La primera mención documental de la que se tiene noticia acerca de las fugas y rebeliones de esclavos negroafricanos llevados a La Española está contenida en una carta del gobernador de esa colonia, Nicolás de Ovando, al Rey, fechada en 1502. En esa carta Ovando solicita que se prohíba la entrada de tales esclavos a la isla porque: se huían, juntábanse con los indios, enseñábanles malas costumbres y nunca podían ser cogidos1.
Como vemos, ya desde los años iniciales del descubrimiento y conquista de las Indias los esclavos negroafricanos se resisten a aceptar pasivamente su condición servil y tratan de ganar su libertad huyendo del poder de sus amos. Al comentar ese hecho, el historiador cubano J. A. Saco2 entiende que la petición de Ovando no se refería a todos los esclavos, sino sólo a quienes habían sido llevados a La Española directamente desde África, es decir, a esclavos bozales.
Es cierto que algunos navíos españoles acostumbraban a buscar esclavos en las costas de Guinea para venderlos en Sevilla y otras ciudades peninsulares, pero dudamos de que esos esclavos pasasen a la isla desde África a España sin ser previamente transculturados. Condición indispensable para permitir el ingreso de esclavos negroafricanos en la colonia en época tan temprana era que hubiesen nacido en España o recibido el bautismo.
Ovando nada dice sobre el origen y procedencia de esos negros huidizos y cuyo mal ejemplo contagiaba a los indígenas. Tampoco informa sobre los motivos de las fugas, aunque es fácil adivinarlos. Por lo demás, la solicitud del gobernador revela que las autoridades coloniales se vieron impotentes para capturar a los esclavos fugitivos, lo que era debido, según se sugiere implícitamente, a que contaban con la complicidad de los nativos, buenos conocedores de los montes y escondrijos de la isla. Los indios con quienes los negros se juntaban eran también, muy probablemente, fugitivos.
Los calificativos de escurridizos, rebeldes y mal acostumbrados que Ovando aplicaba a los esclavos negroafricanos se convertirán con el tiempoen tópicos que los definirán ante las autoridades y colonos. Tales tópicos contrastaban con los de mansos, leales y trabajadores que recibían en España aún a principios del siglo XVIII3.
La petición de Ovando fue acogida favorablemente por la Corona mediante cédula de 29 de mayo de 1503, pero esa disposición restrictiva duró poco tiempo. Fallecida la reina Isabel, su viudo, Fernando el Católico, procederá a revocarla por atentar contra sus insaciables apetencias económicas. Esas apetencias estaban estrechamente vinculadas a la explotación colonial y esta, a su vez, a la abundancia de mano de obra gratuita. Los esclavos negroafricanos, pues, continuaron entrando en la isla Española y, por ende, prosiguieron también las fugas de muchos de ellos. En 1513, los esclavos fugitivos eran tan numerosos que el tesorero Esteban de Pasamonte se vio obligado a sugerir al Rey que detuviese la concesión de licencias o, al menos, que las limitase a fin de preservar la paz y la seguridad de la colonia. Como el monarca no tenía la intención de prescindir de tan jugosa fuente de ingresos, prefirió inclinarse por la segunda alternativa. El ciclo del oro con el que se inicia la explotación de la isla concluirá a partir de la segunda década del siglo xvi. El deterioro que con tal motivo experimenta la colonia es tan significativo que en 1515 el contador Gil González Dávila se traslada a España para informar de él al Rey. En uno de sus memoriales propone, entre otras cosas, la reanudación de las licencias sin limitaciones para llevar esclavos negroafricanos a la isla. Y, con el propósito de evitar levantamientos, aconseja que se siga:
la orden que hay en la isla de las Azores e Cabo Verde, que hay más esclavos que portugueses, e están seguros que no se les alzarán los negros4.
Otras autoridades coloniales sugerirán que los esclavos sean bozales por considerarlos de mejores costumbres y más sumisos, mientras los ladinos o criados en Castilla “salían bellacos”5. El único problema para dichas autoridades es el de una posible rebelión de los esclavos a causa de su escasa población española, pero ese peligro, aseveran, podrá obviarse fácilmente si se observan con ellos “las ordenanzas que los portugueses guardan con los suyos”. La demanda de mano de obra esclava es tan apremiante hacia 1518 que, para satisfacerla, el juez de residencia de la colonia, Alonso de Zuazo, intenta desmentir la especie, difundida por toda la colonia, de que la introducción masiva de negros podía originar serios problemas y, sobre todo, alzamientos capaces de atentar contra la soberanía real en sus dominios indianos. El correctivo ideal era el mismo sugerido por González Dávila, o sea, la imposición de castigos severísimos al estilo de los acostumbrados en las posesiones lusitanas6.
