1. Introducción
Tradicionalmente se han estudiado especialmente los aspectos políticos, sociales y económicos, dejando en un segundo plano otras cuestiones cotidianas como las mentalidades o las relaciones afectivas. Sin embargo, estas vivencias de la vida cotidiana, en muchos casos reprimidas al ámbito de lo privado por los poderes religiosos y civiles, nos aportan las claves para entender la forma de actuar de estas personas.
En la metrópolis, el control inquisitorial y la vara de la justicia ejercían una gran presión grande sobre la población, castigando duramente determinados delitos. Se estimaba que lo que ocurría de puertas adentro de una casa pertenecía al ámbito privado por lo que ahí no solían intervenir las autoridades. En cambio, sí era competencia de los tribunales el decoro público, es decir, todo lo que ocurría de puertas afuera que no era poco. Desde finales del siglo XV se estableció toda una red de mancebías o prostíbulos municipales que pretendían reducir las violaciones[1]. Los hombres eran más numéricamente y las violaciones de mujeres y niñas del Tercer Estado eran moneda de cambio habitual. Por ello se estimaba que era preferible la prostitución controlada que la violación[2], una situación que se mantuvo hasta el 4 de febrero de 1623 en que Felipe IV decretó la prohibición de dichas mancebías[3]. Esta nueva medida prohibitiva pretendía mejorar la moral pública, pero solo consiguió que la prostitución se volviese clandestina, al tiempo que se creaban galeras o cárceles de mujeres. Estas prisiones se convirtieron en una gran amenaza en general para todas las féminas pobres y en particular para aquellas que se apartaban de las normas morales y sociales imperantes en su tiempo. Unas medidas represivas que, además de no acabar con la prostitución ni con los abusos deshonestos, solo sirvieron para empeorar la situación de miles de mujeres que no estaban suficientemente protegidas por un varón.
En teoría la poligamia estaba penada por las leyes, máxime después de que los anabaptistas pusiesen en práctica en la ciudad de Müntzer la libertad sexual y la propiedad colectiva. Desde entonces, y pese a la instauración de un protestantismo reformado, ser polígamo implicaba ser sospechoso de protestantismo, lo que agravaba considerablemente el delito. No obstante, en la praxis, pese a estas medidas coercitivas, hubo una notable permisibilidad ante los abusos, sobre todo si los perpetradores eran varones de los estamentos privilegiados y las agredidas de baja extracción social. Efectivamente, si el amancebamiento lo encabezaba un sacerdote, dado que no se podía casar, normalmente el asunto se solventaba ocultando el proceso, en medio de un pavoroso silencio[4]. También había una sórdida tolerancia si el infractor era un miembro de la oligarquía y la
agredida una mujer del Tercer Estado, sobre todo las dedicadas al servicio doméstico, procedentes muchas de ellas del medio rural y sin la debida protección de un hombre. No hay que sorprenderse por ello, se trataba de una sociedad donde había algunas ideas que hoy podemos ver como perversas, como que las mujeres en general eran lascivas y mentirosas, especialmente si se trataba de mulatas o de negras[5].
Ahora bien, los pecados nefandos, el bestialismo y determinados tipos de violaciones se saldaban con duras condenas, incluso con la hoguera[6]. Si la agredida era una mujer de alta alcurnia, ya fuese soltera, viuda o casada, la sanción para el infractor podía ser importante, incluyendo la pena de prisión y condenas a servicios forzados. Como bien escribió Victoria Rodríguez, se toleró la supuesta incontinencia sexual de los hombres siempre y cuando las víctimas de sus excesos no fuesen del grupo de las prohibidas, es decir, de aquellas que estaban amparadas por la sociedad[7].
