Delito, poder y transformación de la esclavitud en Santo Domingo, 1600-1650
En 1641, un portugués llamado Silvestre Cuello, era empleado de una estancia cuyo propietario era un regidor de la ciudad de Santo Domingo. Cuello supervisaba a dieciséis esclavos los cuales, según las declaraciones de varios de ellos, le tenían una profunda animadversión porque los hacía trabajar extremadamente duro. Rodrigo Landrobe, otro portugués a quien se llamó a declarar, informó sobre los rumores que circulaban entre los esclavos de que existía una relación íntima entre Cuello e Isabel del Castillo, la esposa del propietario, quien también se encontraba en la hacienda, pero los calificó de habladurías.[1] Tras la visita de casi dos semanas de Landrobe a la hacienda, Isabel del Castillo lo llamó a sus habitaciones y le dijo: “Parece Rodrigo, que mi honra está perdida entre negros”.[2] En ese mismo instante se desató una reyerta en la cocina principal, donde dormía Silvestre Cuello. Un esclavo llamado Pedro y el mayoral negro Melchor Luis (también esclavo) entraron en la cocina armados con lanzas, y a los gritos de “Muerte al infame” atacaron a Cuello, quien cayó al suelo mortalmente herido.[3]
Landrobe e Isabel se dirigieron a investigar la causa de los gritos, y procedieron a pedirles una explicación a Pedro y Melchor Luis. Ambos esclavos respondieron que habían actuado siguiendo órdenes de su amo, el regidor Don Luis Juvel. En lo que parecían ser sus últimos momentos, Cuello pidió confesarse e intercambió unas pocas palabras con Landrobe. Mientras tanto, Melchor Luis les ordenó a cuatro esclavos que cavaran una tumba y estos llevaron el cuerpo de Cuello a la misma. Cuello parecía muerto, pero una vez que lo colocaron en la fosa, recobró la conciencia y comenzó a decirle a Pedro: “Por favor, dile a mi señor Don Luis…”, pero Pedro no le permitió terminar la oración. Tras responderle que “Don Luis ya no era su señor”, le dio una puñalada en la espalda. Todavía vivo, Cuello le dijo a Pedro que lo perdonaba, y le pidió que le concediera su perdón. Como única respuesta, Pedro le dio otra puñalada y, por último, un esclavo anciano se acercó a Cuello con un machete y lo degolló. A la mañana siguiente, Isabel y Landrobe partieron hacia Santo Domingo, donde se encontraron con Don Luis Juvel, el esposo de Isabel. Cuando Landrobe le contó lo acontecido, el propietario de la hacienda respondió: “si yo fuera allá no solo lo mataba, sino que lo hacía picadillo”.[4]
El caso que involucró a Silvestre Cuello, Don Luis Juvel y sus esclavos nos proporciona una notable perspectiva de la singular relación entre individuos de ascendencia africana, tanto esclavizados como libres, y sus amos, patrones y asociados blancos en La Española durante la primera mitad del siglo XVII. Este artículo sostiene que en las décadas que siguieron al derrumbe de la economía de plantación en Santo Domingo a fines del siglo XVI, la relación entre amos y esclavizados –y hasta cierto punto también los afrodescendientes libres– comenzó una lenta transformación que permitió y alentó una interacción mucho más estrecha entre los colonos españoles y sus servidores. Algunos de estos últimos se convirtieron en lo que Sandra Lauderdale Graham, en su obra sobre la esclavitud en Brasil, llama “personas de confianza”, y emplearon esa nueva proximidad con sus dueños para mejorar sus condiciones de servidumbre, mediante una reducción de su carga de trabajo o el logro de posiciones de privilegio en la familia de los dueños.[5] En algunos casos, esos esclavizados participaron activamente en las disputas de sus dueños con otros miembros de la elite de la isla, en ocasiones a instancias de sus dueños. Esto parece indicar que se desarrolló entre ellos cierto sentido del deber, y existieron intereses compartidos con sus amos, lo que pudo dar pie a formas de colaboración nunca antes vistas en la isla. No obstante, dicha confianza o capacidad para interactuar con la población blanca en lo que podrían parecer relaciones sociales horizontales, tenía límites, tanto para los esclavizados como para los individuos libres de color. Los hombres y las mujeres de ascendencia africana rechazaron los límites que les imponía la sociedad blanca y ejercieron presión contra esta, con el fin de mejorar sus condiciones generales de vida en la colonia. En ocasiones tuvieron éxito, pero más a menudo se toparon con la resistencia e incluso el uso de la violencia por parte de la sociedad colonial blanca. Como han planteado Lowel Godmundson y Justin Wolfe en lo relativo a las vidas y experiencias de personas de ascendencia africana en la América Central, los historiadores de la raza y la esclavitud deben tener en cuenta las variaciones regionales y no aceptar postulados a priori acerca del significado de cuestiones relativas al conceptos de raza.[6] En La Española de la primera mitad del siglo XVII, la naturaleza de esas interacciones entre élites españoles, esclavos y trabajadores libres de color se derivaron de las singulares condiciones sociales, políticas y económicas de la isla en su contexto caribeño.
Historias como la de Don Luis Juvel y sus esclavos a menudo han sido pasadas por alto en la historiografía de la esclavitud temprana en el Caribe. En muchos sentidos, los estudiosos abordan el siglo XVII como un período dominado por el auge de las sociedades de plantación, y describen a las ciudades del Caribe español como meras avanzadas militares, y a sus habitantes como observadores pasivos de los cambios que ocurrían en la región.[7] La historia de La Española en el siglo XVII no ha atraído la atención de muchos estudiosos, posiblemente debido al estatus de la isla como una colonia marginal en el seno de las posesiones españolas en el Nuevo Mundo, y a tendencias de los estudios dominicanos, que durante largo tiempo han calificado el período como una época de oscuridad y atraso.8 La incorporación de La Española a los debates históricos sobre raza, las relaciones raciales y el desarrollo de las sociedades criollas durante el siglo XVII abre la posibilidad de tener una visión más compleja y diversa del Caribe en ese período fundacional de las relaciones raciales en la región, y la revelan como un lugar donde la esclavitud se transformó constantemente al calor de circunstancias locales, no siempre en la misma dirección que las sociedades esclavistas icónicas de la región caribeña de fines del siglo XVIII.9 En lo que toca al supuesto “atraso” del período que se aprecia en la historiografía dominicana, las vidas y experiencias tanto de las élites como de las personas de color revelan la existencia de una comunidad energética y singular, sometida a una profunda transformación sociopolítica hacia una sociedad de post-plantación mucho antes que cualquier otra sociedad caribeña de su tiempo.
