Este escrito, de hace unos treinta años, olvidado por mí, me fue facilitado por mi amigo y colega Genaro Rodríguez, autoridad actual del conocimiento del proceso histórico del siglo XVI. A pesar de la posterior aparición de numerosas informaciones entonces no asequibles, me he animado a publicarlo por sugerencia suya introduciéndole únicamente modificaciones formales, al tomar nota del interés que la figura de Enriquillo ha suscitado a Lidia Martínez de Macarrulla. Agradezco a Natalia González, directora del Instituto de Historia, que haya aceptado su inclusión en Ecos.
Como luego se tornó célebre, en 1519 se inició en la isla de Santo Domingo una rebelión de indígenas que adoptó la forma de huidas individuales y de pequeños grupos hacia las montañas. Al cabo de escasos años, una gran parte de estos fugitivos se fueron congregando alrededor del cacique Enriquillo, cuyos dominios tribales se extendían por los montes del Baoruco, aunque la encomienda a la que estaba asignado era administrada por el ayuntamiento de San Juan de la Maguana, villa localizada a bastante distancia pero dentro de la misma región suroccidental de la isla.
Esta rebelión constituyó una expresión de desesperación de la comunidad aborigen, la cual continuaba sometida a horrorosas condiciones de vida y trabajo, en el esquema de extracción de oro y producción agrícola conocido como encomienda. Tal situación daba lugar a una elevada tasa de mortalidad, como se puso de relieve en el mismo 1519, a propósito de una epidemia de viruelas que aniquiló cerca de un 30% de la población entonces superviviente.
Con el tiempo, la rebelión ganó tal amplitud que, hasta cierto punto, llegó a poner en entredicho la persistencia del orden colonial, a pesar de la drástica disminución de la población aborigen, para entonces inferior al 10% de la que originalmente existía en 1492. Los bastiones del cacique rebelde se hicieron prácticamente inexpugnables, en lo que se conjugaron factores como el despoblamiento progresivo de la isla por los españoles, proceso que tenía mucha mayor intensidad en su porción occidental. De la misma manera incidió el hecho de que los indios alzados abandonaran los esquemas bélicos aborígenes, que habían permitido fáciles victorias a las huestes conquistadoras, y adoptaran conceptos defensivos que se asimilan a la guerra de guerrillas.
Si bien el cacique Enriquillo, quien mantuvo la hegemonía sobre el contingente rebelde, practicaba una táctica defensiva, consistente en salvaguardar la libertad en montañas recónditas, no pudo evitar que muchos integrantes de las cuadrillas rebeldes adoptaran una disposición ofensiva y abandonaran las guaridas en las altas montañas expandiéndose por gran parte del territorio de la isla para asaltar haciendas de españoles y a menudo asesinarlos. De tal manera, el solo hecho de la existencia de este bastión insurgente en el Baoruco detonó en un plano bélico el conflicto latente entre la comunidad aborigen y la española.
Inicios
El cacique Enriquillo estaba encomendado en San Juan de la Maguana a un colono de apellido Valenzuela, lo que está comprobado en el repartimiento de Rodrigo de Alburquerque de 1514.1 Dada la celebridad que ganó poco después, se tienen bastantes informaciones sobre su persona. Era hijo de un cacique asesinado por orden de Nicolás de Ovando, gobernador de la isla, en la célebre matanza de Xaragua, en la cual hizo aprehender y luego quemar viva a su cacica Anacaona. Fue recogido por una comunidad de clérigos franciscanos establecida en la villa de la Vera Paz, próxima a donde se encontraba la aldea de Anacaona. En ese convento Enriquillo fue educado en el idioma español y la religión católica, factores ambos que desempeñarían un importante papel en las características de la rebelión. Su nombre español, aparentemente, le fue dado por los clérigos que tuvieron a cargo su educación.
Se sabe igualmente que contrajo matrimonio con una mestiza, Mencía, hija de uno de los rebeldes roldanistas que se habían alzado contra Cristóbal Colón en 1496, pero educada de acuerdo con los preceptos aborígenes a causa de la débil presencia española en las comarcas occidentales. Era lógico que una mestiza y un indio educado en la religión católica se unieran mediante matrimonio eclesiástico, lo que constituía un caso asaz singular.2 A pesar de su condición de “ladino”, Enriquillo sufría los abusos típicos del régimen de la encomienda. Las crónicas, especialmente la de Bartolomé de las Casas, refieren que el heredero de la encomienda lo despojó de una yegua de su propiedad y abusó sexualmente de Mencía, como era habitual en las bestiales relaciones de subordinación que conllevaba la encomienda.3 Enriquillo, de acuerdo con esas crónicas, intentó quejarse ante el mismo Valenzuela y la autoridad judicial local, el teniente de gobernador Pedro Badillo, para por último acudir ante la misma Audiencia, pero lo único que recibió fueron humillaciones y maltratos adicionales.
Su acto de rebelión se centró en la negativa a continuar en el servicio de la encomienda, para lo cual se atrincheró en lugares remotos de las montañas, inicialmente junto a unas decenas de indios de su tribu. Desde el principio, tal negativa implicaba un acto de sublevación, pues contravenía las relaciones legales de la encomienda, por lo que, a pesar de su moderación, asociada a su condición cultural, se dispuso a defenderse con las armas. De acuerdo con Las Casas, dado que la decisión fue improvisada, al inicio los hombres de Enriquillo únicamente contaban con armas rústicas, básicamente de factura aborigen, como lanzas con puntas de clavos o huesos de pescado y arcos y flechas.