El ciclo del oro fue sustituido casi de inmediato por el del azúcar, pero, mientras los vecinos principales se dedicaban, atraídos por lo lucrativo del negocio, a construir ingenios azucareros, la población llana abandonaba la colonia en procura de nuevas y más promisorias tierras y no, como aseguraba ingenuamente el anónimo autor de unas advertencias para el gobierno de las islas antillanas, a consecuencia de las continuas fugas de indios y negros. El remedio más eficaz para cortar de raíz esa práctica consistía, a juicio del memorialista, en la creación de un cuerpo militar dedicado exclusivamente a perseguir cimarrones7.
A pesar de los escarmientos y castigos sugeridos, los temores que despertaban los esclavos ladinos eran tan grandes que en 1526 la Corona prohibió la entrada de ellos en la colonia8 . Los ladinos, según las razones esgrimidas por la Corona, “los de peores y de más malas costumbres que se hallan por acá”, inducían a los indios a rebelarse, aconsejaban a los bozales a hacer lo mismo y habían intentado muchas veces alzarse, lográndolo con frecuencia. El hecho de que los ladinos “aconsejasen” a los bozales demuestra que estos actuaban de igual manera que aquellos. Sometidos, como los ladinos, al mismo sistema de explotación del trabajo forzado, los esclavos traídos directamente de África expresarán también sus contradicciones de clase recurriendo al cimarronaje.
Paradójicamente, la primera rebelión abierta y sangrienta ocurrida en La Española será protagonizada por esclavos bozales y no por ladinos. Esa rebelión se inició el 25 de diciembre de 1521 en el ingenio de Diego Colón y estuvo a cargo de 20 esclavos, en su mayoría de la etnia wolof o, como se decía entonces, jelofe, quienes se juntaron con otros confabulados en un lugar no especificado. Hubo necesidad de una fuerte tropa de españoles y varios días de batallas y escaramuzas para vencerlos. Se sabe, por otra parte, que tenían la intención de unirse a los negros de otros ingenios azucareros, como los localizados en Ocoa y Azua. La rebelión, por tanto, tenía visos de general, de creer a Fernández de Oviedo9.
Cuando se produce la revuelta de los wolof, la formación social esclavista de La Española se hallaba ya perfectamente caracterizada y organizada sobre la base del trabajo esclavo. Sus estructuras de dominación política y de apropiación económica estaban determinadas por las exigencias de la plusvalía absoluta. A partir de 1520, la unidad productiva predominante en la colonia será el ingenio azucarero, surgido y desarrollado en el interior del mercantilismo, o sea, bajo la influencia del capital comercial y su reproducción.
En esas condiciones, dichas estructuras adquieren una naturaleza fuertemente represiva, observable en todos los aspectos prácticos e ideológicos de la vida del esclavo. La violencia que se ejerce sobre el esclavo es el resultado lógico del miedo del amo a la rebeldía o venganza de sus siervos, pero, sobre todo, del hecho de que la mercancía aparece como producto de la fuerza del trabajo enajenada. Como consecuencia de la rebelión de los wolof, la Corona y las autoridades coloniales trasladarán a ellos todos los vicios y defectos que en un principio habían atribuido a los ladinos. Los bozales ya no eran, a ojos de los blancos, los esclavos dóciles que presumían, sino gente tan perversa y ruin como la nacida o criada en la Península. Se entiende así que la emperatriz, en cédula de 28 de diciembre de 1532, culpe a los wolof de ser los responsables de todas las revueltas y fugas que por esa época tenían lugar en las Antillas. Los wolof eran, según dicha cédula,
soberbios e inobedientes y revolvedores e incorregibles... y ... de malas maneras de vivir
La naturaleza corrompida de los wolof y sus crímenes y asesinatos no sólo atentaban, de acuerdo con la cédula, contra el proceso de evangelización, sino contra las rentas reales. De ahí que se prohíba la entrada en las Indias a los esclavos de esa etnia10.
Tres años antes de la insurrección de los wolof había ocurrido el alzamiento del cacique Enriquillo, encomendado, junto con docenas de sus hombres, a un vecino de la villa de San Juan de la Maguaba. Para combatirlo se recurrió a la ayuda de esclavos negroafricanos, medida que protestó el tesorero Esteban de Pasamonte por entender que con ella se les mostraba “el camino de lo que podían hacer”, es decir, unirse a los cimarrones indígenas. Las huestes del cacique se refugiaron en las agrestes montañas de la sierra del Bahoruco y a ellas se unieron numerosos esclavos negros.