Este artículo sostiene que a medida que se extinguían las plantaciones azucareras de La Española, la isla se convirtió en una “tierra de frontera” en donde la competencia entre las élites locales por el capital social y político se intensificó ferozmente.[8] Como resultado de esa competencia por la preeminencia social y política, algunos miembros de la elite utilizaron a sus esclavizados como armas contra sus pares y rivales políticos. Al mismo tiempo, algunos esclavizados de ascendencia africana colaboraron activamente con sus dueños y aprovecharon esas disputas para mejorar sus condiciones de vida. Puede que, como resultado de esas interacciones, las relaciones con sus dueños se tornaran más personales y en apariencia de mayor colaboración. No hay duda de que la violencia y la coerción formaron parte importante del sistema esclavista de La Española, pero no fueron los únicos factores. Las realidades de la vida cotidiana en una colonia de frontera donde los trabajadores esclavizados habían perdido buena parte de su valor económico, pero mantenían una parte importante de su valor simbólico, obligaron a los amos a hacer ciertas concesiones que remodelaron la naturaleza de las relaciones entre dueños y esclavizados en la colonia a mediados del siglo XVII.
Más allá de reubicar a Santo Domingo en el contexto regional del sistema de plantación, el presente artículo es una contribución a una tendencia más reciente de la historiografía caribeña, que se centra en las relaciones entre dueños y esclavos y en la agencia de los esclavizados de ascendencia africana.[9] Aunque el cimarronaje se ha convertido en un tema importante en la literatura sobre dicha agencia, este texto analiza el mundo que esclavistas y esclavos construyeron en coexistencia con sus amos, y las maneras en que ambos grupos encontraron para colaborar con estos, si bien en el seno de una relación obviamente desigual.[10] Como ha señalado Frank “Trey” Proctor III, la relación entre amos y esclavos trascendió la dualidad entre rebelión (o fuga, en el caso de los cimarrones), y mera conformidad para con sus amos. Hay que ir más allá de la paradoja entre libertad o servidumbre y analizar los medios mediante los cuales los esclavos se las ingeniaron para mejorar sus vidas sin optar por escapar de sus dueños, en especial en La Española, donde siempre abundaron las posibilidades de huida hacia zonas deshabitadas y remotas de la isla.[11]
La esclavitud en el Santo Domingo del siglo XVII
Las últimas décadas del siglo XVI y las primeras del XVII obligaron a los habitantes de La Española a adaptarse a condiciones de vida radicalmente nuevas. Con el ocaso de la agricultura de plantación a fines del siglo XVI, la relación entre amos y esclavos dejó de ser la de la extrema polarización asociada a la agricultura de plantación en las haciendas azucareras.[12] A medida que desaparecían los ingenios del paisaje isleño, los cañaverales desaparecieron, sus brutales demandas laborales decrecieron, y se redujo la dependencia que tenían las élites locales del trabajo esclavo. Con excepción de los esclavos introducidos por barcos ingleses y franceses que participaban en el activísimo comercio de contrabando que se desarrolló en las décadas finales del siglo XVI en las costas septentrional y occidental de la isla, la llegada de nuevos esclavos africanos se redujo enormemente.[13] El saqueo de la ciudad de Santo Domingo por Francis Drake en 1586, con la correspondiente destrucción de buena parte de la ciudad y el rescate de 25,000 ducados pagado por sus habitantes, menguó la riqueza material de estos, procedente en gran parte de la época de apogeo de la agricultura de plantación, y posiblemente impulsó a muchos de sus habitantes a dedicarse con renovados deseos al creciente comercio de contrabando de la isla.
En 1605, la Corona española, incapaz de frenar la intensa actividad de contrabando que se desarrollaba en la colonia, e informada del comportamiento heterodoxo de sus habitantes, ordenó la reubicación forzosa de los residentes de las regiones norte y oeste de la isla en los alrededores de la ciudad de Santo Domingo. A pesar de la feroz e incluso violenta oposición de algunos sectores de la población local, el plan se llevó a la práctica. En los años siguientes, quienes aún residían o simplemente cazaban en las áreas despobladas, eran ejecutados sin juicio en el lugar en que los encontraban los soldados que patrullaban la zona. Ese año, el gobernador llevó a cabo el único censo que se conserva de la población de La Española en el siglo XVII. La isla contaba con casi 10.000 esclavos y 1,157 cabezas de familia españoles, 648 de los cuales (más de la mitad) vivían en Santo Domingo. Ello suponía unos 6,000 españoles, la mayoría de los cuales eran criollos nacidos en la isla. El censo no enumera a los hombres o mujeres libres de color, lo que podría indicar que todavía eran muy pocos, o que se les incluyó en el número total de esclavos, o ambas cosas al mismo tiempo.[14] Durante el siglo XVII, el número de residentes españoles disminuyó aún más. Un capitán de la milicia local señaló en 1659 que “el número de vecinos es muy corto… que de las cuatro partes tres son mulatos y he reparado en el marchar de las cuatro compañías, que apenas hay alguna que lleve cuatro hileras de blancos”.[15] En las primeras décadas del siglo XVII, Santo Domingo ya había abandonado la agricultura de plantación como actividad económica fundamental y la había sustituido plenamente por la cría de ganado. La despoblación de dos terceras partes de la isla convirtió a la colonia en un territorio fronterizo de facto, muy poco poblado, sujeto a una intensa rivalidad internacional en el Caribe y a una fluidez social y racial creciente. En este espacio recién reconfigurado, la ciudad de Santo Domingo se erigió como centro social, político y militar hasta el final del periodo colonial.[16]
Los esclavizados siguieron siendo la fuente de trabajo más importante de la isla, pero como gran número de ellos ya no eran necesarios para las labores agrícolas, muchos fueron vendidos en otros puertos caribeños como La Habana.[17] Algunos de los que quedaron en la isla fueron empleados en plantaciones de jengibre, cultivo que se convirtió en una alternativa viable al azúcar en los últimos 20 años del siglo XVI. No obstante, a la mayoría de los trabajadores esclavizados se les empleó en las estancias para sembrar cultivos de subsistencia y criar ganado vacuno y de cerda. Esa era la situación en la estancia de Luis Juvel, que contaba con 430 cabezas de ganado, 19 caballos y 7 mulas, y menos de 10 esclavos empleados en el lugar en 1643.[18] Sin embargo, en el hogar de Luis Juvel en Santo Domingo había 17 esclavos, la mayoría niños.