Algunos analistas establecen la causalidad de la rebelión en una reacción orgullosa del cacique, por lo que la circunscriben a un acto de insubordinación individual. Esa interpretación no explica que, aun cuando tuviese potestad para arrastrar tras de sí a los indios de su aldea, ese acto individual concitara tanto respaldo, a no ser que respondiese a una coyuntura histórica propicia. De tal manera, la tesis de que Enriquillo obraba exclusivamente por motivos individuales de resentimiento carece de asidero para fines de análisis, ya que lo que confirió relevancia a su rebeldía individual fue un estado de conflicto que encontró condiciones óptimas para manifestarse. Anteriormente los múltiples levantamientos, individuales o colectivos, siempre habían sido aplastados con facilidad. Hacia 1520 lo sintomático resultó la generalización de las huidas individuales y de pequeños grupos y la aparición de diversas cuadrillas rebeldes, sin lo cual, como reconoce su detractor fray Cipriano de Utrera, la rebelión del cacique en el Baoruco hubiese carecido de trascendencia histórica.4
Hasta donde la documentación lo indica, la rebelión pasó en gran medida desapercibida durante los primeros tiempos. De seguro las autoridades no prestaron atención especial a las huidas a los montes. De todas maneras, Las Casas establece que Valenzuela fue, acompañado de unos once hombres, a la caza de su cacique encomendado. En el choque que se produjo murieron dos o tres de esos españoles, y al resto, incluido Valenzuela, Enriquillo decidió perdonarles la vida. Fue solo en 1521, o sea unos dos años después de iniciada, cuando la rebelión empezó a trascender, a raíz de que una cuadrilla de insurrectos capturó y mató a cuatro españoles que se desplazaban en actividades comerciales por la región. Tras ese incidente, un español de apellido Peñalosa reunió a un grupo de mercenarios con el fin de escarmentar a los fugitivos.5 Seguramente Peñalosa y sus hombres marcharon confiados a capturar indios para hacerlos esclavos, acogiéndose a una autorización para reducir a la esclavitud a todos los capturados, librada por el Lic. Rodrigo de Figueroa, hasta poco antes juez de residencia y por tanto principal autoridad de la isla. En el momento de esta primera expedición contra los aborígenes, estos ya contaban con los recursos bélicos necesarios para detenerla, por lo que se saldó en la muerte de todos sus integrantes.
Como lo pone de relieve Utrera, la muerte de estos ocho españoles, acontecida probablemente a fines de 1520, todavía no generó amplia preocupación en los círculos dirigentes de la isla. Al menos no se ha encontrado ninguna disposición del juez de residencia o de la Real Audiencia declarando guerra a los insurgentes. Un detalle que abona la poca trascendencia inicial de los núcleos de alzados es que el Lic. Figueroa se negó a entregar el hierro para marcar a los indios en la frente como esclavos, procedimiento que requería de autorización real.
No está claro en qué momento un grupo de guerreros de Enriquillo asaltó a unos viajeros procedentes de Tierra Firme y se apoderó de cerca de veinte mil pesos. Pero debió ser bastante temprano, pues más adelante no se le hubiera ocurrido a nadie desembarcar por esas comarcas con una suma tan crecida. Aparentemente el cacique no castigó a los autores del operativo, quienes en principio actuaron al margen de su voluntad.
Desarrollo de la guerra
Tan pronto la situación fue advertida con claridad por las autoridades de Santo Domingo, desplegaron una confrontación de visos agudos. Por una parte, los sucesores de Figueroa ratificaron formalmente la reducción a la esclavitud de todos los que fuesen capturados en las montañas. A partir de esta respuesta de las autoridades, Utrera registra que los insurgentes adoptaron una postura más beligerante, que los llevó a estimular sucesivas huidas de indios de encomiendas, gran parte de los cuales se encontraban en haciendas agrícolas e ingenios azucareros. En el mismo orden, dado que pasaron a ser objeto de persecución sistemática, pequeños grupos de rebeldes optaron por refugiarse en el Baoruco como único recurso para salvar la vida o mantenerse en estado libre. De los relatos retrospectivos se puede inferir que los fugitivos se fueron congregando de manera paulatina. De acuerdo con Las Casas, inicialmente Enriquillo contaba apenas con unos cien guerreros, en su mayoría dependientes suyos, a los que con el paso del tiempo se fueron agregando al menos otros trescientos.
La confrontación se amplió cuando las autoridades captaron el peligro que la persistencia de la insurgencia podía representar para el orden social, que resultó magnificado por la ocurrencia de la primera rebelión de esclavos africanos en la navidad de 1522, en el ingenio Nueva Isabela, propiedad del virrey Diego Colón. Este hecho por primera vez despertó el fantasma de una aniquilación general de los blancos en la isla, a pesar de que a los pocos días prácticamente todos los africanos, genéricamente conocidos como jelofes, habían sido capturados y algunos de ellos condenados a muerte.
Resulta sintomático que la declaración de guerra a los indios rebeldes por la Real Audiencia y los oficiales reales se pospusiese hasta octubre de 1523, poco después de que el virrey —quien detentaba las atribuciones de la jefatura militar— abandonara la isla. Esta decisión constituyó una respuesta a “los grandes daños y muertes y robos y escándalos que los indios y negros que andan alzados hacen; por los atajar y poner remedio en ello, acordaron de les hacer guerra.” A partir de ahí se produjeron batidas con cierta frecuencia, que determinaron un estado crónico de violencia en el occidente de la isla e incluso en otras comarcas.
Esta decisión se acompañó del establecimiento de nuevos impuestos a la población de la isla, especialmente de la ciudad de Santo Domingo, sobre todo en la modalidad de “sisas” sobre bienes de consumo. Se fijó el pago de una contribución de un maravedí por cada arrelde (4 libras) de carne y de 370 maravedíes sobre cada pipa de vino que se consumiesen en la isla.
De inmediato se ofrecieron algunos “empresarios” del negocio de guerra, pero como debían entregar fianzas a las cajas reales para asegurar el cumplimiento de los compromisos, las acciones no se iniciaron de inmediato. Es de notar que el formato original de guerra contra el Baoruco reproducía los cánones de las batidas precedentes contra los “caribes” o por “justa guerra”. Los problemas para el inicio de la guerra se agravaron cuando los dos principales “empresarios” del momento, Rodrigo de Bastidas y Lucas Vásquez de Ayllón —famosos por sus correrías de exterminio y esclavización por la costa sudamericana—, a inicios de 1525 decidieron emprender expediciones de conquista fuera de la isla, el primero hacia Santa Marta y el segundo hacia Florida. Esta falta de interés fue subsanada por el oidor Juan Ortiz de Matienzo, quien puso en movimiento una tropa punitiva bajo su dirección personal. Posteriormente se agregó un segundo contingente, comandado por el capitán Pedro de Badillo, que empezó a operar en 1525.
El oidor, aunque dirigía una acción gubernamental, parece que iba animado por las mismas intenciones que los aventureros esclavistas: vender a los apresados en “justa guerra” a los hacendados, quienes demandaban esclavos indios a causa de los precios más altos de los africanos. Esta motivación exacerbó la resistencia indígena y repercutió en la imposibilidad de doblegarla. Se explica, así, que desde el inicio la búsqueda de la pacificación requiriese sumas elevadas. La expedición de Ortiz de Matienzo tuvo que ser apoyada con libramientos de las Cajas Reales por 4,398 pesos,6 pese a la determinación oficial de que la pacificación se hiciese exclusivamente con recursos de los vecinos.
