simpleza de achacarle ese levantamiento a una sola causa, por ejemplo, a la operación de cambio de las monedas de oro y plata (que recibían de Europa los comerciantes cibaeños para que compraran tabaco que debían despachar al Viejo Mundo) por los billetes o papeletas dominicanos que hacía el gobierno… En el año 1857 Báez puso a circular una cantidad tan alta de esas papeletas que de 60 y 70 por peso oro o fuerte que valían pasaron a 3 mil y 4 mil, y cuando los comerciantes compradores de tabaco vinieron a darse cuenta, en vez de pesos fuertes o tabaco lo que tenían en las manos eran montones de papeletas que no valían nada, mientras que con una parte del oro y la plata que había recibido a cambio de esas papeletas el gobierno se había quedado, a través de intermediarios de su confianza, con el producto más valioso del país por esos años, que era el tabaco. El gobierno actuó como un estafador, y esa estafa desató la revolución del 8 de julio (1857), pero en realidad la estafa fue solo el precipitante de ese levantamiento, pues las causas profundas, las que no se ven o no ve todo el mundo, era un amasijo de contradicciones entre las diferentes capas de la pequeña burguesía dominicana, que habían estado pasando por un proceso de desarrollo a partir… de 1844, gracias más que nada a que las guerras contra Haití habían dado oportunidad a muchos pequeños burgueses de las capas más bajas para que ascendieran en algunos casos hasta las más altas .
Ahora bien, la elección del materialismo histórico como método de análisis de la sociedad dominicana, permite a Bosch identificar y explicar las causas profundas que, en términos estructurales o sistémicos y coyunturales, dan lugar a la comprensión del complejo fenómeno que implica la turbulencia política y social del periodo decimonónico dominicano, particularmente en el interregno de la Primera República, pues aunque la Segunda República tuvo una singular espectacularidad en tal sentido, no es el caso estudiado en este escrito. Es decir, la postura metodológica y epistemológica del referido analista constituye factores conducentes a la exposición objetiva y científica de los acontecimientos, al margen de todo sesgo de factura ideológica. Además, el análisis clasista desde el cual explica el comportamiento de los diferentes grupos que intervienen en el proceso, supera la narrativa simplista a la que tuvieron acostumbrados los historiógrafos tradicionales a los lectores. Este enfoque, debido a la cientificidad que encierra, constituye un tributo al conocimiento y a su vez una valiosa herramienta para instrumentar el conocimiento histórico a favor del diseño de estrategias de desarrollo en el vasto campo de las ciencias sociales, políticas y pedagógicas. O sea, esa visión estructural de la historia en la que Bosch, coincidiendo con reputados teóricos del área como Fernand Braudel , aborda el estudio de los hechos articulados a una matriz socio-histórica y socio-cultural, en términos de las cuales los mismos deben ser comprendidos, es un tributo inestimable a las presente y futuras generaciones acerca de la identificación de las causas que determinan el deficiente funcionamiento institucional del Estado dominicano, lo cual repercute en un funcionamiento accionar también deficiente de los distintos estamentos que constituyen el entramado social y administrativo.
Además, es resaltable el hecho de que el prolongado estado de inestabilidad que caracterizó al país en sus distintas estructuras desde la proclamación de la independencia, provocó en el año 1857 la reedición de un fenómeno político similar, relacionado con la alianza del sector de la pequeña burguesía de ambas coyunturas al caudillo Pedro Santana. Es decir, en el 1843 los trinitarios pactaron con el sector de los hateros, lo cual permitió a su jefe político asumir la primera magistratura del Estado alternadamente durante 17 años, hasta que se materializó la anexión; mientras que el sector pequeño burgués santiagués reeditó un pacto político parecido con el general Santana, urgido por similares debilidades socio-políticas y socio-económicas, agravadas por contradicciones con su antiguo líder (Buenaventura Báez), quien los llevó a la quiebra como cosecheros y comerciantes de tabaco.
Tras el estallido de la revolución de julio, y destituido Báez, los cibaeños eligieron como su gobernante a José Desiderio Valverde, con asiento en Santiago, tras lo cual se proclamó la constitución democrático-liberal más progresista en la historia republicana. Pero en razón de las debilidades intrínsecas del sector sublevado, se vieron precisados a recurrir al héroe de “Las Carreras” como único remedio en el contexto de la coyuntura para librarse de la amenaza baecista. El caudillo seibano en la ocasión estaba exiliado en Saint Thomas, desde donde regresó —requerido por la élite política cibaeña— para asumir el control del gobierno. La vulnerabilidad de los revolucionarios del norte se expresó sobre todo en el plano militar; habiendo designado al general Juan Luis Franco Bidó para la toma de la capital. Pero este no logró concitar el respaldo suficiente en sus tropas, ocasión en la que se formalizó la solicitud de ingresar al país a Santana, al cual de inmediato se le reconoció el rango de general y se le asignaron “500 pesos para que levantara en la región de El Seibo un ejército destinado a apoyar al que comandaba Franco Bidó”. No obstante queda sobre el tapete la interrogante de por qué fracasó la revolución cibaeña; y la respuesta se halla en el carácter impopular de la misma, dado que la élite comercial que la encabezó era la que siempre había oprimido a los cosecheros del tabaco, por lo que el pueblo santiagués le negó el respaldo a los sublevados. Además, Báez era el representante de los estratos bajos de la pequeña burguesía, que endosó su apoyo al caudillo seibano, una vez desplazado del poder el presidente Báez. Antes de que Santana ingresara al país tomaron el camino del exilio los principales representantes del gobierno de Santiago, entre los que se hallaban su presidente José Desiderio Valverde, Domingo Mallol, Benigno Filomeno de Rojas, Ulises Francisco Espaillat, Domingo Daniel Pichardo y Pedro Francisco Bonó. En el contexto del nuevo gobierno se impuso la Constitución de 1854, en la cual estaba contenida la pena de muerte, en sustitución de la Constitución de Moca .