Esas sierras se convertirán con el tiempo en el centro principal de los palenques o manieles de los negros cimarrones de La Española. La rebelión de Enriquillo duró hasta 1533, año en que firma la paz con las autoridades españolas. En el acuerdo el cacique se comprometió a perseguir a los negros alzados, lo que dice muy poco de él. No obstante, las fugas y rebeliones de los esclavos africanos continuarán ininterrumpidamente en los años siguientes. En 1543, el arcediano Álvaro de Castro denunciaba la existencia de3.000 cimarrones negros en la isla11, número inferior a los 7.000 de que hablaba el italiano Benzoni en la época de su estancia en la colonia12. Uno y otro dato ilustran elocuentemente el sesgo que hacia la segunda mitad del siglo xvi iban tomando en La Española las relaciones sociales entre amos y esclavos. Mientras los esclavos de las distintas unidades productivas eran sometidos a un régimen de trabajo intensivo y brutal, por lo que se rebelaban contra él, los residentes en los centros urbanos, como Santo Domingo, andaban “tan ricos de oro y vestidos, tan sobrellevados” que al arcediano le parecían más libres que los blancos. El aumento creciente de los cimarrones obligó al oidor y juez de residencia de la colonia, Alonso López de Cerrato, a modificar las ordenanzas municipales sobre el régimen de vida de los esclavos a fin de evitar en lo posible sus fugas. Hecho esto, el oidor se lanzó abiertamente a combatir a los cimarrones, para lo cual formó varias cuadrillas de soldados13. De cada cien negros que se refugiaban en los montes, según López de Cerrato, 99 lo hacían a causa de los malos tratamientos y de las crueldades que les infligían sus amos blancos. Pese a ello, compartía con los vecinos la opinión sobre los bozales, considerados “una mala nación de gente y muy atrevida y mal inclinada”.
Eran tantos los cimarrones y tan audaces que los moradores de ciudades como La Vega, Puerto Plata y Santiago no se atrevían a ir a sus haciendas sino en grupos, mientras los mineros se juntaban para dormir “de ocho en ocho e sus lanzas en las manos por temor de los dichos negros”. Los cimarrones abundaban por los caminos de La Yaguana y en los alrededores de San Juan de la Maguana, y un número indeterminado de ellos había fundado un palenque o maniel en la península de Samaná14.
A mediados del siglo xvi surgieron en la colonia varios caudillos cimarrones cuyas tropas sembrarán el pánico y la muerte. En San Juan de la Maguana, Diego de Guzmán quemaba ingenios y otras propiedades de los vecinos de la comarca. El refugio del caudillo era el Bahoruco, como lo sería de otros muchos. Guzmán y sus hombres fueron a la larga aniquilados por los españoles de forma sangrienta y bárbara. Otro caudillo, Diego de Ocampo, tuvo como escenario de sus correrías La Vega, San Juan y Azua. Comandaba a más de cien esclavos. Contra ellos se envió a un nieto del Descubridor, Cristóbal Colón y Toledo, pero no pudo vencerlos. Al final las autoridades coloniales se vieron forzadas a pactar con Ocampo, a quien se le concedió la libertad a cambio de que se plegara al orden establecido15.
El más famoso de todos los caudillos cimarrones de esa época fue, sin duda, el llamado Lemba, cuyo radio de acción se extendía por San Juan y Azua. “Demasiado diestro y muy entendido en las cosas de la guerra”, según las autoridades, Lemba llegó a reunir bajo su mando a 140 hombres que lo obedecían ciegamente. Su maniel estaba situado en el Bahoruco. Luego de numerosas escaramuzas, Lemba fue muerto en 1548 a causa de la lanzada que le propinó un esclavo negro del cabildo de Santo Domingo16. La cabeza del caudillo cimarrón fue llevada a esa ciudad y colocada en una de las puertas de la muralla. Juan de Castellanos recordó a Lemba en estos versos:
El negro Lemba fue principalmente, que juntó negros más de
cuatrocientos, acaudillándolos
varonilmente; fue negro de perversos
pensamientos,
atrevido, sagaz, fuerte, valiente, y en su rebelión de muchos años,
la tierra padeció notables daños...