Las tropas de Ortiz de Matienzo y de Badillo avanzaron a lo largo de la porción occidental del Bahoruco, entre las zonas de las villas de Yáquimo y La Yaguana, en forma de “peine”, con el fin de desalojar a los alzados de sus guaridas, ubicadas en montañas superiores a 1,500 metros. El cuerpo expedicionario, compuesto por no mucho más de cien hombres, no pudo tender un cerco, puesto que resultaba imposible en un territorio tan vasto, despoblado y agreste. El avance contrainsurgente se llevó a cabo de oeste a este, tratando de cubrir esa porción de la península suroccidental, lo que no lograron. Los alzados pudieron cómodamente trasladarse a otros puntos y, tal vez, más adelante, retornar a los mismos puntos que habían abandonado.
Así pues, esta campaña antiinsurgente, que se prolongó durante gran parte de 1526, se saldó en un fracaso rotundo a causa de varias circunstancias. Primeramente, los rebeldes lograron desplazarse sin mayores contratiempos hacia zonas más orientales del Baoruco, cordillera de más de 150 kms. de longitud. En segundo lugar, porciones de estas montañas presentaban la peculiaridad de carecer de fuentes de agua abundantes, por lo que el sostenimiento en ellas requería de un conocimiento muy detallado del terreno. El relieve escarpado de las cumbres, por otra parte, dificultaba el desplazamiento de animales, necesarios para el acarreo de los alimentos de los españoles, y tornaba más delicada la dificultad de transportar el agua. Al parecer resultó clave en este fracaso que, pese al diseño de “peine”, los perseguidores no lograran destruir muchos de los conucos ubicados en reductos remotos. Las Casas ofrece un adecuado cuadro retrospectivo del uso del medio y las medidas de seguridad adoptadas por Enriquillo:
“Tenía sus gardas y espías en los puertos y lugares por donde sabía que podían los españoles venir a buscalle. Sabido por los espías y guardas que tenía en el campo que había españoles en la tierra, tomaba todas las mujeres y niños y viejos y enfermos, si los había, y todos los que no eran para pelear, con 50 hombres de guerra que siempre tenía consigo, y llevábalos 10 ó 12 leguas de allí, en lugares que tenía secretos en aquellas sierras, donde había hechas labranzas y tenía de comer, dejando un capitán, sobrino suyo, tamaño como un codo, pero muy esforzado, con toda la gente de guerra para esperar a los españoles; los cuales llegados, peleaban contra ellos los indios como leones; venía luego de refresco Enrique con sus 50 hombres y daba en ellos por la parte que le parecía, por manera que los lastimaba, hería y mataba, y ninguna, de muchas veces que fueron muchos españoles contra él hobo que no los desbaratase, llevando siempre la victoria”.7
Los indígenas se beneficiaban de semejantes ventajas para extenuar a los perseguidores:
“De todas las otras ventajas que destas se siguen tienen conocimiento los indios alzados e les fazen muchas burlas, mostrándose en ciertas partes dondellos estan seguros, e les hazen andar tras si fasta que se les acaban los bastimentos a los españoles”.8
Finalmente Enriquillo logró eludir la persecución, y quedó clara la suerte adversa de la campaña, al grado que los dos capitanes decidieron retirarse de la isla. A este fracaso es que debe aludir el relato un tanto impreciso de Las Casas, cuando menciona una expedición de unos ochenta hombres, que tras una prolongada búsqueda y ya en estado exhausto, encontraron a Enriquillo y sufrieron unas cuantas bajas antes de replegarse.9
Los círculos esclavistas y de la Audiencia depositaron las expectativas en el capitán y hacendado de Bonao Hernando de San Miguel, con fama de guerrero avezado, quien se puso al frente de alrededor de ochenta mercenarios y en algunos momentos de bastantes más. Probablemente San Miguel tomó nota de los errores de sus predecesores y logró reducir hasta cierto punto los factores adversos que presentaban las condiciones naturales en esa serranía. Enriquillo, quien había consolidado su posición de caudillo indiscutible de la generalidad de los alzados, acudió a la hábil estratagema de solicitar una tregua para facilitar su rendición. Ante los reveses que le ocasionaron San Miguel y sus hombres, quienes gracias al empleo de guías indios acudieron al procedimiento de buscar y destruir los conucos de tubérculos, Enriquillo procuró ganar tiempo para recomponer sus bases operativas. El hecho de que San Miguel aceptara mantener negociaciones indica que también su posición estaba delicadamente comprometida y comprendía que no le sería fácil desarticular la rebelión a sangre y fuego. Era consciente de que la extensión de la isla podía prolongar de forma indefinida la aplicación de este procedimiento de tierra arrasada.
Un factor clave que presionaba adversamente a la continuación de la actitud ofensiva radicaba en los elevados gastos que requería el sostenimiento de la tropa. El propósito de Enriquillo de ganar tiempo le rindió excelentes resultados, ya que poco después el grueso de la tropa fue licenciado por falta de recursos. De acuerdo con una constancia de marzo de 1528, hasta ese momento se le había pagado a la “armada” de San Miguel la suma de 19,071 pesos, sin incluir los préstamos adicionales tomados por la tropa a particulares, a menudo en especie. La situación económica de la isla se había ido deteriorando a consecuencia del agotamiento de los placeres de oro y la emigración de españoles hacia las otras Antillas y México. Por lo que se desprende de una certificación del contador Diego Caballero, para esa época las sisas habían arrojado la suma de 11,632 pesos, obviamente mucho menos que los gastos que había tenido la expedición de San Miguel. El cobro de esa cifra generó vivo descontento en el común de los españoles, al grado que concitó odio hacia las autoridades. Estas se dieron cuenta de que resultaba imposible pretender establecer contribuciones sobre los habitantes de las villas interiores. El descontento dio lugar a la negativa a pagar las sisas y a la emigración de una porción de españoles. Pese a la negativa de la corte, la Real Audiencia se había visto obligada a asumir la cuarta parte de los gastos de la guerra, al tiempo que logró que algunas villas entregaran sus contribuciones en forma de servicio militar gratuito. Todo fue infructuoso: al poco tiempo, ante el cese de pagos a los cuarenta integrantes de la tropa, estos optaron por retornar a sus hogares. San Miguel permaneció en las faldas del Baoruco acompañado únicamente por unos pocos hombres y fray Remigio, sacerdote que había intervenido en la educación de Enriquillo, por lo cual se esperaba que lograra interceder exitosamente a favor de su rendición.
Enriquillo no estaba inclinado a pactar. Más bien se propuso mantenerse de manera indefinida en actitud pasiva en los montes, aleccionado por las derrotas de otros destacamentos insurgentes. Debió llegar a la conclusión de que toda ofensiva generalizada contra los españoles estaba condenada al fracaso. Puso de relieve esta postura cuando se encontró con fray Remigio, quien había sido maltratado por sus guerreros, que lo consideraban un provocador. El cacique trató con toda consideración a su antiguo maestro, pero descartó aceptar la propuesta de un acuerdo de rendición que le transmitió el religioso, por considerar que los españoles no eran confiables.