Ahora bien, la crisis estructural expresada —entre otros acontecimientos de enorme relevancia, a partir de mediados del siglo XIX, en la revolución cibaeña—, es explicada por Pedro L. San Miguel, investigador puertorriqueño, en términos de una tendencia histórica de carácter insular que inició con el estallido de la Revolución Haitiana y continuó con las luchas independentistas y emancipadoras dominicanas. De manera que, a diferencia de los demás enfoques desde los cuales la mayoría de los historiadores explican el proceso, este lo interpreta como expresión de un fenómeno de dimensiones globales a escala insular y, por ende de carácter internacional, dado que tanto la guerra anticolonialista de los esclavos de Saint Domingue contra Francia, igual que la guerra de la Restauración, fueron expresiones de resistencia con matices diferentes contra los intereses de metrópolis europeas (Francia y España). Al enjuiciar el proceso en el que cobra capital importancia histórica la rebelión de los cibaeños en el año 1857 contra Báez, afirma el referido investigador que,
“Visto en perspectiva histórica, la Revolución del 57 y la Guerra de la Restauración no fueron sino momentos de una serie de conflictos armados que afectaron al país en el ‘largo siglo XIX’ y que comenzaron con las conflagraciones surgidas a raíz de la Revolución Haitiana” .
4. El medio social y la búsqueda del padrinazgo europeo
El contexto en el que surge el Estado dominicano como entidad jurídico-política en el año 1844 ha sido descrito y definido por varios analistas a través de enfoques distintos, pero articulados transversalmente entre sí por un común denominador. El mismo es expresado en el reconocimiento del predominio de relaciones de producción precapitalistas correspondientes a una formación social en la que coexistían varios modos de producción concomitantemente, uno dominante y otros subordinados. Esta realidad implicaba el predominio de condiciones de vida de subsistencia, dado el carácter esencialmente rural de la sociedad cuya población, en su mayoría, subsistía de actividades agrícolas artesanales, bajo la condición precaria de un campesinado integrado por propietarios que apenas producían para sobrevivir; y una mayoría integrada por jornaleros u obreros agrícolas. Otro segmento de la población rural estaba dedicado a labores de pastoreo en los hatos, los cuales representaban un modelo económico de escasa productividad, a pesar de que constituía el modo de producción dominante. En esa tesitura Juan Isidro Jimenes Gullón plantea la existencia, en la República Dominicana, de dos modos de producción. El colonial y el capitalista. Estos comportaban características esencialmente distintas. El primero, afirma el intelectual de referencia, aparecía circunscrito de manera casi exclusiva a la ruralía dominicana y en él se daba una combinación de caracteres “capitalistas” y “precapitalistas”. Las manifestaciones más importantes de este modo de producción colonial eran la “aparcería” y el “patriarcalismo”, consistentes en la cesión de una porción de terreno por parte del latifundista al cosechero, a modo de alquiler o arrendamiento, por una o varias cosechas. Jimenes-Grullón también identifica formas de vasallaje asociadas a la vida de los obreros agrícolas que además recibían el permiso del hacendado para construir “una casa de yagua” en el conuco. Dichas condiciones de vasallaje las describe el intelectual, a partir de las ayudas percibidas por los obreros agrícolas, debido a la precariedad de sus salarios. Es decir, en tales condiciones, los trabajadores establecían con su patrón una especie de relación feudal. Concluye en que, el único componente propio del modo de producción capitalista que poseía el modo de producción colonial era el “salario”, el resto de sus rasgos correspondía a relaciones de producción precapitalistas. En cambio, el modo de producción capitalista, el analista lo sitúa en el ámbito de la zona urbana, al cual correspondía una “clase obrera” que poseía importantes rasgos de heterogeneidad. Considera que entre el obrero agrícola-azucarero y el obrero urbano, había similitudes esenciales, dado que ambos subsistían casi exclusivamente de sus bajos salarios; sin embargo hace una diferencia fundamental entre aquellos y, el obrero dedicado a la industria extractiva o cortes de madera, así como el dedicado a “faenas agrícolas” (jornalero o echador de día), los cuales constituían la principal característica del modo de producción colonial . A este drama socio-económico agrega la existencia de una tasa de analfabetismo que alcanzaba el 95 % de la población infantil, adolescente y adulta, aunque reconoce que este dato no está confirmado .
El esquema taxonómico de Jimenes-Grullón, en su jerarquización y diferenciación de las clases sociales, identifica la existencia de una “burguesía” y una “clase obrera” en la República Dominicana de mediados del siglo XIX, aunque como se ha dicho, reconoce el predominio de formas precapitalistas de producción. En cambio, Juan Bosch, define la formación social del periodo a partir de la identificación de dos clases sociales principales: los hateros (dominante) y dueños de los principales medios de producción que eran la tierra y el ganado; y, la pequeña burguesía originada en la región del Cibao, dedicada a labores agrícolas basadas en el cultivo del tabaco, principal símbolo representativo de esa clase social caracterizada por la posesión de pequeñas propiedades. En el esquema de Bosch dicha clase social representaba las ideas liberales (a ella pertenecían los trinitarios); mientras que los hateros respondían a las ideas conservadoras; un conservadurismo de profunda raigambre colonialista, lo que se evidencia con el fenómeno de la anexión. Durante veinte años en promedio, la historia dominicana se define en términos de la confrontación entre los hateros y la pequeña burguesía . Es decir, durante el periodo que media entre la proclamación de la separación de Haití y la proclama del Grito de Capotillo, los hateros fueron desalojados del poder ante la desaparición de la figura absolutista del caudillo Pedro Santana y la emergencia del liderazgo pequeño burgués-liberal de Gregorio Luperón.
