Introducción
Una concepción evangelizadora, cómplice con la opresión de los nativos, imperó en la isla de La Española durante los pri-meros años de la conquista. Dicha concepción constituyó un insumo ideológico primordial para operacionalizar el desarrollo de la empresa, que en breve plazo culminaría en la esclavitud y exterminio de los aborígenes de esta tierra. El oprobio y el sadismo concebidos en el marco de la factoría colombina se con-virtieron en normas institucionalizadas dirigidas a garantizar un efectivo proceso de dominio y subordinación para provecho de la realeza y los colonos españoles. Y pese al despojo de los derechos administrativos de que fue objeto el Almirante Cristó-bal Colón, en lugar de reducirse, las condiciones de opresión se recrudecieron a través de la oficialización de la esclavitud de los nativos mediante el sistema de Encomiendas.
En este ensayo se describen, por un lado, las pugnas entre las élites, que protagonizaron el proceso de exterminio de los aborígenes mediante el trabajo forzado en las minas auríferas y en las estancias agrícolas; y, por el otro, las confrontaciones entre aborígenes y españoles. Primero se analiza la confronta-ción encabezada por Francisco Roldán y sus seguidos contra Cristóbal Colón, recurriendo para ello a las crónicas de Indias y fuentes secundarias. Luego se analizan los diferentes mo-delos coloniales encabezados por Francisco Bobadilla, frey Nicolás de Ovando, Rodrigo de Figueroa, Diego Colón y la Real Audiencia, quienes institucionalizaron y mantuvieron el sistema de Encomiendas en el proceso de colonización insular, mediante un vasto programa de infraestructuras (en el caso de Ovando), que representa el mayor legado tangible del perio-do colonial. Asimismo se destacará el carácter flexible de los Jerónimos y la misión pacificadora de Sebastián Ramírez de Fuenleal en el marco del conflicto con el cacique Enriquillo. También se describe y analiza el proceso relacionado con las rebeliones escenificadas desde Caonabo hasta Enriquillo con el cual llegó a su fin el régimen formal de Encomiendas. Por igual se describe el carácter multiétnico de la sociedad taína, lo cual asigna mayor trascendencia al daño ocasionado por la colonización.
Se reflexiona, además, sobre las repercusiones que tuvo el proceso de esclavitud de los nativos en los dos segmentos prin-cipales de la Iglesia Católica representados por la orden de los franciscanos de carácter elitista, y los dominicos representados por Fray Pedro de Córdova, Fray Antonio Montesino y Fray Bernardo de Santo Domingo. Dicha confrontación se tradujo en un cisma dentro de la institución eclesiástica de la colonia, en la que se impuso el ideal de justicia, encarnado en las pré-dicas de los dominicos, en defensa de los indígenas. El Sermón de Adviento sintetiza el pensamiento contentivo de una visión teológica liberal de la Iglesia católica, de mayor impacto contra el conservadurismo clerical-autoritario del cristianismo tradi-cional, que forzó a la realeza y a los encomenderos a reconocer la libertad a que tenían derecho los nativos. La justeza y el valor de este análisis también expresan la necesidad de repensar el legado colonial intangible a través del cual emergió un sis-tema socio-cultural e institucional defectuoso, signado por los prejuicios y la discriminación de toda talla, mediante un parto doloroso, producto de las relaciones dominio-subordinación, que dejaron como impronta un sistema de alienación de terri-bles repercusiones en el inconsciente colectivo dominicano.
1. Caracterización de la factoría colombina, y sus repercusiones etnocidas
Los derechos de Cristóbal Colón estaban definidos por su condición de Almirante, Virrey y Gobernador con carácter vita-licio y hereditario, establecidos en las Capitulaciones de Santa Fe. Se prescribió su derecho de inversionista de la octava parte de los gastos de la expedición y obtendría el 10% del tráfico mercantil que se desarrollase en el proceso. Además, recibiría el 8% de las ganancias2 generadas por las distintas activida-des productivas. Bajo este régimen jurídico-legal el Almirante impregnó su sello al sistema de producción insular basado en la explotación intensiva de los aborígenes, los cuales fueron víctimas de las más crueles torturas en el proceso de someti-miento al sistema esclavista de Factoría basado en la extracción y recolección del oro. El etnocidio se materializó a través de un conjunto de procedimientos en los que, incluso, el sadismo de los castellanos formó parte del menú de modalidades de exter-minio. Los testimonios de los cronistas lo evidencian. Sostiene Las Casas que, durante los primeros tres años de la conquista (1493-1496) el régimen institucional de los aborígenes fue des-articulado3 y su población reducida dramáticamente.
Entraban en los pueblos y no dejaban niños, ni viejos, ni mujeres preñadas ni paridas que no desbarrigaran y hacían pedazos, como si dieran en unos corderos metidos en priscos. Hacían apuestas sobre quién abría el hombre por el medio con una cuchillada, o cuál le cortaba la cabeza de un piquete, o quién le descubría las entrañas. Tomaban las criaturas de las tetas de sus madres por las piernas y daban de cabeza con ellas en las peñas. Otros daban con ellas en fríos por las espaldas, riendo y burlando y cayendo en el agua decían, ‘bullís cuerpo de tal’; otras criaturas metían con las madres en la espada juntamente, y todos cuantos delante de sí hallaban. Hacían unas horcas lar-gas que juntase [n] casi los pies a la tierra, y de trece en trece, en honor y reverencia a nuestro Redentor de los doce Apóstoles, poniéndoles leña y fuego los quemaban vivos. Otros ataban ó liaban todo el cuerpo de paja seca, pegándole fuego, así os quemaban. Otros y todos los querían tomar á vida cortábanles ambas manos, y de ellas llevaban colgando y decíanles: “andad con cartas (conviene á saber): llevad las nuevas á las gentes que estaban huidas por los montes. Comúnmente mataban a los nobles y señores de esta manera. Que hacían unas parrillas de varas de horquetas, y atábanlos en ellas y poníanles por debajo fuego manso, para que poco a poco, dando alaridos en aque-llos tormentos desesperados, se les salían las ánimas.4
Paradójicamente Las Casas resultó ser uno de los cronistas más impactados por las horrorosas torturas practicadas con-tra hombres, mujeres y niños de la sociedad taína. Dado que, como se dijo antes, en su condición de miembro de la orden de los franciscanos cuyos principales representantes apoyaron el sistema esclavista, había descollado como encomendero. Las espeluznantes escenas narradas por el religioso son de las más terribles dentro de las crónicas que testimonian la relación de dominio-subordinación que caracterizó aquel proceso. Al res-pecto sostiene,“Una vez vide que tendiendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco principales señores (y aun pienso que había dos ó tres pares de parrillas donde quemaban otros), y porque da-ban muy grandes gritos y daban pena al capitán ó le impedían el sueño, mandó que los ahogasen; y el alguacil, que era porque el verdugo que los quemaba... no queso ahogarlos; antes les metió con sus manos palos en las bocas para que no sonasen, y atizóles el fuego hasta que se asaron despacio, como él quería. Yo vide todas las cosas arriba dichas, y muchas otras infinitas. Y porque toda la gente que huir podía se encerraba en los mon-tes y subía a las sierras, huyendo de hombres tan inhumanos, tan sin piedad y tan feroces bestias extirpadores y capitales enemigos del linaje humano, enseñaron y amaestraron lebreles perros bravísimos, que en viendo un indio le hacían pedazos en un credo, y mejor arremetían á él como si fuera un puerco.
Estos perros hicieron grandes estragos y carnecerías, y porque algunas veces raras y pocas mataban los indios algunos cristia-nos, con justa razón y santa justicia, hicieron ley entre sí, que por un cristiano que los indios matasen, habían los cristianos de matar cien indios”.5
Cuando se accede a testimonios de este calibre, ofrecidos por testigos presenciales, como Las Casas, se supera el escepticis-mo que en ocasiones apremia, ante acontecimientos que, por sus características, parecen formar parte –más de un sistema mitológico o novelesco– que de una realidad que dio al traste con la existencia de los aborígenes y sus instituciones sociales, culturales, políticas y económicas en breve plazo. Repensar las relaciones antagónicas predominantes entre indígenas y euro-peos, en el proceso colonizador, en el que los nativos llevaron la peor parte, constituye una imperiosa necesidad si se aspira a profundizar en el conocimiento de la mentalidad que predo-minó entre conquistadores y conquistados. Esa mentalidad se infiere de los testimonios de los cronistas. No obstante es pre-ciso avaluar una serie de contradicciones surgidas en el ámbito de la realeza. Por ejemplo, la Reina Isabel la Catalítica vaciló sobre la legitimidad de establecer el sistema de esclavitud sobre los nativos. Sostiene Esteban Mira Caballos que,
“Desde el regreso de Colón de su primera aventura descubri-dora se comenzaron a traer indios a la península, aprovechando una situación de vacío legal. Realmente estaba por definir el es-tatus social del nativo americano. En los primero años se dio... una política vacilante o dubitativa por parte de la Corona que favoreció la esclavitud del indio, e incluso, su traslado forzado a tierras castellanas... el Almirante genovés trajo consigo varios presentes a los Reyes entre los que figuraban una decena de in-dios, de los que tan solo seis llegaron a la Corte, pues el resto no sobrevivió a la travesía. Supuestamente su traída obedecía exclusivamente a la necesidad que tenía Colón de autentificar su llegada a las Indias. Sin embargo, según el cronista Gonza-lo Fernández de Oviedo, eran algo más que todo eso, pues ya el Almirante había pensado en ellos para que ‘aprendiesen la lengua, para que cuando aquestos acá tornasen, ellos e los cris-tianos que quedaban encomendados a Goacanagarí, y el castillo que es dicho de Puerto Real fuesen lenguas e intérpretes para la conquista y pacificación y conversión de estas gentes’. Parece ser que el Almirante no era el único que embarcó aborígenes, pues nos consta que otros marineros, como Alonso Pardo o Juan Ber-múdez, también los traían. Estos nativos fueron vistos en Sevilla por Rafael Castaño y Diego de Alvarado, afirmando de ellos que llevaban en la cabeza ‘diademas de oro’.6
Las diferencias entre el Almirante, la Corona y demás gober-nadores castellanos no consistían en fundamentos ideológicos, dado que tanto unos como otros concibieron la explotación de los aborígenes como el medio más expedito para la acumulación de riquezas. Entonces, las diferencias residen en quién y para beneficio de quiénes se llevaba a cabo el proceso administrativo de la colonia, lo cual implicaba de todos modos la implantación del sistema de esclavitud. Por eso no sorprende que tan pron-to como la Corona recibió noticias de que el Almirante obtenía provecho personal de la Factoría, inició un proceso de investiga-ción en su contra, que culminó con su destitución, repatriación y encarcelamiento, junto a sus hermanos Bartolomé y Don Diego. Las primeras impugnaciones que se produjeron en su contra es-tuvieron encabezadas por el padre Bernardo Boíl, quien había oficiado la primera ceremonia religiosa en la Villa de la Isabela, siendo además la primera misa en el Nuevo Mundo. Entonces se produjo la insurrección de Francisco Roldán (Alcalde Mayor de La Isabela), quien se resistía a que los castellanos viviesen subordinados al Almirante. Roldán y sus seguidores también demandaban ser dueños de indios y tierras para que estos las trabajasen para sus beneficios. Roldán fue favorecido, primero, por la ausencia de Colón, lo cual dejaba un vacío de poder que hacía vulnerable al régimen colombino en manos de su herma-no Bartolomé; segundo, como Alcalde Mayor, estaba revestido del poder que necesitaba para asumir el liderazgo en el proce-so; tercero, dado que el Almirante era genovés, la condición de castellano inclinaba la correlación de fuerzas a favor del Alcal-de, que además concibió una estrategia de poder basada en un programa que incluía beneficios para indígenas esclavizados y para castellanos. Dicha promesa respondía a una necesidad de las masas, tanto de los 300 españoles, como de los indígenas, cuya psicología conocía el sublevado Roldán. La denuncia for-mulada por el padre Boíl y Margarite contra el Almirante fue la ocasión propicia para enviar a Juan de Aguado el 9 de abril de 1495 con la finalidad de indagar sobre la veracidad de la de-nuncia. Aguado fue el primer juez enviado por la Corona para vigilar los actos administrativos de Colón, previo al arribo de Bobadilla, cuyo manejo prejuiciado y sesgado convirtió al Al-mirante en víctima. No obstante, las actividades conspirativas de Roldán representaron el principal escollo encontrado por Colón en el trayecto. La validación epistémica de las caracte-rísticas e incidencias del proceso de confrontaciones entre el Almirante y los castellanos reside entre otras fuentes a los tes-timonios ofrecidos por el cronista oficial de la Corona, Pedro Mártir de Anglería, quien afirma que,