Un número creciente de esclavizados (en especial aquellos nacidos en la isla) trabajaba en los hogares de las familias acaudaladas de Santo Domingo. Ya por los inicios de la década de 1580, el visitador Rodrigo Ribero escribió numerosos informes en los que expresaba su incomodidad ante ciertas realidades sociales y económicas de la isla. Una de sus principales objeciones era la opulencia con que vivían las élites de la ciudad de Santo Domingo. Ribero expresó su desasosiego ante los sofisticados gastos suntuarios en que incurrían las élites de la capital de la isla y el número de esclavos que las rodeaba en todo momento. Señaló que,aunque sea cargándose de deudas… no deja de tener en su casa seis u ocho negros y otras tantas negras por lo menos para su acompañamiento, que como el hombre sale con sus negros asimismo la mujer sale con negras en cuerpo, ora vaya a pie o a caballo… que hay mujer que tiene en su casa treinta negras para solo su acompañamiento y servicio.[19]
Apuntaba que ese crecimiento de los gastos suntuarios se había producido en los años precedentes como resultado del auge en la demanda de productos locales (sobre todo cueros y jengibre).[20] Esas tendencias habían coincidido también con el declive del azúcar como el producto fundamental de la economía local, lo que les permitía a los dueños utilizar a sus esclavos para elevar su capital social entre sus pares de Santo Domingo.[21]
Ribero estaba claramente escandalizado por la familiaridad y la intimidad de los amos con sus esclavos domésticos, que consideraba inapropiadas. Además, acusaba a esos esclavos, todos nacidos en la isla, de ser holgazanes, dados a los placeres y carentes de profesión u oficio. Creía que ello se debía a que… la negra se sienta con su ama y la tiene como su hermana porque se han criado desde niños juntos en aquella amistad en igualdad de hermanos. Lo mismo casi en los hombres y así hay necesidad de remedio.[22]
Aparte del desdén tradicional que sentían muchos peninsulares por la sociedad colonial y de su percepción de que los esclavos eran indolentes, Ribero ya apuntaba a la transformación de las relaciones entre los amos y al menos algunos de los esclavos que se desenvolvían en el ambiente doméstico. Las élites locales se rodeaban de esclavos desde una edad muy temprana, y era común el uso de niños esclavos como compañeros de juegos en la infancia.
De manera semejante a lo ocurrido en Valencia en el siglo XVI, como ha mostrado Debra Blumenthal, la esclavitud en Santo Domingo desarrolló una dimensión urbana muy importante. En Valencia, el valor de un esclavo se derivaba, además de su trabajo, de su asociación con la respetabilidad de la familia a la que pertenecía. La propiedad de esclavos era un signo de prestigio, y los dueños a menudo trataban con paternalismo a sus servidores como una forma supuestamente refinada de ejercer su dominio.[23] En Santo Domingo parece haberse producido una transformación similar. En el caso dominicano, la desaparición casi total de la agricultura de plantación implicó la trasferencia de muchos esclavos a los hogares de sus amos a fin de incrementar el capital social de la familia. El paternalismo con que los amos trataban a sus esclavos, al incorporarlos a sus hogares de maneras muy íntimas desde su nacimiento, también puede haber sido una manera de fortalecer el control que los dueños ejercían sobre esos servidores cuando crecían.
Las fuentes disponibles son mucho más difíciles de interpretar en lo concerniente a los motivos de los esclavizados. Esas formas de socialización íntima alentadas por los dueños pueden haber conducido en algunos casos a robustecer los vínculos personales entre amos y esclavos, al continuarse durante la edad adulta de estos últimos y transformar parcialmente la verticalidad de las relaciones características de la esclavitud sin eliminar necesariamente sus profundas desigualdades. Por otro lado, no podemos asumir que los esclavos siempre colaboraban con sus amos inspirados por un sentimiento de lealtad nacido de esa conducta paternalista. Es probable que muchos lo hicieran como parte de un intento calculado de mejorar sus circunstancias sociales y materiales.