Aparentemente el cacique aprovechó la virtual tregua para desplazarse a la porción oriental del Baoruco, donde buscó nuevos escondites y reconstruyó los conucos. Así pudo, al cabo de unos meses, comenzar a sortear el problema del hambre, el que más lo acuciaba a causa del procedimiento de tierra arrasada que había aplicado San Miguel.
A la imposibilidad financiera de sostener la guerra se añadió otro factor adverso no menos importante, que renovó la continuidad de la rebelión. Se trató de que, junto con el traslado de las huestes de Enriquillo a la porción oriental del Baoruco, una parte de sus hombres, de manera espontánea y con fines de supervivencia, decidió abandonar esas altas cumbres y desplegarse por otras regiones de la isla. Es probable que muchos de esos indios buscaran una alternativa al hambre que experimentaron en Baoruco y vieran en el asalto a haciendas el medio para proveerse de alimentos. Al parecer, por lo que indica Las Casas, Enriquillo no alentó el desplazamiento de porciones de su tropa a otros lugares y los ataques a los establecimientos de españoles, aunque tampoco se opuso, pese a que contravenía su táctica defensiva. Se puede deducir que su situación se había tornado difícil a causa de la escasez de alimentos, por lo que era normal que se produjeran acciones depredadoras. Además, debió comprender que, para muchos de sus hombres, la ofensiva española requería ser respondida mediante una contraofensiva. De tal manera, dejó ir a quienes así pensaban y requirió a los que decidieron permanecer bajo su mando que se mantuviesen en una actitud estrictamente defensiva, excluyente de actos de pillaje.
Hasta donde es posible colegir, dados los éxitos relativos que obtuvo San Miguel, a fines de 1528 Enriquillo varió de postura acerca de las perspectivas de la acción. Aunque seguía viendo la tregua fáctica como un medio para ganar tiempo, pasó a oscilar entre el deseo de alcanzar un arreglo y la desconfianza que le provocaban los dominadores. Convencido de que la deserción de una parte considerable de sus hombres, los éxitos de la contrainsurgencia, especialmente en la destrucción de conucos, y la continuada reducción de la población indígena constituían factores que limitaban la continuidad indefinida de la rebelión, se consolidó la carencia de voluntad beligerante. Sin embargo, no cejó en la exigencia de plena libertad para su gente y la obtención de garantías absolutas de que el pacto sería respetado. Terminó aceptando a la postre entablar negociaciones con San Miguel después que este le ofreció la paz con las debidas garantías.
Las Casas ofrece una narración, con toques de leyenda, del singular encuentro entre el capitán y el cacique, no recogido en la documentación publicada o referida, lo que sin embargo no autoriza descartarla.10 De acuerdo con el cronista, ambos conversaron desde cimas muy elevadas pero próximas, lo que concuerda con la orografía de porciones del Baoruco. San Miguel le comunicó que traía poder de la Audiencia para concertar la paz y que se le dejaría vivir en otra provincia. Solo pidió la devolución del oro tomado a los viajeros procedentes de Tierra Firme. Convinieron en celebrar otra entrevista al día siguiente en la costa, cada uno acompañado únicamente de ocho ayudantes. Por lo que refiere el mismo Las Casas, llegado al lugar Enriquillo advirtió movimientos extraños y decidió retirarse por temor a una celada. Su disposición a negociar debía estar obstaculizada por la visceral desconfianza que le provocaban los españoles. Sin embargo, en muestra de buena voluntad hizo entrega del oro demandado.
Mientras tanto, el cacique ganaba tiempo, ya que los españoles se encontraban obligados a tolerar sus subterfugios dilatorios, por temor a que se sumase a la campaña agresiva que otras cuadrillas habían desplegado en comarcas del centro y norte de la isla. Las negociaciones que se llevaron con intermediación del padre Remigio estipularon el reconocimiento de la libertad de los alzados, quienes estarían en potestad de organizarse en una aldea dentro de una provincia alejada del Baoruco. Las autoridades les entregarían vacas y ovejas con las cuales iniciar una crianza regular. El único requisito que se les pediría a los pacificados consistía en la obligación de perseguir a los indios y africanos que huyesen de las haciendas o se sublevaran. De tal forma, dadas sus dotes militares y de dominio del terreno, la tropa insurgente quedaría transformada en tropa mercenaria. Al parecer Enriquillo no estaba en disposición de acatar ese papel, en concordancia con la naturaleza del movimiento que acaudillaba, pese a que el reclamo de reconocimiento de libertad se restringía al contingente de alzados que lo acompañaba. La conclusión de la paz debió superar variados obstáculos. El día pactado para la rendición, los indios no acudieron a la cita donde los esperaba San Miguel en compañía de fray Remigio. Sin embargo, en muestra de la disposición a mantener la tregua, Enriquillo dejó otros 1,500 pesos producto de los asaltos a haciendas que habían hecho sus seguidores en tiempos recientes.
Otras cuadrillas
Fue en ese contexto de despliegue de los salidos del Baoruco que aconteció un nuevo proceso que multiplicó los efectos de la rebelión: la formación de nuevas cuadrillas de alzados que adoptaron patrones ofensivos, contrastantes con la táctica cauta que había observado Enriquillo a lo largo de los años anteriores.
Como se ha referido, estos rebeldes se dedicaron a incursionar contra estancias y hatos en gran parte del territorio insular, así como a atacar a caminantes aislados o en pequeños grupos, lo cual llevó el estado de inseguridad a un punto sin precedentes. Los rebeldes controlaban prácticamente las zonas rurales del grueso de la isla, al grado de que los españoles únicamente se podían desplazar por los caminos interiores en grupos relativamente nutridos y con escoltas de mercenarios.
Entre las nuevas tropas insurgentes inicialmente sobresalieron las comandadas por los conocidos como Hernandillo el Tuerto y Ciguayo. El primero reunió cerca de cien hombres en capacidad de combate, y se movió básicamente entre la zona noroeste de la isla y La Vega, donde existían numerosos hatos, estancias e ingenios, a los cuales infligió fuertes daños. Por su parte, Ciguayo, quien, como su nombre lo indica, debió pertenecer a la etnia dotada de aptitudes guerreras superiores a los taínos localizada en el extremo noreste, tuvo su base en los alrededores de la península de Samaná, aunque extendió sus correrías por toda la zona de la etnia Macorix, hasta llegar a los alrededores de Santiago. Se inició con unos doce hombres y llegó también a comandar cerca de ciento.
