Una de mis principales motivaciones para poder estudiar y practicar las ciencias sociales, en calidad de socio-historiador, específicamente incursionando en el terreno de la historia, tiene que ver con la idea de evaluar la figura y obra del Dr. Joaquín Balaguer Ricardo. Llevar conmigo los nombres de Amaury (en honor a Amaury German Aristy) y Giordano (por Heberto Giordano Lalane José), dos de los revolucionarios que cayeron combatiendo el régimen denominado como “los 12 años de Balaguer”, podría ser elemento suficiente para que se me cuestionase la credibilidad o la legitimidad de mi trabajo.
Es por eso por lo que, al adentrarme en el mundo científico, una de mis principales inquietudes o preocupaciones giró en torno al tema central de este ensayo, el cual podría situarse (cronológicamente hablando) a principios del año 2000, cuando luego de leer la obra El científico y el político, de Max Weber, comencé a interrogarme más íntimamente sobre la legitimidad o validez científica que podría tener desarrollar una investigación con un enfoque crítico sobre algunos períodos trascendentes de nuestra historia, véase: la conquista y la colonización, la esclavitud, la ocupación haitiana, los gobiernos conservadores de la primera República, la anexión a España, las intervenciones militares de Estados Unidos, los gobiernos de Báez, Trujillo, Balaguer, el PRD o incluso del PLD.
En su obra, Max Weber (considerado como uno de los padres de la sociología) postula por la “neutralidad axiológica”, la cual deben aplicar los sociólogos en el marco de su actividad en el interés de respetar la integridad científica de su trabajo. Dicha neutralidad axiológica ha sido, y será siempre, uno de los elementos cruciales en el trabajo de los investigadores y cientistas sociales, quienes deben cuestionarse constantemente sobre su obra ya que resulta muy difícil imaginarse que un ser humano, al momento de enunciar una idea o de elaborar un planteamiento de carácter social o político, no tome en cuenta sus propias convicciones personales, ni sus emociones o hasta sus prejuicios.
Como bien lo explica la sociología del conocimiento, rama de la sociología que estudia las “correlaciones entre el conocimiento y los otros factores existenciales de la sociedad y de la civilización”1, ningún pensamiento humano (con excepción de las matemáticas y de una parte de las ciencias naturales) es impermeable a la influencia ideologizante de su contexto social”2. Entre todos los autores que se dedicaron a estudiar la interacción de las ideas y la sociedad, se destaca la figura de Carlos Marx, quien enunció la proposición fundamental de la sociología del conocimiento cuando explicó que “el conocimiento del hombre está determinado por su práctica social”3, conclusión a la que llegó en sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, al cuestionarse sobre el rol de la filosofía en las relaciones sociales de clase.
En ese estudio, el autor de El Capital constata que la elaboración del pensamiento filosófico es una causa directa de la dominación sociopolítica existente en las sociedades estructuradas mediante un sistema de clases sociales. Así pues, (y utilizando su propia terminología) las superestructuras (es decir, los edificios de los pensamientos y de las instituciones) se encuentran directamente determinadas por las infraestructuras (entiéndase las organizaciones materiales encargadas de la producción). De esta forma, Marx, viene a ser uno de los pioneros en comprender y analizar las múltiples relaciones que se desarrollan entre los conocimientos de los individuos y las estructuras, funciones y prácticas sociales en las que estos se involucran.
Otro cientista social que ejerció un papel determinante en el campo de la sociología del conocimiento fue el sociólogo austrohúngaro Karl Mannheim, autor de la famosa obra Ideología y utopía, cuya visión, al decir de los sociólogos Peter Berger y Thomas Luckmann: “ha continuado a servir de modelo de referencia para la disciplina de una manera definitiva”4. Una de las tesis que desarrolló Mannheim en su obra expone la idea sobre la correspondencia existente entre la posición social en la sociedad y los puntos de vista que los diferentes grupos socioeconómicos poseen sobre el mundo real.
Por medio de ese enunciado se puede comprender mejor lo expresado por uno de los estudiosos más consagrados que posee la historiografía dominicana.5 Nos referimos al Dr. Roberto Cassá, quien al abordar la Historia de Santo Domingo, escrita por Antonio Delmonte y Tejada, nos dice: “En esas condiciones de desmantelamiento de las instituciones coloniales y de migración de la porción mayoritaria de la antigua clase esclavista, no es casual que el avance del fenómeno nacional solo pudiese ser objeto de una elaboración de vastos alcances por uno de los tantos emigrados, Antonio Delmonte y Tejada, quien había pertenecido a una de las familias más prestantes de Santiago”6. En ese orden, observamos en la reflexión una causalidad que pone en evidencia la relación existente entre el pensamiento y la posición social en la obra de Delmonte y Tejada.