Entre estas protegidas se encontraban las mujeres de alto linaje y las monjas, cuya reclusión monástica les brindaban esa seguridad. Con respecto a las primeras era obligación del varón, defenderlas, como esposa, como hermana o como hija, salvaguardando la honra de todo el linaje[8]. Ahora bien, incluso en estos casos de mujeres bien amparadas, si el infractor era un miembro del estamento privilegiado, lo más probable es que quedase sin castigo o con una pequeña multa pecuniaria[9]. En cuanto a las religiosas, el castigo que preveían las leyes castellanas, tanto las Partidas como el Fuero Real, eran indefectiblemente la pena capital. Se estimaba que la monja no era exactamente una persona soltera, sino que estaba desposada con Jesucristo. Por ello, tanto si fue forzada como si accedió de manera voluntaria, simplemente la inducción al matrimonio o el estupro se consideraba un acto no solo adúltero, sino incestuoso y sacrílego, cuya gravedad solo se podía pagar con la pena de muerte[10].
Y es que no hay que olvidar que la sociedad de la época era clasista y se basaba en la desigualdad natural: los hombres prevalecían sobre las mujeres, los que tenían sangre noble frente a los plebeyos, los cristianos viejos frente a los neófitos, los burgueses ricos frente a los pobres, los adultos sobre los niños, etcétera[11]. Esa era la realidad en la metrópolis, la indefensión de unas, pero la protección de otras. Un universo cerrado, bien vigilado por pesquisidores, párrocos e inquisidores que en ocasiones creaban un ambiente fétido en torno a unos supuestos valores tradicionales que la novela picaresca se encargó de caricaturizar[12].
Ya veremos como en las colonias americanas, y concretamente en el caso que estudiamos de Santo Domingo, se dieron las circunstancias para que el grado de libertad y de libertinaje fuese mucho más amplio. Encontramos un porcentaje mucho más alto de delitos sexuales y también un mayor grado de impunidad, incluso en los casos de mujeres teóricamente protegidas.
2. América, el paraíso de Mahoma
Es bien sabido que América se convirtió en una especie de paraíso de Mahoma, donde muchos conquistadores y colonizadores practicaron la barraganía o el concubinato. En España había muchos casos de transgresiones, pero había una diferencia notabilísima: el control de las autoridades eclesiásticas era mucho mayor y también la vigilancia de la moralidad. No hay que olvidar en este sentido que las autoridades coloniales apenas controlaban un veinte por ciento del continente, quedando enormes vacíos, como el oeste de Norteamérica, la Pampa austral o los Llanos venezolanos. Por ejemplo, este último espacio abarcaba más de medio millón de km2, entre los actuales Estados de Venezuela y Colombia[13]. En ese vasto territorio, dominado por la sabana, se formaron grandes manadas de ganado cimarrón vacuno y equino que constituyeron la forma de vida de los llaneros. Allí, junto a los nativos, sociedades primitivas autosuficientes, fueron llegando infinidad de arrochelados de muy distinta condición étnica: esclavos negros, mulatos, mestizos, indios y hasta europeos que huían de la represión física o ideológica de la llamada civilización.
Y es que la capacidad de acción de la Inquisición en las Indias Occidentales fue reducidísima. Baste un dato para verificarlo: en la Península Ibérica había dieciséis tribunales inquisitoriales para una extensión de medio millón de km2 mientras que un único tribunal novohispano debía ocuparse de un área seis veces superior[14]. Y aunque a partir de la erección del Tribunal de Cartagena de Indias, el 25 de febrero de 1610, Santo Domingo se incluyó en esta jurisdicción el Tribunal tenían una jurisdicción de casi un millón y medio de kilómetros cuadrados y la isla estaba muy lejos de la sede inquisitorial. Y prueba de ello es que fueron muy pocos los casos de vecinos de Santo Domingo juzgados por este Santo Tribunal[15].
