Corría el año de 1967. Era una mañana nublada de octubre y en ese entonces estudiaba en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. No solo, pero en particular, los que éramos jóvenes en esos años, nos despertamos con una noticia que nos conmocionó, sobre todo a quienes militábamos en las filas de la Juventud Comunista de México. Tratábamos de informarnos hasta el último detalle y las imágenes nos producían un dolor agudo comparable con el provocado por una aguja clavada entre la uña y la carne de la yema de los dedos. Casi sin darme cuenta crucé la ciudad de México para llegar a la Universidad. Me urgía llegar a la Facultad y encontrarme con mis compañeros de estudios y de militancia para compartir con ellos lo que había ocurrido y me tenía al borde del llanto. En la cafetería de “La escuelita” o “Kindergarten”, como le decíamos (por su tamaño) a nuestro centro de estudios, no había ni una sola silla donde sentarse y muchos se hacían “bolita” de pie rodeando algunas de las mesas. El barullo era enorme y en una de esas bolitas estaban mis “cuates”: Javier Barona, Felipe Cerecedo y Lorenzo Chico, de Derecho; Luis Ríos Durand de Economía y otros tres o cuatro de Políticas, cuyos nombres ya no recuerdo.
Compartían la mesa con otros que yo no conocía.
—¡Quihúbole, cabrón1! ¿En dónde andabas?
—Atravesando la ciudad cabrones, ¿ya se enteraron?
—Claro “güey”, ¿por qué crees que te estamos esperando?
—¿Y qué han acordado?
—Todavía nada, pero estamos viendo qué vamos a hacer.
—¡Hacer, hacer… yo creo que nada! Porque somos revolucionarios de café y no tenemos capacitación de ningún tipo como para hacer algo en ese sentido. Somos más bien medio intelectualones y nos queda muy pero muy grande la idea de la teoría y la práctica.
—Bueno, pero podemos manifestar cuando menos nuestro encabronamiento2, ¿no?
—Pero, ¿cómo?
—Pues yo digo que escribamos algo.
Más o menos de esta manera se dio la plática de esa mañana. Cada uno fue diciendo qué le gustaría hacer. Uno decidió que lo que podía hacer era un artículo tipo ensayo para publicarlo en alguna revista o en algún periódico. Otro, un cuento o un relato de tipo literario que utilizara la ficción para denunciar el magno crimen contra el Che. Y así por el estilo se fueron dando las respuestas. A mí me pidieron un poema, porque todos sabían que me gustaba declamar y no les importó un comino que yo no quisiera aceptar argumentando que una cosa era decir lo que otros escribieron a saber versificar y darle a esa destreza el carácter de obra poética. Total, que no me quedó de otra. Y el acuerdo fue que la semana siguiente llevaríamos nuestros textos para leerlos y de esa manera cumplir con el compromiso que ahí adquirimos. La plática siguió después otros senderos a cual más emotivo y desgarrado fuera por los inevitables y obligados sentimientos de tristeza. Había caído en combate el Che Guevara3, después de que días antes se hablara de su captura provocando incredulidad, pues ese tipo de noticias ya antes se habían repetido una y otra vez a pesar de haber sido casi instantáneamente desmentidas. La rabia nos invadía a todos los ahí reunidos y esa enorme tristeza era rápidamente contenida por el encabronamiento.
Pasados los siete días, nos volvimos a reunir, como habíamos quedado. Cada uno leyó su texto y se leyeron también la carta de despedida del Che a Fidel, aquella que comenzaba con lo de:
Fidel:
Me recuerdo en esta hora de muchas cosas, de cuando te conocí en casa de María Antonia, de cuando me propusiste venir, de toda la tensión de los preparativos. Un día pasaron preguntando a quién se debía avisar en caso de muerte y la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos. Después supimos que era cierto, que en una revolución se triunfa o se muere (si es verdadera). Muchos compañeros quedaron a lo largo del camino hacia la victoria.