Al decir de Peter Berger y Thomas Luckmann, la sociología del conocimiento le debe a Marx “a la vez la formulación más penetrante de su problema central y de sus conceptos claves”7 entre los cuales se citan las cuestiones de la ideología (ideas sirviendo de armas a los intereses sociales) y de “falsa conciencia” (pensamiento que esté alienado del ser social del pensador). Sin lugar a duda, nuestra reflexión se inserta en uno de los principales problemas epistemológicos para los científicos sociales y particularmente los historiadores, en virtud de la imperiosa necesidad que tenemos de mantener una distancia prudente con relación a nuestro objeto de estudio, pues dicha distancia, al decir de Max Weber, resulta fundamental para producir cualquier trabajo de tipo científico.
De allí la necesidad de orientar al lector y particularmente a los estudiantes de la carrera de Historia o de Educación mención Ciencias Sociales, en cuestiones relativas a los propósitos establecidos por Marx, Weber, Mannheim y otros importantes científicos, sobre el concepto de neutralidad axiológica, al tiempo de proponer soluciones que permitan dar respuesta al dilema planteado entre compromiso y objetividad en ciencias sociales, analizando específicamente la trayectoria de la historiografía dominicana, donde podemos encontrar numerosos ejemplos de historiadores, educadores, periodistas e intelectuales que motivados por el contexto sociopolítico de la época que les tocó vivir, no supieron distinguir en sus obras la cuestión que nos incumbe, arrastrando consigo una problemática científica que el historiador Franklin Franco tuvo a bien denunciar en el prólogo de la obra Los negros y la esclavitud en Santo Domingo:
“Para las personas que realizaron sus estudios primarios y secundarios durante la denominada “Era de Trujillo” y aun después, la aparición en 1975 de este libro de Carlos Larrazábal Blanco constituyó un verdadero acontecimiento. Y esto así en virtud de que los diferentes textos en los cuales estudiamos la historia de nuestro país no trataban el tema de la esclavitud. Naturalmente, esa ausencia, o para mejor decir, esa censura del tema citado tenía su explicación: la dictadura que se inició en 1930 y que estranguló la vida política y espiritual de nuestro país hasta 1961, elaboró de manera rigurosa, toda una concepción de la historia de nuestra nación, acorde con las ideas racistas que la oligarquía había comenzado a construir en los propios albores de la independencia nacional”8.
Para Roberto Cassá, como para todo historiador, el tiempo es en sí mismo un objeto de estudio. Por lo tanto, en su análisis sobre la historiografía dominicana se refleja un marcado interés por cuestionar la forma en la que los historiadores percibieron su tiempo, véase los tiempos que le marcaron en su producción histórica y cómo movilizaron el tiempo o el pasado en la escritura de la historia. Este detalle no puede pasar inadvertido en el análisis historiográfico pues, como bien nos lo subrayó el sociólogo Norbert Elías, “el tiempo de los individuos no es autónomo, libre de toda atadura, ya que los individuos son parte de la sociedad en la que viven, a través de la cual aprenden a vivir con la regulación social de su tiempo”9.
Para identificar la forma en que los actores se sitúan en el tiempo, vamos a utilizar el concepto “régimen de historicidad” formulado por el historiador francés François Hartog, quien nos señala que el término designa los modos de relación que tienen los historiadores con el tiempo, véase concretamente “en el que vive y trabaja, pero también es “su” periodo, el tiempo sobre el que él trabaja”10. Desde esta perspectiva, siguiendo el análisis sobre la historiografía dominicana elaborado por el Dr. Roberto Cassá, vamos a visualizar la forma en la que el tiempo estructuró las representaciones y particularmente las producciones científicas de los historiadores dominicanos y extranjeros, inclinando sus posiciones ideológicas (colonialista, criollo, conservador, liberal, marxista, entre otras) las cuales se reflejaran con mucha claridad en sus respectivos aportes historiográficos.