Y, además, salvo algunos comisionados, como el obispo Alonso Manso o fray Juan de Zumárraga, el tribunal no comenzó a funcionar hasta 1571. Si ya en la propia Península Ibérica algunas zonas rurales escapaban en buena medida al control inquisitorial, en América, salvo en las sedes inquisitoriales, el Santo Tribunal estaba demasiado lejos como para infundir temor alguno. Se trata de un aspecto a tener muy en cuenta para entender el grado de libertad y libertinaje en las relaciones humanas de los reinos de Indias. Una idea que se puede traducir en datos concretos, mientras los casos de personas laicas relacionadas con temas sexuales apenas sumaban el seis por ciento en la Península Ibérica, en Nueva España se acercaba al veinticinco por ciento, mientras que en lo referido a religiosos la cifra de procesados triplicaba al conjunto de los tribunales españoles[16]. Eso evidencia la magnitud de las transgresiones sexuales en América, especialmente los amancebamientos, aunque no faltaban estupros, violaciones y relaciones homosexuales, llamada entonces sodomía o pecado nefando.
Como tendremos ocasión de comentar, los casos de amancebamientos en el Santo Domingo del siglo XVII se contaban por decenas, sin que salvo en raras ocasiones las penas fuesen graves. Una de las cosas que animaba a los conquistadores era la posibilidad de ganar dinero y honra. Pero no sólo tenían sueños de enriquecimiento, sino que también veían en el Nuevo Mundo la posibilidad de crear una sociedad primitiva, tolerante y más abierta, tan diferente a la que ellos sufrían diariamente[17]. El Nuevo Mundo también fue la nueva frontera de libertad, donde marchaban los perseguidos por la santa Inquisición, judeoconversos o moriscos, mujeres que habían tenido hijos al margen del matrimonio, etc. Hay que situarse en la época para entender las ingentes distancias que había entre los territorios de la Monarquía Hispánica así como los precarios medios de comunicación.
El fenómeno es conocido en toda la América de la Conquista. De hecho, muchos pioneros de las primeras décadas del siglo XVI, tanto conquistadores como colonos, soñaban con romper tabúes de carácter sexual. Los mitos los delatan, como el de las amazonas que terminó dando nombre al río más caudaloso del mundo, la presencia de harenes, el mantenimiento de relaciones extramatrimoniales, etcétera18. Se trata de actitudes bastante generalizadas en la época, entre otras cosas, porque la mayoría de los conquistadores dejaron a sus esposas en Castilla19. En el Puerto Rico del primer tercio del siglo XVI, el regidor Sancho de Arango acusó a Sancho Velázquez, en su juicio de residencia, de vivir amancebado con tres indias y se echa con todas tres, lo que ratificaron varios testigos20. Pero estos amancebamientos no sorprendían a casi nadie, pues era una práctica muy generalizada desde los inicios de la colonización. Así, en el juicio contra Juan de Cárdenas, residente en Venezuela, en relación a su vida amancebada, el encausado afirmó que nadie en estas partes, teniendo casa, puede estar sin mujeres, españolas o indias[18].
El caso de Hernán Cortés es especial pues llegó a disponer en su residencia de Cuernavaca de más de cuarenta féminas, entre indias y españolas, manteniendo relaciones carnales con todas ellas. Y ello, sin importarle el parentesco, pues algunas eran hermanas y primas y parientas dentro del cuarto grado[19]. Y dado que el propio gobernador vivía amancebado, sus huestes no dudaron en seguir su ejemplo. Así, según Bernal Díaz, un palermo llamado Álvaro, en tan sólo tres años, tuvo treinta hijos con indias nativas, sin que nadie lo acusase de nada ilícito[20].
También en Perú, las mesnadas de Francisco Pizarro se dieron un auténtico festín carnal, repartiéndose las mujeres recluidas en los templos del Sol y las concubinas del Inca. Las esposas, hijas y parientes de los incas, así como las vírgenes recogidas en los templos, eran muy codiciadas, habida cuenta de la escasez de féminas hispanas. Tras el cautiverio de Atahualpa, se apresaron muchas nativas, la mayoría de ellas muy bellas[21].Usaron a las vírgenes del Sol y a otras mujeres de sangre real para satisfacer sus deseos carnales, lo cual llegó a escandalizar a una persona tan religiosa como Cieza de León. Según él, usaron de ellas como si fueran mancebas, sin ninguna vergüenza ni temor de Dios[22]. Llamativo fue el caso del capitán Francisco de Aguirre, conquistador de Tucumán, en Argentina, que se jactaba de haber procreado a casi medio centenar de mestizos, pues interpretaba que eso no era pecado sino más bien una contribución a la cristiandad y a Dios[23].