En una orientación sociohistórica similar, Hugo Tolentino Dipp reflexiona acerca de la estructura de la sociedad sobre cuyas bases se erige el Estado dominicano. En las diversas “tentativas” emancipadoras del pueblo dominicano se observa una tendencia “histórico-estructural” en la que éste trataba de redefinir la realidad nacional a partir de los presupuestos de su propia constitución interna. Esto, en razón de las debilidades intrínsecas a la sociedad, explica que las luchas de las masas que “pugnaban por su emancipación” tuviesen varias facetas para el alcance de sus respectivas reivindicaciones. La necesidad de desarrollo económico y político de los sectores mercantiles, así como los segmentos pequeño-burgueses que surgieron a principios de siglo e intentaron consolidarse en el marco de la lucha por la independencia, expusieron sus ambiciones de clase y la búsqueda de la libertad, como nunca antes, así como las pugnas y manifestaciones directas de los centros capitalistas europeos, constituyen elementos claves para la comprensión del proceso experimentado por la sociedad dominicana tras su separación de Haití. Es decir, debido a las enormes precariedades económicas y sociales, además del marcado atraso político de los distintos sectores de la sociedad, ese proceso de desarrollo no arribó a la conformación de una sociedad dominicana “realmente independiente”, dando lugar en cambio, a la consolidación de un modelo caudillista con carácter despótico, representado máximamente por el general Pedro Santana. De manera que la independencia prohijó determinados cambios cosméticos y formales, pero en lo “medular” todo continuó siendo igual ; y en ciertos aspectos peor. Esto lo revela la distribución de los gastos correspondientes al presupuesto aprobado a mediados del año 1845, el cual ascendía a la suma de “$1,179,889” pesos, de los cuales solo se asignó a la cartera de Instrucción Pública el monto ínfimo de “$2,720” pesos; mientras que al “Departamento de Guerra y Marina” se le asignó la suma de $1,000,000.00 de pesos; es decir, más del 80 por ciento del presupuesto . Estos datos son lo suficientemente reveladores del predominio de una economía de guerra en la que eran marginadas funciones tan vitales como la educación, y ni hablar del sistema de salud sobre el cual no hay estadísticas oficiales certeras.
Otro rasgo descriptivo del carácter de subsistencia que definía las estructuras del Estado a mediados del siglo antepasado lo evidencia el tipo de movilidad social que afectaba especialmente a los militares, los cuales de simples carreteros o comerciantes ascendían a coroneles con absoluta facilidad; con la misma facilidad que descendían, cuando los casos lo ameritaban, para ocuparse de sus habituales quehaceres laborales . Pero el impacto de la formación social incluía otros elementos relacionados con las costumbres y las tradiciones folklóricas, entre las que el consumo de alcohol, el juego de gallos, entre otras, tuvieron presentes incluso en el proceso restaurador. Así lo evidencia El alzamiento de Neiba, en el cual se testimonia la embriaguez que afectaba a uno de los jefes sublevados en una rebelión que no superó las siete horas. Al respecto, en referencia a Cayetano, uno de los conjurados, se afirma que, “La viuda del general Sena, el héroe de la batalla de Cambronal contra los haitianos, le entregó un machete al futuro guerrero. Mientras otra mujer, María Sánchez, le regaló una botella de aguardiente. Las armas fueron las proporcionadas por los mismos vecinos. No existe una organización ni una disciplina interna. El propio Cayetano está borracho y continuó tomando”. Su trastorno llegó al extremo de intentar agredir a uno de sus compañeros de combate .
Ahora bien, lo acontecido en el país luego de la Guerra de Independencia estuvo condicionado no solo por la formación social de herencia colonial, sino también por los cambios introducidos durante los veintidós años de ocupación haitiana. Es en este periodo cuando surge el campesinado en el marco de la abolición de la esclavitud encabezada por el presidente-dictador Jean Pierre Boyer. De forma que los cambios económicos y sociales ejecutados durante el periodo repercutieron en la estructura del naciente Estado dominicano a partir de 1844. El principal cambio económico-social estuvo determinado por la desarticulación
de la base que servía de sostén a la producción colonial, el gran latifundio, aunque no desapareció del todo, se resquebrajó violentamente con las medidas de nacionalización dictadas por Boyer en 1822-1824. La fragmentación de latifundios y la entrega de pequeñas parcelas a los antiguos esclavos creó en las zonas sur y este del país un pequeño propietario rural que devino en pequeño burgués del campo. Esta especie de reforma agraria, con características primitivas y patriarcales, determinó que terrenos anteriormente improductivos, cubiertos de malezas, se abrieran a la agricultura y comenzaran a producir café, cacao, tabaco, algodón, frutos menores, etc., que se destinaron tanto a la exportación como a la alimentación de la población. La aplicación del Código Rural y el trabajo obligatorio en las actividades agrícolas… impulsó enormemente la producción de bienes materiales, llevándola a niveles que permitieron iniciar un voluminoso comercio interno… dio nacimiento a una pequeña burguesía urbana en la ciudad de Santo Domingo que desempeñó un papel fundamental en el movimiento separatista. Los cambios sociales fueron… primero… abolición de la esclavitud, que convirtió en ciudadanos libres al 19% de la población (unas 12,000 personas)… segundo… eliminación de todos los privilegios clasistas que mantenían discriminados a los mulatos y negros libres que representaban el 70% de la población (44,000 personas). Estas dos medidas revolucionarias excluyeron el prejuicio racial que existía en la sociedad dominicana y permitieron una más profunda integración racial del pueblo que proclamaría su independencia en 1844 .
Además, el gobierno de Boyer estuvo azotado por catástrofes naturales consecutivas que contribuyeron a frenar el auge de las transformaciones económicas que implementó. Dichos eventos catastróficos se produjeron con una frecuencia asombrosa, al extremo de estimular la superstición. No obstante, las medidas tuvieron tal efecto en la dinámica productiva que, aun así, las diferencias antes y después de la ocupación fueron notorias. Entre los fenómenos naturales del periodo se destacaron,
El ciclón del 28 de agosto de 1827,… fue tan fatal para el comercio como para la agricultura; el ciclón del 21 de agosto de 1828, ‘un huracán extraordinario que destruyó lo que había respetado la borrasca del año anterior’… La epidemia de cólera del 9 de agosto de 1832… el ciclón del 23 de septiembre de 1834, llamado “Tormenta del Padre Ruiz” y que de resultas de este contratiempo los campos quedaron desolados… los ciclones del 5 y 13 de agosto de 1835, llamados “la Tormenta Grande”, que cuando se iba reponiendo el país de los estragos anteriores y reinaba ya la abundancia de frutos menores “[…] volvieron a sumir las poblaciones en la miseria y llenar las mejores comarcas de ruina… el ciclón del 28 de julio de 1837… “furioso vendaval”; y por último el espantoso terremoto de Santiago y La Vega .