Así pues, siguiendo la formulación establecida por el historiador François Hartog sobre los “regímenes de historicidad” le vamos a asignar a cada una de las contribuciones historiográficas su tiempo correspondiente (pasado, presente y futuro). En ese orden, identificaremos a los historiadores que poseen una estrecha relación con el pasado, véase concretamente aquellos que asumen los valores del “antiguo régimen” proyectando una mirada desde la óptica conservadora en sus escritos. De igual forma, visualizaremos a los que se asocian con el “régimen moderno”, cuyos trabajos se orientan hacia el futuro, entre los que se encuentran los historiadores que integraron sus enfoques en las corrientes criollas, liberales, marxistas y/o progresistas.
Es sabido que, con la ilustración, el positivismo y la revolución francesa, las concepciones del tiempo cambiaron mucho en el campo de las ciencias sociales y particularmente de la historia. Desde ese entonces, el tiempo moderno está destinado a ser un tiempo de progreso, no exento de matices y evoluciones, lo que les permite a los historiadores proyectarse hacia el futuro. Finalmente, analizaremos los que desarrollaron su labor en el marco del “régimen presentista”, el cual agrupa a los que produjeron trabajos etnográficos de carácter descriptivo y de otra especie. Vale señalar que este régimen también comprende a los historiadores que no cuestionan sus tiempos tal como ha sucedido en nuestra sociedad donde el presente omnipresente ha aplastado otros tiempos, en particular el futuro, específicamente en su versión marxista y revolucionaria11.
A sabiendas de que, como nos dice Charles-Olivier Carbonell, “el objetivo de la historiografía es definir lo histórico, esto es, el concepto que cada grupo humano ha tenido de la historia y que varía de época en época y, en ocasiones, de generación en generación”12, partiremos del estudio sobre la historiografía de la República Dominicana, del Dr. Roberto Cassá, quien inició su enfoque resaltando la necesidad de “establecer una periodización de las etapas en la producción historiográfica, a fin de visualizar su conexión con el contexto histórico”13. En su periodización, el Dr. Cassá estableció 6 etapas para comprender la producción historiográfica dominicana:
- Crónicas y memoriales, siglos XVI y XVII
- Prolegómenos de la historiografía dominicana, desde mediados del siglo XVIII
- El liberalismo narrativo, desde mediados del siglo XIX
- La corriente liberal analítica, desde las últimas décadas del siglo XIX
- La etapa trujillista, desde principios del siglo XX
- Las décadas posteriores a Trujillo, desde mediados del siglo XX.
En todo el recorrido de su profunda e interesantísima síntesis sobre la historiografía nacional, el Dr. Roberto Cassá va demostrando punto por punto, autor por autor, y período por período, la influencia del contexto sociopolítico y la génesis en sí, del pensamiento de las más encumbradas figuras de nuestra intelectualidad, desde principios del siglo XVI hasta bien adentrada la segunda mitad del siglo XX, a sabiendas de que “los seres humanos nunca pudimos sustraernos de la dimensión temporal en la que se ha tejido desde temprano la cohesión social y el poder de los Estados”14. En ese orden, hemos elaborado los siguientes cuadros para clasificar y ordenar a los historiadores de la historia dominicana, según sus respectivos períodos, obras, temáticas, metodología-ideología y particularmente regímenes de historicidad:
En ese sentido, respecto a la investigación que desarrolló el Dr. Cassá sobre los diversos pasajes de la historiografía dominicana, podemos decir que todo conocimiento o producción científica, encuentra una correlación con la época en la que se escribió, por ende, se aprecia como la mayoría transgredió la frontera entre compromiso y objetividad, dejando como legado dentro de las principales funciones cívica de sus obras; la crítica de los conocimientos establecidos. Es por eso por lo que pensar las cosas en el tiempo implica estar atento a lo que cambia, véase a las evoluciones y desarrollos de las sociedades en el plano político, económico y social, pues como nos decía Marc Bloch: “La historia es la ciencia del cambio y, en muchos aspectos, una ciencia de las diferencias”15.
La razón que empuja estos cambios se explica en virtud de que, en la disciplina histórica, las preguntas evolucionan según las definiciones y concepciones de “ciencia” de cada época. Por ejemplo, Marc Bloch diferencia su práctica investigativa con relación a las generaciones que le precedieron, indicando que: “no sentimos ya la obligación de tratar de imponer a todos los objetos del saber un modelo intelectual uniforme, tomado de las ciencias de la naturaleza física”16. Algo parecido sucedió con la obra Los negros y la esclavitud en Santo Domingo, pues según nos dice Franklin Franco, en el prólogo: “A partir de este estudio, que sirvió de base para nuevas interpretaciones de nuestra historia colonial, el tema sobre la aportación de los negros a la formación de nuestro pueblo alcanzó relieves diferentes”17. Ciertamente, se hace necesario reafirmar que una de las características de los historiadores reside en el vínculo que entretienen con el tiempo o momento histórico en que les tocó desarrollar y producir sus aportes historiográficos.