La mayoría de los esclavos fugitivos vivía tranquilamente en los manieles y sólo unas cuantas docenas de ellos se aventuraban a unirse a caudillos como Ocampo y Lemba. Para el oidor Grajeda, las rebeliones eran inevitables y nunca faltarían debido a los “aparejos y alientos” que tenían los esclavos. Existían palenques con una existencia de más de quince años sin que las autoridades supieran de ellos. Los alzamientos de negros esclavos proseguirán, aunque con menor frecuencia e intensidad, durante todo el resto del siglo xvi. El hambre, los malos tratos y, sobre todo, las ansias de libertad los empujaban a desertar de sus trabajos y a refugiarse en los manieles para escapar del acoso de los españoles. Como es de suponer, el Bahoruco siguió siendo el escondite predilecto de los esclavos fugitivos. De esas montañas bajaban de tarde en tarde para hostigar a sus opresores y para robar, entre otros productos, azúcar y aguardiente de caña en los ingenios y haciendas. En 1578, el gobernador Fernández de Cuenca vivía desasosegado por la gran cantidad de negros esclavos y libertos existentes en la colonia, casi todos criollos y “más ladinos y atrevidos que los demás”. Esos hombres ayudaban ocultamente a los cimarrones y eran motivo de honda preocupación para las autoridades. En dicho año, uno de los manieles del Bahoruco contaba con 300 esclavos prófugos y se temía que el número aumentase con nuevas fugas17.
Las cosas no cambiaron mucho en el siglo siguiente, sobre todo en lo que atañe a la práctica del cimarronaje. La colonia, en esa centuria, vivió sumida en una crisis económica permanente como resultado de la crisis de la industria azucarera, las devastaciones de las ciudades situadas en la llamada banda norte, es decir, en la parte occidental de la isla, y la ruina de la ganadería. La falta de capitales impedía la compra de esclavos en cantidades significativas y por ello los dueños de las distintas unidades productivas se vieron forzados a conservar los pocos que tenían por todos los medios a su alcance. La suavidad en el trato a dichos esclavos fue, por consiguiente, la tónica que marcó las relaciones entre estos y sus amos. El hecho, sin embargo, de que se viviese en una crisis no debe hacernos olvidar el carácter del sistema esclavista y sus estructuras de dominación eminentemente represivas. Así pues, a pesar de la crisis, muchos esclavos seguían huyendo y la búsqueda de cimarrones sueltos permitía a veces encontrar manieles o palenques de cuya existencia nadie tenía conocimiento, tal como sucedió en 1610 cuando el capitán Esteban Peguero tropezó con uno localizado en la cumbre de la sierra de las Cabuyas, a siete leguas de Santo Domingo. Otro maniel del que nada se sabía se hallaba en una colina de Sabana de la Mar, en el este de la isla. De todos los manieles, los establecidos en el Bahoruco eran los que más dolor de cabeza causaban a las autoridades, quienes reconocían que la topografía de la cordillera y otras dificultades hacían prácticamente imposible acabar con ellos. Contra uno, cuya existencia databa de 80 años, se lanzó en 1622 el gobernador Gómez de Sandoval, pero el resultado de los esfuerzos y penalidades de la tropa española fue muy magro, ya que sólo lograron matar a cinco cimarrones y apresar a ocho18. Este fracaso permitió que ese y otros manieles prosiguieran con su vida sin muchos inconvenientes.
Sólo de tarde en tarde las autoridades españolas se interesaban por atacar un maniel. El descrito en 1662 por Andrés Núñez de Torra, vecino de Santo Domingo, en una relación sumaria, y que localiza en la que llama “isla de los siete ríos”, lo componían cimarrones procedentes de una armazón de esclavos escapados de un navío holandés hundido cerca del mismo maniel. El propio Núñez de Torra habla además de otros manieles del Bahoruco, como los que sitúa en la banda de Barlovento, en el río de la Buenaventura y en una serranía de La Leonora.
Al autor de la relación no se le ocurrió proponer nada para reducirlos, pero sí a los vecinos de Santo Domingo, quienes, al agradecer al Rey los nombramientos del nuevo gobernador y del arzobispo, le sugirieron que, de los labradores a enviar para poblar las villas de Bayajá y Puerto Plata, se eligiesen los necesarios para fundar otras dos en las sierras del Bahoruco, gracias a las cuales se conquistarían todos los cimarrones del lugar. Será el arzobispo Cuevas Maldonado, quien en ese mismo año de 1662 intentará someter pacíficamente a los cimarrones del Bahoruco, cuyos cuatro manieles, según calcula, eran
una ladronera de bárbaros, porque todos los años huyen de las estancias de sus dueños que están en el campo esclavos, que es una de las principales causas del miserable estado en que se haya la isla.