En consecuencia, para juzgar la conducta política del personaje en cuestión con la mayor aproximación posible a la objetividad, es preciso situarlo en un contexto caracterizado por una formación social, en la cual se desarrolló su perfil ideológico, impregnado de una mentalidad que lo predispuso frente al invasor haitiano y a favor de España. En tal sentido, la traumática experiencia sufrida por sus padres, cuando se vieron urgidos a emigrar desde su natal Hincha hacia la parte Este, décadas después de la división insular protagonizada por España y Francia mediante el Tratado de Aranjuez (1777), fue transferida a los miembros de la familia en forma de sentimiento xenófobo, contra los pobladores negros de origen africano, que bajo el control de los franceses ocuparon los territorios que hasta entonces habían pertenecido a la colonia española de Santo Domingo. Con los años, aquel retiro forzoso de su lar nativo se tradujo en deuda étnico-racial, que llegado el momento era preciso saldar. Coincidencialmente Pedro Santana nació el 29 de junio del año 1801, año en el que Toussaint Louverture ocupó la parte Este de la isla, en nombre de Francia y, al amparo del Tratado de Basilea (1795); pero el éxodo de familias dominicanas de origen canario se había iniciado con anterioridad, a partir del referido tratado, mediante el cual fueron cedidas las villas de Hincha, San Rafael, San Miguel de la Atalaya y las Caobas, a los franceses.
Sobre su entorno familiar debe decirse que Pedro era hermano gemelo de Ramón; además tenía un tercer hermano (el mayor), de nombre Florencio, el cual era discapacitado de nacimiento y enfermo mental. El prestigio de Santana se desarrolló a la sombra de su padre, también llamado Pedro, depositario de una prestante relevancia social en la villa de El Seibo, en virtud de la posición privilegiada que le asignaba su control sobre los medios de producción en su condición de hatero y, de haber ostentado el rango de coronel en las milicias coloniales españolas, y de haberse destacado en la Batalla de Palo Hincado. Bajo esos presupuestos emerge la figura imponente del caudillo seibano, cuyo poder ilimitado emanaba de una dualidad representada por el conservadurismo encarnado en la oligarquía ganadera (los hateros) y la intelectualidad ilustrada. En este último sector halló Santana y Familia al mentor que lo involucraría, conduciría y asesoraría en las artes políticas, hasta que el déspota se sobreestimó creyéndose imprescindible, e hizo de su obra una tragedia nacional. Este fue Tomás Bobadilla y Briones, además de otras prestantes figuras ya mencionadas. En este plano el tirano actuó bajo los criterios con que procede la mayoría de los caudillos, que hacen del poder que la sociedad les confía, un medio para saciar sus egos, sus resentimientos, sus odios y sus ínfulas de grandeza. Santana, como todo caudillo, se creyó indispensable, y ese concepto de sí mismo no era producto exclusivo de sus caprichos, sino de una sociedad que fruto de la vaciedad institucional vigente, delegó en sujetos dotados de sus atributos todo el poder político y social. También es necesario destacar la falta de fe y de confianza en las posibilidades autogestionarias y de sobrevivencia de la República, ante la amenaza haitiana, esgrimida por Santana y el resto de los sectores conservador e ilustrado. Dichas limitaciones fueron expuestas como justificación para gestionar un protectorado o anexión ante una potencia europea cualquiera. En esos cabildeos la potencia mejor ponderada desde el principio fue Francia, cuyo protectorado fue procurado por los afrancesados, encabezados por Bobadilla. Este último era tenido como una figura respetable por su fina formación intelectual; familiarizado con las ideas político-filosóficas más avanzadas de la época dieciochesca y decimonónica, representadas por liberales como John Locke, Rousseau, Herbart, Jefferson, entre otros. Dichas gestiones a favor de Francia se enmarcaron en las labores diplomáticas realizadas por Levasseur, el cónsul francés en Haití, quien nombró en la República Dominicana a Juchereau Saint-Denys, el cual previamente se desempeñaba como vicecónsul en Cabo Haitiano. Bajo la influencia de este cónsul francés, Pedro Santana fue nombrado “Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de la República” recién fundada. Pero a la larga, aquellas diligencias de protectorado no prosperarían, por lo que fue menester agenciarse la Anexión a España, siendo esta última la que bajo la condición de provincia de ultramar se anexó a la otrora soberana República Dominicana.
5. La anexión y el ocaso del general Santana
Durante las gestiones realizadas para llevar a cabo la anexión, el gobierno español designó como intermediarios a las autoridades del gobierno colonial en Cuba. El capitán general de la isla, Francisco Serrano, escogió al general Antonio Peláez Campomanes para que diagnosticara la situación dominicana antes de tomar una decisión al respecto. Además visitó a la República Dominicana el general brigadier Joaquín Gutiérrez de Ruvalcaba, quien reunido con el séquito del hasta entonces presidente dominicano Pedro Santana, en el que sobresalía la figura del general Antonio Abad Alfau, vicepresidente de la República, emisario que desde el año 1859 había estado realizando gestiones ante el gobierno español, destinadas a convencer a la corona sobre las ventajas de la anexión. De forma que Gutiérrez de Ruvalcaba obtuvo de primera mano un informe preliminar sobre la situación en que se hallaba el país. Aquél proceso constituía una situación humillante por partida doble; primero porque se perdería la soberanía y, segundo, porque habiendo ostentado la República Dominicana la categoría de Estado independiente, se sometía al escrutinio de una colonia bajo cuyas órdenes debía actuar para llenar los trámites de la anexión. De este modo naufragó la soberanía, lo que dejó evidenciado que los sectores ilustrados y conservadores jamás creyeron ni fueron partidarios de preservar la Independencia Nacional, dado que el problema a resolver consistía en mantener la parte este separada del oeste, para subastarla al mejor postor. En ese sentido también hubo contactos con la diplomacia inglesa cuyo país fue valorado como potencia protectora. Ya para la época había sido concebida la Doctrina Monroe, por lo que Estados Unidos de Norteamérica también vigilaba de cerca lo sucedido en el país.