Esto no ha dejado de ser cierto, incluso si esta relación se encuentra aparentemente menos marcada hoy de lo que a simple vista se observa y específicamente en la que entiendo se proyectará en el futuro como resultado del “régimen eminentemente presentista” en el que nos encontramos a consecuencia de la promoción de las políticas neoliberales, las cuales le han restado valor e influencia a la crítica de la realidad social. Tal como lo expuso el sociólogo francés Pierre Bourdieu a finales del siglo XX, en nuestro país se observa que tanto:
La vida política como la vida intelectual, está cada vez más sometida al dominio de los medios, y ellos mismos están sometidos cada vez más a la presión de los anunciantes… Vivimos en una era de restauración. Por no hablar de las ciencias sociales, sobre las cuales siempre pesan sospechas. Las corrientes individualistas y ultra-subjetivas, que dominan la economía y que están a punto de conquistar el conjunto del campo de las ciencias sociales, tienden a minar los fundamentos mismos de la ciencia social…”.18
Este aspecto es importante destacarlo ya que en el país, desde el año de 1996, cuando asumió el poder el Dr. Leonel Fernández, se está viviendo una época de restauración de los valores conservadores fundamentalmente en el plano intelectual, donde el neoliberalismo y los valores políticos y dogmaticos que arrastra dicha doctrina política y económica son reivindicados no solamente en la práctica política por el Estado dominicano, sino también a nivel intelectual, principalmente dentro del campo mediático que es donde se crea y se manipula a la opinión pública. Esta realidad fue descrita en un artículo titulado “Las ciencias sociales desde el poder”, publicado en el desaparecido medio Clave Digital, por la reconocida antropóloga Tahíra Vargas, quien señaló:
Hace un tiempo que nuestro país ha estado caminando hacia procesos cada vez más conservadores y de resistencias al cambio social. Este retroceso ha sido impulsado por nuestras fuerzas políticas gobernantes y la gestión del presidente Leonel Fernández-PLD han contribuido grandemente a ello.
Una muestra es la propuesta de reforma constitucional sometida por el presidente Leonel Fernández, un total atraso, niega todos los derechos a la ciudadanía en su exigencia al poder ejecutivo, legislativo y judicial. Esta nueva constitución le da mayor poder al presidente y desconoce la responsabilidad que tiene este y el poder legislativo frente a sus electores, así como la debida transparencia.
Una constitución que viola los derechos de las mujeres y la expone al riesgo de muerte. Una constitución totalmente contradictoria con los supuestos de “modernidad” que pretende vender el gobierno cuando coarta la libertad de expresión. Una modernidad que se reduce a la tecnología pero que viola los derechos humanos, desconoce el ejercicio ciudadano y corroe la democracia19.
De igual forma, Tahíra Vargas cuestionó también al entonces presidente Leonel Fernández en relación con la creación del “Instituto Global de Altos Estudios Superiores en Ciencias Sociales”, pues a su entender:
¿Cómo explica que él presida un gobierno con el mayor número de muertes por “supuestos intercambios de disparos”? ¿Un gobierno desde donde se violan continuamente los derechos de la población migrante y domínico-haitiana? ¿Qué interpretación tiene de esto el presidente Fernández y fundador del Instituto Superior de Ciencias Sociales, a qué enfoque de las ciencias sociales se inclina?Todos estos temas y muchos más son los problemas que atañen a las ciencias sociales. ¿O será que se pretende formar cientistas sociales acríticos, que se mantengan en silencio, en la sumisión ante el poder e invisibilicen estas realidades?20
En ese sentido, es necesario que se comprenda el trabajo científico que estamos llamados a realizar y producir como cientistas sociales, ya que nuestra misión como intelectuales debe orientarnos hacia “desencantar el mundo”, entiéndase desvelar aquello que Max Weber ubica en lo que el orden social oculta, pues simplemente:
La premisa principal de la ciencia de la historia es que la realidad social constituye una unidad, por lo que todo el devenir humano se halla interrelacionado. Como ciencia la historia realiza una función crítica radicalmente humana, continuamente renovada; aunque por razones prácticas recurre al estudio parcelado de tiempos y territorios correspondientes a diferentes pueblos, naciones o regiones más amplias. Si antes la historia narraba las grandes gestas y tomaba como héroes a sus protagonistas, la ciencia de hoy no puede prescindir de las acciones de la gente común, de sus movilizaciones y protestas, de sus luchas y aspiraciones, más notorias en períodos de cambio, en el contexto de las diversas organizaciones económicas y políticas de las complejas sociedades actuales21.