Tanto Hernandillo como Ciguayo fueron vencidos como resultado de su táctica de hostigamiento continuo con el fin de sembrar el terror. Ciguayo fue eliminado a fines de 1530 por la cuadrilla del capitán Alonso Silvestre. En la misma época fue capturado Hernandillo el Tuerto por la tropa del capitán Pedro García, cuyos integrantes eran todos africanos. Mientras estuvieron operando lograron generar una virtual parálisis económica de las extensas zonas que cubrían. El único medio que tuvo la Audiencia para enfrentar la situación de excepción fue crear nuevas unidades contrainsurgentes, diseminadas en diversos puntos de la isla, puesto que de otra manera no se garantizaba la seguridad ni siquiera dentro de las poblaciones.
Se sabe que se crearon ocho cuadrillas, además de la comandada inicialmente por San Miguel. Se encontraban distribuidas entre Santiago y Puerto Real, La Yaguana y los alrededores de La Vega, Cotuí y San Juan de la Maguana. La confrontación entre los indios rebeldes y los blancos se generalizó fundamentalmente entre 1530 y 1532, los primeros persiguiendo el fin de la presencia de los segundos, y estos aferrados no solamente a la permanencia en el interior de la isla, sino a la perpetuación de las condiciones que recreaban la rebelión, en particular el régimen de la encomienda.
La Real Audiencia le concedió tanta atención al asunto que, para asegurar la reducción de Enriquillo dispuso que el oidor Alonso de Suazo se trasladase a San Juan de la Maguana para dirigir las tres cuadrillas de españoles que tenían por propósito obligar a Enriquillo a rendirse. La derrota de las otras formaciones de alzados volvió a centrar el esfuerzo para la pacificación en torno al Baoruco. La Audiencia quedó bajo la dirección del Lic. Espinosa, el único otro oidor en funciones. Suazo abandonó el escenario al poco tiempo por haberse enfermado y hubo de reconocer la imposibilidad de derrotar a Enriquillo a causa de las características de su forma de guerrear:
“Porque aquí se trae guerra con indios industriados y criados entre nosotros, y que saben nuestras fuerzas y costumbres y usan de nuestras armas, y están proveidos de espadas y lanzas...; cuando son seguidos dejan la tierra llana y súbense a las sierras, donde tienen hechas sus defensas y fuerzas, y no pueden los españoles ir a ellos sin llevar acuestas el agua y mantenimientos para muchos días, y para cada día a menester un par de alpargatas por ser toda la tierra llena de pizarros y de mal país, y tienen tantas espías sobre los españoles en esta Ciudad, que no se menean sin que ellos lo sepan ya; cuando los españoles llegan do, ellos están, les falta el agua y comida y alpargatas, y, aunque no les falte, están puestos en parte que pocos bastan para muchos, derribando de lo alto de unos peñoles y fortalezas que la naturaleza hizo, tantas piedras, que hacen en los españoles mucho daño, y cuando les suben la una fuerza, tienen a otro trecho más alto otra tan fuerte y fragosa, y aunque los suban todos, como es gente desnuda y suelta, escóndense por los montes como conejos que apenas se puede hallar el rastro...”.
Aunque Enriquillo permanecía pasivo, se le seguía ponderando como una amenaza inminente, debido a que se temía que en cualquier momento pudiese sumarse a la belicosidad de los otros líderes alzados. Casi todos los capitanes españoles estaban convencidos de que las partidas ofensivas estaban alentadas o incluso directamente dirigidas por Enriquillo.
El estado de temor no se detuvo con la eliminación de Ciguayo, pues poco después se levantó otro cabecilla conocido como Tamayo. Este mantuvo la misma táctica sanguinaria de guerra a muerte, al grado de asesinar unas cuantas españolas.
“Levantóse otro indiazo, valiente de cuerpo y de fuerzas, llamado Tamayo, y comienza, con otra cuadrilla que juntó, a proseguir las obras del Ciguayo, salteando a los que estaban fuera de los pueblos. Este hizo mucho daño y causó grande miedo y escándalo en esta isla; mató muchos y algunas mujeres españolas y cuantos hallaba solos en las estancias, que no dejaba persona a vida, y toda su cudicia era tomar o robar armas, lanzas y espadas y también la ropa que podía”.11
Enriquillo se propuso apaciguar a Tamayo, por juzgar que sus acciones le hacían daño a su causa. Envió a un sobrino de aquel llamado Romero, a fin de ofrecerle su integración a la tropa del Baoruco, con el fin de que aunaran fuerzas y de que no le pasara lo mismo que a Ciguayo, lo que fue aceptado. Detenidas entonces las depredaciones, vino el efecto paradójico de incrementar la animosidad de los españoles contra Enriquillo, por temor a que adoptara la postura ofensiva de Tamayo o por la consideración de que su libertad en las montañas mantenía una rebelión que ponía en peligro el orden social. Esta disposición al ataque se explica desde el punto de vista operativo, por cuanto, eliminadas las cuadrillas independientes, se podían concentrar todas las fuerzas contra el Baoruco.
La pacificación
A inicios de 1529 llegó a Santo Domingo el obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal como presidente de la Real Audiencia, quien adoptó un doble lineamiento en relación con la guerra. Por una parte, ordenó focalizar la persecución sobre los cabecillas rebeldes, con el fin de ahorcarlos inmediatamente fueran capturados, al igual que cualesquiera otros indios responsabilizados de haber intervenido en la muerte de españoles, mientras que a los demás prisioneros se les deportaría de la isla.12 Por otra parte, decidió ratificar la oferta de libertad a Enriquillo, consciente de la disposición defensiva en que se mantenía. Para tal fin, le hizo llegar varias misivas que el cacique no respondió. Le ofreció que podría quedarse en el Baoruco, si así lo prefería, o en cualquier otro lugar de la isla, con el compromiso de que los españoles no lo molestarían, siempre y cuando se abstuviese de bajar a los llanos a pillar haciendas o actividades similares.
Enriquillo no respondía las cartas, pero tampoco daba señal de vida, al grado que las autoridades en un momento dado llegaron a la conclusión de que había abandonado el Baoruco o incluso se había marchado de la isla. Se puede inferir que el cacique extremaba su prudencia defensiva, convencido de lo inadecuado que resultaba para su causa el tipo de táctica ofensiva empleada por otros caudillos rebeldes. El hecho de que su tropa se hubiera menguado significativamente a lo largo de los últimos años de la década lo obligó a ser todavía más cauto.