Es útil resaltar que, a pesar de ser consultado como un oráculo por los “notables”, Bobadilla, al igual que su pupilo Santana y el resto de los miembros de este sector, también estaba desprovisto de la fe y la perseverancia propias de los forjadores de la República que, como Juan Pablo Duarte y Los Trinitarios, se jugaron sus vidas por la nación a pesar de ser estigmatizados como locos aventureros. En cierto momento Francia fue concebida como la “genuina encarnación de la protectora providencia y la concretización material de todos los anhelos” de bienestar. Además, a la oligarquía ilustrada y conservadora, le atraía el hecho de que Saint-Denys era miembro de la nobleza francesa. Se afirma que, en ocasiones, este sector representante de lo más depurado de los ilustrados, conminó a Duarte y a Los Trinitarios a concertaciones indeseadas. Ahora bien, la condición de ley, batuta y constitución encarnada por Santana, desapareció cuando Báez lo enfrentó y se erigió en representante de los sectores que otrora acaudillaba el “Marqués de Las Carreras”. Mantener la supremacía en aquella rivalidad influyó en su determinación a la anexión. Es decir, la condición de imprescindible que ostentaba Santana desapareció ante la apertura de un nuevo escenario en el que, con Báez en el poder, la búsqueda del protectorado o la anexión estaban igualmente garantizadas.
De forma que, bajo cualquier administración caudillista, la anexión o el protectorado estuvieron presentes como preceptos doctrinarios desde antes de la creación del Estado dominicano. El manifiesto del 16 de Enero firmado por un total de 154 separatistas e independentistas, encabezados por Tomás Bobadilla, dejaba implícitamente abierto el cauce de la anexión, dado que no hizo alusión a la independencia: “que el sentimiento del interés público sea el móvil que nos decida por la justa causa de la libertad y de la separación” . Además, al principio la idea de la anexión resultó atractiva para amplios segmentos de la población, cuya nostalgia respecto a los valores de la hispanidad se había manifestado como necesidad espiritual ante los trastornos provocados por el periodo de dominación haitiana. Pedro Santana intentó sacar provecho político de esta situación, bajo la promesa del bienestar que sobrevendría tras la anexión. No obstante, dichas expectativas pronto se desvanecieron, dada la imposición de un régimen jurídico que chocó con las costumbres del pueblo dominicano. Desde su instauración, las autoridades españolas “comenzaron temprano a obrar en interés exclusivo y de acuerdo con sus peculiares rémoras” . Aplicaron preceptos, ordenanzas y leyes desvinculadas de las costumbres nacionales. Sustituyeron el racional sistema contemplado en el Código Civil, al que se estaba acostumbrado, y que se caracterizaba por una flexibilidad en la que estaban ausentes las normas inquisitoriales propias del código español, y que fueron introducidas al nuevo régimen jurídico dominicano.
De manera que, formalizada la Anexión el 18 de marzo de 1861 y, desatada la Guerra Restauradora dos años más tarde, tras la proclamación del Grito de Capotillo, en la autoridad del general Santana fue mermando su prestigio frente a las propias autoridades españolas, representadas por el general José de la Gándara. Además de la destitución de Santana y la cúpula de su entorno, incluyendo los empleados públicos, “los españoles trajeron señoritos ociosos y desprevenidos de facultades para formar la burocracia” , desde la primera gobernación encabezada por el general Felipe Rivero Lemoine. Santana, acostumbrado a ser dueño absoluto de la administración pública, se enfadó, por lo que renunció al cargo de Capitán General con el cual fue investido, yendo al Prado a rumiar su rabia, recibiendo como premio de consolación el rango de “Marqués de Las Carreras”, lo cual implicaba una estrepitosa degradación. El general Felipe Rivero Lemoine, su sucesor, resultó ser víctima de los exabruptos del caudillo del Prado, quien torpedeó las distintas medidas administrativas que él había tomado. Pero la venganza no se hizo esperar, pues el general José de la Gándara se trasladó desde Santiago de Cuba a Santo Domingo, donde asumió la Capitanía General, sometiendo a Santana a la obediencia y haciéndolo objeto de múltiples humillaciones. De la Gándara venía con el propósito de intentar apagar la hoguera en que se había convertido el país en medio de la guerra de guerrillas encabezada por los restauradores. “La Gándara halló en quien “desfogar” las iras resultantes de los fracasos por donde quiera experimentados y Santana, a sus manos pagó las que debía” . Es decir, se propuso domar la soberbia agreste, y vengar los desafueros con que había herido al general Rivero. Lo acusó de haber engañado a España con las supuestas bondades de la anexión, por lo que le formuló expediente inquisitorial en su contra.
Puede inferirse que las contradicciones inherentes al proceso anexionista, en el que se enfrentaron sus gestores locales y los representantes de la Corona española, contribuyó a desmoralizarlos, lo que a su vez se transformó en avasallante autoridad moral a favor de la resistencia anti anexionista. No obstante los extravíos de Santana, alude Miguel Ángel Monclús que hubo ingratitud por parte de los españoles frente a él, dado que aunque infligió un acto de traición contra el pueblo dominicano mediante la anexión, actuó en defensa de los intereses del imperio. En medio de esta nueva realidad surgió la preocupación de los haitianos ante la amenaza que representaban los blancos europeos en esta parte de la isla; temían que, tras los conflictos que sobrevendrían, se restableciera la esclavitud. De ahí su rechazo a la anexión. Además esta era una de las razones por las que insistían en controlar esta parte del territorio insular. A raíz de la anexión “los negros gritaban al oeste del Masacre: los blancos están de aquel lado, somos perdidos” .