El cese casi total de las llegadas de nuevos africanos a La Española también desempeñó un papel importante en el establecimiento de un nuevo conjunto de condiciones para la interacción interracial ocurrida en la isla durante las primeras décadas del siglo XVII. La política de despoblamiento puesta en práctica en 1605 logró frenar el comercio de contrabando de la isla al menos por dos décadas, pero al costo de reducir a la población local a una pobreza abyecta. Navegar hasta Santo Domingo abandonando la protección de la flota de Indias, en aguas frecuentadas por navíos de guerra ingleses, franceses y holandeses, constituía un enorme riesgo que pocos mercaderes afincados en Sevilla u otros puertos caribeños estaban dispuestos a correr, sobre todo porque las recompensas financieras eran escasas. Por ejemplo, en 1627 la Audiencia escribió a España solicitando que se enviaran a la isla 1.000 esclavos al año, debido a la necesidad de trabajadores para las labores agrícolas, dado “[q]ue las cultivaciones de la tierra y todo género de crianza… y las demás cosas se crían, hacen y benefician de mano de negros y si estos faltasen totalmente se despoblaría lo poco que hay habitado por no haber que comer”.[24] La respuesta de Manuel Rodríguez Larrego, un asentista a cargo del traslado de esclavos a las Américas en la época, fue que no podía conducirlos a Santo Domingo, porque los habitantes de la isla solo podían pagar con sus cosechas, y prefería llevarlos a Cartagena, donde le pagaban con plata. En lo que toca al comercio de esclavos, al igual que a todas las demás redes comerciales oficiales, La Española fue abandonada a sus propios recursos. A Santo Domingo llegaban pocos barcos, lo que significaba que, sin acceso continuado a mercados externos y trabajadores esclavizados, un renacer de la agricultura de exportación en la colonia resultaba imposible.[25]
La despoblación también incrementó la importancia de la ciudad de Santo Domingo como centro político y económico de la isla, posición que había perdido progresivamente debido al auge del comercio de contrabando en el norte. A pesar de ese cambio de fortuna, las élites de la ciudad, que también participaban activamente en el contrabando, sufrieron gravemente los efectos de las despoblaciones. Sobrevivieron mejor que el resto de la población gracias a las tierras que poseían alrededor de la ciudad, sus esclavos y el hecho de que llegaron a monopolizar los cargos en el Cabildo de Santo Domingo en los años que siguieron el despoblamiento. La competencia entre los miembros de las élites por los limitados recursos que las instituciones locales tenían a su disposición se convirtió en una fuente de conflictos. La participación de esclavos en esas confrontaciones –a menudo como protagonistas– resulta reveladora de la naturaleza de la relación existente entre esas élites locales y sus trabajadores esclavizados. La decadencia económica supuso también cambios radicales en la sociedad, y posiblemente impactaron las interacciones cotidianas entre esclavos y amos.
Delito, poder y transformación de la esclavitud urbana
La participación de los esclavos de Juvel en el asesinato de Silvestre Cuello revela importantes diferencias con la de otros esclavos en un complot ocurrido en fecha más temprana, en 1582. Ese año, Simón, un hombre que era propiedad de Luis de Morales, canónigo de la catedral de Santo Domingo, fue interrogado a propósito de los ultrajes que los oidores de la Audiencia de Santo Domingo y algunos residentes de la localidad habían cometido contra el gobernador y presidente de la institución Gregorio González de Cuenca. A punto de ser torturado, Simón confesó que, siguiendo órdenes de su amo, él y un mulato esclavo propiedad de otro residente habían pegado unos libelos contra el gobernador en varios puntos de la ciudad. También contó que Morales, su amo, le había indicado que fuera al cementerio con el mismo esclavo, desenterrara las cabezas de algunos cadáveres y se las llevara. Después de reunidas seis o siete cabezas, Morales había escrito unas palabras en ellas (Simón no sabía lo que decía) y les pidió a los esclavos que las colocaran en algunas esquinas de la ciudad que les especificó, entre ellas, la esquina de las cuatro calles, los soportales enfrente de la casa del contador Álvaro Caballero y otros vecinos y oidores.[26] No está claro qué puede haber significado aquella macabra exhibición de cabezas humanas en la ciudad, pero parece haberse tratado de una campaña para intimidar al gobernador. Si le sumamos el hecho de que uno de los oidores de la Audiencia en aquel momento, que era uno de los principales enemigos del gobernador, se llamaba Alonso de las Cabezas, el incidente puede haber sido un siniestro recordatorio al gobernador sobre el poder de sus enemigos.
El papel de Simón en el incidente de los cráneos, ocurrido en 1582, parece haber sido el de un hombre que obedecía fielmente las órdenes de su amo. El contexto que rodeó el asesinato de Silvestre Cuello (que encabeza este artículo), sesenta años después, ofrece un marcado contraste. Melchor Luis y los otros esclavos de la estancia de Luis Juvel parecen haber estado muy resentidos por la actitud de Silvestre Cuello y su imposición de métodos disciplinarios para hacerlos trabajar más duro de lo que acostumbraban. Ello se evidencia en la declaración del esclavo Melchor Luis.[27] Cuello, que había servido como soldado en Brasil antes de su llegada a Santo Domingo, probablemente había sido testigo de las brutales condiciones de trabajo a las que se sometía a los esclavos en las plantaciones azucareras brasileñas. ¿Había intentado reproducir esa disciplina en la estancia de Don Luis Juvel? De ser así, los esclavos de Juvel debieron sentirse conmocionados.[28] Por otra parte, la posición de Silvestre Cuello, un portugués y extranjero sin vínculos sociales y políticos de importancia con la élite de la isla, pueden haberlo convertido en un objetivo fácil. No está nada claro si Cuello realmente sostenía una relación amorosa con la dueña de la casa, Isabel de Castillo. Melchor Luis aseveró que ese rumor corría desde hacía algún tiempo, pero que nunca vio ninguna conducta indebida entre ambos. Es más probable que algunos esclavos echaran a correr el rumor, se lo atribuyeran a Cuello, y se aseguraran de que llegara a oídos del amo, el esposo supuestamente traicionado, con lo que se aseguraron la excusa perfecta para vengarse del mayoral. Si Don Luis Juvel efectivamente dio la orden de matar a Silvestre Cuello, ello indicaría un grado inusual de complicidad entre él y sus esclavos para cometer el asesinato del que, pese a su posible estatus más o menos marginal, era un residente blanco de la isla. El fiscal de la Audiencia dictaminó que Don Luis Juvel debía ser
“…castigado con más rigor por haber cometido un delito tan enorme y ajeno de la nobleza y que aunque esta faltase al dicho Silvestre Cuello, por ser un pobre portugués criado suyo, la atrocidad del mismo delito y circunstancias de él piden a voces su castigo…”.31
Por supuesto, también es posible que Don Luis Juvel no diera la orden de asesinar a Cuello, y que Melchor Luis y los demás esclavos decidieran deshacerse del mayoral. La naturaleza sumamente ritualizada del crimen, en el que el miembro de más edad del grupo asestó la herida mortal en el cuello, parecería indicar que Melchor Luis y sus compañeros fueron minuciosos en su ejecución. Pero, ¿por qué declarar ante la esposa de Juvel y los demás huéspedes de la estancia que lo hacían por orden de su amo? Parece que de cierta manera estaban convencidos de que su amo aprobaría sus acciones, y por tanto, evadirían el castigo. Sea cual fuere nuestra interpretación, el asesinato de Silvestre Cuello parece haber sido resultado de una relación de peculiar colaboración entre Luis Juvel y los esclavos de su estancia. Esa cooperación no se derivaba únicamente de la obediencia de los esclavos a los deseos de su amo. Por el contrario, parece que los esclavos de Juvel tenían razones propias para atacar y matar al mayoral. Según la declaración de otra esclava de la estancia, Pedro habría dicho que “lo había hecho por su gusto y porque su amo se lo había mandado”.[29] El honor mancillado de Don Luis les habría proporcionado a Pedro y a Melchor Luis el espacio que necesitaban para actuar contra Cuello por sus propios motivos. Se trata de una conveniente convergencia de las voluntades de un esclavista y sus esclavizados.