Mientras tanto, las cuadrillas de españoles reconstituidas por orden de Ramírez de Fuenleal pudieron centrar sus esfuerzos en la eliminación de los restantes núcleos de alzados. Esto dio resultados, principalmente con la eliminación de Ciguayo y Hernandillo el Tuerto, pero esas acciones ratificaban la desconfianza de Enriquillo ante todas las ofertas de paz que recibía.
Ahora bien, para las autoridades resultaba crucial en todos los planos la pacificación del Baoruco. Estimaban que el simple hecho de que Enriquillo mantuviese la rebelión seguía sirviendo de estímulo para subsiguientes deserciones de indios. Efectivamente, como se verá, la liquidación de varias de las bandas rebeldes no impidió que otras hicieran aparición a inicios de la década de 1530.
La persistencia de la rebelión indígena mantenía el territorio de la isla en un estado crónico de inseguridad que estorbaba la expansión de la plantación esclavista azucarera más allá de los alrededores de Santo Domingo. En cierta medida, esto contribuyó a delimitar la concentración de los ingenios azucareros en la franja costera al oeste de la ciudad, donde la densidad de población blanca impedía incursiones de las cuadrillas rebeldes. Pero, además de la restricción que suponía a la expansión de la economía esclavista, con el débil aprovechamiento del espacio interior para la agricultura y la ganadería, la rebelión obligaba a que se mantuviesen las onerosas sisas para el sostenimiento de las tropas perseguidoras. Para finales de la década de 1520, poco después de llegar Ramírez de Fuenleal, el tesorero Esteban de Pasamonte informaba que los gastos contra la rebelión ya superaban los treinta mil pesos, a los que se agregaban aprovisionamientos de blancos, negros e indios por parte de los grandes hacendados como contribución a la guerra.13
Todavía más pasó a preocupar la afluencia de africanos a las filas insurgentes, sobre todo a las de Enriquillo. Los esclavos cimarrones cambiaban la práctica de las huidas ocasionales, a menudo individuales y por plazos cortos, por una disposición permanente y activa. En esos años, el dinámico desarrollo de la industria azucarera y la disminución del tráfico de esclavos indios provenientes de las costas continentales determinaron que la población africana pasara a constituirse en mayoritaria. Las condiciones de vida dentro de las haciendas azucareras daban lugar a que las fugas a los bosques se fueran tornando cada vez más frecuentes. Las fuentes no indican cuántos africanos se refugiaron en el Baoruco, aunque por los relatos de las crónicas se puede desprender que no fueron muchos. Sin embargo, las autoridades tenían conciencia de que la continuación del alzamiento planteaba un ejemplo de libertad que los esclavos podrían pretender imitar. El tiempo confirmó sus recelos, pues para fines de la década de 1530 existían varias bandas de fugitivos africanos, algunas de ellas en actitud belicosa, que se unieron poco después para protagonizar las campañas ofensivas, que los historiadores han calificado de cimarronadas, contra las haciendas y los poblados de españoles.
A raíz de la salida de la isla del obispo Ramírez de Fuenleal, designado presidente de la Audiencia de México, el hacendado Francisco de Barrionuevo, quien había tenido vinculación con la guerra del Baoruco como proveedor de bienes procedentes de la explotación agrícola que poseía en la isla Mona, en búsqueda de méritos para ocupar una gobernación, hizo una propuesta para la pacificación en el término de tres meses. Recibió la promesa de asignárseles 200 hombres solteros, trasladados desde la Península en una nao al servicio del emperador, quienes se establecerían como agricultores o como criados de los principales propietarios de la isla. Estos, junto a las autoridades, a cambio, promoverían la incorporación a las operaciones de individuos aptos para hacer la guerra, por el hecho de estar aclimatados desde mucho antes a las condiciones de la isla.
Barrionuevo, aunque partidario de la guerra de exterminio, fue portador de una correspondencia del emperador a Enriquillo, en que le renovaba las ofertas de paz que le había hecho llegar Ramírez de Fuenleal sin resultado alguno. De aceptar, Carlos V le prometía perdón por todo lo sucedido y la garantía de libertad para él y sus acompañantes indios.
Las instrucciones recibidas por Barrionuevo estipulaban que debía tener juntas con la Audiencia y los principales vecinos de la ciudad. Después de varios intercambios, en los que intervinieron sobre todo cuatro propietarios prominentes –Alonso y Franciso Dávila, Lope de Bardesí y Jácome Castellón–, se llegó a acuerdos que concluyeron en una instrucción general de la Audiencia. Esta ordenó a Barrionuevo entregar la carta de perdón firmada por el monarca, y lo proveyó de alimentos y personal auxiliar para operar.
Barrionuevo primeramente costeó las cercanías de la sierra y desembarcó en un río, probablemente el Pedernales, internándose tierra adentro, acompañado de 35 hombres prácticos que habían pertenecido a las cuadrillas perseguidoras y otros tantos indios mochileros. También iba acompañado de familiares de Enriquillo con el objetivo de facilitar el contacto y las negociaciones.
Tardó casi dos meses en localizar el paradero del cacique e iniciar el proceso de negociaciones. En todo momento Enriquillo se mostró extremadamente receloso, lo que se evidenciaba en el hecho de que se negaba a probar cualquier alimento que le ofrecieran los españoles. Contribuyó la prisa que mostró Barrionuevo por retornar a Santo Domingo, lo que dejó las negociaciones en un estado indefinido. Los avatares del proceso están narrados detalladamente por el cronista Fernández de Oviedo y parcialmente por Bartolomé de las Casas.
Para sondear la autenticidad de la disposición de los españoles, Enriquillo ordenó a uno de sus lugartenientes, conocido como Gonzalo, que se trasladase a la ciudad de Santo Domingo para conversar con las autoridades. Conscientes de la persistencia de las sospechas del cacique y dado el precedente de una gestión de paz fallida años antes, las autoridades prestaron suma atención al indio Gonzalo, quien pudo además calibrar el estado de ánimo de los habitantes de la ciudad y especialmente de los grandes propietarios. Adicionalmente, estando todavía Gonzalo en Santo Domingo, la Audiencia acordó enviar al Baoruco a Pedro Romero, durante años capitán de una de las cuadrillas perseguidoras. A este le tocó ratificar pacientemente las seguridades que había transmitido Carlos V. Esta misión respondía a la ansiedad compartida por las altas esferas de la sociedad colonial por lograr la paz en el menor plazo. Debido a las percepciones que tenían de la cultura de los aborígenes estaban convencidas de que el fracaso de las tentativas previas de paz, especialmente la de San Miguel y fray Remigio, se había debido a la “inconstancia” consustancial de los taínos. Dado el convencimiento de que estos podían cambiar de opinión en cualquier momento y sin la menor justificación, resultaba crucial para la cúspide de la burocracia asegurar la paz de inmediato.