Ahora bien, una cosa era América y otra España; Alonso Becerra, natural de Zafra (Badajoz), regresó del Perú en 1556 desposado con una niña de unos ocho o nueve años. Una situación que en América no le había causado ningún problema especialmente si, como era el caso, la muchacha en cuestión era una india. Pero una vez en Zafra, el escándalo fue de órdago, produciéndose desavenencias de tal magnitud que desencadenaron la intervención de las autoridades eclesiásticas. Finalmente, el matrimonio se disolvió y la joven ingresó en el convento de la Cruz[24].
Conocemos otros casos, como el de la niña Mariana de Torres que, con doce años, su familia pretendió desposarla con el acaudalado Hernando de la Concha, residente en el Perú. Los padres sobornaron a varias comadronas para que certificaran que la pequeña era púber y estaba preparada para los esponsales. Sin embargo, la propia moza contrató a un abogado, Benito de Salvatierra, quien consiguió que un tribunal eclesiástico declarase nulo el matrimonio, al tiempo que disponía una indemnizaba a la chavala por los perjuicios[25].
También consiguió la nulidad Andrea Berrío que, en 1604, cuando tenía doce años de edad, su familia la desposó en Lima con Gerónimo Ufano. La ceremonia se hizo en medio del llanto desconsolado de la muchacha que después ¡hubo que atarla a la cama para que compartiera lecho con su ya esposo! Sin embargo, al igual que Mariana de Torres, tuvo el coraje de reclamar a un tribunal eclesiástico y conseguir la nulidad, siendo internada en un convento de Lima[26]. Sin embargo, esta posibilidad de resistencia no parece que fuera la norma pues, obviamente, una niña rara vez poseía la capacidad y el apoyo como para actuar como lo hicieron Mariana de Torres y Andrea Berrío.
3. Causas de la relajación
La casuística dominicana cuenta ya con una notable bibliografía, pues disponemos de algunos trabajos específicos sobre la época colonial dominicana, tanto dedicados al despotismo y a la picaresca en general como a la laxitud en materia sexual[27]. Asimismo, son de gran utilidad, por las valiosísimas informaciones que ponen a disposición de los investigadores, las colecciones documentales que está publicando en la última década el Dr. Genaro Rodríguez Morel, y a las que aludiremos en numerosas ocasiones a lo largo de estas páginas. En la isla Española, durante la época colonial, se dieron las condiciones para que se desarrollara una sociedad más libre aunque, en ocasiones, también más inmoral. Y ello por tres causas que explicaremos en las líneas que vienen a continuación:
Primero, porque las autoridades locales, que en teoría debían reprimirlas, fueron las primeras en estar implicadas en tales excesos. Desde los orígenes de la colonización, los oidores de la audiencia, entonces llamados jueces de apelación, los licenciados Juan Ortiz de Matienzo, Lucas Vázquez de Ayllón y Marcelo de Villalobos, así como el tesorero Miguel de Pasamonte, actuaron de manera clientelar, sentando las bases de un sistema despótico[28]. Ya estos primeros jueces de apelación cometieron todo tipo de delitos, lo mismo económicos que contra la moral pública, pues tanto Ayllón como Matienzo era público que mantenían sendas relaciones adulteras[29]. Esta relajación de la moral aumentó exponencialmente durante la etapa de gobierno del licenciado Alonso de Fuenmayor, que ostentó despóticamente el gobierno civil y religioso de la isla, al compatibilizar su cargo de presidente de la audiencia con el de obispo de Santo Domingo y Concepción de La Vega. Era público que Fuenmayor estaba amancebado con Catalina de Zúñiga, y con una mestiza de apellido Alvarado, lo que provocaba que ambas estuviesen siempre riñendo por conseguir los favores del prelado[30].