Pero el caso de Juvel no es el único en el que los dueños emplearon a sus esclavos contra otros colonos blancos. La singularidad del caso de Juvel no reside en su violencia, sino en que dicha violencia se empleó contra una persona que carecía de fuertes vínculos en el seno de la sociedad local. Por lo general, los conflictos violentos recogidos en las fuentes entre residentes blancos tenían lugar entre dos individuos que sí tenían una posición social y económica, y se disputaban una posición de influencia en la sociedad colonial de Santo Domingo. En 1675, Lope de Morla invitó a la casa a su suegro, Diego Franco de Quero. La relación entre ambos puede describirse como extraordinariamente tensa. Diego Franco era caballero de la orden de Santiago y cabeza de una de las familias más ilustres de la isla. Su esposa había muerto muchos años antes, y en 1675 había sido electo alcalde ordinario de la ciudad de Santo Domingo. Lope de Morla se había casado con la hija de Franco, Elena Enríquez, sin consentimiento y contra los deseos de su padre, lo que había dado pie a un escándalo en la ciudad y producido la ruptura de relaciones entre padre e hija. Inicialmente, Diego Franco había desheredado a Elena, pero más tarde admitió que le había entregado la parte que le correspondía de la dote de su difunta madre a fin de mantener una relación amistosa con la pareja. Diego Franco fue recibido cordialmente en el hogar de Lope. Comenzaron a hablar y en algún momento, en el curso de la conversación, Lope le pidió a Franco que confirmara los rumores que había oído de que pretendía volver a casarse. Cuando Franco lo hizo, Lope fue presa de una gran agitación, se levantó de su asiento, empezó a gritarle a su suegro y lo empujó al suelo. En ese momento, un grupo de esclavos negros y mulatos salieron de donde se hallaban ocultos, le quitaron a Franco su espada y su capa con el emblema de la orden de Santiago, y se dedicaron a la tarea de cortarla en pedazos mientras lo insultaban. Diego Franco presentó una demanda en la Audiencia contra Lope de Morla, pero el caso nunca prosperó porque Lope de Morla tenía aliados importantes en el Cabildo y la Audiencia de Santo Domingo. De ahí que sus acciones no recibieran ningún castigo.[30]
El hecho de que sus esclavos estuvieran a la espera de la confrontación para participar en ella parece indicar que Lope de Morla no perdió los estribos, sino que este orquestó cuidadosamente la escena. Invitó a su suegro e inquirió deliberadamente sobre sus intenciones de volverse a casar. Si Franco lo hacía, una nueva esposa y la suposición de nuevos hijos de esta unión habrían eliminado las posibilidades de la esposa de Lope de heredar una buena parte del patrimonio de su padre. La sustracción de la espada y la capa, que indicaban su estatus como hidalgo, aparecen como un acto premeditado de los esclavos de Lope (a instancias de su amo) dirigido a deshonrar a Diego Franco. El hecho de que fueran esclavizados quienes llevaran a cabo esas acciones era un insulto que se sumaba a la humillación del anciano caballero. Otra vez en este caso vemos que los dueños de esclavos locales no vacilaban en utilizar a sus esclavos en las confrontaciones y rivalidades personales con sus pares de la élite, y que los esclavos parecen haber estado convencidos de que sus amos los protegerían de las consecuencias legales de esos actos.