Perspectivas de análisis actuales y futuras
Desde tiempos antiguos la función del historiador fue indagar sobre el pasado de los grupos humanos a fin de explicarlo a las generaciones presentes para su memoria, reflexión y extraer enseñanzas22.
A partir de la exposición y descripción de todos estos autores, es válido preguntarse: ¿Existe entre los historiadores una definición común a su práctica profesional y a su función social? La respuesta a esta interrogante posee una dificultad casi ontológica ya que la misma puede variar según diferentes aspectos, tales como los lugares o medios académicos, las obediencias historiográficas, las inclinaciones ideológicas, pero particularmente las épocas, ya que no es lo mismo ejercer el oficio en el marco de un régimen totalitario como lo fue el trujillismo que en los tiempos presentes. Al respecto, el Dr. Roberto Cassá nos dice que:
En realidad, es difícil establecer componentes ideológicos comunes entre los autores, sea por los parámetros teórico-metodológicos empleados, sus conclusiones, temáticas o adscripciones políticas. Esta diversidad se puede ver en la lista de algunos de los que pueden formar parte de este conglomerado: Pedro Julio Santiago, Fernando Pérez Memén, Ciriaco Landolfi, Jacinto Gimbernard, Frank Moya Pons, Bernardo Vega, Valentina Peguero, Danilo de los Santos, Juan Daniel Balcácer, Mu Kien Andriana Sang, Arístides Inchaustegui, Wenceslao Vega, José Chez Checo, Roberto Marte, Américo Moreta, Edwin Espinal, Francisco Antonio Avelino, José del Castillo, Manuel García Arévalo, Marcio Veloz Maggiolo y Antonio Lluberes, entre otros23.
Ciertamente, el historiador de hoy es el fruto de la historia. En ese orden, los historiadores, contemporáneos más allá de su legítima diversidad se reconocen probablemente en una función común vinculada a la producción y difusión de un saber, debidamente documentado y referenciado. Esta práctica o procedimiento científico que toma como objeto de estudio lo que comúnmente se denomina “el pasado” ha dejado huellas, entiéndase las fuentes con las que debe operarse y se opera el análisis histórico, siguiendo metodológicamente las reglas establecidas para la presentación de las pruebas.
En ese orden, el trabajo del historiador tanto al exponer o enseñar la historia, como en el proceso de la investigación se debe asegurar de la calidad de las fuentes que maneja, las cuales requieren de un minucioso estudio sobre su construcción y su devenir desconfiando hasta el punto más alto de aquello de lo que se escribe. Es evidente que, en muchos casos, la realidad se nos escapa por lo que el historiador debe prevenirse de sus fuentes, para no ser víctima de un engaño o ser atrapado en su ingenuidad.
De ahí que esta indagación lleva siempre un doble contenido, pues se refiere a lo que pasó efectivamente, que tuvo muchos testigos, y, también, de lo que luego el historiador reconstruye como narración, como historia, mediante la concatenación de hechos en un proceso que trata de remontar a los orígenes y que suele seguirse a través de diversas líneas y huellas hasta el presente del narrador. No es raro que los poderosos intentaran crear sus propias narrativas donde aparecían como héroes, resaltando a estos por encima del grupo humano; los propios Estados propiciaron esas narrativas de reyes y emperadores, como también de señores feudales, el alto clero u otros nobles24.
Es precisamente en lo concerniente al manejo de la prueba donde se reconoce al verdadero historiador. En ese sentido, es válido constatar que, desde los primeros historiadores dominicanos, entre los cuales se encuentra José Gabriel García, estos nos legaron los elementos de prueba de los que disponían para evitar falsedades en el desarrollo de las narrativas históricas y así justificar sus planteamientos, pues:
Gracias al esfuerzo capital de José Gabriel García, la historia dominicana surgió en la época que se conformó la ciencia histórica moderna. Por eso justamente se le considera el Padre de la Historiografía Dominicana. Su obra está penetrada del espíritu científico positivista propio de su época, según el cual “la historia se hace con documentos” referidos a los hechos humanos sobresalientes, los cuales tenían a los Estados-Naciones como lugar preferente25.