El prelado ofreció a los alzados, en nombre del Rey, la libertad si abandonaban los manieles y pasaban a residir en lugares que se les asignasen. Las negociaciones fracasaron estrepitosamente19. Tres años después, el gobernador Carvajal y Cobos emprendía una muy cuidadosamente planeada campaña para destruir otro maniel llamado de las Siete Cabezas. La campaña, esta vez, resultó todo un éxito y el maniel fue barrido, mientras la mayoría de los cimarrones cayó presa o murió en combate20.
Los acontecimientos europeos y, muy particularmente, las tensas y a menudo conflictivas relaciones entre España y Francia repercutieron en Santo Domingo de tal manera que, a mediados del siglo xvi, la isla terminará dividida en dos colonias. La primera penetración francesa en las Antillas se producirá en 1625 con la ocupación de la isla de San Cristóbal. Cuatro años más tarde, una poderosa armada española los expulsa del lugar, lo que llevó a una parte de los desterrados a establecerse en la costa occidental de La Española, por ese entonces deshabitada. Los intrusos, a los que se unieron no pocos esclavos cimarrones que vivían en la región de la caza de ganado, fueron creciendo con el tiempo hasta constituir una auténtica colonia dirigida y gobernada por Francia. Casi desde el momento mismo en que los franceses aseguran su control en la banda norte u occidental de la isla se inician las fugas de sus esclavos negros hacia la parte española. Esas deserciones darán lugar con el paso de los años a todo un complejo entramado de negociaciones y disputas entre las dos coronas —española y francesa— a propósito de la devolución de los esclavos fugitivos, y cuyo resultado dependerá de las coyunturas políticas y de las relaciones que sostengan las dos metrópolis. Como es de suponer, los más interesados en las restituciones eran los franceses, pues a ellos correspondían las mayores pérdidas. Hubo también, desde luego, esclavos de españoles que buscaron refugio en la colonia francesa, pero su número nunca fue muy elevado y su ocurrencia tuvo lugar muy tempranamente. Como señala Moreu de Saint-Méry, las fugas de esclavos de españoles constituían un fenómeno que denotaba
más bien una extraña curiosidad que ningún otro motivo, a no ser el de sustraerse a las penas que se imponen a un asesinato21.
Al decir del fiscal de la Audiencia de Santo Domingo, Juan Garcés, los esclavos prófugos de los franceses eran ya en 1675 muy numerosos y se estaba tratando de venderlos para aplicar lo producido a las arcas reales. Esos esclavos, sin embargo, reclamaban insistentemente su libertad, reclamo que compartía el fiscal por entender que con ella se estimularía la fuga de otros, debilitando así el creciente poder francés en la isla y permitiendo, a la vez, que se aumentase la mano de obra22. La opinión de Garcés fue acogida por la Corona española, de modo que las deserciones de esclavos procedentes de Saint Domingue aumentaron significativamente. La mayoría de los fugitivos deambulaba por ciudades y campos viviendo de la mendicidad, razón por la cual el gobernador interino, Padilla y Guardiola, decidió reunirlos en una recién fundada población, San Lorenzo, distante una legua de Santo Domingo23. La nueva villa se conoció posteriormente con el nombre de San Lorenzo de los Minas debido a que la inmensa mayoría de los esclavos llevados a ella pertenecían a la etnia mina o bien procedía de la factoría africana de Elmina. La disposición real que favoreció la libertad de los esclavos fugitivos de Saint Domingue fue modificada numerosas veces al compás de los vaivenes de la política europea. En 1680, luego de la firma del Trato de Nimega, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, otra cédula ordenó la restitución de dichos esclavos siempre que fuesen propiedad de vecinos de la colonia francesa, mientras, al mismo tiempo, dispuso la libertad de quienes hubiesen sido adquiridos por extranjeros, así como la aplicación a los trabajos de la muralla de Santo Domingo de todos cuantos, habiendo huido por primera vez, volviesen a hacerlo24. Muy a menudo, sin embargo, las autoridades de la colonia española violaban las órdenes reales apremiadas por la necesidad de más esclavos. De ahí que las disputas entre las dos colonias a causa de los negros fugitivos y de los soldados desertores, muy comunes estas también, se sucedieran casi ininterrumpidamente. El Trato de Ryswick de 1697 sancionó la restitución recíproca de esos esclavos y tránsfugas blancos, pero, como tantas otras veces, las autoridades españolas hicieron caso omiso de lo estipulado, lo que originó repetidas protestas de las francesas. La cédula de 1715 que ratificó dicho acuerdo tampoco produjo el efecto deseado debido, según denunciaba el gobernador de Saint Domingue, “a la tenacidad de los gobernadores españoles, fértiles en expedientes para eludir las restituciones”. La estratagema de los españoles consistía en fingir que los comandantes de armas de las ciudades y villas orientales reunían a los esclavos fugitivos para devolverlos al otro lado de la frontera, cuando en realidad los llevaban a Santo Domingo para ser vendidos.