Segundo, por su aislamiento de los grandes centros de poder, reforzado desde 1564 con la creación del sistema de flotas. Y ello porque La Habana pasó a ser el puerto más importante del área caribeña mientras que Santo Domingo quedó relegada, ya de manera oficial, a la marginalidad[31]. Esa lejanía del poder tanto civil –metropolitano y virreinal– como religioso –la Inquisición mexicana– daba un generoso margen de maniobra, mucho mayor que el que disfrutaban en los centros de poder y, por supuesto, en la metrópolis[32]. De hecho, en Santo Domingo estos excesos sexuales, que en España y en las capitales virreinales competían a la Inquisición, estuvieron siempre bajo la jurisdicción de los tribunales civiles ordinarios36. De hecho, era la propia audiencia de Santo Domingo la que juzgaba, cuando lo creía oportuno, los casos de amancebamientos y otros delitos relacionados con el decoro público en general.
Y tercero, por la consolidación, desde mediados del siglo XVI, de una oligarquía criolla, cuyos intereses clasistas no coincidían con los peninsulares. Un grupo formado por descendientes de españoles nacidos en la colonia, pero también por mulatos en distintos grados, fruto de la fusión entre blancos y negras. De hecho, en una carta del cabildo de Santo Domingo al rey, fechada el 11 de agosto de 1684, decían que la mayor parte de los soldados de la ciudad estaban desposados con negras y mulatas, lo que dejaba la defensa de la plaza en manos de las personas de color[33]. Estos criollos veían con recelo a los funcionarios que llegaban desde la Península, pues había un conflicto de intereses entre unos y otros. Los primeros estaban todos implicados en el contrabando pues, desde mediados del quinientos, se convirtió en uno de los grandes motores de la economía de la isla y los segundos defendían el comercio legal y los intereses de la metrópolis[34]. Normalmente el presidente de la audiencia era un chapetón peninsular y los oidores eran criollos de la tierra, lo que provocó que los enfrentamientos entre ellos fueran habituales desde el tercer cuarto del siglo
XVI[35].
De ahí las dificultades que encontró Antonio Osorio para conseguir colaboradores con los que llevar a cabo las devastaciones. La élite criolla mantenía amplios intereses en el contrabando de la banda norte, una de las bases de la economía de la isla. Allí realizaban ventajosos negocios con contrabandistas, preferiblemente con portugueses, que raramente se dedicaban al corso, pero también con franceses e ingleses, aunque con frecuencia sufriesen también sus pillajes[36]. En el negocio estaban implicados casi todos los agentes económicos de la isla, desde simples esclavos cimarrones, hasta los funcionarios reales, e incluso personajes de alto linaje como Luis Colón, nieto del Descubridor del Nuevo Mundo[37]. Huelga decir que el contrabando era inherente al propio sistema monopólico que se basaba en proporcionar lo mínimo al precio más alto. Asimismo, la exportación legal tampoco era viable porque llegaban pocos barcos y los fletes eran desmesurados. Por ello, monopolio y contrabando eran dos caras de la misma moneda, necesarias ambas para la propia supervivencia del sistema[38].