En nuestro país, una gran parte de los primeros historiadores procedían del ámbito del derecho, cuyo procedimiento intelectual revela ciertas semejanzas con la Historia, pues en ambos oficios se busca calidad en los testimonios y se somete la investigación a reglas estrictas para alcanzar la verdad. Este procedimiento, de trabajar con fuentes documentales, del que hacen uso los historiadores, es lo que le asigna el carácter de ciencia social a la historia pues sino sus trabajos serían pura filosofía, véase un contenido totalmente abstracto o tal como se hace comúnmente en la literatura. Ciertamente, el asunto de instituir un cierto número de hechos en el tiempo y en el espacio se ha ido desarrollando a través del tiempo en nuestra sociedad, por medio del esfuerzo de analistas, cronistas e historiadores, que lograron fundar una cronología histórica, reconstituyendo año por año los acontecimientos de nuestro pasado hasta remontarnos al origen de nuestros primeros pobladores.
Además de las reglas comunes que implementa para exponer y presentar sus pruebas, los historiadores compartimos interrogantes epistemológicas que son confrontadas a cuestiones metodológicas, las cuales a su vez nos sirven para resolver problemas empíricos. Por esta vía, alcanzamos el entendimiento y comprensión de nuestros objetos de estudio, al tiempo que forjamos nuestra identidad como cientistas sociales. En ese orden, la búsqueda del sentido es inherente al proceso de reconstitución y define también el oficio del historiador, particularmente en su rol y labor investigativa, ya que se circunscribe al momento en que se busca explicar y comprender los hechos históricos.
No obstante, esta reconstitución de los hechos no consiste simplemente en una rigurosa exhumación del pasado ya que el historiador se ve compelido a proporcionar sentido a los hechos que intenta restituir y por ende explicar. Es por eso por lo que Marc Bloch y Lucien Febvre le asignaron al historiador como primera misión “comprender y no juzgar”26 los hechos. En ese orden, Marc Bloch nos subraya el cuestionamiento que se les formula frecuentemente a los historiadores: “Robespierristas, antirrobespierristas, por piedad, díganos simplemente quién fue Robespierre”27. En ese sentido, comprender significa interesarse en los hechos reales y en los acontecimientos históricos, tratando de entender a los actores en su contexto y en las circunstancias que desarrollaron su accionar.
Es precisamente en esa dirección que la investigación histórica adquiere toda su dimensión, pues se trata de llevar a cabo un trabajo de análisis, de manera que pueda ubicar, criticar, comparar, autentificar todos los vestigios de los edificios, monumentos, documentos, etc., para poder comprender la cultura (la personalidad o el espíritu) de una época. Es así como la comprensión de los seres humanos se sitúa en el corazón del método histórico y es por ello que, para restituirle el sentido que los actores históricos les dieron a sus actos, el científico debe ponerse en su lugar, manteniendo a distancia sus juzgamientos de valor y sus prejuicios, en virtud de que:
Quien hace historia como ciencia es ante todo alguien que es capaz de indagar, encontrar pistas, indicios, establecer hechos y procesos, trabajar los vestigios y fuentes del pasado, organizarlos en periodos cronológicos y analizarlos, conforme a teorías y métodos de estudio a fin de proponerlas a sus contemporáneos como síntesis explicativas para la comprensión significativa del pasado, que por lo mismo invita a la reflexión28.
Esa actitud comprensiva que debe asumir el historiador, muchas veces lo ubica en una delgada y prácticamente invisible frontera que separa, sobre los hechos, la comprensión de la justificación. Evidentemente, eso que experimenta el historiador en el proceso de investigación, se extiende luego hacia el proceso de enseñanza. De allí el cuidado que debe tener al expresar sus opiniones, pues su voz, tal como sucede con las normas y las leyes en las sociedades, está revestida de cierta legitimidad y autoridad, ya que la idea de que el historiador es el único que puede acceder o alcanzar la representación del pasado prevalece hasta la actualidad.