De cuando en cuando, y a pesar de las hostilidades, las dos colonias acordaban emprender unidas una expedición contra algún maniel o palenque localizado en la zona fronteriza y compuesto por cimarrones de los dos lados. La organizada en 1719 contra el maniel de Cabo Beata no llegó a realizarse porque el gobernador español se negó a cumplir la parte del acuerdo que le correspondía. Para los franceses, el único medio realmente viable para recobrar a sus esclavos fugitivos era obrar expeditivamente, penetrando en territorio hispano en busca de ellas. Así lo hicieron en numerosas ocasiones, provocando la reacción violenta de sus adversarios. La firma, en 1761, del Pacto de Familia, el cual unió en estrecha alianza las dos coronas de España y Francia, mejoró sustancialmente las relaciones entre las dos naciones. Dicho pacto tenía como propósito fundamental oponerse al poderío inglés que amenazaba los intereses económicos de los dos países en sus posesiones americanas, particularmente en las Antillas. Una consecuencia directa de la alianza fue el acuerdo del año siguiente, mediante el cual se consiguió, una vez más, la devolución mutua de los esclavos fugitivos25.
Este acuerdo sufrió en los años siguientes varias modificaciones, hasta que, por fin, el Tratado de Aranjuez de 1777, por el que España reconoció la soberanía francesa sobre la parte occidental de Santo Domingo, estableció de manera inequívoca la obligatoriedad inexcusable de las restituciones. Los acontecimientos ocurridos en Saint Domingue a partir del estallido de la Revolución francesa en 1789 dejaron sin efecto el Tratado de Aranjuez. Hasta los últimos meses de 1792, sólo los colonos blancos de Saint Domingue habían sido admitidos en la parte española en calidad de refugiados temporales. Ni los mulatos ni los negros alzados en armas habían intentado buscar asilo en ella. En lo atinente a los esclavos, una real orden de 17 de mayo de 1790 había prohibido otorgar la libertad a todos los que, procedentes de las colonias extranjeras, se amparasen en territorio español26. El pretexto esgrimido por la Corona española era que no había en qué ocupar a los negros fugitivos, pero en realidad la medida perseguía evitar cualquier alteración grave del orden en vista de los acontecimientos que tenían lugar en la porción occidental de la isla.
La agitación y el caos prevalecientes en la colonia francesa perturbaron grandemente el ánimo de muchos de los esclavos de La Española. Escasamente controlados y vigilados, vagaban por todas partes cometiendo toda suerte de fechorías. De creer al arzobispo Portillo y Torres, todos esos negros eran estimulados en sus delitos por los fugitivos de Saint Domingue. La situación llegó a extremos tan alarmantes que tropas y vecinos hábiles en el manejo de las armas se juntaron para “purgar la isla de negros y otros, no sólo cimarrones, sino de una multitud de vagabundos sin oficio ni ocupación conocidos...”27. La revuelta de los esclavos franceses de 1791 hizo concebir a los negros españoles la idea de que también ellos podían romper sus cadenas con una sublevación igual. Esa idea cobró forma en los primeros meses de 1793, año en que se descubrió una vasta conspiración que, al parecer, abarcaba varias poblaciones fronterizas. La trama partió de varios esclavos de un ingenio y algunos hatos y haciendas de la jurisdicción de Hincha, quienes, para ganar prosélitos, difundieron la noticia de que contaban con la ayuda de los principales caudillos negros de la colonia vecina. La conspiración fue descubierta y sus cabecillas ahorcados28.
La guerra que, a partir de 1793, libraron en Santo Domingo españoles y franceses propició en mayor grado los desórdenes y fugas de los esclavos. En ocasiones, los franceses se dedicaban a incitar a los negros de sus enemigos a la rebelión con el fin de sacar ventajas de la situación. Así ocurrió en 1795 en la ciudad de Samaná, cuyos esclavos, estimulados por tres franceses llegados a ella furtivamente, intentaron alzarse aprovechándose de la grave enfermedad que padecía el comandante de la plaza. El complot fue abortado rápida y drásticamente29.