Incluso más revelador que el caso de Lope de Morla es el de su más importante protector y aliado de la isla, Rodrigo Pimentel. Durante la mayor parte del tiempo entre la década de 1630 y su muerte en la de 1680, Pimentel se las ingenió para controlar casi todos los aspectos de la vida política de la isla a través de sus parientes en la Iglesia y el Cabildo de Santo Domingo, una fuerte red clientelar, y las alianzas que estableció en la Audiencia. A mediados de la década de 1630, Pimentel era uno de los dos funcionarios locales encargados de recaudar la alcabala en Santo Domingo. Su colega, Juan López de Luaces Otañez era un peninsular vinculado a la elite local por vía matrimonial. López parece haberse tomado en serio sus responsabilidades de recaudador de impuestos, y no vacilaba en confiscarles esclavos y otras propiedades a los residentes locales que no pagaban su cuota de la alcabala, incluidos los parientes de Pimentel. Este comportamiento indignó a Pimentel, el cual sostuvo en público un intercambio de palabras acalorado con Juan López.[31] Además, Pimentel movilizó a sus aliados y familiares del Cabildo para que firmaran un documento mediante el cual se deponía de su cargo a Juan López y se nombraba en su lugar a su amigo Juan Fernández de Torrequemada.[32] Ello le proporcionó a Pimentel un control total sobre los fondos que se recaudaban para dedicarlos a sus propios negocios, y le permitía cobrarles los impuestos a quien deseaba y olvidar los de sus amigos y parientes, lo que robusteció la posición como jefe de su red clientelar en Santo Domingo. Juan López denunció una y otra vez esas prácticas, lo que finalmente llevó a Rodrigo Pimentel a la cárcel durante tres meses. Solo fue liberado cuando sus aliados en el Cabildo de Santo Domingo garantizaron al gobernador que aclararían las cuentas de la alcabala.36
En 1638, Juan López compró el puesto de regidor del Cabildo de Santo Domingo por renunciación de dicho oficio de su cuñado.37 A Pimentel, la noticia debe haberle parecido una clara amenaza a su posición preeminente en el Cabildo y decidió intervenir. Poco después de que se hiciera pública la cesión del cargo de regidor a Juan López, un esclavo propiedad de Pimentel, de nombre Alonso Pimentel, emboscó y atacó con un cuchillo a Juan López frente a su casa con la intención de degollarlo. López recibió algunas heridas de consideración en la cara y la cabeza, pero no fueron fatales. Numerosos testigos declararon en la subsiguiente investigación que Alonso Pimentel había buscado a Juan López durante la noche en distintos puntos de la ciudad.38 De inmediato, su amo Rodrigo Pimentel fue considerado sospechoso, por lo que se le sometió primero a arresto domiciliario y más tarde en diferentes prisiones de la ciudad. La Audiencia dictaminó que el arresto era apropiado “[p]or ser el crimen alevoso, infame y vil, por el cual se pierde el privilegio de la nobleza y el militar, para que con toda quietud y conformidad se castiguen semejantes delitos tan dañosos en la República”.[33] La detención de Pimentel inmediatamente después del ataque demuestra que los jueces de la Audiencia creían que era capaz de hacer que su esclavo obedeciera sus órdenes contra otros miembros de las élites locales.
Si bien la Audiencia puso en evidencia la gravedad del crimen a ojos de los funcionarios peninsulares, otros miembros de las élites locales trataron de exculpar a Pimentel afirmando que era imposible que un hombre de su rango actuara de manera tan despreciable. El regidor Juan de Aliaga, al declarar como testigo de la defensa, afirmó que las acusaciones contra Pimentel eran “voz del diablo como sucedió en la muerte de Cristo Señor Nuestro y que de más de lo dicho no se persuade a que [si] don Rodrigo estuviese agraviado, se dejara de desagraviar por sus manos sacando al dicho Juan López Otañez al campo, que es lo que se practica en los hombres que tienen obligación como tiene el dicho capitán don Rodrigo.”[34]
En otras palabras, la defensa que Aliaga hizo de Pimentel se sustentaba en la idea de que hombres de su rango y posición no atacaban o mataban a nadie por medio de sus esclavos. No obstante, en La Española del siglo XVII abundan las evidencias de que dichos ataques sí ocurrieron, lo que indica que las élites locales se encontraban enzarzadas en una enconada batalla por el prestigio social y político en la ciudad, y que, en esos conflictos, los esclavos a menudo se convertían en los instrumentos que empleaban los amos contra sus rivales. Desde la perspectiva de los esclavizados, la participación en esas acciones puede haber sido vista como una vía para congraciarse con sus dueños –quienes los mantenían bajo un estricto control–, mejorar sus condiciones de vida y, tal vez, en el futuro, alcanzar la libertad.
Como en el caso de Lope de Morla, el ataque a manos de un esclavo tenía un significado especial. Juan de Aliaga, testigo de Pimentel, lo reconoció al afirmar en broma “que se le hizo agravio [a López] en darle las dichas heridas no solo siendo mano de mulato, mas lo fuera muy grande mano de una linda dama”.[35] Las élites de la ciudad de Santo Domingo interpretaron el mensaje de Pimentel como un ataque directo al honor y a la masculinidad de Juan López. Aunque el intento de asesinato no tuvo éxito, la humillación de López, atacado y herido por un miembro marginal de la sociedad que era propiedad de su enemigo, fue entendido con toda claridad por los habitantes de la ciudad. También resulta posible imaginar que el objetivo del ataque no consistió tanto en matar a López sino en humillarlo.[36] Irónicamente, el código de honor no escrito, que exigía que las élites resolvieran sus disputas con sus propias espadas, hacía del empleo de esclavos una manera muy poderosa de sumar el insulto a la injuria.
Una humillación posiblemente mayor fue que Rodrigo Pimentel resultó absuelto por falta de pruebas de su participación directa en el ataque. Como Alonso Pimentel, el esclavo atacante, había desaparecido de la ciudad inmediatamente después de su acción, fue sentenciado a muerte en ausencia. Después de abandonar la ciudad, Alonso Pimentel fue a vivir en el valle de Guaba, en el norte de la isla. En 1644 regresó a Santo Domingo y se entregó a la justicia. Se declaró inocente de todos los cargos y declaró que había huido porque se había asustado al oír que se le acusaba del crimen. Aunque algunos miembros de la Audiencia querían torturarlo para averiguar la verdad, los abogados de Rodrigo Pimentel arguyeron que era innecesario, dado que la familia de Juan López no quería continuar con el proceso tras la muerte de López por causas no relacionadas con el ataque. En octubre de 1644, Alonso Pimentel fue liberado, con lo que quedó anulada la sentencia de muerte previa, y regresó al servicio de su dueño en Santo Domingo.[37] El regreso de Alonso Pimentel a la ciudad, y el empleo por parte de su amo de sus contactos políticos en su defensa, seis años después del ataque a López, parecen indicar que ambos se mantuvieron en contacto mientras Alonso permaneció fuera de la ciudad. Lo oportuno de su regreso (Juan López había muerto en algún momento entre 1642 y 1644) no parece una coincidencia, y también podría apuntar a que Pimentel le dio instrucciones a su esclavo de que regresara cuando él estimara que sus aliados podían obtener una anulación de la sentencia previa. Más allá de las circunstancias del regreso de Alonso, la relación entre ambos hombres parece haber sido inusualmente estrecha. Aunque no existen evidencias escritas que lo prueben, el uso por Alonso del apellido de Rodrigo y su categorización como “mulato” podrían indicar que era su hijo ilegítimo, lo que explicaría el alto nivel de complicidad entre ambos y el uso de recursos por parte de Rodrigo para absolver de sus cargos a Alonso a su regreso a la ciudad.