“Colón, primer descubridor de estas tierras, volviendo de su primera navegación me hizo partícipe de muchas nuevas’, o ‘lo que por este y otros hombres fidedignos que respondieron a mi interrogatorio me fue narrado’; o ‘yo mismo he seleccionado de los originales del Almirante Colón estos datos’; o ‘el propio Mel-chor contó...’ ̧ o el propio Almirante, con el que me une íntima amistad, me ha prometido en una carta tenerme al corriente con todo detalle de cuanto vaya aconteciendo’. ‘El propio Almirante Colón, interrogado acerca de estas cuestiones, confesó que los españoles que llevó consigo eran más dados al ocio y al sueño que al trabajo, y más amantes de sediciones y novedades que de paz y tranquilidad. La mayor parte, en efecto, se separó de él y por eso refiere que no fue posible vencer o someter antes a los is-leños o quebrantar su resistencia, a fin de apoderarse libremente del dominio de la isla’. ‘Los españoles dicen no haber podido sufrir sus órdenes crueles e injustas, y han proferido acusaciones contra él...’. Quejábanse estos amargamente de Colón y de su hermano; los llamaban impíos...’.7
Las revelaciones de Mártir de Anglería denotan indiscutible objetividad y veracidad, pese a que su amistad con el Almiran-te pudo haber sesgado su versión. Las variables del conflicto narrado por el cronista son de naturaleza diversa; se observan intrigas, celos político-económicos, bajas pasiones y prejuicios étnicos por parte de los castellanos frente al Almirante, lo cual no significa que sus denuncias respondieran a la verdad, so-bre todo lo que respecta a la vocación absolutista y autoritaria de Colón, lo cual es comprensible tratándose de un personaje expuesto a los mayores peligros y desafíos para alcanzar un sueño que sobredimensionó las expectativas de las propias autoridades reales que jamás imaginaron que las riquezas que hallaría el expedicionario más trascendente de la historia moderna tuviese los alcances logrados. Además, el nepotis-mo del que acusaban los castellanos al Almirante al parecer respondía a la verdad, dado que de otra forma, quienes se su-blevaron movidos por intereses solo políticos y económicos, se hubiesen abstenido de hacerlo si sus ambiciones hubiesen sido satisfechas oportunamente. De forma que la convergencia de religiosos, trabajadores y mercaderes y sobre todo indí-genas esclavizados contra la principal figura del proyecto de conquista no deja dudas de que, no obstante aquel estaba am-parado por un pacto jurídico-legal para llevar a cabo la gestión político-económica de la colonia, hizo un uso inadecuado de sus poderes legítimos. Además, el hecho de que, en lugar de defenderse, negando las acusaciones en su contra, el Almirante reaccionara recusando a sus detractores endilgándoles delitos similares, se traducía en una autoincriminación, dado que im-plícitamente justificaba sus violaciones con los defectos de sus adversarios. Al respecto refiere Mártir de Anglería que:
“El Almirante, por el contrario, al solicitar auxilio a los reyes para poder castigar a los rebelados con las penas merecidas, exponía que los hombres que así los calumniaban eran sin ex-cepción disolutos, criminales, rufianes, ladrones violadores, raptores y vagos, seres que nada respetaban y que despro-vistos de razón, perjuros, falsos, convictos en los tribunales, temerosos por sus crímenes de las amenazas de los jueces, ha-bían hecho defección entregándose a la violación, al robo, a la vagancia, a la gula, al sueño y a los placeres sin respetar nada, habiendo sido llevados para cavar y hacer leña, no se movían a pie de sus casas ni el espacio de un estadio, haciéndose llevar a hombros de los mismos indígenas por toda la isla, con ediles curules; que por diversión y para que sus manos no perdie-sen el hábito de verter sangre y poner a prueba el vigor de sus brazos, competían entre sí con espadas desenvainadas sobre cortar de un solo tajo cabezas de inocentes reputándose por más fuertes y honrados el que con mayor rapidez hacía rodar por tierra con golpe de testa de un infeliz. Estas y otras cosas echaban ellos en cara al Almirante y este a ellos’.8
Los precedentes testimonios manifiestan la acritud de los en-frentamientos entre ambos bandos. También prueban que ni los Colón ni los castellanos roldanistas eran inocentes. Tanto unos como otros procedían con la crueldad que conduciría al inexo-rable exterminio a los pobladores originarios de La Española. Sin embargo, dado que, como se dijo, la correlación de fuerzas se inclinaba a favor de los diferentes sectores hispánicos que impugnaron el estilo de gestión de la Factoría implementado por el genovés, los ejecutivos de la realeza dieron ganancia de causa a los primeros, pues además, era una buena excusa para excluir de una vez y para siempre a Cristóbal Colón del nego-cio de las Indias Occidentales. También es preciso acentuar el carácter determinante que revestía el paradigma vigente entre los conquistadores. Era gente que recién resultaba vencedora de una guerra sangrienta que durante ocho siglos enfren-tó a peninsulares y musulmanes. Ello explica la crueldad y la insensibilidad que primó en sus relaciones con los grupos étnicos hallados en la isla a su llegada. En tal sentido, si su misión era el enriquecimiento fácil, lo menos que había de es-perarse de aquellos invasores era una actitud opresora y que sobrepusieran las actividades lúdicas y recreativas por encima de las labores productivas. Además, dado que el estatus de los aborígenes como personas aún no estaba definido, matarlos por placer constituía parte del sistema de diversiones a las que podían recurrir los castellanos para llenar el vacío que repre-sentaba el ocio. Y, como se evidencia en el contenido de las Leyes de Burgos las mismas, aunque se hubiesen concebido en la primera etapa de la conquista, constituían un instrumen-to ineficaz para evitar el etnocidio en virtud de que como se observa en el último apartado de este análisis, dicho código legal, lo que hizo fue justificar la esclavitud de los indígenas. De igual forma es preciso destacar que la estrategia de con-trol político-económico concebida por Roldán no se limitó a La Isabela, sino que se expandió hacia el Suroeste donde tenía su asiento administrativo el cacicazgo de Jaragua gobernado por Anacaona. En aquel territorio el adversario sublevado del Almirante mantuvo a los indígenas trabajando para sí y sus partidarios bajo la oferta de darles la libertad, como consigna para utilizarlos en su enfrentamiento contra Colón. Bajo este cuadro de anarquía en la isla sostiene fray Bartolomé de Las Casas que,
“Llegó Cristóbal Colón a Santo Domingo el 31 de agosto de 1498. Más de la mitad de los españoles estaba en contra de su gobierno. Detener la rebelión era muy difícil para el Almirante, como lo había sido para su hermano Bartolomé. Mucha de la gente que llegó con el Almirante en las carabelas desertó inme-diatamente y se pasó al lado de Roldán, reforzando aún más la posición de los rebeldes. Por la fuerza era imposible reducirlos, y por ello el Alcalde de Bonao Miguel de Ballester recomendó al Almirante que, en vista de su desventajosa situación, nego-ciara y concertara la partida hacia Castilla de cuantos así lo quisieran ‘de un amanera u otra, pues ellos lo piden”.9 Sin dudas aquella resultó ser una derrota doblemen-te humillante, pues además de verse forzado a otorgar las reivindicaciones demandadas por los rebeldes, tuvo que pagarles los salarios por el tiempo que se mantuvieron sin trabajar durante su ausencia. Con la agravante de que, bajo aquel nuevo esquema en que la autoridad del otrora todopo-deroso jefe de la Factoría vio mermada su autoridad moral y política para restaurar su poder, los reyes que lo querían fuera del negocio poco más de un año después (en 1500) enviaron a Francisco Bobadilla en condición de juez y parte para esclarecer las controversias intrainsulares y alzarse con el poder. Una evidencia de que el ideal de justicia en favor de los nativos no era la razón por la que luchaban Roldan y sus hombres es que, “después de cesada la rebelión pedían que se les diese tal señor y cacique para que le labrase sus haciendas y le ayudase a granjear; y por le agradar y tenerlo contento y seguro el Almirante, y porque se asentarse en la tierra sin sueldo del rey, lo que él mucho deseaba y trabajaba, se lo concedía liberalmente”.10
Lo anterior, además, prueba que Colón se vio en una si-tuación de debilidad tan extrema que procuró, mediante la satisfacción de las demandas de los roldanistas, librar a la mo-narquía de gastar su presupuesto en sueldos para un sector que ya había acumulado apreciable poder político. El Almiran-te prefirió ceder ante la presión, en aras de que generaran sus propias riquezas y dejaran de ser una carga para la Corona y para el gobierno colonial. Las concesiones del Almirante a favor del grupo sedicioso fueron lo suficientes para que aque-llos se pacificaran. Entonces la explotación de los aborígenes se liberalizó y, ya tanto castellanos como Colón, los esclavizaban. Esta mutación del estado jurídico del indio no fue aceptada del todo por la Corona. Los reyes sostendrían más tarde que los indios eran sus vasallos y por ende hombres libres.11
Evidentemente el etnocidio implicó la destrucción casi total de la población aborigen junto a su acervo sociocultural. Pané jamás imaginó la trascendencia de su labor de etnógrafo, la cual desarrolló en concomitancia con su misión evangeliza-dora, la que fue interrumpida por la avaricia y las actitudes despóticas de los conquistadores y su séquito de saqueado-res. El etnocidio borró de la faz insular, entre otros tesoros, las diversas lenguas que se hablaban en la isla (el taíno, ciguayo, macurije, etc.) dado que su carácter ágrafo impidió su con-servación. Esta diversidad etnolingüística, identificada en el marco de las confrontaciones generadas por la conquista, fue descrita por Pané.
“El señor Almirante me dijo entonces que la provincia de la Magdalena “[o]” Macorís tenía lengua distinta de la otra, y que no se entendía su habla por todo el país. Pero que yo me fuese a vivir con otro cacique principal llamado Guarionex, señor de mucha gente, pues la lengua de este se entendía por toda la tierra [la isla]. Así por su mandato me fui a vivir con el dicho Guarionex”.12 Fray Ramón narra cómo convivió con el cacique Guarionex durante dos años “enseñándole siempre nuestra santa fe católica además y las costumbres de los cristianos”, hasta que los atropellos de los colonizadores provocaron un cambio de actitud en el cacique hacia las enseñanzas cristianas de Pané, forzando al religioso a mudarse junto a los suyos a otro pueblo dominado por el cacique Maviatué.