Ahora bien, en la concepción del historiador dominicano Ciriaco Landolfi, quien al analizar la génesis de la identidad del pueblo dominicano reconoce que, desde el punto de vista cultural, la tentativa integracionista de la nación haitiana y la dominicana, a través de la ocupación de 1822, era inviable por cuanto, entre otras razones, se justifica la separación-independencia proclamada el 27 de febrero de 1844. No obstante, condena la anexión y acusa a Pedro Santana de “traidor”. Además plantea que las raíces de la anexión se hallan en el modelo recolonizador instaurado luego de la Guerra de Reconquista, cuando se dejaron intactas las estructuras coloniales reafirmando la identidad a partir de los valores de la “madre patria”. También destaca el engaño de que fue víctima el pueblo dominicano y el propio caudillo seibano respecto de las supuestas ventajas que entrañaba la anexión entre las que se hallaba el compromiso de integrar a los soldados dominicanos al ejército colonial; promesa que naufragó en una realidad caracterizada por el prejuicio y la exclusión de los militares nacionales a consecuencia de sus características étnico-raciales. De manera que,
La anexión a España en 1861 fue apoyada por una constante histórica incontrovertible, fundacional, con episodio exitoso en la misma centuria, la Reconquista que dejó intacto el modesto tesoro patrimonial de propia hechura cargado de mismidad tradicional de pobreza extrema y libertad… no es alegato de absolución al presidente Santana y a su grupúsculo gobernante. En esa fuerza armada dominicana coloreada por todos los matices de la piel que depara el mestizaje con mandos blancos, negros y mulatos. La integración de ese ejército libertario en otro de absoluta y exclusiva misión esclavista fue más que un error, una torpeza incalculable. Todos y cada uno de los miembros de la fuerza armada anexionista desembarcada en Santo Domingo habían sido formados con el prejuicio racial como fundamento de su adiestramiento “social”49.
En una tesitura similar, desde el punto de vista causal, María Elena Muñoz observa una clara articulación entre la participación en la guerra separatista de quienes procuraban vender al mejor postor la soberanía nacional, una vez procreada la independencia. Es decir, aunque sin dudas el prejuicio antihaitiano fue un factor decisivo en su labor protagónica, en el proceso para llevar a cabo el acto anexionista resultaba indispensable la separación, en razón de que ésta, “le abría expectativas concretas a sus acciones extranjerizantes, como sucedería más tarde en 1861 con la anexión de la República a España” . Con este prontuario, el general Pedro Santana arribó al final de sus días derrotado y abatido por su propia codicia y desarraigo patriótico. La principal causa de su abatimiento reviste dimensiones morales, dado que, no obstante haber maniobrado para que el imperio español cosechara los frutos de la lucha que había desarrollado el pueblo dominicano en aras de su independencia y soberanía, aquellos terminaron de arruinar su carrera, a través de las recriminaciones y el desprecio del que lo hicieron víctima, desde las reacciones retaliadoras del general José de la Gándara Navarro. De manera que el caudillo seibano sufrió por partida doble el merecido castigo por ejecutado el adefesio jurídico-político de la anexión; siendo derrotado por el pueblo dominicano, y luego por los representantes del imperio en la persona del general De la Gándara. Entonces, sus frustraciones, que lo condujeron a una fulminante depresión, tuvieron
miedo a la esclavitud en República Dominicana. Por tan solo citar uno de ellos, Juan de la Cruz Ureña se encontraba entre los que se sumaron a la insurrección del 24 de febrero, en Santiago de los Caballeros, y declaró al ser interrogado por los españoles luego de su captura: “Que se encontró a una porción de paisanos armados entre los que recuerda a Ramón Almonte, Vidal Pichardo, Eugenio Perdomo, Pedro Ignacio Espaillat, Juan Antonio Alix, Domingo Curiel y Ramón Pacheco, todos los cuales le dijeron que los españoles querían hacerlos esclavos entusiasmándolo con esto con lo cual consiguieron que los siguiese”, 19-20.
determinadas por factores exógenos y endógenos, dado que además de las humillaciones sufridas desde el mando español, las cuales fueron, desde la degradación hasta el bochorno, probablemente generaron en él un sentimiento de culpa del cual no pudo reponerse. De forma que,
Cuando a causa de su enfermedad consideró Santana que sería sustituido por Calleja, le significó a Gándara que debía tener en cuenta el tácito derecho de sucesión que tenían esos conmilitares. Hizo el viaje a Santo Domingo para protestar y reclamar eso y sufrió la honda depresión moral que precipitó su muerte y tal vez murió ignorando que el general Gándara había decretado su deportación el día 10 de junio a La Habana, en su cuartel general de Monte Cristi. Ya habíamos señalado cómo desde los días desdichados de la batalla de Arroyo Bermejo y de la censura de Gándara, comenzó Santana a perder lo que le restaba de su desmedrado poder y crédito dentro del gobierno que su apostasía había erigido tal vez por aberraciones de sus sentimientos patrióticos o por emular a Juan Sánchez Ramírez .
6. Conclusiones
Es imposible separar los triunfos del pueblo dominicano en sus luchas por la independencia y soberanía de la República Dominicana del genio militar del general Pedro Santana. Como se ha visto, para sus apologistas de ayer y de hoy, a él le corresponde un espacio privilegiado entre los inmortales de la patria. Sin embargo, quienes han recurrido en su defensa, lo han hecho atendiendo a intereses sesgados ideológicamente a partir de presupuestos alejados de los principios nacionalistas y humanísticos más elementales. Es cierto que la conducta política de Pedro Santana debe juzgarse en el contexto el cual estuvo definido y caracterizado por una serie de perturbadores en el marco de los cuales se conformó su mentalidad, pero eso no justifica el desprecio por los valores de la solidaridad, la sensibilidad, el perdón, la tolerancia y la gratitud entre otros atributos consustanciales a la grandeza y al verdadero heroísmo.
La Anexión representa la culminación de múltiples eventos que definen la falta de fe de los conservadores en las posibilidades autonómicas de la república y, además, la ausencia de valores patrios. En cuanto a Pedro Santana, aunque éste no hubiese consumado aquel acto de anexión, su legado político ya estaba comprometido y manchado con el crimen, debido a los fusilamientos llevados a cabo contra forjadores de la dominicanidad como María Trinidad Sánchez, José Joaquín y Gabino Puello, Antonio Duvergé. Además de posteriores y afrentosos fusilamientos como reacción a la resistencia manifestada contra la Anexión, protagonizada por Francisco del Rosario Sánchez, José Contreras, entre otros. Es decir, el acto anexionista, aunque bochornoso, no fue una sorpresa, dado que durante toda su carrera política el “marqués de Las Carreras” y los sectores conservadores e ilustrados que lo respaldaban, fueron partidarios de la misma, o del protectorado a cualquier potencia europea. Además el Artículo 210, introducido como traje a la medida en la Constitución del 6 de noviembre de 1844, le otorgó la potestad de proceder despóticamente, como siempre lo hizo y, ejecutar alevosos crímenes en nombre de la ley y de la patria.