En cambio, al menos en teoría, los funcionarios llegados de la Península tenían entre sus cometidos la defensa de los intereses de la oligarquía mercantil sevillana y de la propia Corona, ya que los impuestos reales se aplicaban sobre el comercio legal, y no sobre el contrabando. Y se mantenía un reducido pero lucrativo comercio entre Santo Domingo y Sevilla que los funcionarios chapetones trataban de preservar frente a los intereses de oligarquía criolla. Por poner solo un ejemplo concreto, entre finales del siglo XVI y principios del XVII operaba en la isla una compañía sevillana, formada por Pedro Díaz de Abreu, residente en Sevilla, y Francisco de Aguilar y Gonzalo Díaz de Aguilar, afincados en Santo Domingo. El primero consignaba pipas y botijas de vino además de otras mercaderías a los socios dominicanos que se vendían un 110 por ciento por encima de su coste en Castilla con un beneficio neto de más del 80 por ciento con respecto a la inversión. Este beneficio se invertía en comprar productos de la tierra que se enviaban a Sevilla. Así, en 1599 se embarcaron y registraron en el galeón llamado El Delfín Dorado los siguientes productos: azúcar, cueros, jengibre, azul, guayacán, cañafístula, oro y plata[39]. Este es el comercio que la Corona, a través de los funcionarios que enviaba, trataba de salvaguardar frente a los intereses locales.
Pero, como hemos dicho, estos chapetones encontraban graves dificultades para llevar adelante sus proyectos o los propios mandatos regios, por lo que la mayoría terminaba resignada o simplemente pedía su traslado a otra plaza del continente americano. Los criollos casi siempre resultaban impunes; de ahí que alguno de ellos proclamara a los cuatro vientos y sin temor alguno una frase cuanto menos osada: Dios está en el cielo, el rey está lejos y yo mando aquí[40]. Una actitud que debió ser bastante usual al menos en las regiones más apartadas de las capitales virreinales. De hecho, en las paredes de la antigua Real Audiencia de Santo Domingo se encontró un grafiti sobre un acaudalado comerciante del siglo XVII avecindado en dicha ciudad y que decía así: No hay más ley ni más rey que don Rodrigo Pimentel[41]. Este distanciamiento entre la oligarquía criolla y las autoridades metropolitanas o virreinales favoreció un clima de relajamiento moral que, en ocasiones, pudo acentuar la bajeza moral con la que algunos colonos se comportaron.
La relajación y laxitud de la moralidad privada se veía reforzada, pues, por el poder de la élite criolla y por el hecho de que estos delitos solían quedar impunes. No deja de ser sintomático que, en 1579, se dijera que a través del puerto de la Yaguana se exportaban miles de cueros y se importaba principalmente ropa fina, como sedas y lencerías[42]. Los casos se cuentan por decenas; mientras el presidente de la audiencia vivía amancebado con una tal Catalina de Zúñiga, el deán de La Vega hacía lo propio con Juana de Peláez, y además sin secretismo porque era totalmente público en toda la isla.
4. Amancebamientos y otros excesos
Desde los primeros años de la colonización se dieron las circunstancias para que hubiese una miscigenación entre los colonos que llegaban solteros o tenían a sus mujeres en Castilla y las mujeres de la tierra. Obviamente no hubo una repulsa racial, pero sí discriminación, pues los peninsulares raramente se casaron con las indígenas. Y, por supuesto, fue del todo impensable que un indígena se desposara con una mujer española, las cuales escaseaban y estaban reservadas para el grupo dominante.
Ya en 1493 nació el primer mestizo, un hijo del repostero real Pedro Gutiérrez que murió violentamente antes de cumplir el año de edad[43]. En los años siguientes proliferaron los mestizos dado que las autoridades que debían perseguir los amancebamientos con frecuencia eran los primeros en practicarlos[44]. De ahí que en casi todos los juicios de residencia se formulase una pregunta en la pesquisa secreta destinada a averiguar si los enjuiciados eran adúlteros y si habían castigado estos delitos lo suficientemente. No tardaron en llegar esclavas de color, pues en 1504 se autorizó su traslado a la isla con tal de que fuesen cristianas[45]. Por tanto, primero aparecieron los mestizos y poco después los mulatos, prevaleciendo finalmente estos últimos por la rápida desaparición del indígena.