Contribuyó asimismo al éxito de la pacificación la presencia en el terreno de fray Bartolomé de las Casas. Aparentemente este no se trasladó al Baoruco de acuerdo con los funcionarios de la Audiencia, puesto que sus objetivos eran diferentes.14 Referencias variadas hechas por el mismo cronista acerca de Enriquillo permiten inferir que no veía futuro en la rebelión, por lo que juzgó un servicio a la libertad de los indios interceder a favor de la paz. Pero no se puede dejar de lado que en todo momento Las Casas operó desde una óptica que, pese a los reclamos de humanidad y soberanía intrínseca de los indígenas, no se apartaba de los marcos del estado castellano. Se puede inferir que, conocido desde mucho tiempo antes por su defensa intransigente de los indios, la presencia de Las Casas debió desempeñar un papel más importante que la de Romero. Aunque no se cuenta con una narración extensa del propio sacerdote y cronista de las conversaciones que tuvo con el cacique, se puede colegir que debió poner su palabra en beneficio de la autenticidad de la disposición de los españoles a cumplir la oferta de compromiso. Es sintomático que el sacerdote dominico tuviera que permanecer junto a los indios rebeldes durante alrededor de un mes. Resulta revelador por otra parte que, como parte de los procedimientos para alcanzar el convencimiento, Las Casas confesase al cacique, familiares y lugartenientes.
Incidió, asimismo, la decisión que tomó Enriquillo, mientras se encontraba Gonzalo en Santo Domingo, de dirigirse a Azua para calibrar por sí mismo la disposición de los españoles. De acuerdo con la declaración de Las Casas, fue él quien convenció al cacique de trasladarse a Azua, a fin de que constatase la actitud genuina del emperador. A pesar de todos los recelos, se puedo concertar un encuentro en los alrededores de Azua con algunos de los principales propietarios de esta villa. Las Casas narra su participación:
“Le confesé a él y a su mujer y a todos sus capitanes, y le quité todos los muy justos temores que tenía, e no quise venir de allá hasta que le truje conmigo a la villa de Azua, donde con los vecinos della se abrazó y regocijó. Y le dexé concertado el camino que había de hacer para irse a comunicar y holgar con los otros pueblos de los españoles y para reducir al servicio de Su Majestad ciertos capitanes y gente alzada y señaladamente asentase su pueblo siete leguas de la dicha villa, y ha de proveer toda aquella tierra de pan y otros bastimentos”.15
Una nota de importancia en el logro de la pacificación fue el final asentimiento de Enriquillo a perseguir a cualesquiera indios o negros en estado de rebelión. Al parecer, como lo refirió personalmente en carta dirigida al emperador, procedió al respecto de inmediato, eliminando otros focos de rebelión. En particular obró contra su hasta entonces subordinado Tamayo, quien objetó el acuerdo de paz y volvió a guerrear hasta caer en combate no mucho tiempo después.
También fue significativo que Enriquillo accediera a entregar a los españoles algunos africanos que había acogido, lo que indica que la solidaridad de africanos e indios contra los españoles no se traducía en una asimilación de intereses. En adelante los restos de guerreros de Enriquillo se distinguieron en las operaciones anticimarronas, especialmente como guías. Esto motivó el fin trágico de muchos de los veteranos del Baoruco, en 1547, cuando la nutrida tropa cimarrona de Sebastián Lemba asaltó uno de los poblados fundados por ellos a orillas del lago que luego recibiría su nombre. Los africanos procedieron implacablemente asesinando a todos sus habitantes, sin exceptuar mujeres y niños.
Conclusión
Visto su desarrollo, la rebelión de Enriquillo es atribuible fundamentalmente a un contexto histórico que le daba vigencia, al igual que a otras rebeliones que trascendieron, como las de Tamayo, Ciguayo y Hernandillo el Tuerto. Lo medular al respecto radicaba en el colapso del sistema de encomiendas y el inicio de su sustitución por la esclavitud intensiva de africanos, todo lo cual se acompañó por una severa disminución de la población española, especialmente los vecinos de las villas interiores. El vacío, por lo visto, alentó espontáneamente ansias de libertad que antes no podían expresarse.
Esta viabilidad de la rebelión estuvo asociada, por otra parte, con el ya acelerado proceso de ladinización que arropaba la población indígena, que se tornó minoritaria precisamente mientras se desarrollaban las acciones. En tal sentido, la rebelión tuvo por especificidad la existencia de un colectivo indígena en rápido proceso de disminución cuantitativa y descomposición sociocultural, a causa del desarraigo de la mayor parte de sus integrantes de las comunidades tribales tradicionales.
Conocedores de la mentalidad de los españoles, los caudillos rebeldes estuvieron en condiciones de responder a ese vacío. Y lo hicieron abandonando los formatos militares básicos de la época prehispánica, consistentes en arremetidas masivas con macanas. Se pasó a practicar un sistema sui generis de guerrilla, por medio del cual se evitaban choques decisivos y se tomaba ventaja de las condiciones del terreno; en este nuevo esquema, adicionalmente, se pasó a utilizar armamento no aborigen, especialmente artefactos de metal, junto con otros tradicionales, aunque seguramente adaptados a las nuevas circunstancias.
Al igual que otros caudillos rebeldes, Enriquillo se nutrió de la espontaneidad de las huidas ante la continuación de la variante de esclavitud introducida a través de la encomienda y de situaciones jurídicas derivadas, como la de los naborías, indios desarraigados de la comunidad tribal.16 Lo que estaba en juego, ante la continuación de la mortandad por efecto del sistema de la encomienda, era la conservación de la vida. Se trató, por consiguiente, de un movimiento de indiscutible contenido social, muy distinto del acordado en función del resentimiento de un cacique. El hecho de que, eventualmente, Enriquillo se hubiese alzado por los agravios recibidos no contradice este contenido. Ningún movimiento social amplio responde a una determinación única. En este caso, sin embargo, la mediación representada por el cacique le confirió ciertamente características particulares.