El Tratado de Basilea de 1795, que puso fin a dicha guerra, estipuló, entre otras cosas, la cesión a Francia de la parte española de la isla. El traspaso, sin embargo, se demoraría varios años a causa de las perturbaciones que tenían lugar tanto en Francia como en Saint Domingue. En ese tiempo, las autoridades francesas reclamaron numerosas veces la libertad de todos los esclavos españoles por cuanto la esclavitud había sido abolida por Francia y eran, por tanto, ciudadanos de esa nación. A esa demanda se opuso siempre el gobernador español Joaquín García, alegando que la entrega de la colonia a su nueva metrópoli aún no se había efectuado efectivamente. Los reclamos indicados eran reforzados por la propaganda que llevaban a cabo varios diputados franceses a favor de la libertad de los esclavos de la parte oriental de la isla. Esa propaganda empezó a dar sus frutos en 1796, cuando un grupo de vecinos de la ciudad de Montecristi denunció la fuga de numerosos esclavos a la colonia francesa “llevados de la voz de libertad de aquella República”. Una vez en ella, se dedicaron a depredar las haciendas de los alrededores de dicha ciudad y de las poblaciones de Dajabón y Manzanillo, así como a seducir a los esclavos que allí trabajaban para que siguiesen su ejemplo30.
Esas fugas, y otras posteriores, demuestran que, aun cuando el gobernador García había acusado a los diputados franceses de ser los responsables de la agitación de los esclavos, estos, en realidad, se hallaban influidos por los ideales revolucionarios y el deterioro de la esclavitud en Saint Domingue. Es en esos momentos cuando los esclavos de los españoles adquieren una visión crítica de la realidad social en la que vivían. Prueba evidente de ello es la rebelión, ocurrida a finales de octubre de 1796, de los 200 esclavos del ingenio Boca Nigua, situado en las proximidades de Santo Domingo, y que perseguía proclamar la libertad general de todos los esclavos de la colonia española para implantar en ella un gobierno popular y revolucionario. La revuelta fue aplastada a sangre y fuego por las tropas coloniales luego de violentos combates, y los principales responsables de la misma ahorcados y descuartizados públicamente en presencia de una gran muchedumbre de negros31.
En Saint Domingue, la guerra desatada entre negros y mulatos concluirá en 1800 con el triunfo de los primeros y la ascensión de su caudillo, Toussaint Louverture, al puesto más prominente de la convulsa colonia francesa. Erigido, pues, en amo absoluto de la parte occidental de la isla, Toussaint intentó varias veces conseguir que el representante del gobierno francés lo autorizase a incorporar la colonia española, pero Roume se negó aduciendo que carecía de instrucciones de sus superiores, cuando lo cierto era que no tenía el menor deseo de permitir que el dirigente negro entrase con sus tropas en dicha colonia, pues de hacerlo fortalecería su liderazgo, poniendo en peligro los proyectos imperialistas de Bonaparte y de la burguesía francesa, la cual aspiraba a recuperar su dominio sobre la otrora próspera posesión. La razón fundamental alegada por Toussaint Louverture para justificar la ocupación militar del territorio oriental era que los españoles se dedicaban a apresar negros libres franceses para venderlos como esclavos. Los esfuerzos del agente francés resultaron inútiles y el caudillo negro entró en Santo Domingo el 26 de enero de 1801 al frente de un poderoso ejército.
Se ha asegurado que, una vez intervenida la colonia, Toussaint Louverture lanzó una proclama para abolir la esclavitud en ella, pero es muy probable que no tuviese necesidad de esa medida, pues desde 1795 el territorio español pertenecía a Francia, y por tanto las leyes de ese país regían para todos sus nuevos ciudadanos. La formidable expedición militar de Bonaparte contra las tropas negras de Saint Domingue, enviada con el propósito de recuperar la colonia, obligaron a Toussaint a replegarse a la parte occidental de la isla. Aun cuando, finalmente, el ejército napoleónico fue derrotado y los ex esclavos proclamaron la independencia de Haití el 1 de enero de 1804, la parte española continuó durante un tiempo bajo dominio francés. En ese periodo no sólo se mantuvo la esclavitud, sino que se trató de fomentarla a costa de los haitianos. Recuperada la colonia para España en 1809, muchos negros y mulatos participarían activamente en diversos movimientos conspirativos de carácter independentista.
Esas vicisitudes padecidas por la colonia española a finales del siglo xviii y durante las primeras décadas del siguiente permitieron que se olvidase, al menos en apariencia, a los cimarrones del Bahoruco. En su reporte publicado en Londres en 1810, William Walton, secretario de la expedición inglesa que intervino en la llamada Guerra de Reconquista, calculaba en 600 el número de cimarrones que aún había en la colonia. De cuando en cuando bajaban a algunas poblaciones a vender conchas de carey, carne y oro recogido en los ríos y arroyos. Llevaban una existencia pacífica y tenían como jefe a un tal Ventura, el de mayor edad de todos32.