La dimensión del daño contra los nativos y su cultura tam-bién se infiere de las descripciones realizadas por el arqueólogo e historiador Marcio Veloz Maggiolo en un análisis comparado sobre las distintas lenguas que existían en la isla y en El Caribe a la llegada de los españoles. “Generalmente se ha considerado que los taínos, de tronco arahuaco o arwak, eran gentiles y aman-tes de la paz, mientras que los caribes eran guerreros y amantes de la guerra”. Además, se ha hecho común la creencia de que la lengua arahuaca fue la que hablaron los taínos, y se sabe que posiblemente usaron otros dialectos del arahuaco continental, como el ciguayo y el macorís. En total tres expresiones lingüísti-cas y posiblemente cuatro, si se incluyen los grupos recolectores de la parte occidental relacionados con los guanahatabeyes de Cuba quienes desconocían la agricultura y hablaban una lengua hasta el momento desconocida. Por mucho tiempo los caribes, posibles arahuacos con costumbres muy diferentes de las de los taínos, azotaron las Antillas. Y tenían la “costumbre de asar y comerse al enemigo”. Además, en el Orinoco existieron grupos de filiación arahuaca cuya acometividad llegó a superar a los famosos caribes del Caroní y del Caura. Fueron los caberres y guaipunabis. Si se extiende la mirada hacia algunas islas de las Antillas menores, como en trinidad y sus alrededores, se ob-serva que allí había “una cultura híbrida, en la cual las mujeres hablaban la lengua originaria de donde fueron raptadas y los hombres la lengua del lugar de habitación”. Existía por tanto entre los llamados ‘caribes’ el uso de una lengua femenina, que heredaban y usaban las mujeres y una lengua masculina. No obstante, en las Antillas Mayores, las lenguas eran usadas in-distintamente por hombres y mujeres, tanto entre taínos como entre macorijes y quizás entre Ciguayos. Cuando Cristóbal Colón pasó por la zona de Samaná encontró una lengua des-conocida que los indios capturados y, en las canoas de camino a España, no entendían. La lengua ciguaya dejó pocos rastros en la toponimia y no se sabe, ciertamente, cuando los vocablos que se han recogido podrán ser ciguayos y si los mismos pro-ceden de una línea lingüística que es posiblemente más tardía que la de los grupos taínos.13
El ocaso del Almirante y la gestión administrativa de Francisco Bobadilla
Como se indicó antes, la labor de Bobadilla estuvo definida en términos de una función doble. Por un lado fungió como Juez Pesquisidor, condición desde la cual actuaba con la potestad otorgada por la realeza para decidir la culpabilidad o la ino-cencia del Almirante respecto a los cargos que se le endilgaban. Y, por el otro, una vez concluido aquel proceso asumiría como gobernador sucesor del depuesto Cristóbal Colón, además de someter a la obediencia a los insurrectos, condición que no se cumplió y, en cambio, les reafirmó los privilegios ya establecidos por el Almirante. Previo a esta acción político-administrativa de la Corona el almirante Colón continuaba desarrollando su habitual explotación contra los naturales de la isla, pese a que estaba consciente de que se produciría un desenlace similar. Al respecto escribe Moya Pons, citando a Las Casas,
Al cerrar el año [1499], “Colón había reunido 4 millones de maravedíes y desarrollado la producción aurífera’ hasta un ni-vel impensable cuando impuso el cascabel de oro al principio de su administración. La tranquilidad de Colón no duraría mucho tiempo. Las comunicaciones del almirante a los reyes y las que Roldán había enviado para justificar su actitud llegaron conjun-tamente a manos de los monarcas. Para decidir quién tenía la razón los reyes nombraron un juez pesquisidor y le ordenaron trasladarse a La Española a administrar justicia conforme a los informes que allí recibiera. Eligieron para esta tarea a Francisco Bobadilla comendador de la orden de Calatrava, quien además de llevar como misión castigar a los culpables de la rebelión, recibió instrucciones para despojar de la gobernación de la isla a Cristóbal Colón”.14
Las acusaciones vertidas contra el Almirante hallaron eco en pruebas localizadas por Bobadilla al arribar a la isla. Dichas pruebas fueron solo la excusa que necesitaba la realeza para asumir el control total de la empresa colonial y la explotación de los nativos. Al respecto, Moya Pons contradice la inter-pretación causal que atribuye Las Casas a la destitución del Almirante. Entiende que,“La caída de Colón no se debió a que el comendador Boba-dilla encontrara dos personas ahorcadas cuando desembarcó en Santo Domingo, a finales de julio del año 1500, ni a que Diego Colón se resistiera a entregarle la fortaleza diciendo que su hermano poseía poderes y cédulas ‘mejores y más firmes’. La salida de Colón y sus hermanos era el paso necesario que debían dar los reyes para transformar la factoría en un negocio realista. Colón y sus hermanos eran inmensamente impopula-res entre los españoles. Sus enemigos apoyaron al comendador con el ánimo de quedar en su lugar. Colón fue encarcelado por Bobadilla y enviado con grillos a España en octubre del año 1500, después de haber padecido un proceso judicial del cual recientemente han aparecido los testimonios acusatorios que revelan hasta qué punto la factoría colombina fue un de-sastre material y moral, tanto para los indios como para los españoles. Este proceso judicial estuvo oculto a la mirada de los historiadores hasta que fue dado a conocer por la archivista Isabel Aguirre, quien lo descubrió en el Archivo de Simancas y publicó su transcripción en el año 2006”...15
Los hallazgos de referencia guardan relación con lo afirmado por Pedro Mártir de Anglería, quien, debido a su amistad con el Almirante, debió darle seguimiento más cercano de lo que revela en sus escritos. Este cronista se limita a sostener que, “no estoy bien enterado de lo que se haya investigado respecto al Almirante y su hermano y de las medidas que se tomaron contra sus acusadores. Sólo sé una cosa: Que ambos hermanos fueron apresados y conducidos cargados de cadenas y despo-jados de todos sus bienes”.16
Al asumir la gobernación Bobadilla tomó varias medidas entre las que destacan, primera, puesta en libertad de los prisioneros que Colón se proponía ejecutar; segunda, re-ducción del impuesto que debían pagar los castellanos en la isla por el oro extraído. De una tercera parte dicho impues-to fue reducido al 10 por ciento; tercera, ratificó el sistema de repartimientos establecido por Colón a favor de Roldán y sus seguidores dieciocho meses antes. Además debido al déficit de animales de carga, el nuevo gobernador distribuyó los escasos que había en las propiedades reales. Los confun-dió con las propendes del Almirante. Dichos caballos fueron otorgados bajo el concepto de indemnización a quienes ale-gaban agravios por el trato que les había dispensado Colón, y que habían solicitado que sus compensaciones les fuesen pagadas con esos recursos. También ordenó a los castellanos que se juntasen en parejas haciendo compañías en haciendas y distribuyesen las ganancias. Para tales fines les indicó la gente de determinado cacique y/o señor y así satisfizo a todos.17 Además, las fuentes revelan el grado de engreimiento que exhibieron los castellanos al utilizar a los indígenas en tareas, propias de esclavos, destinados a satisfacer caprichos y vanidades de los encomenderos, bajo la permisividad de un Bobadilla dispuesto a todo para garantizar la gobernabilidad. Sostiene Las Casas que,
“Con tales medidas, el gobernador amplió las simpatías que aspiraba ganar para ejercer control sobre aquellos hombres di-fíciles de gobernar. ‘Ellos, por tales favores, y ayuda, esfuerzo y consejos lo adoraban’. Afirma Las Casas que ‘ya no curaban de andar a pie camino alguno, aunque no tenían mulas ni caba-llos sino a cuestas de los hombros de los desventurados (si iban de priesa) o como en litera metidos en hamaca, si iban despa-cio... (Iban junto con indios que ellos llevasen hojas grandes de árboles para hacelles sombra, y otros unas alas de ánsar para hacelles aire; la recua de indios cargados, para las minas, de pan casabi, con carga de asnos, yo vide muchos, y muchas ve-ces los hombros y las espaldas dellos como de bestias matadas. Dondequiera que llegaban en los pueblos de los indios, en un día le comían y gastaban lo que a 50 indios abundara; el caci-que y todos los del pueblo habían de traer lo que tuviesen y andar bailando delante)”.18
Además, el nivel de dificultad experimentado por diferen-tes gobernadores llegados a la isla después de Colón para garantizar la gobernabilidad provocó que se implementaran costumbres ajenas a los nativos y a los españoles traídos a la isla debido a su bajo estatus social. Las crónicas describen aquel nuevo régimen social además de injusto como risible, definiéndolo en términos de “una burda parodia social de las costumbres de la nobleza castellana y de los últimos califas moros ejecutada, por gente de bajo nivel social”, gente que por primera vez tenía la oportunidad de encontrarse en la cima de una sociedad, que aunque elemental, le daba estatus. Las Ca-sas, al igual que Mártir de Anglería describe esa “tragicómica parodia”19 de hombres semidesnudos, casi descalzos, vistien-do a veces un camisón de algodón que les dejaba las piernas afuera, haciéndose servir a imitación de grandes señores, por un extenso séquito de indios temerosos y esclavizados.
Hasta la llegada de Bobadilla, “los indios de la Saona y los castellanos de Santo Domingo tenían una buena amistad y co-rrespondencia, enviándoles los indios cuanto les pedían, y poco antes que Ovando viniera a la Española fue una Carabela allá a buscar cazabe, como de costumbre, y un Castellano llevó con-sigo “un perro mastin”... y enristrando el perro con el indio en breve le sacó las tripas sin que bastasen a sujetarlo las fuerzas del español, el que después se quedó riendo, mirando su perro comer del indio”.20 De este modo iniciaron las confrontaciones entre los indios de aquel cacicazgo y las fuerzas de Bobadilla. El cacique Cotubanamá, sobrino de la víctima, reaccionó de inmediato disponiendo un contrataque de su pueblo a los es-pañoles, en señal de venganza. La embarcación emprendió la huida desde que supo de la reacción de los higüeyanos y esca-pó; Cotubanamá envió la queja a Bobadilla21. Evidentemente, las distintas administraciones coloniales condujeron a la extinción de los aborígenes; el propio Rodrigo de Bastidas, amigo per-sonal del Almirante, quien lo acompañó en su segundo viaje (1493) y adquirió de la Corona privilegios de explorar territorios inexplorados por Colón, sostiene conservadoramente que, “de 1492 a 1514 la economía real se caracterizó por la producción y exportación de oro: la población y la cultura de los indígenas amenazaron con desintegrarse”.22 Su afirmación confirma el et-nocidio que desoló a las distintas etnias que lo padecieron.
Proceso colonizador de Nicolás de Ovando e institucionalización de la esclavitud indígena
La salida de Bobadilla dejó a Ovando23 en el mando absolu-to de la colonia y alteró por completo la estructura de poder, pues una nueva élite de burócratas e hijosdalgos se impuso de inmediato. Dicho poder absoluto emanaba del respaldo otor-gado por la reina Isabel. La superioridad del grupo traído por Ovando, (2,500 hombres) a mediados de 1502, actuó como di-suasivo frente a los 360 roldanistas. Para dotar a la nueva élite de indios y tierras, Ovando lanzó dos campañas de conquista en las regiones que hasta entonces mantenían su autonomía; para lo cual había recibido órdenes específicas de la Corona.
Varias semanas después de haber llegado la flota con el nue-vo gobernador la población española empezó a enfermar y a morir; desde que pisaron tierra, los recién llegados se lanzaron hacia donde se decía estaba el oro.24
Tácticas y estrategias en el sometimiento de los cacicazgos rebeldes (Jaragua e Higüey)
Ya 9 años antes las fuerzas del Almirante habían conquistado el Norte, el centro y el Nordeste del país imponiéndose a los ca-ciques Mayobanex y Guarionex en el valle de La Vega Real y en la zona de los Macorixes o Ciguayos, en el Nordeste de la isla. La región de Higüey y la región de Jaragua permanecían bajo el dominio español mediante acuerdos de los conquistadores con los caciques que permitían a los indios vivir como “vasallos libres” que pagaban tributos en algodón, palo Brasil, hamacas, bateas y mantas, en el caso de Higüey, en razón de que en el Este no había oro. Ovando decidió cambiar la situación y utili-zó un desafortunado choque entre indios y españoles en la isla Saona, en el cual los españoles tuvieron ocho víctimas mor-tales, por lo que lanzaron un ataque contra los higüeyanos.25Los soldados de Bobadilla habían dejado como legado relacio-nes tensas entre los indígenas del cacicazgo oriental, debido a los hechos antes narrados, por lo que estando el pueblo de Cotubanamá determinado a mantener su libertad, durante la gestión de Ovando se recrudeció la represión, y aquellos in-dígenas terminaron esclavizados, siendo obligados a tributar. “Subida la Alteración de la provincia de Higüey (dominios del reyno Acayagua del Rey Cayacoa cuyos caciques eran muchos y muy guerreros, uno de ellos era el valiente Cotuba-namá) mandó el gobernador Obando hacerles la guerra, para lo qual mandó al capitán Juan de Esquivel con cuatrocientos guerreros bien apercebidos de armas, y municiones...”. “Allí los españoles ocuparon y quemaron todos los poblados indí-genas obligando a sus habitantes a esconderse en ‘las cumbres montañas, pero Esquivel prosiguía hasiéndoles quanto daño se pudo, de tal suerte que ya se morían de necesidad por los Montes las mujeres y los niños, y al cabo de 19 días vinieron pidiendo pas”. Esquivel regresó triunfante a Santo Domingo 75 días después. Concluida esta primera campaña, Ovando... se trasladó a la otra región de la isla en donde todavía no había indios esclavos, [en] el cacicazgo [de] Xaragua.26 En aquellas circunstancias los efectos de una guerra sucia repercutieron dramáticamente en el cacicazgo de Jaragua dejando resultados catastróficos. Los acontecimientos derivados de esta visita son narrados por los principales cronistas.