La condición de traidor del personaje en cuestión es muy sui géneris dado que, la acepción de traición, está asociada a una conducta contraria a lo que se ha profesado y a lo que se espera. A las expectativas creadas respecto a su lealtad, Pedro Santana jamás defendió la independencia, no fue un patriota, por cuanto de él no podía esperarse otra cosa, en tanto instrumento al servicio de una oligarquía desarraigada del ideal patriótico. Es decir, solo veía como enemigos a enfrentar a los haitianos. Entonces, su resistencia militar estuvo orientada casi exclusivamente a la separación de Haití, en razón de los atavismos ya expuestos. Además, el concepto traidor describe un comportamiento engañoso, mentiroso, simulador; y aunque Santana carga con éste estigma, la emocionalidad a veces hace olvidar que toda su vida política estuvo signada por una actitud contraria a los principios democráticos y a la defensa de la dominicanidad. En Santana contrastan una “rabiosa haitianofobia con una idílica eurofilia” que culminó arruinando al pueblo dominicano, igual que su carrera política y su propia existencia como sujeto, víctima del desprecio de su pueblo y de sus amos españoles. Resultaría ilusorio esperar un comportamiento leal a una causa en la que nunca creyó. Aunque desde el punto de vista jurídico-político, sobre el personaje pesa este deshonroso estigma, y desde el punto de vista político-social responde a la condición de déspota, tirano o caudillo asesino, que por no haber creído nunca en la soberanía nacional ni en la libertad, su condición de traidor era predecible.
No obstante la controversia encerrada en el tema, emular la figura histórica de Santana por parte de quienes lo hicieren, al extremo de defender su permanencia en el Panteón Nacional, constituiría una injusticia por partida doble. Primero, se licitarían y legitimarían los crímenes cometidos contra patriotas de probadas lealtades en la defensa del interés nacional, y por lo cual el déspota se ensañó en su contra; y segundo, se pasaría desapercibido el bochornoso acto de la anexión. Además, aprobar la desafortunada conducta jurídico-política de aquel tirano se traduciría en una reprobación implícita al comportamiento patriótico de sus víctimas. Confirmar la afrentosa permanencia de aquel funesto huésped en el sacro nicho de los patriotas más insignes, reconociéndole méritos atribuidos en el fragor del folklore político dominicano, equivaldría a condenar al patricio Juan Pablo Duarte, cuya vida logró preservar mediante el destierro, en el cual se vio forzado a permanecer hasta el día de su muerte. De igual modo, este inmerecido y absurdo reconocimiento significaría condenar los comportamientos patrióticos y, a la vez, justificar los fusilamientos de María Trinidad Sánchez, José Joaquín y Gabino Puello, Francisco del Rosario Sánchez, Antonio Duvergé, entre otros.
La personalidad de una nación se engrandece y se hace fuerte y respetable ante la comunidad internacional en la medida en que sea capaz de reconocer a sus verdaderos héroes e identificar a sus verdugos. Reconocer al caudillo seibano, en la categoría debatida, sería una decisión tan absurda como reconocer a Buenaventura Báez en oposición a Gregorio Luperón; a Elías Wessin frente a Francis Caamaño; a los golpistas de 1963 frente al profesor Bosch; o igualar a los asesinos de los guerrilleros de Las Manaclas a la estatura heroica de Manuel Aurelio (Manolo) Tavárez Justo. Entonces, mantener vigente este yerro de factura político-administrativa, coyuntural y clientelar, constituiría un mensaje funesto para la juventud y el estudiantado dominicanos, dado que contribuiría a fomentar la confusa idea de que la condición de patriota puede adquirirse por la mera acción de haber protagonizado eventos militares de dimensiones épicas extraordinarias, como es el caso de Pedro Santana. Si bien estas cualidades han de tomarse en cuenta para definir el perfil de un héroe, las mismas deben estar articuladas indisolublemente a un ideal patriótico, que probó no poseer el “marqués de Las Carreras”. Además la categoría de héroe de la patria no se concibe al margen de los valores humanísticos y ético-morales expresados en la solidaridad, el amor y el respeto por la vida de los demás y especialmente de los compañeros de causa, así como la lealtad, la honestidad y la tolerancia democrática. Dado que todos estos atributos estuvieron ausentes en el personaje juzgado, el mejor servicio que se puede ofrecer a la sociedad, con el cual se garantizaría cierto desagravio histórico a los fundadores de la República Dominicana, consiste en expulsar del Panteón de la Patria a un intruso que, como Pedro Santana y Familia, le quedó grande la dominicanidad.
Notas
- Pedro Henríquez Ureña, “Escritos políticos, sociológicos y filosóficos”, en Obras Completas, Tomo V (Santo Domingo: Editora Nacional, 2004). En este aspecto Henríquez Ureña también pondera el valor y trascendencia de la Independencia Efímera; y argumenta que aun cuando la misma no pudo sostenerse por las circunstancias que la rodearon, con ella inició el proceso de formalización de la definición de un nivel de conciencia colectiva que se expresó en la constitución del efímero Estado instaurado en noviembre de 1821. Además sostiene que es más elegante reivindicar la independencia frente a España que frente a Haití, lo que curiosamente sugiere cierto prejuicio en una figura de sus dimensiones intelectuales y humanísticas.
- José L. Vásquez Romero, El modelo anticaudillista y desarrollista del presidente Ramón Cáceres, Premio Nacional de Historia Vetilio Alfau Durán, (Santo Domingo: Archivo General de la Nación, 2015). En esta obra se pone énfasis en la poderosa repercusión que tuvo la formación social vigente en la sociedad dominicana decimonónica y del siglo XX en el comportamiento político de las masas, las cuales delegaban su suerte a las iniciativas de sujetos políticos revestidos de un poder económico y social que le otorgaba un prestigio que definía la adhesión de amplias franjas populares alrededor de sus proyectos personalistas. El autor clasifica el caudillismo en secular y moderado, cada uno de los cuales respondía a una visión distinta de la sociedad por parte de los individuos que lo ostentaban. La obra distingue también entre partidos caudillistas y no caudillistas, cada uno de los cuales respondía a la mentalidad de sus líderes, los que les impregnaban su sello personal. Dentro de este es que el autor también destaca las modalidades de caudillismo regional, en términos de las cuales el país se mantuvo dividido políticamente a lo largo del siglo XIX. Las figuras que concentraban el poder en las respectivas regiones y provincias eran especies de caciques, señores de horca y cuchillo, que fueron desactivados durante el gobierno del presidente Ramón Cáceres, y que se reactivaron tras su asesinato, en el marco de la montonera surgida en la guerra de 1912, protagonizadas entre bolos y coludos (jimenistas y horacistas). Ibídem, 50-61.
