Catedrático Jubilado, Universidad de Puerto Rico. Autor de: Los campesinos del Cibao: Economía de mercado y
transformación agraria en la República Dominicana, 1880-1960 (1997, 2012), La isla imaginada: Historia, identidad y
utopía en La Española (1997, 2022, entre otras ediciones), y La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana (2004, 2011). En 2017 su libro “Muchos Méxicos”: Imaginarios históricos sobre México en Estados Unidos
(2016) obtuvo el Premio Pensamiento de América “Leopoldo Zea”, conferido por el Instituto Panamericano
de Geografía e Historia. Es Miembro Correspondiente Extranjero de la Academia Dominicana de la Historia
y de la Academia de Ciencias. [email protected]. http://orcid.org/0000-0003-4298-571X
Es para mí un verdadero honor participar en este homenaje a Emilio Cordero Michel, a quien conocí a principios de los 1980s, cuando, siendo estudiante doctoral, realizaba la investigación que culminó en mi libro
Los campesinos del Cibao: Economía de mercado y transformación agraria en la República Dominicana, 1880-1960.1 Llegué a casa de Emilio por conducto de un amigo. De ese primer encuentro recuerdo, más que las conversaciones sobre temas históricos, el agasajo que disfrutamos con la variedad de mangos que Emilio nos ofreció, cosechados en la finca que entonces tenía en Moca. Ese primer encuentro sentó las pautas de mi relación con Emilio, marcada por el interés común por el estudio de la historia, pero también por las bromas y los chascarrillos que intercambiábamos con frecuencia. En otra ocasión quizás narre por qué, cuando nos saludábamos después de no comunicarnos por algún tiempo, nos referíamos uno al otro con el esotérico nombre de “Blacamán”.Pero en estos momentos quiero referirme a la obra histórica de Emilio, resaltando una de sus principales contribuciones: sus posturas críticas ante la historiografía tradicional dominicana, sobre todo en lo que respecta a Haití y a la Revolución Haitiana, así como a sus repercusiones en el Santo Domingo español. Esta posición “revisionista” — por llamarla de algún modo— queda patentizada tanto en su libro La Revolución Haitiana y Santo Domingo como en otros trabajos suyos, así como en su labor docente.2 Para aquilatar la relevancia de ese revisionismo historiográfico —cargado de implicaciones políticas—, basta con tener presente el papel medular que ha desempeñado Haití en los imaginarios históricos; se puede alegar que, en el canon historiográfico dominicano, Haití actúa como contrafigura a partir de la cual se elabora la idea de nación. Al menos desde esta perspectiva lo he analizado yo en mi libro La isla imaginada: Historia, identidad y utopía en La Española.3
En efecto, el relato nacional canónico en República Dominicana gira en torno a lo que Jesús Zaglul ha denominado la “enemización” de Haití.4 Esta concepción comenzó a elaborarse en el siglo XIX, a raíz de la Revolución Haitiana, que trastocó las concepciones que hasta entonces habían existido acerca de la colonia francesa de Saint Domingue, percibida por las élites dominicanas de entonces como un emporio de riqueza que incluso había que emular, lo que implicaba convertir al Santo Domingo español en una economía de plantación sustentada en el trabajo esclavo. Fue ésta la visión que, por ejemplo, manifestó Antonio Sánchez Valverde en su obra Idea del valor de la Isla Española (1785), que se puede reputar, entre otras cosas, como un manifiesto criollista en pro de la adopción en Santo Domingo del modelo del Saint Domingue plantador y esclavista.5 Mas esta concepción acerca de Haití se modificó al calor de las revueltas de los esclavos, desembocando en una visión “aterrada” en torno al país vecino. Con la independencia haitiana y sus reverberaciones en el Santo Domingo español, se propagó el imaginario de Haití como sede de la barbarie, definida por la negritud y la africanía. A esto se sumó la idea de que estos rasgos afrentaban o amenazaban la identidad dominicana. No es pues de extrañar que los primeros proyectos de construcción de la nación en el siglo XIX estuviesen fuertemente teñidos por concepciones raciales, en los cuales Haití aparecía como lo opuesto a Santo Domingo. Estas nociones permearán las concepciones decimonónicas sobre la nación, en lo que los historiadores dominicanos de ese siglo desempeñarán un papel determinante.