Buscando apoyo contra los indios, uno de estos españoles llamado Sebastián de Viloria, escribió a Nicolás de Ovando denunciándole que entre los indios corría el rumor de que in-tentaban levantarse contra los españoles. Alarmado por esta denuncia, Ovando decidió ir en persona a Xaragua a imponer el orden y para eso se hizo acompañar de setenta hombres a ca-ballo, 300 infantes “bien apercebidos de armas y municiones”. Gobernaban entonces la región el cacique Behechío y Anacaona que había sido esposa de Caonabo... ya hablaba algo del idioma castellano, le pidió al gobernador que le enseñara el catecismo y la hiciera cristiana. Pese a todo ello, “arrimose al comendador Sebastián de Biloria, y le dixo, que no confiase en aquellos indios que lo querían matar por lo que siempre tuvo a su vista veinte y sinco soldados con las Armas en la mano”... “Aquel domin-go, después de comer, estando todos juntos aquellos caciques e principales indios de aquella comarca confederados, dentro de un caney o casa grande, así como la gente de a caballo llegó a la plaza, llamaron al comendador mayor para que se diese el juego de cañas; al cual hallaron que estaban jugando al errón con unos hidalgos, por disimular con los indios e que no enten-diesen que de su mal propósito él tenía aviso. E luego vino allí aquella cacica Anacaona e su hija Aguaimota e otras mujeres principales. E Anacaona dijo al comendador mayor que ella venía a ver el juego de cañas de sus caballeros cristianos, e que aquellos caciques que estaban juntos lo querían asimismo ver e le rogaban que lo hiciese llamar”. “Él luego el comendador mayor les envió a decir que viniesen allí; e dijo que primero los quería hablar e darlo ciertos capítulos de los que habían de hacer; e mandó a tocar una trompeta e juntose toda la gente de los cristianos e hicieron meter a los caciques en la posada del comendador mayor, e allí fueron entregados a los cristianos Diego Velázquez e Rodrigo Mexia Treillo, los cuales ya sabía [n] la voluntad del comendador mayor, e hiciéronlos atar a todos. E súpose la verdad de la traición e fueron sentenciados a muerte: e así los quemaron a todos dentro de un bohío o casa, a la dicha Anacaona, que desde a tres meses, la mandaron a ahorcar por justicia. ‘Y un sobrino suyo, que se llamaba el ca-cique Guaorocaya, se alzó en la tierra que dicen Bahoruco e el comendador mayor envió a buscarle e hacerle guerra ciento e treinta españoles que andovieron tras él hasta que lo pren-dieron e ahorcaron’. Después de lo cual se hizo la guerra a los indios Guahaba, e de la Sabana, e de Amiguayahua e de la pro-vincia Guacayarima, la cual era de gente muy salvaje... En esta guerra estuvo, con gente de a pie e de a caballo, seis meses el capitán Diego Velázquez, hasta el mes de hebrero de mill qui-nientos e cuatro que acabaron de conquistas [r] las provincias que es dicho, e así quedó pacificada la isla”.27
Este testimonio evidencia el carácter exterminador del pro-ceso colonizador ovandino, que culminó con la ejecución y el sometimiento de las principales autoridades de aquellos caci-cazgos. La narrativa de los cronistas tiene implícita la saña y el desprecio que sentían los españoles por los aborígenes, a quie-nes no tenían como objetivo evangelizar, aun solicitándoselo, como lo hizo Anacaona a Ovando. La reflexión antropológica e histórica sobre el tipo de mentalidad que predominó en la época jamás estará pasada de moda, toda vez que la secuela de aquellos horrores seguirá latente en las presentes y futuras generaciones. Según Herrera, a principio de 1504, los indios de Higüey se sublevaron de nuevo, “se juntó mucho número de ellos, y acometieron la fortaleza, que abía hecho Juan de Esquivel, y la quemaron y mataron a la flecha a los soldados... pero abiendo escapado un soldado que trajo la noticia a San-to domingo, el Comendador Obando mandó publicar guerra contra ellos y la encomendó al capitán Juan Esquivel conosido ya por su valor”...28 Para la vigilancia y la organización de los indios en las minas Ovando designó capataces, a los que llamó mineros. A los capataces de las estancias y plantaciones les llamó estancieros. En los poblados españoles Ovando nom-bró alguaciles que tenían la responsabilidad de evitar que los indios abandonaran sus labores y huyeran a los montes. Si esto ocurría, el alguacil coordinaba su captura a fin de presentarlo al visitador del área, quien se ocupaba de sancionarlos.
Ovando y la fundación de Jacagua, símbolo de obliteración de la obra del Almirante
Al arribar a El Cibao la región había sido pacificada por el Almirante. No obstante, Ovando procedió a trasladarla, de a orillas del río Yaque a Jacagua, como parte de su estrategia de dominio para borrar la memoria de Colón. Los casos de San-to Domingo y Santiago fueron notorios dado que, en ambas ciudades, Ovando intentó destruir la imagen de Cristóbal y su hermano Bartolomé, trasladando también a Santo Domingo, desde el Este hacia el Oeste del río Ozama. El caso Santiago y su traslado a Jacagua adquirieron caracteres particulares.
La legendaria Jacagua guarda uno de los misterios más inquie-tantes entre el conjunto de villas edificadas por el Comendador de Lares a partir de 1502. Aquella enigmática ciudad fue funda-da en 1504 y destruida, simultáneamente con La Vega, en 1562 por un terremoto. La endebilidad del material arquitectónico utilizado en la construcción de Jacagua obró a favor de la desa-parición parcial de uno de los legados arqueológicos coloniales más importantes. Mediante las exploraciones arqueológicas de sus ruinas solo se ha conseguido explicar, parcialmente, la es-tructura original de la iglesia, cuyos vestigios permanecen en el lugar. Sobre la originalidad de dicha estructura hay, sin embar-go, serias dudas puesto que, según se afirma, su restauración data del antepasado siglo XIX. Esa restauración se atribuye al “alarife” (maestro constructor), Onofre de Lora, por encargo de la familia Benoit, dueña de los terrenos donde están dichas ruinas.”29 Esta iglesia fue construida por Diego, hijo del Almi-rante, en 1511. En carta dirigida por el Rey a don Diego Colón, el 6 de Julio del 1511, se lee: “Mucho me ha complacido saber lo que escrebís que se comenzaba ya la iglesia de la Villa de San-tiago y paréceme (sic) por agora que se haga de una nave sola y que sea de “mampuesto” e las esquinas de piedra labrada con sus arcos y cubierta de madera”.30 Esto evidencia que, pese a la orden del monarca, Diego Colón hizo otra cosa; ya que según revela la tradición histórica, en varios documentos se hace referencia a una iglesia sencilla, como sugirió el Rey, sin embargo en los planos presentados por Erwin Walter Palm en su obra, así como en diversas pruebas arqueológicas, se hace alusión y se evidencia una construcción más compleja con te-cho de bóveda y no de madera. Esto también pone de relieve las contradicciones existentes entre la realeza y Diego Colón, que desde el principio fueron tirantes. Sobre la autenticidad de la actual iglesia de Jacagua, reestructurada por Onofre de Lora, se tienen serias dudas, la “actual iglesia de una sola nave sin ábside no corresponde en nada al plano del siglo XVIII”.31
Además, durante el siglo XIX la Iglesia Católica, mediante el canónigo Carlos Nouel, gestionó la reconstrucción de dicho templo pero contradicciones con la familia Benoit frustraron el proyecto. María Ugarte afirma que, “los estudios hechos por el doctor Dobal apuntan que la Iglesia primitiva, edificada de acuerdo a esas estipulaciones debió caerse antes del terremoto de 1562, y que en su lugar se erigió otra”32. También el elemento mitológico tiene una presencia digna de tomar en consideración en la tradición oral del viejo Santiago. Por ejemplo, testimonios documentados del siglo XVIII indican cómo un maleficio fue la “causa” de la destrucción violenta de la Villa: “El Alcalde de la Ciudad declara que en su juventud un ‘Moreno Libre’ le había narrado que por sus padres y su madrina sabían que se había aparecido por el Puerto de la Plata un frayle franciscano que no era del convento, y que había predicado un sermón y que después de él fue el “jundimiento” porque el frayle mal-dijo la ciudad”. Esta es la leyenda del “Güeco del Baño” en la cual agrega el citado personaje que eso se lo había revelado su madrina, la que había escapado a través del hueco de una ventana, salvando la vida milagrosamente y muriendo a una edad mayor de cien años.33
El traslado de Jacagua y, el mito de los 30 caballeros. Según re-velan las crónicas y estudios posteriores, la ciudad de Santiago fue erigida por primera vez, a orillas del río Yaque por el Almi-rante Cristóbal Colón en 1495. En este proceso se construyeron dos fortalezas: “La Santa Catalina” y el “Santiago”, como una forma, de contener los brotes de violencia protagonizados por los indígenas residentes en la zona. La erección de Santiago, en el solar de Jacagua, estuvo motivada en razones económi-cas, políticas y sociales. Las condiciones climáticas del lugar, también constituyeron un factor favorable al traslado pues se-gún revela Las Casas, “cuando Don Diego llega a la Isla para sustituir a Ovando, este se encontraba en Santiago disfrutan-do de ‘La Sanidad y Alegría del Pueblo’; además de que, “los individuos que acompañaron a Ovando desde España y que quisieron establecerse en Santiago, les convenía un nuevo em-plazamiento de la Ciudad, a fin de tomar para sí, los mejores y más estratégicos solares de la misma, desplazando los primi-tivos moradores, o sea los enfermos y hambrientos que mudó Bartolomé Colón desde la Isabela”34. Además, los vecinos residentes en la Isabela, a la llegada de Ovando, resultarían fa-vorecidos con las ventajas del nuevo emplazamiento. De igual modo, al agotarse las reservas auríferas aluvionales, Jacagua constituía una alternativa ideal para implementar un nuevo modelo productivo en la Villa, dado su condición de poseer las tierras más fértiles de la zona. Puede observarse que aque-lla ciudad, hoy Distrito Municipal de Santiago, aún mantiene la fertilidad de sus tierras. Otra probable causa del traslado puede estar asociada a las características del suelo donde está situada la actual ciudad de Santiago, lugar donde se presume estuvo ubicado el Santiago original de Colón. La “Emboscada”, lugar señalado como el área de edificación del Fuerte Santiago, está definida como un terreno de baja fertilidad, muy similar a las tierras de la Línea Noroeste.35 Además, la “Batalla de La Vega Real o del Santo Cerro”, en realidad ocurrió en “La Em-boscada; es el lugar señalado por el agrimensor Ramón Didiez Burgos como escenario de la famosa Batalla del Santo Cerro”,36donde la leyenda atribuye la victoria de los españoles a la in-tervención de la Virgen de Las Mercedes. Además, se afirma que, “próximo a la emboscada se advierte la presencia de un posible poblado indígena a través de osamentas encontradas en aquellos lugares, especialmente en la cercana sección de El Ingenio”. Presume Campillo Pérez que allí pudo haber estado situada una aldea correspondiente al cacicazgo de Maguá, con-trolado por el bravo cacique Guanaconel, correspondiente a los dominios del belicoso, temido y combativo Guatiguaná, quien protagonizó la “Batalla del Santo Cerro”.37
Diversidad étnica de Jacagua.