- La situación descrita y analizada por Bosch en esta obra constituye una especie de radiografía de la sociedad de mediados del siglo XIX, caracterizada por un estado de miseria generalizado que no exceptuaba a los miembros de los estamentos políticos. Por eso enfatiza el hecho de que los niveles de improvisación y de subsistencia eran tan altos que solía pasarse de ser carretero o bodeguero a coronel o general del ejército, con la misma facilidad con la que al descender de las jerarquías militares se retronaba a las antiguas labores de economía doméstica. Además revela la inestabilidad estructural que afectaba las instituciones estatales, lo cual se expresaba en los planos económico, político y social. En las circunstancias a las que se refiere el profesor Bosch se imponía en forma definitiva el predominio de los conservadores sobre los liberales mediante el enfrentamiento entre el general Santana y el general Manuel Jimenes, quien fue destituido y en su lugar se impuso a Báez; con cuya elección se iniciaba un proceso de consolidación política del que descollaría como principal rival del caudillo del este en la nueva coyuntura. Además realiza una clasificación atípica de las clases sociales, en la que sitúa la pequeña burguesía en una posición antagónica frente a los hateros que constituían la clase dominante. Los estratos en los que subdivide la pequeña burguesía van desde alta, media, baja y muy baja. Atribuye las rivalidades entre Santana y Báez a la ausencia de una clase dominante, en lugar de la cual se impuso el personalismo que dio lugar al caudillismo despótico y al caciquismo político-social. A esta misma realidad atribuye Bosch la crisis financiera desatada en el año 1857, basada en la emisión de dinero inorgánico, la cual provocó el derrocamiento de Báez, quien fue sustituido por Santana. Ibídem, 50 y siguientes. Ver también, Juan Bosch, La Guerra de la Restauración (Santo Domingo: Alfa & Omega, 2007), 17 y siguientes.
- Sí se observan los contrastes entre la asignación de partidas económicas a cualquier cartera del Estado y con la destinada a las fuerzas armadas, se notará el carácter de economía de guerra que predominaba en el país. Es decir mientras que para “Instrucción pública se consignaba $2,720”, al departamento de Guerra y Marina se asignaba el cuantioso porcentaje establecido en el texto. El ejército asomó pues, desde entonces, como una superestructura privilegiada, llevando el sello personal del caudillo seibano. Además, bajo este esquema, no había la más mínima posibilidad de encauzar al país por el camino del progreso, dado que la población mayoristamente rural, alcanzaba un promedio del 95% de analfabetismo. Ver Juan Isidro Jimenes-Grullón, Sociología política dominicana (1844-1966), volumen 1 (1844-1898), (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1980), 29-30.
- Juan Bosch, Composición social dominicana…, 251-252. “Báez acabaría siendo el líder indiscutible de la pequeña burguesía dominicana, en su primera época, como líder de las capas alta y mediana de este sector de nuestra sociedad y más tarde como líder del sector bajo de la pequeña burguesía en todos su niveles”. Ibídem. De lo afirmado por Bosch se infiere que Báez encarnó los sentimientos e intereses de un amplio grupo de sectores segmentados según la clasificación socio-económica que él hace sobre la sociedad dominicana de la época, hasta que los liberales hallaron el verdadero cause de sus aspiraciones, bajo el liderazgo liberal de Luperón, Espaillat, Bonó, entre otros. Y a pesar de que la República Dominicana aun no alcanzaba la madurez política requerida debido al escaso desarrollo de sus fuerzas productivas, que definían una conciencia social distorsionada, se abrió paso a limitadas conquistas democráticas que al cierre del siglo XIX vieron más claros rayos de luz con el derrocamiento de la tiranía de Ulises Heureaux que, aunque provenía del sector liberal-nacionalista, dio un drástico giro a la derecha convirtiéndose en un déspota sanguinario.
- Ciriaco Landolfi Rodríguez, Apuntes para una teoría de la nacionalidad dominicana (Santo Domingo: Instituto Panamericano de Geografía e Historia, Sección Nacional Dominicana, 2011), 323-326. Sobre este asunto ver también a José Abreu Cardet y Elia Sintes Gómez, La gran Indignación: Santiago de los Caballeros, 24 de febrero de 1863 (Documentos y análisis), En Santo Domingo, “los españoles no tenían un enemigo común que uniera a un amplio segmento de la población como en Cuba ocurría con los esclavos y gente de color libre respecto a la población que se consideraba blanca. El asunto racial en República Dominicana ocurrió al revés. Si en Cuba el miedo al negro había unido a una parte de la población en torno a la metrópoli, el desprecio de los españoles por negros y mulatos fue un factor de cohesión de gran parte de la población en la decisión de restaurar la República… El común de la gente temía que los españoles establecieran la esclavitud. Los negros y mulatos, la mayoría de la población, podían ser vendidos en Cuba o Puerto Rico donde esa infernal institución existía. Este fue uno de los motivos que movilizó a muchos dominicanos a integrar las filas de la Restauración. Diversos testimonios demostraban lo que significaba este miedo a la esclavitud en República Dominicana. Por tan solo citar uno de ellos, Juan de la Cruz Ureña se encontraba entre los que se sumaron a la insurrección del 24 de febrero, en Santiago de los Caballeros, y declaró al ser interrogado por los españoles luego de su captura: “Que se encontró a una porción de paisanos armados entre los que recuerda a Ramón Almonte, Vidal Pichardo, Eugenio Perdomo, Pedro Ignacio Espaillat, Juan Antonio Alix, Domingo Curiel y Ramón Pacheco, todos los cuales le dijeron que los españoles querían hacerlos esclavos entusiasmándolo con esto con lo cual consiguieron que los siguiese”, 19-20.
Referencias
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