Los casos de excesos se cuentan por decenas. Así, en La Vega, Toribio de Quirós vivía amancebado con una tal Juana de Peláez y tenía varios hijos en la tierra, pese a tener a su mujer en Castilla, mientras que el maestreescuela Rodrigo López cohabitaba con una putilla muy pública[46]. En general, había una gran impunidad, no solo en lo relativo a los delitos sexuales, sino también a la blasfemia, el juego de azar y, por supuesto, la prevaricación y el desfalco. Está claro que, si los mismos que tenían que controlar la moral pública no lo cumplían, difícilmente disponían de cobertura moral para perseguir esos mismos delitos entre el resto de la población.
Y si esta relajación ocurría en la ciudad de Santo Domingo, consentida por las autoridades y por la aristocracia criolla, en mayor medida se daba en el interior de la isla con la connivencia de los criollos mulatos y de los negros libres[47]. En esos amplios territorios, apenas controlados por las instituciones metropolitanas radicadas en Santo Domingo, se desarrollaron formas de vida autónomas, donde la influencia de los grandes poderes civiles y eclesiásticos fue, durante toda la colonia, muy limitado o inexistente. Y conocemos casos concretos como el de Francisco de Ceballos, alcalde ordinario de Puerto Plata, y dueño de ingenios, hatos y estancias. Era algo así como el señor de la villa, y además tenía vínculos familiares con miembros de la audiencia y de la élite de Santo Domingo. Eso le permitía, sin el menor problema, llevar una vida sexual bastante desordenada, pues vivía amancebado con varias negras, al tiempo que su mujer estaba loca debido a las vejaciones psicológicas y físicas que sufría[48]. Asimismo, en Montecristi, un tal Escoto, vivía públicamente amancebado con dos indias, madre e hija, sin que nadie le importunase ni le recriminase por dicha actitud tan poco decorosa[49].
Bien es cierto que esta misma élite criolla podía sufrir en sus propias carnes la lejanía del poder. En julio de 1594, el oidor Francisco Alonso de Villagrá, de paso en la isla, violó a doña Juana de Oviedo, una mujer honesta de la élite, bajo una promesa de matrimonio que nunca cumplió. En España el asunto se hubiese solucionado, obligando al infractor a desposarse, pero en este caso el oidor pudo marchar a Nueva España y todo parece indicar que resultó totalmente impune por tales hechos[50].
Algunos mantuvieron relaciones con niñas de siete u ocho años, sin el más mínimo problema legal ni social. Así, el 15 de febrero de 1578, el doctor Gregorio González de Cuenca en una carta dirigida al rey narró el comportamiento indecoroso del licenciado Paredes[51]. Al parecer, éste había condenado un alcalde llamado Baltasar Rodríguez por haber ejecutado la sentencia de muerte sobre un cacique que había quemado en la hoguera a tres indios inocentes. Le dijo que si quería evitar la pena de muerte le debía entregar a su hija de ocho o nueve años para casarla con un hijo suyo de año y medio. Baltasar Rodríguez accedió al casamiento, pero poco después falleció en circunstancias extrañas. Y aunque el Consejo de Indias dictó sentencia en su contra, lo proveído en el Consejo nunca allá llegó y se llevó (a) la hija a su casa y se la tienen por fuerza dando clamores a Dios[52]. El caso explicita muy bien la situación: ni siquiera una orden del máximo tribunal de apelación del imperio, como el Consejo de Indias, pudo impedir los desmanes del licenciado Paredes. Todo parece indicar que se trata de un abuso sobre la menor, aunque en el documento en cuestión no se especifican los abusos o las intenciones exactas del licenciado Paredes[53].