La fuerte división social entre géneros incidía de manera fundamental en las relaciones íntimas que los esclavos y las esclavas mantenían con sus amos. Estos últimos podían requerir a los varones que participaran en esos ataques contra sus pares, mientras que a las mujeres posiblemente les solicitaban que realizaran otras actividades de carácter íntimo dentro y fuera de la casa. Los dueños solían aplicar distintas formas de coerción para mantener relaciones sexuales con sus esclavas. Fuera o no hijo de Rodrigo, a Alonso se le describía como un esclavo mulato, lo que ilustra la creciente frecuencia con que la población masculina blanca de Santo Domingo sostenía relaciones sexuales con mujeres de color libres y esclavas durante el siglo XVII.
Afrodescendientes libres y la desigualdad en Santo Domingo
La relación entre los afrodescendientes libres y la elite criolla también sufrió importantes transformaciones. En 1602 se fundó la cofradía de Nuestra Señora de Candelaria a petición de un africano libre proveniente de Biafra llamado Antón López. En 1613, la cofradía ya contaba con más de 300 miembros, tanto negros como españoles. La Audiencia informó que las actividades del grupo eran consistentes y dio fe de sus obras pías a favor de la comunidad. A pesar de esa buena reputación, los miembros de la Audiencia señalaron que el gobernador le había prohibido a la asociación reunirse sin la presencia de al menos una “persona principal”.[38] Era bastante frecuente que entre los miembros de la Audiencia (incluido su presidente-gobernador) existieran opiniones diversas y a menudo completamente opuestas sobre el nivel de supervisión que requerían los afrodescendientes. Integrada casi exclusivamente por peninsulares en el ejercicio de su primer cargo en las colonias, algunos miembros de la Audiencia desconfiaban de las intrigas que podrían desarrollarse en una reunión de personas de color, esclavas o libres, que careciera de supervisión.
Esos temores parecían haberse disipado completamente en 1637, cuando el oidor Pedro Álvarez de Mendoza recibió una carta del gobernador de Santiago (de Cuba) en la que le informaba de una posible conspiración de negros libres y esclavos de La Española que se proponían levantarse en armas y entregarles la isla a los holandeses. El oidor manejó la noticia con cuidado, e incluso organizó una expedición a una estancia de la isla de cuyos propietarios se sospechaba que se dedicaban al contrabando con extranjeros. A pesar de esas precauciones, Álvarez señaló que es gente que jamás se les ha conocido alteración alguna, antes en todas ocasiones que se han ofrecido de pelear con el enemigo ellos han sido los que primero acudieron y siempre han mostrado ser muy servidores de Vuestra Majestad.
La investigación encontró alguna tela de contrabando, pero, a juicio de los funcionarios que la realizaron, los negros y mulatos libres que encontraron eran todos “muy dóciles y tranquilos”.[39]
En La Española se produjo una colosal transformación demográfica. De 5,785 españoles y 10,000 afrodescendientes libres y esclavos en 1606, la isla pasó a tener 1,727 españoles y más de 4,500 afrodescendientes esclavos y libres de color – aproximadamente la mitad de cada una de esas categorías– en 1681.[40] En otras palabras, en un clima de gran descenso poblacional en la colonia a lo largo del siglo XVII, el número de habitantes de color –libres y esclavos– pasó de dos veces el de la población blanca a inicios del siglo a triplicar la población española. Quizás como resultado de la creciente diferencia entre las poblaciones negra y blanca, los temores de una rebelión de esclavos o de libres de color no hicieron más que crecer entre algunos funcionarios de la Corona. Pero a la mayoría de los residentes en la isla, la posibilidad de una rebelión a gran escala no le parecía realista. Como la importación de esclavos procedentes de África fue mínima durante esos años, hay que considerar –además de las uniones entre esclavos– el papel desempeñado por las relaciones sexuales interraciales en esos cambios poblacionales. Las variadas formas de intimidad que trascendían la barrera del color transformaron La Española de muy diversas maneras.
Sin embargo, la proximidad y la colaboración estrecha entre blancos y negros nunca se tradujeron en un sentimiento de igualdad. Los funcionarios coloniales, en especial los procedentes de España, estaban decididos a mantener su sentido del orden basado en el dominio blanco. Los deseos de superioridad blanca colmaban el discurso y los escritos de las élites locales. Tras el abortado ataque de los ingleses a la ciudad de Santo Domingo en 1655, los lanceros negros –esclavos y libres– que habían desempeñado un papel crucial en la victoria española, recibieron numerosos elogios de la población blanca de la isla, pero esos encomios a menudo iban acompañados de comentarios que subrayaban la inferioridad de las personas de color a ojos de los locales, y la necesidad de mantenerlas bajo supervisión. Por ejemplo, la Orden Mercedaria de Santo Domingo le escribió a la Corona en 1656 celebrando el papel desempeñado por el conde de Peñalba, el gobernador de la isla durante el ataque inglés. Los frailes señalaban la capacidad del conde para unir los esfuerzos de todos contra el enemigo común, “hasta las [voluntades] de los hombres pardos y negros, que en ocasión mostraba cada cual más valor del que tenían sus corazones”.[41] En una sola oración los frailes mercedarios despojaron a los afrodescendientes del mérito que habían demostrado en el campo de batalla y que les permitió a las fuerzas españolas defender con éxito la ciudad contra unas fuerzas inglesas mucho más numerosas. Aunque los frailes describían a los afrodescendientes libres de la isla como rebosantes de valor, no era porque fueran valientes por naturaleza. En su lugar, los mercedarios le atribuían todo el mérito al liderazgo del gobernador español, el cual les infundió el valor que sus corazones carecían.