Hoy todo tiene un tono menos dramático porque somos más maduros, pero el hecho se repite. Siento que he cumplido la parte de mi deber que me ataba a la Revolución Cubana en su territorio y me despido de ti, de los compañeros, de tu pueblo que ya es mío.
Hago formal renuncia de mis cargos en la dirección del Partido, de mi puesto de Ministro, de mi grado de Comandante, de mi condición de cubano. Nada legal me ata a Cuba, sólo lazos de otra clase que no se pueden romper como los nombramientos…
Y, asimismo, se leyeron otros textos memorables que para entonces ya se habían publicado. Luego, me tocó a mí. —¡Órale Chucho, vamos a oír lo que escribiste!
—A ver si como roncas duermes, ¡pinche Negro!4
Yo estaba súper nervioso e inseguro, pero ni modo de echarme para atrás. Así que comencé la lectura con voz entrecortada:
Llegó la noticia de tierras lejanas.
A ocho columnas escritas la vi.
Qué dolor tan grande sentí esa mañana.
Tan grande y profundo que no la creí.
Mas luego confirman que es cierta la nota.
Las fotografías demuestran que sí. Que ha muerto Guevara el nuevo patriota De la América nuestra cual lo fue Martí.
Pero el tiempo pasa, retorna la calma.
El gorila piensa que ya se olvidó, Mas, Latinoamérica, aún guarda en el alma Su nombre que escrito en la historia quedó.
Y para sorpresa del yanqui maldito
Y de los peleles gorilas del sur,
Del pueblo se escucha de guerra este grito:
¡No ha muerto Guevara, el Che vive aún!
No sería la única vez que leería este poema. Sobre ello tratan los tres casos siguientes:
2
En la Habana Vieja, en los inicios del “período especial”.
En octubre de 1991, fuimos invitados al IV Congreso de Partido Comunista de Cuba. En la organización en la que militaba (en ese entonces, se trataba de una organización sindical) se acordó que doce de sus miembros, entre ellos yo, asistiéramos a Santiago de Cuba donde por primera vez se llevaría a cabo un congreso del partido (al que no pudimos asistir, porque por primera vez se realizó a puerta cerrada por la extremadamente delicada situación por la que Cuba atravesaba). Antes de partir para Santiago de Cuba, llegamos a La Habana; era el día ocho. Y el nueve nos fuimos a dar una vuelta a la Habana Vieja. Y en una de las callecitas, de pronto hubo una movilización de unas oficinas de gobierno desde donde salió un grupo de autoridades y oficinistas que improvisaron de manera muy rápida una tribuna en medio de la calle para homenajear al Che en el aniversario de su muerte. Se dijeron algunos discursos y poco a poco se fue llenando el acto con la asistencia de los turistas que por ahí pasaban y se me ocurrió contar ahí la anécdota del poema y decirlo, cosa que hice después de pedir permiso.
—Claro que sí compañero mexicano —me dijeron.
Después de oírlo se me acercaron dos turistas y me confesaron que los había hecho llorar. Me abrazaron y fue una experiencia que no olvidaré, porque todo se tuvo que hacer con prisa por el temor de un apagón que en ese entonces eran muy frecuentes y sin embargo, al final se alargó con mi participación y la respuesta cálida que obtuvo mi poema lo que hizo que surgieran una serie de comentarios y preguntas con lo que se crearon de mi parte amistades fortuitas, pero muy sinceras y algunas hasta entrañables, gracias a mi atrevimiento.
3
La hija del Che.
Aleida, una de las hijas del Che, llegó a México en una de sus tantas visitas para dar una charla en la Embajada de Cuba en México y Tzinia, una amiga mía, me invitó a que fuéramos a oírla. Después de su conferencia nos acercamos a saludarla y mientras esperábamos en la cola, escribí en un cartoncito el poema del que he venido hablando y al llegar con ella, después de saludarla, le hice entrega del improvisado manuscrito. Lo leyó y me preguntó que de dónde había salido la razón de haberle hecho estos versos a su padre y de nuevo me vi obligado a contar lo sucedido allá en el año del 67 en la UNAM. No sólo se interesó por lo ocurrido, sino que tuve que contarle mucho de lo que fue la experiencia por mí conocida de los mexicanos que como yo, militaron en la Juventud Comunista en los sesentas y el enorme respeto y admiración que sentíamos por su padre.