Culminará esa tradición en la centuria pasada, durante el trujillato, cuando diversas figuras intelectuales llevaron a su máxima expresión esa relación entre antihaitianismo e identidad nacional. Entre esas figuras destacó Manuel Arturo Peña Batlle, quien elaboró diversas obras históricas que pretendieron sustentar esa percepción acerca de Haití.6
Emilio Cordero Michel, en varios de sus textos, cuestionó esa tradición intelectual; asumió posturas críticas en torno a los historiadores decimonónicos como ante los intelectuales trujillistas. De tal modo, más allá de otras consideraciones que pueda suscitar la obra historiográfica de Emilio, de ella cabe destacar el papel pionero que desempeñó al publicar en 1968 La Revolución Haitiana y Santo Domingo, obra en la cual rompe lanzas contra esa tradición historiográfica que concebía la relación entre los dos países a partir de criterios dicotómicos, que sustentaban ese discurso de la “enemización” y de sus diferencias raciales y culturales. Su mérito fue polivalente ya que, al cuestionar a esos historiadores y a las interpretaciones por ellos producidas, estaba enfrentando el canon sobre la historia nacional dominicana. Incluso, su reto fue radical ya que implicó cometer no pocas herejías, como alegar que Toussaint L’Overture, al ocupar la parte occidental de la Isla, fue ampliamente acogido por su población; o que su régimen fue apoyado por sectores de las clases subalternas gracias a medidas como la abolición de la esclavitud y el reparto de tierras. Apreciaciones de tal índole explicarían, además, que en la coyuntura de la Independencia Efímera muchas regiones del país favorecieran la extensión del poder de Haití a la parte oriental de la Isla. Para quienes así se expresaron, juzgaron que el proyecto político de José Núñez de Cáceres era socialmente conservador, por lo que optaron por apoyar a Jean Pierre Boyer y su proyecto de unificación política de la Isla.
A tono con tales criterios es que Emilio juzga la época de 1822-1844, conocida en República Dominicana como “Dominación Haitiana”, periodo especialmente denostado por la historiografía nacionalista dominicana. No obstante, Emilio propone una interpretación menos satanizada de esa época; se fundamenta, por un lado, en aquellas medidas que impulsaron el crecimiento económico de Santo Domingo, y, por el otro, en aquellas políticas que favorecieron a las clases populares, de manera particular a los libertos y a los campesinos. Éstos se vieron beneficiados por los repartos de tierra, así como por el impulso de la producción campesina, como patentiza entre otros rubros el sector tabacalero, que en esos años se expandió de manera significativa. Quiero destacar que, más allá de sus implicaciones coyunturales, ese relativo fortalecimiento del campesinado resultó determinante, en la “larga duración”, en la historia económica y social dominicana. Como he argumentado en diversas ocasiones, si en algo se diferenció Santo Domingo/ República Dominicana de Cuba y Puerto Rico, durante el siglo XIX, fue en la existencia en el primero de una nutrida masa campesina que, de una u otra forma, tenía acceso a la tierra y que, además, contó con la posibilidad de cultivar tanto productos de subsistencia como productos comerciales, como el tabaco.
La presencia de esos sectores campesinos y su control de importantes sectores económicos fueron, en sí mismos, valladares a la expansión de los latifundios, sobre todo de los azucareros. Esto fue un factor decisivo para que, mientras que en Cuba y Puerto Rico se entronizaba la plantación azucarera, Santo Domingo/ República Dominicana continuase siendo una sociedad eminentemente campesina.7
Esto tuvo múltiples consecuencias, incluso implicaciones políticas y repercusiones en los procesos de formación de eso que ha venido a denominarse “nación dominicana”. Al respecto, basta recordar aquel luminoso juicio de Pedro Francisco Bonó de que, en República Dominicana, el tabaco era el “verdadero padre de la patria”.
Es ésta una concepción, como ha insistido Raymundo González, de gran calado sociológico.8 Apunta, por un lado, a las bases materiales de República Dominicana en el siglo XIX; apela también a aquellos factores que hicieron posible la existencia de ese campesino tabacalero que tan crucial fue en los destinos de la sociedad dominicana. Esto, en sí mismo, incidió sobre la vida política ya que el predominio de las economías plantadoras/ esclavistas tendió a afianzar los regímenes coloniales en el Caribe, por lo que su virtual inexistencia en Santo Domingo propició el proceso de formación nacional. Así que, a mi modo de ver, Emilio, al revisar críticamente las relaciones entre los dos países que ocupan la Isla Española y, sobre todo, al examinar con nuevas miradas las reverberaciones de la Revolución Haitiana en la parte española de la Isla, sugirió perspectivas inusuales, más allá de dogmas o mitos nacionales, para repensar la historia de Haití y de República Dominicana.
Esta visión, por otro lado, es congruente con la personalidad de Emilio, en quien, más allá de otras consideraciones, siempre valoré su disposición a expresar abierta y libremente su pensamiento y su particular forma de comprender las cosas. Ésta es una cualidad cada vez más rara en el mundo intelectual, en el cual percibo con frecuencia el predominio del lugar común, de las consignas, de criterios que pretenden generar good feelings, o que aspiran a ganar aquiescencia y simpatías, sustentadas usualmente en los mitos nacionales —creencias incuestionadas que se repiten ad nauseam sin contar con sustentación histórica adecuada.9 Yo, por supuesto, tuve y tengo desacuerdos históricos, historiográficos y hasta políticos con Emilio. Que pudiéramos entrar en controversias en torno a nuestras particulares perspectivas, nunca ensombreció, por otro lado, nuestra relación. Por eso, para mí, Emilio siempre será paradigma de integridad personal e intelectual; siempre fungirá como modelo del letrado que, alejado de posturas cómodas, complacientes o simpáticas, expresa su parecer. Por eso también lo admiré y lo admiro; por eso también echo de menos su presencia; por eso también estimo infinitamente a Emilio Cordero Michel, que para mí será por siempre el mágico e inefable “Blacamán”.