La composición étnica del pueblo de Jacagua se caracterizó por una acentuada diversidad expresada en la coexistencia de indígenas nativos y varios grupos de emigrados tanto aborí-genes de las llamadas “Islas Inútiles”, como de “españoles”. Entre las etnias presentes en Jacagua se hallaban, “taínos, ciguayos, lucayos, yucayos y gigantes, los cuales para 1514 fueron distribuidos en Santiago en un número oscilante entre 2,635 a 2,941”.38 Sobre su tipología sostiene Campillo, al citar a Rodríguez Demorizi, que los Lucayos eran de piel más oscu-ra que los taínos, similares a los canarios. Los estudiosos del tema (arqueólogos e historiadores), basados en las crónicas y en estudios comparados, fundamentan las diferencias inter-étnicas de los indios de Jacagua en rasgos corporales como estatura, lengua, personalidad, etc. En tal sentido se atribuye a los caribes una gran estatura y carácter aguerrido, igual que los ciguayos. También, como se dijo, la lengua constituía un rasgo distintivo a considerar para diferenciar e identificar los perfiles étnicos de los indígenas. “Sabemos por ejemplo que los indios que servían en Santiago eran dependientes del gran cacique Guarionex y que eran macorixes”.39 El arqueólogo Cruxent rei-vindica el concepto del Almirante, al definir a los yucayos como indios de “extraordinaria belleza y buen carácter”. Al referirse a las Islas Lucayas el investigador Joaquín Priego, referido por Campillo, habla de la “Isla de los Gigantes o Curazao” y asigna tales características a varios caciques y relacionados del mun-do aborigen. Así hace alusión al gigantismo o talla gigantesca de Guatiguaná, cacique de Maguá, al que se le atribuye haber protagonizado la Batalla del Santo Cerro. También se refiere a Tutalao, hermano de Mayabonex y esposo de Higuaniona, como “gigantes”. Según Las Casas, referido por Priego, Cotubanamátenía una vara de medida de hombro a hombro... que entre mil hombres sobresalía”.40 Aunque Cotubanamá correspondía al cacicazgo de Higüey, su estirpe era yucaya.Aunque pruebas médicas indican que al gigantismo le acompaña una cierta timidez sexual y social, tales atributos no parecen ser aplicables a los caribes, que eran muy activos. Sin embargo los indios gigantes de Santiago parecen haber estado afectados por este síndrome, ya que de ellos se afirma en documentos antiguos que eran como ovejas, de los que se podía hacer lo que se quisiera. Jacagua o la Villa del Santiago de Ovando está situada en la región correspondiente a la jurisdicción del cacique Guarionex, llamada Macoríx Arriba; predio o comarca en que gobernaba Guanaconel, subalterno de Guatiguaná. Según las subdivisiones jerárquicas del poder caciquil, Jacagua sería una comarca o nitainato subalterna de los dominios de Guatiguaná. Según Las Casas, Macoríx significa extraño, casi bárbaro, lo cual refuerza el criterio de que eran indios inmigrados y de lengua distinta a los taínos, como tam-bién aduce Pané. Se supone que Guatiguaná murió en la Batalla del Santo Cerro; su gigantesco cuerpo se perdió en las aguas del río Bao.41
El trabajo de los nativos de Jacagua estaba dirigido por la autoridad de un indio con categoría de cacique cuyo nombre, en muchos casos español, le era asignado en función del carác-ter y la personalidad del “capataz”. Por ejemplo, las fuentes registran los siguientes nombres de caciques supervisores: Cafarraya, Hernando, Carbonera o Carbonero, Anípana, Ulloa, Escobar, Antón Cayaguates u Hoyaguates, Rodrigo de Mendoza, Porras de la Sierra, Doctor, Cabrón, Luisa, Rodrigo Urabanex, Rodrigo de Ovando, entre otros. También cabe preguntarse qué implicaciones sociales acarrearon las uniones maritales y/o conyugales entre españoles y mujeres indígenas, dado la consabida escasez de mujeres que padecieron a su arribo al Nuevo Mundo, ya que les acompañaron muy pocas féminas. A finales del siglo XVI ya había una sociedad con una signi-ficativa representación de mestizos y mulatos, lo que a pesar de disposiciones reales, sobre los derechos de este segmento social, no siempre se expresaba en el reconocimiento, en los hechos, de sus derechos sociales y políticos. Las uniones con-yugales tenían el consentimiento de las autoridades reales. Por ejemplo, durante el período, el monarca español ordenaba me-diante Real Cédula los matrimonios entre españoles e indígenas. No obstante esta flexibilidad para responder a una necesidad elemental de reproducción, se mantuvo latente el prejuicio y la discriminación contra el segmento mestizo. Por Real Cédula de 1549 ningún mulato ni mestizo, ni hombre que no fuera legítimo, podía tener indios ni oficio real público; sin embargo del oprobio de la esclavitud sufrida por el indio, se libraba a los hijos de indios y cristianos comunes. Si algunos hijos o hijas de cristianos registrados o encomendados, su dicho repartimiento [de Santiago] diciendo ser hijos de mujeres de esta Isla que tal encomienda era en sí, ninguna. Ovando llamaba princesas a las cacicas de las que en Santiago había para 1514 seis casadas con españoles, durante el gobierno de Diego Colón; en Santiago se produjo el matrimonio entre un conquistador español y la cacica Luisa. Paradójicamente, un octavo de sangre indígena era suficiente para considerar español a un indio, aunque nunca dis-frutaba de los privilegios reservados a los hidalgos. Los mestizos nunca representaron una clase per sé, sino que “eran absorbidos de descendencia,42 ya que en ningún documento de la época se menciona a los mestizos como clase ni como individuos.
La insurrección de Enriquillo y las administraciones coloniales (1519-1533)
Con la sublevación de Enriquillo culminó, en La Española, el prolongado proceso de resistencia de los nativos contra el régimen de encomiendas. Descendía del cacicazgo de Jaragua y correspondía al linaje de Anacaona. Cuando esta cayó víctima de la brutalidad de Ovando, Enriquillo aún era un niño de 2 o 3 años de edad. En 1519 aún estaba vigente el sistema de encomiendas y en su apogeo la influencia de los encomenderos. Las disposiciones dadas a conocer por los Jerónimos y Rodrigo de Figueroa, sobre la libertad de los nativos, no contribuyeron a mejorar la situación social de los nativos, y por muchos años más estos continuaron sujetos a la esclavitud. De nada sirvió el argumento de que las leyes y ordenanzas aceptadas en España para regularizar la convivencia; las mismas no se tuvieron en cuenta porque en La Española no rigió otra ley que el capricho de los colonos y la codicia del explotador. Además, había una relación indisoluble entre la actitud pesimista de Figueroa y el fracaso del proyecto emancipador con la decisión del caique de sublevarse. Esa decisión fue resultado de la incapacidad del Estado español para crear en la isla un régimen de justa colabora-ción entre indios y españoles que permitiera la gobernabilidad.43Ante esta realidad emergió Enriquillo provisto de una enorme capacidad para aprehender el contenido político y psicológico de la coyuntura, interna y externa, y traducirla a favor de su pro-yecto emancipador. Tuvo clara visión del alcance de su decisión, así como conciencia para hacer, sistemáticamente, la guerra a los españoles, al amparo de las novedosas tácticas que implementó. Además tuvo suficiente sensibilidad para ponderar prioritaria-mente métodos pacíficos para lograr la libertad, los cuales solo descartó cuando resultaron inútiles ante el carácter implacable de la oligarquía esclavista. Vio fracasar todas las ofertas de solu-ción antes de recurrir a la resistencia armada.44
Según las fuentes, el 18 de octubre de 1523 la Audiencia y los oficiales de Sus Majestades “estando en su consulta” resolvieron hacer la guerra a los indios y negros alzados, porque eran muy públicos y notorios los enormes daños, muertes, ro-bos y escándalos que aquellos sublevados hacían; pero como el sostenimiento de esa guerra no podía cubrirse con dineros oficiales, porque en la isla no había suficientes, se resolvió ‘echar sisa’ sobre la carne que se comía en la isla y sobre el vino que se importaba, y de esa forma, “sobre cada arrelde de carne un maravedí”, y sobre cada “cuartillo de vino una blanca” “y de cada pipa de vino, trescientos setenta maravedís”. Dicha “sisa de vinos” se dispuso cobrarla a los importadores. ‘“Por manera que la comunidad que gasta el dicho vino por menudo pague la dicha sisa, para que ellos se suplan y paguen los dichos gastos y costa de la dicha guerra”.45 Es decir, en esta disposición queda claro que la carga impositiva a quienes se aplicaría por el consumo de las referidas mercancías era al con-sumidor final, de donde derivaban los recursos para costear la guerra. La insurrección tuvo dos periodos y dos emplazamien-tos. El primero (1519-1527 tuvo su refugio en las sierras, al “sur franco de la Vera-Paz con correrías al Oeste” para combatir a los españoles con destino a Yáquimo, la Yaguana y Salvatie-rra de la Sabana. Y el segundo y último periodo comprende (1528-1533) “por efecto eficaz de los arrases que la gente de San Miguel hacía en los labrantíos de estos indios, y por tener ya muy bien trillada la sierra por aquella parte”. Esta comunidad está situada en territorio haitiano. Enriquillo desvió su gente hacia el “Levante”, donde mandó a hacer nuevos sembrados y se mantuvo en casi forzosa inacción los últimos tres años. Los coetáneos hicieron distinción por estas dos últimas estaciones de Enriquillo entre el Bahoruco viejo y el nuevo. Esta última parte corresponde a la República Dominicana.46 Como se ob-serva, el cacique tenía un efectivo manejo del escenario de la guerrilla y, por conocer las necesidades y las rutas habituales de sus adversarios, logró perpetuar el alzamiento durante casi 14 años, forzando la negociación sin rendirse.