En efecto, tal como Max Weber lo expuso en su ya señalada conferencia El científico y el político “Basándome en la obra de nuestros historiadores, me comprometo a ofrecer la prueba de que allí en donde un hombre de ciencia permite que se introduzcan sus propios juicios de valor deja de tener una plena comprensión del tema”29, por lo que esta práctica constituye un severo obstáculo para el conocimiento científico, pudiéndose incluso considerar como “abuso de poder” pues simplemente se cuestiona a quienes aprovechando su posición o condición de educadores, buscan “imponer o sugerir su propia postura personal a sus oyentes”30 o sus estudiantes.
Sin embargo, a pesar de que los planteamientos de Weber poseen cierto grado de validez, considero que los cientistas sociales y particularmente los historiadores, no se deben enclaustrar en una bola de cristal. Ciertamente, la cuestión de la enseñanza debe asumirse con un alto grado de seriedad y equidad entre esas dos posiciones, especialmente en lo que concierne a la reconstitución del pasado, sensiblemente dependiente de la serenidad de su procedimiento donde no deben interferir, en la medida de lo posible, ni sus inclinaciones políticas o religiosas ni más ampliamente su visión sobre los seres y las cosas, pues como sabemos, estas inclinaciones desequilibran nuestra visión haciéndonos tomar partido en un sentido u otro de la Historia.
Es evidente que estamos hablando de un fantasma que pesa sobre la labor del historiador, ya sea en las aulas de enseñanza o en su trabajo de investigación. Al respecto, es válido preguntarse sobre la objetividad si esta ¿constituye acaso, un imperativo categórico de la investigación histórica? o ¿no es más que un simple deseo o utopía en el trabajo del historiador? La respuesta a esta pregunta que ha sido formulada cientos de veces por los estudiantes en las aulas debe ser respondida de manera concluyente para evitar cierta incomprensión que se percibe en lo que se refiere al oficio o la labor del historiador, tanto en su práctica docente como en la labor investigativa.
A nuestro modo de ver, la objetividad debe ser invocada como un norte en el horizonte que debe guiar la mirada del historiador, siempre reconociendo que este no es más que un ideal, véase un objetivo intrínsecamente inalcanzable. Es por eso que se debe pensar o hablar de la objetividad como una especie de ideal-tipo (haciendo alusión a la formulación sociológica de Max Weber) pues lamentablemente no constituye una realidad posible. No obstante, los futuros investigadores, cientistas sociales o historiadores, no debemos renunciar a buscar el ideal de verdad al que aspiran las ciencias sociales en general y la historia en lo particular, pues es necesario exigir una concepción de la objetividad que ponga el acento sobre las prácticas de investigación y no sobre el objeto de la historia, ya que:
Un razonamiento tal depende de dos actitudes claves del historiador: “un honesto y profundo sentido humano” (María Ugarte) y de un sincero “amor a la verdad histórica” (Vetilio Alfau Durán) de las sociedades, sin omisiones ni manipulaciones que la desvirtúen31.
En tal sentido, el historiador que reivindique la objetividad absoluta en su trabajo científico sencillamente perdería la conciencia de su subjetividad, desconociendo el corazón mismo del oficio del historiador, cuya ruptura epistemológica32 a partir de su condición de cientista social, le ha de permitir conocerse a sí mismo y extraer en su práctica, las coerciones que a nivel de visión o “Weltanschung”33 le impone la sociedad. En ese orden, el historiador debe asumir, pero también dominar su subjetividad. Esto es, al final de cuenta, un imperativo categórico del historiador y son precisamente las reglas y las prácticas del oficio, las que le permitirán su puesta en escena, tanto a nivel de la investigación como de la enseñanza.
Este criterio valida precisamente el trabajo de historiadores comprometidos en las academias norteamericanas, europeas y latinoamericanas, tal como fueron los casos por citar algunos ejemplos de esos espacios académicos, de Howard Zinn, Eric Hobsbawm y Eusebio Leal. En el plano personal, siempre presento en mis clases de historiografía, el documental convertido en una biografía intelectual sobre Howard Zinn titulado No se puede ser neutral en un tren en marcha, el cual se encuentra disponible en youtube y subtitulado al español34. Allí nos muestran una vida consagrada a la disciplina histórica, pero intelectual y políticamente comprometida, que supo hacer de la historia una herramienta de análisis y comprensión en favor de los oprimidos, así como un recurso para el cambio, la movilización y transformación de los grupos subalternos.