La crisis de la colonia y las luchas separatistas que tenían lugar en otras regiones de las Indias precipitaron los acontecimientos en Santo Domingo. El 21 de diciembre de 1821, José Núñez de Cáceres, intendente político de la colonia, proclamó el nacimiento del Estado Independiente del Haití Español para detener el auge del grupo prohaitiano que, apoyado por el presidente Jean Francois Boyer, quería unir la parte española a la vecina república. Tres meses después, fracasado el proyecto, Boyer invadió pacíficamente el territorio oriental y lo anexó a Haití, aboliendo de inmediato la esclavitud. Las fugas, el cimarronaje propiamente dicho y las revueltas constituían, para las autoridades de Santo Domingo y sus vecinos, los más embarazosos y perjudiciales delitos que pudieran cometer los esclavos. Estos no sólo atentaban directamente contra la economía de sus amos, sino también contra la seguridad de la colonia misma. De ahí que, de todos los crímenes cometidos por los esclavos, hayan sido los alzamientos y fugas los más severamente castigados. En Santo Domingo existían ya, al menos desde 1512, determinadas reglamentaciones destinadas a evitar el cimarronaje. No obstante, las ordenanzas más antiguas de cuyo contenido se tiene conocimiento datan del 6 de enero de 1522. Su autor fue el virrey Diego Colón y regían por igual para Santo Domingo y San Juan. Dichas ordenanzas se redactaron y promulgaron con motivo de la rebelión de los esclavos del ingenio del II Almirante, ocurrida, como se señaló, el 25 de diciembre de 1521. Comprenden 23 capítulos, todos ellos dedicados a impedir las fugas y sublevaciones de los esclavos, capturar a los que han huido y sancionar a los violadores de las reglas. Las penas iban desde los azotes y la mutilación corporal hasta la muerte en la horca33.
Nuevas reglamentaciones se establecerán en años sucesivos, como las de 1528, 1535, 1542 y 1545. El propósito de todas ellas es el mismo, igual que los castigos. Su vigencia se mantuvo hasta 1768, cuando la Corona española ordenó la creación de un Código Negro cuya redacción estaría a cargo del cabildo de Santo Domingo. Con dicho Código, cuyo modelo regiría para todas las Indias, se pretendía “establecer las más proporcionadas providencias así para concurrir a la deserción de negros esclavos como para la sujeción y asistencia de estos”. El proyecto, en el que colaboraron autoridades y dueños de esclavos, acusa a los negros libertos de ser los principales instigadores de las fugas de los esclavos con el fin de ponerlos a trabajar en sus propios conucos o sembrados. Tras largos años de demoras y debates, y luego de su conocimiento por parte de las autoridades metropolitanas, la Corona emitió, el 31 de mayo de 1789, una “real cédula sobre educación, trato y ocupación de los esclavos en todos los dominios de Indias e islas Filipinas bajo las reglas que se expresan”. La cédula, sin embargo, fue objeto de distintas protestas en La Habana, Caracas, Luisiana, Nueva Granada y Santo Domingo por entender que la misma lesionaba los intereses de los esclavistas34.
Todas las ordenanzas y reglamentos destinados a los cimarrones demuestran que estos rechazaron siempre entregarse voluntariamente a las autoridades, lo que les obligó a organizar patrullas militares para perseguirlos y apresarlos siempre que pudieran. Todas esas actividades y campañas costaban mucho dinero y para sufragarlas hubo que recurrir a nuevos impuestos. Se conoce un solo caso en que un maniel o palenque de cimarrones haya sido reducido a la obediencia pacíficamente. Se trata del llamado maniel de Neiba, en el Bahoruco, integrado en su gran mayoría por esclavos fugitivos de los franceses y que, al principio, se quiso destruir con las armas, para lo cual se organizó una expedición en 1768 al mando del gobernador Azlor. La expedición, como tantas otras, fracasó, y las autoridades intentaron entonces llegar a un acuerdo con los cimarrones para que aceptasen vivir en un lugar controlado a cambio de su libertad. Las conversaciones duraron muchos años y culminaron en 1793, en pleno periodo de la revuelta de los esclavos de Saint Domingue. Los cimarrones eligieron establecerse en un lugar llamado Los Naranjos, al pie de la sierra del Bahoruco. Dos años después, abandonaron el poblado y se dispersaron por toda la isla. En 1811, recuperada la colonia para España, el gobernador interino, Manuel Caballero, informó al Rey de que se había propuesto reunir de nuevo a todos los ex cimarrones en Los Naranjos, lo que al parecer logró, pues, decía, más de 100 familias fueron conducidas al lugar y en él seguían viviendo sin mayores problemas35.