Entre los escarceos de los españoles en aras de la pacificación de Enriquillo se realizaron varias visitas inútiles a la sierra; en una de estas el padre Remigio logró entrevistarse con el cacique. No obstante, el religioso pasó un gran susto por-que, previo a la localización del líder guerrillero, la gente de este capturó al peregrino, despojándolo de su hábito y estuvo a punto de perder la vida. El acompañante de fray Remigio, un indio pacífico llamado Rodrigo Mejía, colaborador de los españoles, fue ahorcado porque sus hombres facilitaron, como guías, la destrucción de los cultivos de la sierra. San Miguel mostró los papeles que daban poder de la Audiencia. Hizo las propuestas a que estaba autorizado, pero el “indio no dio prendas”. Solicitó tiempo para “consultar con sus tenientes” y estudiar las proposiciones y pospuso la negociación para otro encuentro. Llegado el día de la nueva entrevista se apersonaron en el lugar establecido San Miguel y fray Remigio. Dispusieron llamar al cacique con “dobles de tambor” y se cree que también hubo toques de trompeta. No obstante, Enriquillo no asistió a la cita. En cambio, se valió de la oportunidad para devolver, en ma-nos del capitán, el oro que a principios del levantamiento habían capturado los indios, cuando los conducían hacia la Vera-Paz cuatro hombres en un barco español que venían de “Tierra firme”. Temerosos los del barco de cruzar con el metal a bordo la zona peligrosa de robo, que era el recodo marino de la Vera Paz, decidieron desembarcarlo en la costa para conducirlo por tierra a la Villa y, allí llevarlo de nuevo a la nave. Los indios mataron a los conductores del oro y los despojaron del mismo.47 Ya Enri-quillo se había cambiado al Bahoruco nuevo, lo cual demuestra dos cosas: primero, que el cacique fue inflexible en su propósito de no entenderse con persona alguna de la isla y, segundo, que tenía plena conciencia de las repercusiones del acuerdo a que llegó, en 1533, con Barrionuevo, cuando este le entregó docu-mentos procedentes directamente de la Corona. Como táctica, Enriquillo se trasladó a la Villa con sus seguidores, asaltaron la bella estancia que allí tenía San Miguel, mataron muchos indios españolizados, cargaron indias y caballos y todo cuanto pudie-ron...; incendiaron los bohíos y hasta ahorcaron un niño de tres años. Fray Cipriano de Utrera repudia estos hechos y acusa a Enriquillo de “falta de probidad”.48
La Corona envió a Sebastián Ramírez de Fuenleal, a finales de 1528. El 31 de julio de 1529, junto con los oidores Espinosa y Suazo, escribió una carta al Emperador, informándole sobre el fracaso de las gestiones de paz realizadas por fray Remi-gio y notificándole, que había escrito al cacique, ofreciéndole perdonarles sus faltas y dejarlo en libertad, a cambio de que detuviera la rebelión. Al obtener por respuesta la persistencia del cacique, las fuerzas de Fuenleal rediseñaron la estrategia. No obstante, el ejército colonial no hizo más que, “copiar las formas guerreras usadas contra ellos por Enriquillo”. Los gastos ocasionados por esta contienda fueron elevados. Las Casas habla de muchos miles de ‘castellanos. Utrera sostiene que las apreciaciones de Oviedo, estiman en “cuarenta mil pesos aquellos gastos”. Los particulares contribuyeron en gran pro-porción al sostenimiento de la lucha.49 Según Nouel,
Para esa misma época, 1532, volvieron a presentarse nuevos disturbios en la isla trayendo nuevas complicaciones en los ne-gocios. La guerra contra el cacique Enrique se había reiniciado de nuevo. Sus tropas, engrosadas con los indios que abandona-ban su cautiverio para unirse a él, llevaban la desolación hasta las mismas poblaciones, manteniéndolas en constante alarma y sobresalto. No había en la isla ningún rincón que estuviera al abrigo de sus hostilidades y, a tal extremo llegaron las cosas, que se dio estrecha cuenta al monarca de la situación que corría la colonia y de la necesidad que había, o deponer pronto término a la guerra, o de abandonar la isla. El 4 de julio de 1532, en Medina del Campo, se expandió título de capitán general de la guerra del Bahoruco a favor de Francisco de Barrionuevo. El sujeto había vivido en la isla y conocía bien las condiciones de la misma y el estado de la guerra. Esta investidura implicaba la obligación de acabar la guerra y la promesa de ser nombrado gobernador de Tierra firme si tenía éxito en su misión. Llegó el 20 de febrero del 1533, con 187 hombres. Al día siguiente se reunieron los notables de la ciudad para deliberar sobre el negocio que traía confiado el general. Las deliberaciones se prolongaron por varios días. Al final se convino en que antes de iniciarse las operaciones militares Barrionuevo debía eva-cuar gestiones de paz.50
Barrionuevo partió hacia Yáquimo con 35 hombres el 8 de mayo de 1533. Dos meses y medio después consiguió entrevistarse con Enriquillo. Este pidió, y logró, que se le confiriese facultad de alguaciles a dos de sus indios que seleccionó Barrionuevo. Con este pacto, Enriquillo asumió el compromiso de cooperar con las autoridades españolas de la isla en la persecución de negros e indios que en lo sucesivo abandonasen sus asientos. El mismo cacique se adelantó a ofrecer esa cooperación a fin de prevenir nuevos brotes de violencia. Una de las primeras condiciones con Barrionuevo, taxativamente fijada en la Carta de la Emperatriz, fue la de conceder libertad a todos los indios que estuvieran con el cacique en el Bahoruco. Esas contradicciones sí fueron objeto claro e indiscutible de transición entre Enriquillo y Barrionuevo. Tan pronto como el general Barrionuevo hubo terminado estos acuerdos se retiró, con gran sorpresa del cacique, que hubiera visto con placer que el español, en prenda de la paz concertada, permaneciera algún tiempo en compañía de los indios celebran-do el convenio. La súbita partida de los visitantes dejó al cacique un tanto receloso, obligándolo a actuar con precaución. Ignora-ba que Barrionuevo “estaba urgido por ir a recoger la canonjía que en Castilla del Oro tenía ofrecida”.51
La validación epistemológica de las bases del acuerdo se sustenta en la coincidencia de los testimonios hallados en las fuentes de importantes autoridades españolas de la época. “El primero de septiembre de 1533 escribieron los oidores al Emperador dándole cuenta de todos estos importantísimos acontecimientos. Ya lo había hecho el 24 de agosto, el propio Francisco de Barrionuevo. Ambos documentos sacan como muy verdadera la versión de Oviedo de todo el episodio de la paz... Ninguno de estos escritos agregan ni quitan una palabra a la narración del cronista”.52 Enriquillo firmó este pacto, des-pués de un minucioso análisis. Pese a que detuvo la actividad bélica tan pronto como se comprometió. Sin embargo, esquivó a sus enemigos, para los cuales tuvo permanente e instintiva repulsión y desconfianza. Después de estar en Santo Domingo, en junio de 1534, “Don Enrique” decidió tomar asiento pací-fico en los alrededores de Azua; Utrera descartó a Boyá como escenario relacionado con Enriquillo. Falleció en Azua, el 27 de septiembre de 1535, apenas dos años después de suscribir el pacto de paz con las autoridades españolas. Murió siendo cris-tiano, y dejó como herederos bajo testamento, a Doña Mencía (esposa) y a Martín de Alfaro, su primo. Fue sepultado en la iglesia de la Villa de Azua.53
Pugnas entre frailes liberales y conservadores del clero católico sobre derechos de los indígenas
Pese a que al arribo de los frailes dominicos a la isla La Espa-ñola el proceso de exterminio de los aborígenes había alcanzado niveles irreversibles, la incursión de estos sacerdotes compro-metidos con la verdadera esencia de la doctrina cristiana logró sensibilizar a la realeza a fin de detener el etnocidio que reducía a su mínima expresión la población nativa, integrada por una diversidad étnica representada por taínos, caribes, ciguayos, lucayos y macorixes. Esta hazaña de los clérigos no resultó una tarea fácil, dada la intensa y audaz labor diplomática que debieron desarrollar ante el Rey Fernando hasta conseguir el es-tablecimiento de una legislación en la que, a los indígenas, se les reconociera el derecho de vivir en libertad en su propia tierra. A tal propósito se concibieron las Leyes de Burgos, implementadas por Rodrigo de Figueroa, en diciembre del año 1512.
Los misioneros dominicos encabezados por Fray Pedro de Córdova, Fray Antonio de Montesino y Fray Bernardo de San-to Domingo llegaron a la isla en septiembre del año 1510. De inmediato iniciaron un proceso de desarrollo de ideas liberales convirtiendo el territorio insular en un laboratorio en el que se experimentó, por primera vez y con éxito, una visión humanís-tica del cristianismo inspirado en sus raíces ortodoxas que se enfrentó a la tradición medieval autoritaria y despótica de la España inquisitorial. El paradigmático “Sermón de Adviento” en el que el clérigo Fray Antonio de Montesino tronó con su voz estentórea, estremeciendo los cimientos de la fe cristiana, provocó una serie de reacciones, reflexiones y arrepentimientos que impactaron a personalidades como Fray Bartolomé de Las Casas a tal grado que renunció a su condición de encomendero, pasando al bando contrario, desde donde asumió la defensa de los nativos, víctimas de la esclavitud. Desde entonces la palabra pronunciada desde el púlpito se convirtió en el arma más pode-rosa, en el proceso de resistencia en contra de las élites castellanas opresoras, y a favor de la libertad de los indígenas. A partir de esa coyuntura la Iglesia se vio conminada a replantear sus pro-pios fundamentos sobre la fe en Cristo y los procedimientos de evangelización de los nativos. Los dominicos se convirtieron en la antítesis de los franciscanos que concentraban sus prédicas en torno a la élite española y de los hijos de los caciques; mien-tras los primeros orientaban sus mensajes evangelizadores a las masas populares de la sociedad taína. Sostiene Las Casas que, a finales de 1511, el grupo adoptó una decisión, gravemente medi-tada, de predicar ‘en los púlpitos públicamente’ en contra de la explotación de los indios y ‘“declarar el estado en que los peca-dores nuestros que aquesta gente tenían y oprimían estaban”.54
En vista de que la orden de los franciscanos, que había arribado a la isla años antes, comportaba mayor aproxima-ción con los intereses de los encomenderos, los dominicos no solo no eran imprescindibles para llevar a cabo el proceso de evangelización, sino que eran observados por los castellanos explotadores de los aborígenes como un obstáculo para in-crementar sus fortunas a través del sistema esclavista de las Encomiendas. Además, ya la orden de los franciscanos ha-bía echado raíces en su labor de adoctrinamiento tipo elitista dirigida, en principio, exclusivamente, a los hijos de los caci-ques, pues habían construido un templo en la Concepción de La Vega y tenían proyectado edificar otro en la ciudad de Santo Domingo. Naturalmente, las diferencias existentes entre una y otra orden no siempre fueron antagónicas, dado que pese a una tendencia de mayor tolerancia y complicidad con la explo-tación de los nativos, uno de los personajes más sobresalientes de dicha orden abandonó su condición de encomendero para asumir junto a los dominicos la defensa de los oprimidos. Sin dudas, la embestida desarrollada a partir del pronunciamiento del Sermón de Adviento “el último domingo antes de la navi-dad de 1511” por el sacerdote Montesino55 aceleró el proceso legislativo a favor de la emancipación de los avasallados in-dígenas. Y justo un año después de aquella proclama fueron promulgadas las Leyes de Burgos, las que no obstante chocar con un muro de contención representado por los encomende-ros, negados a reconocer los derechos de los indios a vivir en libertad, sentaron jurisprudencia en el marco de la adminis-tración de justicia de la Real Audiencia. Además, garantizaron sentar un precedente a partir del cual las ideas liberales empe-zaron a descollar como elementos político-ideológicos que en lo adelante pugnarían con el régimen despótico de la autorita-ria oligarquía colonial castellana.