El simple hecho de ver este documental nos permite retomar otra cuestión sumamente importante sobre la relación que entretiene el historiador con su tiempo o mejor aún con su ambiente o contexto sociohistórico. En ese orden, la vida de Zinn es un ejemplo paradigmático para que el historiador no se convierta en un reflejo pasivo de la realidad ni del mundo en que se desenvuelve. Por tanto, tal como señalamos anteriormente, por sus múltiples fibras el historiador queda vinculado a su ambiente y como buen ser humano debe adaptarse y comprender los cambios que se van produciendo pues en muchos casos los problemas y fenómenos que estudiamos en la historia están relacionados con los procesos que se viven en el presente.
En ese orden, el cientista social debe poner en evidencia los elementos subyacentes de la realidad o del fenómeno en cuestión, de manera que los ciudadanos puedan tener la posibilidad de escoger y dilucidar en pleno conocimiento de causa. Así pues, al escuchar sobre las preocupaciones e inquietudes de nuestro tiempo, debemos esforzamos por transformar dichas preocupaciones en cuestiones científicas para producir conocimientos que logren difundirse más allá del pequeño círculo de especialistas al que con normalidad tenemos espacio pues evidentemente, el historiador en su función social contribuye a la constitución de un saber que posee un valor social, tal como lo expresó recientemente la Academia Dominicana de la Historia, en el marco de la conmemoración del Día Nacional del Historiador del año 2022, en un documento que puso a circular bajo el titulo Función de la historia y el rol de los historiadores en la sociedad actual, donde expresa las siguientes consideraciones:
La historia enseña a pensar el presente a profundidad por la perspectiva histórica de desarrollo humano que nos aporta: una dimensión temporal concreta que se dirige a los orígenes, que nos llama a tomar con gravedad el presente y a reflexionar sobre la posibilidad de empujar hacia el futuro por caminos cada vez más humanos: de justicia y equidad social, de igualdad y libertad responsable, de respeto a los derechos humanos y cuidado del mundo en que vivimos35.
Como bien señala Pierre Bourdieu, es “en la esfera intelectual donde los intelectuales debemos llevar a cabo el combate… porque es en este terreno donde sus armas son más eficaces”36. A pesar de que no estamos desprovistos de medios ni de espacios para comunicarnos sobre todo a partir de los instrumentos y posibilidades que nos proporcionan las redes sociales, se hace cada vez más imperiosa la necesidad de movilizarnos para defender en el espacio público, los conocimientos científicos que producimos, ya que, por un lado, nadie lo hará en nuestro lugar y por el otro, el panorama nacional luce cada vez más sombrío. Al respecto, se hacen válidas las inspiradoras palabras expresadas en la contraportada de la obra La neutralidad imposible; Autobiografía de un historiador y activista del prestigioso historiador norteamericano Howard Zinn:
Puedo entender que mi visión de este mundo brutal e injusto pueda parecer absurdamente eufórica. Pero para mí, lo que se descalifica como idealismo romántico o ilusiones se justifica cuando conduce a actos capaces de realizar estos deseos, de dar vida a estos ideales. La voluntad de emprender tales actos no puede basarse en certezas sino en las posibilidades que se vislumbran a través de una lectura de la historia que se aleja de la habitual enumeración dolorosa de las crueldades humanas. Porque la historia está llena de esos momentos en los que, contra viento y marea, las personas lucharon juntas por más justicia y libertad, y finalmente ganaron; no con la frecuencia suficiente, pero sí lo suficiente como para demostrar que podíamos hacer mucho más.
Los actores esenciales de estas luchas por la justicia son los seres humanos que, aunque sea por un breve instante y hasta consumidos por el miedo, se atreven a hacer algo. Y mi vida estuvo llena de estos individuos, ordinarios y extraordinarios, cuya mera existencia me dio esperanza37.
No obstante, y a pesar de los avatares y de las adversidades que se puedan confrontar en el presente, afortunadamente en la historiografía dominicana encontramos referentes que nos permiten, tal cual lo expresara el título de la obra de Marc Bloch, desarrollar una Apología para la historia o el oficio de historiador. En efecto, un episodio memorable se escribió cuando en una carta fechada en el año de 1935, el historiador dominicano Américo Lugo supo decirle al dictador Rafael L. Trujillo, lo siguiente:
Mi pluma no se vende, último eco de una generación que no vendió su dignidad en los mercados donde hoy detallan la suya, los Ramón Emilio Jimenes, Emilio Morel, Sánchez Lustrino, Hernández Franco y demás turiferarios de la Era de Trujillo38.