4
Las Villas, julio de 2019. Un revolucionario santaclareño.
Todos los que hemos leído alguna de las biografías del Che, sabemos la importancia que tuvo para el prestigio del guerrillero su acertada y gloriosa dirección de la invasión de la región de las Villas y muy en especial la prodigiosa y trascendental toma de Santa Clara. En las vacaciones de julio, asistí, como acostumbro hacer siempre que puedo, al Festival Fiesta del Fuego que año con año se lleva a cabo en Santiago de Cuba; el mismo representa el más importante festival cultural del Caribe, que se viene realizando desde 1983. Pues bien, para regresarme a México junto con mi amiga Amparo Sevilla quien me acompañó al evento, decidimos hacerlo por Santa Clara, ya que desde el aeropuerto de esa ciudad hay salidas directas a México. Serviría para pasar a conocer la ciudad y darnos una vuelta por el Mausoleo donde reposan los restos del Che.
Así lo hicimos y nos dirigimos por medio de la “guagua” de Vía Azul” (transporte terrestre cubano) de la caribeña Santiago de Cuba a la villa de Santa Clara. Y al bajar del camión tomamos un “triciclo” conducido por una persona mayor que resultó ser todo un personaje con quien hicimos una profunda amistad en cuestión de dos días. Resulta que buena parte del tiempo que tomamos para conocer la ciudad estuvimos guiados y amorosamente acompañados por esta persona que nos robó el corazón.
Lo más inolvidable y entrañable de este encuentro fue precisamente la visita al Mausoleo. Se bajó del triciclo de pedales en el que nos transportaba y muy orgulloso de su identificación con la Revolución Cubana y de vivir en Santa Clara, ciudad heroica, nos habló de la historia del Che y sus acciones de guerrillero inigualable en la gloriosa toma. Lo más sorprendente y emocionante fue cuando nos recitó de memoria y casi llorando la carta de despedida del Che escrita en parte líneas arriba. A él también le hablé de cuando estuve en el Partido Comunista de México y de la reunión en Ciencias Políticas donde leí el poema que ha estado presente en cada una de estas narraciones anecdóticas a las que me he venido refiriendo.
Volví a recordar aquella escena y volví a decirlo, ahora ante la escucha y la atenta y cristalina mirada de este cubano que al terminar me abrazó diciéndome:
—Mexicano, muchas gracias porque este es el mejor regalo que le puedes dar a un cubano como yo —y ambos llorábamos de emoción.
Así, el recuerdo del Comandante Che Guevara me ha vinculado en distintos momentos al pueblo cubano. Y este relato quiere ser un modesto homenaje a su vida ejemplar y a su enorme contribución a la búsqueda de un mundo mejor para toda la humanidad. No creo que haya un mejor lugar para publicarlo que en este número de la revista Ecos. Sobre todo, porque se trata de un número dedicado a recordar la figura del Che Guevara, personaje que, en la historia de América Latina, ha influido de diversas maneras a varias generaciones latinoamericanas. Este es un muy modesto ejemplo de ello.
Notas
- En ciertos sectores de la ciudad de México: tratamiento coloquial entre amigos de mucha confianza.
- Ira, enojo
- Después se sabría que no murió en combate aunque se le hirió al apresarlo. Un día después fue asesinado por un militar boliviano agente de la CIA.
- Pinche: en este caso (también en México), forma grosera y al mismo tiempo cariñosa de dirigirse a un amigo cercano. Negro: apodo que me pusieron mis amigos por mi color moreno.