En esta cruzada por la libertad el Rey Fernando no vio con beneplácito la iniciativa de Montesino, sin embargo, la presión a la que fue sometido no le dejó más opción que formar una co-misión de juristas que estudiara y diera solución al problema. La reinterpretación teológica de la doctrina cristiana por parte de los dominicos provocó una inflexión de efectos devastado-res contra los “cristianos” que habían concebido la esclavitud del indio como la oportunidad soñada para enriquecerse en nombre de la fe. Dicha inflexión abrió nuevos cauces a través de los cuales halló abrigo el espíritu de justicia contenido en las esencias filosóficas del cristianismo ortodoxo, ajeno a las interpretaciones sesgadas con que lo capitalizan distintas reli-giones al servicio de los intereses espurios de las élites alejadas del sufrimiento de las mayorías oprimidas. Esta confrontación ideológica se expresó, por un lado, en las propuestas liberales de los dominicos y, por otro lado, en la actitud de los frailes franciscanos que se colocaron del lado de los encomenderos. A tal extremo llegaron los hechos que Fray Alonso Espinal viajó a España a fin de denunciar a los dominicos, ante el monarca, todos los cuales firmaron la proclama contenida en el Sermón. Esto provocó la ira de Fernando el Católico por cuanto orde-nó la resolución jurídico-política basada en el establecimiento de dos categorías que, por igual, implicarían la esclavitud del indio. Estas fueron, el “Requerimiento” y la “Guerra Justa”, un eufemismo que legalizaba las Encomiendas. A través del Requerimiento se planteó concienciar a los indígenas sobre el derecho divino que tenía la Corona a la conquista y coloniza-ción de los territorios y riquezas del Nuevo Mundo; y que por consiguiente ellos (los aborígenes) no debían resistirse. Si se insubordinaban, entonces se aplicaría el precepto monárquico de “Guerra Justa”. Dicho instrumento jurídico, elaborado por Juan López, estaba predestinado como al efecto ocurrió, a legi-timar el sistema esclavista sobre los nativos, lo que implicaba reprimirlos hasta culminar en el etnocidio. Esta fue la razón primordial por la cual el padre Las Casas rectificó su condi-ción de explotador de los naturales insulares, convirtiéndose en uno de sus máximos defensores.56
Para revertir aquel oprobio era indispensable un espíritu im-placable en la defensa de la justicia; además de una inteligencia y una perspicacia como las que adornaban a quien pronunció el Sermón de Adviento. Su liderazgo y don de convencimien-to fueron tan pródigos que logró sensibilizar y conmover a fray Alonso Espinal, cabecilla de la orden franciscana –que le adversaba–, y que estuvo al servicio de los encomenderos, al igual que –al principio– el padre fray Bartolomé de Las Casas, pese a su origen dominico. Con el valor agregado, para mayor gloria de Montesino, que el cura Espinal, quien fue a repre-sentar a los encomenderos en la figura del gobernador Diego Colón, resultó seducido por el liberal Montesino en la propia metrópoli donde hacían gestiones con propósitos opuestos. Al respecto se refiere Arturo Peña Batlle, afirmando que,
“Diego Colón despachó pliegos acusatorios a manos de un religioso franciscano, fray Alonso de Espinal, radicado en la isla desde hacía años (1502), como superior de su orden... Los dominicos... no se cruzaron de brazos. Para contrarrestar la envestida de los magnates decidieron enviar a España al pro-pio Antonio Montesino, quien embarcó en ocasión inmediata a la del padre Espinal. Este llegó con bastante adelanto y fue recibido en la Corte con señaladas demostraciones de agrado y solidaridad. El Rey le dio audiencia inmediatamente. Lo hizo objeto de innúmeras distinciones y lo colmó de afecto. Tan decidido estuvo el Rey por el partido oficial que, sin oír a Montesinos y antes de que llegara a la Corte, hizo llamar al Provincial de los dominicos en Castilla, fray Alonso de Loayza, para desaprobar la conducta de la congregación en La Españo-la y mandarle a corregirla e imponerle silencio...”.57
Lo antes dicho deja varias enseñanzas sobre el impacto de la mentalidad medieval, de características inquisitoriales inocul-tables y de incidencia en los distintos estratos de la sociedad española. Primero, la predisposición a impedir el acceso al mo-narca de aquel paladín de la libertad de los oprimidos de La Española no representaba un acto improvisado y, por ende, era una iniciativa que escapaba a la responsabilidad de la seguridad del Palacio Real. Entonces predominaba una estructura y una mentalidad de desprecio por los oprimidos y sus defensores que en el caso de La Española llegó al nivel más alto, pese a que ya se conocían precedentes de grupos minoritarios que habían sido esclavizados y luego dejados en libertad por órdenes de la Corona. Además, el desprecio expresado contra los dominicos por parte de diferentes sectores, evocaba grados de alienación profundamente enraizados en la conciencia colectiva de la Es-paña que conquistó y colonizó el Nuevo Mundo. En segundo lugar, la determinación de Montesino y demás dominicos no solo sirvió para influir en la dispensa de un trato más humano a los nativos, sino que repercutió, estremeció y trascendió en la conciencia del continente y del resto del mundo sobre las relaciones de dominio-subordinación impuestas por distintos imperios. Pese a las expectativas generadas acerca del carác-ter emancipador de las Leyes de Burgos, el análisis profundo de su contenido revela los verdaderos propósitos de aquella “legislación de marras”. A través de esa legislación se procuró silenciar las voces contestatarias de la Iglesia de los Apóstoles, encarnadas en los seis sacerdotes que enfrentaron con resolu-ción, valentía y audacia la destrucción de una sociedad cuyos miembros generalmente no tomaron iniciativas beligerantes. Solo reaccionaron a la defensiva en un esfuerzo inútil por sobrevivir a su exterminio masivo. El propio Las Casas las impugnó al descubrir en ellas un la prevalencia de “espíritu” simulador y justificador de la esclavitud. Las Leyes de Burgos están constituidas por 35 ordenanzas que son:
1. Los indios deben ser reunidos en pueblos, en cada uno de cuyos bohíos vivirán unos doce indios. Para evitar que los indios quieran volver a sus casas, se quemarán las antiguas aldeas y bohíos indígenas.
2. Una vez quemadas las aldeas, la concentración y la re-ducción de los indios a los pueblos deberá hacerse “muy a su voluntad”, en la forma en que los oficiales reales consideren conveniente, “teniendo más al fin al buen tratamiento e conservación de los dichos yndios [indios] que otro ningún respeto deseo ni intereses partycular ni general”.
3. Cada encomendero debe disponer de una casa que haga las veces de iglesia para los servicios religiosos dentro de la estancia, y debe obligar a los indios a rezar al amane-cer y al atardecer.
4. Cada quince días los indios serán examinados por una persona designada para ello, para determinar cuánto han aprendido sobre el cristianismo.
5. Una iglesia ha de ser construida con imágenes religiosas en “donde oviere cuatro o cinco estancias o más o menos en término de vna legua”, donde se habrá de decir misa y observar los mandamientos de la Iglesia.
6. Se deben proveer los medios más convenientes para ha-cer que los indios asistan a la iglesia, construyéndose templos cada vez que los indios tengan que caminar más de una legua para asistir a los servicios religiosos.
7. Los obispos y sacerdotes deben disponer de personal suficiente que ofrezca sus servicios a los indios en los domingos y días de fiesta.
8. En las minas donde hubiere mucha gente debe cons-truirse una iglesia donde los indios puedan asistir los domingos.
9. Cada encomendero debe escoger un muchacho de cada cincuenta indios para ser educado cristianamente y ser utilizado más tarde en las labores de catequismo.
10. Los indios que mueran deben ser enterrados cristia-namente conforme la iglesia manda, para lo cual debe haber clérigos disponibles.
11. “Ninguna persona que tenga indios en encomienda e otra persona alguna eche carga a cuestas a los indios para los yndios que andovieren en las minas”.
12. Todas las personas que tuvieren indios deben bautizar a los recién nacidos en los primeros ocho días de vida.
13. El periodo anual de trabajo para los indios ha de ser de dos etapas de cinco meses cada una, con cuarenta días de descanso entre ellas, durante los cuales pueden ir a sus casas, donde estarán obligados a trabajar en sus la-branzas.
14. Debe permitirse a los indios que hagan sus areytos los domingos y días de fiesta.
15. Los indios deben ser alimentados con cazabe, ñames, ají y sardinas diariamente. Los domingos y días de fiesta debe dárseles carne guisada.
16. Los españoles deben combatir la poligamia entre los in-dios y obligarlos a tener una sola mujer, especialmente los caciques. Los que tengan “abilidad para ser casados o governar su casa” pueden hacerlo “como lo manda la santa madre iglesia”.
17. Todos los hijos de los caciques de la isla menores de trece años han de ser entregados a los franciscanos durante cuatro años, al cabo de los cuales han de volver a las en-comiendas de donde proceden para ayudar en las tareas de adoctrinación.
18. Después de los cuatro primeros meses de preñez, ningu-na mujer debe ser enviada a las minas ni a sembrar yuca, sino que debe ser utilizada haciendo cazabe y cocinan-do, hasta que el niño tenga tres años, para que la criatura no reciba daños. Si se viola esta disposición más de una vez, al encomendero le serán confiscados la mujer india y su marido. Si una tercera vez, la pareja más seis indios.
19. Los encomenderos han de dar una hamaca a cada indio para que no duerman en el suelo como hasta entonces han estado haciéndolo.
20. El salario anual a ser pagado a cada indio es un peso oro.
21. Nadie puede usar indios ajenos para hacerse servir por ellos.
22. Los caciques han de recibir indios para su servicio. Por cada cuarenta personas originalmente bajo su mando, le corresponde una al cacique. Los caciques no deben ser utilizados en trabajos pesados.
23. Todos los encomenderos deben preparar una relación de los indios nacidos muertos dentro de sus encomiendas cada seis meses, y entregarlas a los visitadores.
24. No se debe maltratar a los indios ajenos ni llamarles perros.
25. Cada encomendero debe poner por los menos un tercio de sus indios a trabajar en las minas. Los que tengan indios donde no haya oro cerca, deben hacerlos criar puercos o tejer hamacas o “en otras granjerías que sean provechosas para la comunidad”.
26. Se permite prestar y facilitar indios para labores mineras, pero no bajo la forma de arrendamiento.
27. Los indios traídos de las islas vecinas deben ser ense-ñados en “las cosas de la fe” y deben ser tratados de acuerdo con estas leyes. Los que de ellos sean esclavos no son afectados por estas ordenanzas y “cada uno cu-yos fueren los que puede tratar como el que quisiere”.
28. La persona que herede indios de encomenderos muertos “a de ser vecino del pueblo donde an de ser repartydos los dichos indios”.
29. En cada pueblo de la isla debe haber dos visitadores para atender al cumplimiento de estas ordenanzas.
30. Los visitadores deben ser elegidos de entre los vecinos más antiguos de los pueblos a ser visitados. Asimismo, “mandamos que le sean señalados algunos yndios de repartimiento de más de los que les an de ser dados por el cargo e trabajo que an de tener en el vso e exercicio de los dichos oficios los cuales yndios sean los que a vos el dicho Almirante e juezes e oficiales pareciere”.
31. Los visitadores deben visitar “cualesquier lagares donde ouviere yndios de su cargo dos vezes al año”.
32. Si aparece algún indio libre los visitadores no deben apropiárselo hasta saber quién es el dueño.
33. Cada visitador debe tener una copia de esta ordenanza firmada por el Almirante y los jueces y oficiales reales, junto con una instrucción para el cumplimiento de la misma.
34. Los visitadores han de ser residenciados cada dos años para controlar el ejercicio de sus funciones.
35. “Ningún vecino ni morador de las villas e lugares a la dicha isla Española ni de ninguna della pueda tener ni tenga por repartimiento ni por merced ni en otra mane-ra más de ciento cincuenta yndios ni menos de cuarenta yndios”.58
Es preciso aclarar que los aportes de los dominicos también contribuyeron a solucionar el problema alimentario de la co-lonia. Fue fray Tomás de Berlanga quien introdujo el plátano a la isla en 1516 y luego sería introducido en Puerto Rico,59 en respuesta al déficit alimentario que se registró en breve plazo como consecuencia fundamental del exterminio de la mano de obra indígena. Como se sabe, el plátano es una variedad co-rrespondiente a la familia de las musáceas de origen africano. Aunque en principio era consumido como fruta, fue agregado como vianda en la dieta cotidiana.
Conclusiones
Puede concluirse que: Primero, que los determinantes que provocaron el etnocidio de la cultura y la sociedad taína estuvieron condicionados por la mentalidad inquisitorial del Medioevo, que hicieron de los agentes de la colonización máquinas de muerte contra los nativos. Los prejuicios socio-culturales les hicieron ver en los indígenas seres inferiores, a los que se podía utilizar ilimitadamente, como fuentes gene-radoras de riquezas, hasta provocarles la muerte mediante el régimen esclavista representado por las Encomiendas. La di-mensión del etnocidio adquiere alcances más catastróficos en virtud de que la aborigen era una sociedad multiétnica, con cuya desaparición también se extinguieron distintas lenguas y usos particulares propios de taínos, macorijes, ciguayos, lucayos, caribes, entre otros, provenientes del tronco común arahuaco o arwak.
Segundo, la concepción evangelizadora mediante la cual se intentó sacralizar y legitimar el exterminio de los aboríge-nes, protagonizada por la orden franciscana, hizo implosión a raíz del Sermón de Adviento pronunciado por Montesino, bajo el padrinazgo espiritual de la orden de los dominicos, provocando una inflexión en la política evangelística oficial de la Iglesia católica. Dicha inflexión estuvo determinada por el reconocimiento de la monarquía de que el modelo coloni-zador violentaba los fundamentos esenciales de los preceptos cristianos, por lo que se concibieron las “Leyes de Burgos” en las que se reconocía derechos y libertades de las que se ha-bía privado a los aborígenes, aunque en esencia dicho código resultó ser solo una estratagema para silenciar y apaciguar la rebeldía de los dominicos y de los indios. Pese a ser elaboradas en el año 1511 hubo de esperarse a la Rebelión de Enriquillo para aplicarlas en sus aspectos esenciales. Además, los aborí-genes se convirtieron en “manzanas de la discordia” ante las ambiciones desmedidas de los distintos agentes del proceso colonizador, cuyas pugnas culminaron en la exclusión del Al-mirante del control de la empresa que él fundó, además de ser encarcelado. En tal sentido resaltan los vicios institucionales de una monarquía corrompida que designó a Bobadilla para investigar a Colón, con la condición dual de juez y parte, con-virtiéndose en su sucesor en la gobernación de la colonia.