Hay también evidencias de que existía animosidad e incluso violencia desembozada entre blancos y personas de color, en especial cuando las últimas se dirigían a los españoles sin mostrar la deferencia exigida. En mayo de 1634, el mulato libre Manuel Rodríguez estaba en su casa mientras su hermana celebraba una fiesta con amigos y vecinos en honor de la Santa Cruz. El soldado español Diego López (sin relación con el previamente nombrado Juan López) asistió a la fiesta, y en determinado momento de la noche se enfrentó directamente a la hermana de Manuel Rodríguez. Según los testigos, por razones que no están claras, López empezó a romper los decorados de la fiesta. La hermana de Rodríguez intervino para exigirle que se detuviera, y parece haberse dirigido a él de manera que el soldado interpretó como una insubordinación. Este le preguntó “… si estaba loca que hablaba de aquella manera, que si entendía que hablaba con algún mulato como ella”. El soldado además la golpeó en la cabeza con un palo, con lo que la hizo sangrar profusamente. A ojos de López, la hermana de Rodríguez había olvidado su lugar al dirigirse a él, y muy posiblemente empañado su honor de blanco español de manera que exigía una respuesta pública y violenta como correctivo a su transgresión. El ataque también les recordaba a todas las personas de color presentes su posición de subordinación en la sociedad colonial.[42]
Es posible que Manuel Rodríguez pensara que la venganza era la única manera de reparar el honor de su familia. Según Diego López, unos días después Rodríguez lo emboscó en la ciudad y lo hirió en la cabeza y una mano. El ataque de Rodríguez a un soldado español de la guarnición también puede interpretarse como una negativa a aceptar la abyecta posición en que López le había situado tanto a él como a su familia, como personas de color en la sociedad colonial. En opinión de Rodríguez, la agresión pública de López a una hermana constituía una clara violación del honor de su familia, cuya base se hallaba en su capacidad para proteger a sus miembros. Ante tales violaciones, no cabía sino enfrentarse al infractor en los términos más enérgicos. Desde la perspectiva de Diego López, la agresión directa y pública de Rodríguez requería una respuesta rápida y contundente. Pocos días después de atacar a López, Rodríguez cruzó el río Ozama en un bote desde la margen este hacia la ciudad de Santo Domingo. Le dijo al barquero que regresaba porque había olvidado su espada, y había soldados que estaban intentando matarlo. En cuanto llegó a tierra en la margen opuesta, dos soldados enviados por Diego López se le acercaron y sujetándolo del cuello de la camisa le preguntaron: “¿Sabes quién soy, mulato?”, a lo que contestó que sí. Entonces, uno de los soldados sacó un puñal y se lo hundió en el cuello. Tras darle múltiples patadas, los soldados se marcharon en dirección a la ciudad, dejando a Rodríguez en el suelo, sangrando profusamente y pidiendo confesión. Murió allí pocos minutos después.[43] Había que preservar las jerarquías raciales, sobre todo a medida que decrecía la población española y nuevas formas de socialización interracial se convertían en la norma. Los blancos pobres con limitados vínculos sociales y políticos con las élites locales, como los soldados españoles destacados en la isla, veían su posición más fácilmente amenazada. La violencia y el terror se convirtieron en maneras efectivas de reafirmar sus privilegios.
Conclusión: la reconfiguración de la esclavitud urbana
La confrontación entre Diego López y Manuel Rodríguez, y el asesinato de este último a manos de los soldados, representan dos maneras muy diferentes de percibir el papel de las personas de color en la sociedad de Santo Domingo. Para los españoles, con independencia de la proximidad en que vivían los libres de color y las élites blancas de la isla, los primeros debían reconocer el lugar subordinado que ocupaban en el seno de la estructura social de la colonia. Se permitían las familiaridades siempre que contribuyeran a sustentar una jerarquía racial observada en público y los blancos fueran objeto de un trato deferente. Por otro lado, los afrodescendientes libres se acostumbraron a esas familiaridades e impugnaron el papel limitado y subordinado al que los circunscribían las élites blancas. En lo que toca a los esclavizados, como vimos en el caso del asesinato de Silvestre Cuello, la familiaridad con los amos les brindaba oportunidades para mejorar su situación, siempre dentro de los límites de su estatus legal como esclavos. Es posible que algunos esclavos domésticos como Alonso Pimentel hayan mantenido una relación extremadamente cercana con sus amos, lo que explicaría su participación tan principal en el intento de asesinato a Juan López, su huida, su regreso a la ciudad ocho años después, así como el respaldo que recibió de Pimentel para que se le liberara sin castigo.
Esos casos nos permiten apreciar el estado de las relaciones raciales en Santo Domingo durante la primera mitad del siglo XVII. Se trataba de una sociedad en transición: pasaba de ser una sociedad esclavista de plantación a convertirse en un territorio de frontera en el que la población de ascendencia africana aumentaba proporcionalmente a la vez que la española decrecía, lo que creaba un nuevo paisaje racial pleno de contradicciones, negociaciones y violencia. Mientras los propietarios de esclavos hacían cada vez más uso de sus esclavos como una herramienta apropiada para sus intrigas sociales y políticas, al mismo tiempo, la participación de los esclavos en esas acciones violentas contra otros miembros de la élite debe entenderse en el marco de un amplio abanico de comportamientos que iban desde la obediencia a sus amos hasta un paso calculado hacia el logro de sus propios objetivos sociales.