Importante al respecto, sin embargo, fue que, hasta donde se sabe, de todos los jefes rebeldes de esos años, Enriquillo fue el único que ostentaba la condición de cacique. Esto le confería un rasgo de legitimidad, puesto que sus subordinados, aunque en su mayoría crecidos bajo el dominio español, lo obedecían como parte de las prerrogativas tradicionales de los caciques, que comportaban fórmulas embrionarias de “despotismo”, fundamentalmente por medio del control personal del ceremonial religioso.17 Las crónicas recogen que la relación que establecían sus guerreros con él se caracterizaba por la obediencia estricta. Entonces quedaban escasos caciques vinculados a los restos de las encomiendas. Pero, adicionalmente, de hecho Enriquillo asumió la condición de soberano, aun cuando no se propusiera liquidar la presencia española. Más bien reclamaba, como se ha razonado, el derecho a la vida tribal-aldeana autónoma, en el goce de las prerrogativas tradicionales. Este formato de sociedad de fugitivos, que aseguraba la subsistencia de la vida en condiciones libres, es el que explica la capacidad de atracción de que se hizo beneficiario el cacique. En síntesis, Enriquillo se proclamó portaestandarte de los derechos de un pueblo a la libertad, amparado en una noción del derecho natural que, sin embargo, no debió ser ajena a las enseñanzas recibidas de los clérigos.
Lo anterior se tradujo al ámbito militar y le confirió superioridad operativa al contingente de Enriquillo. Lejos de proponerse sobrevivir sobre la base de las depredaciones y el terror, invariablemente el cacique sostuvo una postura defensiva, de seguro consciente de que a esas alturas resultaba imposible destruir la comunidad española. Por tal razón, también debió calibrar que la ofensiva permanente estaba llamada a tener efectos contraproducentes, dado que la ventaja relativa se obtenía precisamente en el marco de la defensiva estratégica.
Igual de importante es que el concepto defensivo permitía la constitución de la contrasociedad, como la pieza clave del dispositivo del cacique. Los restantes caudillos no se hacían acompañar de mujeres, niños y ancianos, mientras Enriquillo visualizaba la rebelión como la de un pueblo y el papel de los guerreros como la salvaguarda de ese pueblo. Descartadas las depredaciones como procedimiento importante, Enriquillo se abocó a conceder papel central a la producción agrícola para el sostenimiento del colectivo, actividad que se regía por los preceptos técnicos y sociales de la sociedad taína. Junto a la agricultura, los sublevados tenían una ganadería de cierta dimensión, lo que ya respondía a los cambios introducidos por los españoles, y actividades accesorias, entre las cuales sobresalía la recolección de oro de aluvión, también una derivación de las realidades impuestas tras la conquista.
Este diseño de sociedad organizada tuvo una contrapartida en el orden del papel de la religiosidad. En este punto se advierte la situación particular ladinizada del conglomerado indígena. Educado entre clérigos franciscanos, Enriquillo adoptó el catolicismo. Refiere una de las crónicas que se preocupaba por que de manera cotidiana los indígenas elevaran oraciones. En ocasión de las negociaciones para la rendición, solicitó expresamente que le trajeran imágenes de santos, lo que denota el peso que le concedía a la religión.
Es probable que la actitud defensiva, que incluía la búsqueda del menor número de enemigos muertos, estuviese relacionada con la piedad de la que quedó imbuido por la prédica de sus educadores. Decidió incluso perdonar al encomendero Valenzuela, causante de las humillaciones que lo condujeron a la rebelión, cuando este lo fue a apresar.
Es por tanto probable que la religiosidad constituyese un componente del concepto de sociedad que tenía Enriquillo, referida al conglomerado indígena, pero con componentes mixtos indígenas y españoles. Entre estos últimos se nutrió de un concepto de humanidad vinculado al cristianismo, que lo llevaba a la reivindicación de derechos naturales. Pero, de la misma manera, no llegaba a concebir la noción de un conglomerado indígena integral separado del español como sujeto de los derechos perseguidos. Como en términos generales ha sido propio de los movimientos populares premodernos, Enriquillo tenía puestos los ojos en el horizonte de los participantes en la rebelión. Delimitaba la reivindicación exigida al conglomerado de seguidores, asimilado de alguna manera al patrón tribal-aldeano del que procedía. El hecho de que acudiera a una estrategia defensiva abonaba el concepto de que le interesaba ante todo la libertad de los presentes, aun cuando, como resulta indiscutible, visualizara el conflicto de intereses entre indígenas y españoles y, de hecho, por su amplitud, la rebelión resultara ser expresión de las ansias de un pueblo.
Llama al respecto la atención en los contenidos de la rebelión la aceptación de la libertad exclusivamente a los seguidores. No parece que la demanda respondiera a un estado de compulsión de última hora, pues en ningún momento de las negociaciones tenidas desde San Miguel y fray Remigio, hasta donde las fuentes informan, solicitó el cacique la libertad de todos los indígenas. En la propuesta que formuló la Audiencia se estipulaba el derecho de los rebeldes a establecerse en forma aldeana en el lugar que lo deseasen. En ningún momento apareció la demanda de que se eliminara el sistema de la encomienda o que de alguna manera se pusiera en práctica una libertad general.
Pero la noción de la comunidad insurgente estaba de igual manera delineada de acuerdo con un criterio étnico. Enriquillo aceptó africanos en sus filas, a partir de lo cual estos acumularon una experiencia que tendría fuertes repercusiones después. Sin embargo, lo hizo considerándolos un componente exógeno. De tal manera, cuando llegó el momento de la rendición, no tuvo inconveniente en entregar a las autoridades a los africanos, pues le fueron requeridos por ser propiedad de hacendados que los reclamaban.
Todavía más importante para la evaluación de los contenidos de la rebelión del Baoruco fue la disposición del cacique de perseguir a africanos e indios sublevados, con lo cual pasaba a desempeñar funciones policiales en una suerte de contrapartida de su libertad. Diversos tratadistas, empezando por Utrera y concluyendo con Pedro Mir, han emitido la tesis de que con este comportamiento se revelaba un contenido individual que no respondía al propósito del colectivo, sino a un comportamiento simplemente deleznable, demostrativo de la ausencia de autenticidad en las ejecutorias del cacique.18 Pero en esto cabe considerar más bien una reacción pertinente que ponía de relieve la lógica de un conglomerado tradicional en condición insurgente. En sociedades esclavistas americanas fue frecuente que el reconocimiento de la libertad de sus integrantes se tradujese en el requerimiento de no tolerar nuevos rebeldes e incluso perseguirlos, como aconteció con los maroons de Jamaica durante el siglo XVIII. El punto importante a este respecto es que resulta objetable inferir un contenido adverso a la rebelión del comportamiento postrero de colaborar con las autoridades en funciones de policía. La rebelión únicamente puede ser evaluada a partir de las reivindicaciones levantadas y las acciones de sus integrantes. Si bien es cierto que la aceptación de funciones policiales no constituyó un acto aislado, tampoco resulta lícito derivar el contenido global del proceso. El examen de los hechos acaecidos entre 1519 y 1533 permite concluir que Enriquillo perseguía la libertad del pueblo aborigen mediante su concreción en sus seguidores. Finalmente depuso las armas cuando se aseguró esta reivindicación más allá de cualquier duda.