Tercero, el arrojo y la determinación con que Fray Antonio Montesino defendió las ideas liberales dentro de la Iglesia Cató-lica, reivindicando el ideal de justicia a favor de los aborígenes, evidencia el valor de su personalidad en la historia, pues sin el protagonismo desempeñado por aquel clérigo, lo poco que quedó de más de 300,000 nativos encontrados en la isla el 5 de diciembre de 1492, también se hubiese extinguido. Según las estadísticas, para 1547, solo quedaba una población de 150 in-dígenas. Además, como síntesis dialéctica, el relativo éxito de las hazañas guerrilleras de Enriquillo, provisto de inteligencia creativa, rebeldía y escepticismo, demostraron el triunfo del ideal de libertad sobre la opresión. Y a pesar de la dualidad del ser encarnado en el último cacique de la isla –medio aborigen, medio español–, la pertinencia y la justeza de su rebelión y el carácter asertivo de sus tácticas probaron el valor de su arrojo y la vulnerabilidad de las instituciones coloniales.
Cuarto, sobre Jacagua, la cual dejó impregnadas las im-prontas de Ovando y Diego Colón, queda claro que, quienes se ocuparon de restaurar las supervivencias arquitectónicas representadas por la iglesia del lugar, no procedieron con el rigor científico requerido en la materia, donde el desco-nocimiento de quien dirigió aquel proceso, que era solo un maestro constructor o “Alarife” y “Canteros”, que no sabían más que labrar piedras y restaurarlas. Además, ha estado ausente una política de Estado al respecto, dejando la suerte de estas ruinas a la iniciativa privada. Por igual, las fuentes permiten establecer que debido a la composición multiétnica de Jacagua, el régimen esclavista no solo afectó a los nativos de La Española, sino también a indígenas inmigrados desde as llamadas Islas Inútiles (Curazao, Aruba, etc.) llamados gigantes. Los motivos que tuvo Ovando para trasladar San-tiago a Jacagua fueron económicos, políticos y sociales; así lo evidencia el provecho que de las condiciones naturales de la zona y la fertilidad de sus tierras hicieron los pobladores, y el modelo social implantado allí.
Notas
1 Antropólogo egresado de la UASD, candidato a doctor de la Universidad de Sevilla. Profesor de Antropología e Historia de la Escuela de Historia y Antropología de la UASD. Premio de Historia Vetilio Alfau Durán AGN 2015 con la obra El modelo anticaudillista. [email protected]
2 Valentina Peguero y Danilo de los Santos, Visión general de la Historia dominicana (Santo Domingo: Editora Corripio, 1983), 38.
3 Frank Moya Pons, Invasión y conquista de La Española (Santo Domingo: Odebrecht, 2012), 69.
4 Moya Pons, Invasión y conquista, 78. Sobre este tema ver al mismo autor, en su obra Manual general de historia dominicana, (Santo Domingo: Corripio, 2000), 19-29; Roberto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana, Tomo 1 (Santo Domingo: Alfa y Omega, 2003), 102-137.
5 Moya Pons, Invasión y conquista... (Josep Fontana, Historia: análisis del pa-sado y proyecto social, (Barcelona: Editorial Crítica, 1999), 15.
6 Esteban Mira Caballos, La Española, epicentro del Caribe en el siglo XVI, (Santo Domingo: Academia Dominicana de la Historia, Búho, 2010), 41-43. Sobre este tema, ver en Peter Gäng Reimut Reiche, Modelos de la revo-lución colonial (descripción y documentos), (México: Siglo XXI, 1968), 9.
7 Frank Moya Pons, Invasión y conquista, 73 y 74. En Fray Vicente Rubio, Cedulario de la isla de Santo Domingo, volumen 1. 1492-1501, sobre Gobierno de Cristóbal Colón. Gobierno de Francisco Bobadilla, pp. 118-122.
8 Moya Pons, Invasión y conquista... Sobre este asunto, ver también a Carlos Esteban Deive, La mala vida (delincuencia y picaresca en la colonia española de Santo Domingo), (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1988), 9 y siguientes.
9 Moya Pons, Invasión y conquista... 78. Ver también a Franklin J. Franco Pichardo en Historia del pueblo dominicano, (Santo Domingo: Sexta edición, Sociedad Editorial Dominicana, 2008), 13-18. El autor explica en qué con-sistió el proyecto colombino y los derechos a que tenía acceso según las estipulaciones de las Capitulaciones de Santa Fe.
10 Moya Pons, Invasión y conquista, 78.
11 Moya Pons, Invasión y conquista, 79.
12 Ricardo Alegría, Descubrimiento, conquista y colonización de Puerto Rico, Colección de Estudios puertorriqueños,(Barcelona: Editora Manuel Pa-reja, 1969), 83-98; Ricardo Alegría, Apuntes en torno a la mitología de los indios taínos de las Antillas Mayores y sus orígenes suramericanos (Barcelona: Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe y Museo del Hombre Dominicano, 1978), 15-24.
13 Marcio Veloz Maggiolo, “Sobre caribes y taínos: una reinterpretación”, Revista dominicana de Antropología (Edición dedicada a Marcio Veloz Mag-giolo), núm. 68, (enero-junio, 2006), 1-6.
14 Veloz Maggiolo, Revista dominicana. Sobre este asunto, ver al citado au-tor en el capítulo 5, sobre, “Fray Bartolomé de Las Casas y la mirada de África: Un encuentro paradójico”, África y el Caribe: destinos cruzados, siglo XV-XIX, pp. 189-194.
15 Veloz Maggiolo, Revista dominicana, 83.
16 Veloz Maggiolo, Revista dominicana, 83.
17 Veloz Maggiolo, Revista dominicana, 85.
18 Veloz Maggiolo, Revista dominicana, 85.
19 Veloz Maggiolo, Revista dominicana, 88.
20 Veloz Maggiolo, Revista dominicana, 94.
21 Veloz Maggiolo, Revista dominicana, 94.
22 Antonio Sánchez Hernández, Relatos de Rodrigo de Bastidas (Santo Domin-go: AGN, Editora búho, 2008), 47.
23 El comendador de Lares arribó a La Española investido de todos los po-deres que pudiese otorgar la monarquía para garantizar la indispensable gobernabilidad requerida en el proceso colonizador. No obstante, luego de someter a la obediencia a los cacicazgos de Jaragua e Higüey, lo cual logró en sus primeros dos años de mandato, resurgieron los conflictos en-cabezados por la oligarquía encomendera castellana frente a él, viéndose la corona precisada a reemplazarlo. Le pasó igual que al comendador de Calatrava, Francisco Bobadilla, al cual sustituyó y le practicó un “juicio de residencia”. Ver Provisión Real número 262, nombrando a Ovando y, 263, ordenado a Ovando tomar juicio de residencia contra Bobadilla en, Fray Vicente Rubio, Cedulario de la isla de Santo Domingo, 1501-1509, vo-lumen 2. (Santo Domingo: Archivo General de Nación y Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, 2007), 55-57.
24 Sánchez Hernández, Relatos de Rodrigo de Bastidas, 93. Sobre este tema, ver a V.S. Pokrovski y otros en Historia de las ideas políticas (México: Grijalbo, 1966), 95-97.
25 Sánchez Hernández, Relatos de Rodrigo de Bastidas, 95-97.
26 Sánchez Hernández, Relatos de Rodrigo de Bastidas, 95-97.
27 Sánchez Hernández, Relatos de Rodrigo de Bastidas, 100.
28 Sánchez Hernández, Relatos de Rodrigo de Bastidas, 115.
29 Carlos Dobal, La verdad sobre Jacagua, (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1979), 29.
30 Erwin Palm Walter. Arquitectura y arte colonial en Santo Domingo (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1974), 199.
31 Palm Walter, Arquitectura y arte colonial, 199.
32 Pedro Julio Santiago, Julio Genaro Campillo Pérez y Carlos Dobal, El pri-mer Santiago de América (1495-1995), (Santo Domingo: Academia Domini-cana de la Historia, 1997), 63-64.
33 Palm Walter, Arquitectura y arte colonial, 199.
34 Campillo Pérez y Dobal, El primer Santiago. Sobre este conflicto ver a Ge-naro Rodríguez Morel, Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546), (Santo Domingo: AGN y Academia Dominicana de la Historia, 2007), 12-23. Ver, además, a Genaro Rodríguez Morel, Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1547-1575), (Santo Domingo: AGN, 2011), 11-20.
35 Campillo Pérez y Dobal, El primer Santiago, 65.
36 Campillo Pérez y Dobal, El primer Santiago, 65.
37 Campillo Pérez y Dobal, El primer Santiago, 64.
38 Campillo Pérez y Dobal, El primer Santiago, 167.
39 Campillo Pérez y Dobal, El primer Santiago, 169.
40 Campillo Pérez y Dobal, El primer Santiago, 174.
41 Santiago, Campillo Pérez y Dobal, El primer Santiago, 174.
42 Campillo Pérez y Dobal, El primer Santiago, 174.
43 Manuel Arturo Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco (Santo Domingo: His-paniola, 1970), 70, 71, 88 y 90.
44 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco. Ver a Eric Hobsbawm “El tarot del historiador”, en Entrevista sobre el siglo XXI, (Barcelona: Crítica, Editorial Planeta, 2016), 13-20.
45 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, 106. Ver también a Frank Moya Pons, en: Invasión y conquista de la Española..., 175-183.
46 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, 109.
47 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, 110.
48 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, 110.
49 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, 114.
50 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, 118-119.
51 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, 126-128.
52 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, 126-128.
53 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, 129, 132.
54 Frank Moya Pons, Invasión de La Española, 143 y 144. Ver al respecto la obra: La Historia y el oficio del historiador, donde se analizan los plantea-mientos de Fernand Braudel.Ver también a Michel Vovelle, “La historia y la larga duración” en La historia y el oficio del historiador: Colectivo de autores franceses y cubanos, (La Habana: Imagen Contemporánea, 2002), p. 23 y siguientes.
55 Sobre la pugna entre dominicos y franciscanos, y de los primeros contra las autoridades coloniales, ver además los planteamientos de Manuel Arturo peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, página 16 y siguientes.Este investigador denuncia el carácter inútil y contrario a los interese de los indígenas de las Leyes de Burgos.
56 Peguero y De los Santos, Visión general, 58-59.
57 Peña Batlle, La rebelión del Bahoruco, 22-27.
58 Moya Pons, Invasión de la Española, 152-156. Sobre este asunto ver también a Manuel Arturo peña Batlle,en La rebelión del Bahoruco.
59 Ricardo Alegría, Descubrimiento y conquista de Puerto Rico, 1493-1599, Co-lección de Estudios Puertorriqueños, San Juan, Puerto Rico, Barcelona: Manuel Pareja, Impresor, 1969), 113-114.
Referencias
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_______. Apuntes en torno a la mitología de los indios taínos de las Antillas Mayores y sus orígenes suramericanos, Barcelona: Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe y Museo del Hombre Dominicano, Manuel Pareja, 1978.
Cassá, Roberto. Los taínos de la Española, Santo Domingo: Terce-ra edición, Editora Búho, 1990.
_______. Historia social y económica de la República Dominicana, Tomo 1, Santo Domingo: Editora Alfa y Omega, 2003.
Deive, Carlos Esteban. La mala vida (delincuencia y picaresca en la colonia española de Santo Domingo), Santo Domingo: Funda-ción Cultural Dominicana, 1988.
Dobal, Carlos. La verdad sobre Jacagua, Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1979.
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