No era el único que llevaba una vida escandalosa; el licenciado Esteban de Quero, oidor de la audiencia, vivía de forma no menos desordenada, sin que nadie hiciese o pudiese hacer nada para remediarlo. Vivía amancebado con una mujer que era hermana de una monja del convento de Regina Angelorum; y realizó todo tipo de presiones a las cenobitas para que la nombrasen priora. Finalmente, no ocurrió por la intervención del provincial fray Juan de Manzanillo y del presidente de la audiencia, el doctor González de Cuenca[54]. Pero, además, mantenía relaciones con muchas otras féminas; así, por ejemplo, cuando llegó a la isla la gobernadora de la isla Margarita, doña Marcela Manrique, fue público que se encerró en su casa con dicha señora y no acudía ni siquiera a las sesiones de la audiencia. Pero tampoco sus excesos se limitaban a la vida privada, era frecuente verlo por las noches con una o varias mujeres de compañía, ofreciendo escandalosos espectáculos[55]. El doctor Cuenca, presidente de la audiencia, se sentía incapaz de solucionar los problemas, dado que vivía atemorizado por los oidores que lo amenazaban de muerte. Él se limitaba a informar en un tono verdaderamente dramático:
Si hubiere de referir los clamores de los vecinos de esta ciudad por los malos tratamientos que estos dos oidores les hacen y por ver deshonradas las más principales mujeres de esta ciudad sería no acabar[56].
Una vez más se evidencia la incapacidad de las autoridades peninsulares frente al poder de la oligarquía local. En una ocasión pretendió embarcar para España a una de las mujeres que traía perdido al licenciado Quero y descasados a otros vecinos de Santo Domingo. Sin embargo, al tiempo de la partida de los navíos la escondieron y no se pudo cumplimentar la orden del presidente del tribunal[57]. En otros casos tomó la decisión de enviar a La Habana a algunos casados para que regresasen a España a por sus mujeres. Pero unos se fugaban y evitaban el embarque y otros se encaminaban a La Habana y luego regresaban a la isla, sin haberse embarcado rumbo a España.
También el fiscal de la audiencia cometía escándalos públicos, el mismo del que se supone que debía partir la acusación para remediar estos excesos. Hizo escala en Santo Domingo una expedición portuguesa que se dirigía a China, a través de Veracruz y Acapulco, y en ella viajaban cuarenta y seis doncellas nobles del reino. Pues bien, quedaron en la isla seis de ellas por estar enfermas y el fiscal deshonró a una de ellas, lo que causó una gran lástima entre la gente –según decían– por ser tan bien nacida y estar tan desamparada[58].
En cambio, sí fue castigado un delito de pecado nefando o sodomía, el cometido por el oidor Juan de Echagoian, y que fue juzgado en 1564 en el marco de su juicio de residencia. Al parecer, era famoso por mantener relaciones homosexuales, pese a estar casado. Incluso comparecen en el proceso los nombres de sus supuestos amantes, un sevillano llamado Hernando de Bascones, al que el letrado aludía como mi sevillanico, y el portugués Antonio Jácome, del que decía en tono afeminado: ¡Ay qué bonico sois portugués, qué bonico![59] Demasiado público y demasiado grave —pecado nefando— como para que quedase impune. Sin embargo, no parece que la condena fuese más allá del escarnio público, cuando en otros sitios por hechos similares el acusado podía acabar condenado a muerte. En cualquier caso, la indefinición sexual solo se admitía en los ángeles, pero no entre el pueblo, donde las prácticas homosexuales sí causaban escándalo, incluso en las colonias.
Y si esto ocurría con la oligarquía civil, también el estamento religioso estaba dominado por los criollos. Muchos frailes mantuvieron relaciones más o menos públicas con mujeres y en la mayoría de los casos quedaron sin castigo. Era una práctica habitual que, cuando el implicado era un religioso, se omitiese su nombre y el de la Orden a la que pertenecía, por respeto a su estado –decían–. Incluso, lo más fácil era que la pena recayese sobre la mujer, especialmente si ésta sufría mala fama o si era de baja condición social[60].
Ya en la temprana fecha de 1532 fue procesado el bachiller Álvaro de Castro, clérigo y tesorero de la catedral de Santo Domingo, por la vida desordenada que llevaba. Pero da la impresión que se procedía contra él más por sus negocios mercantiles, sobre todo con genoveses, que por estar amancebado con Inés de Salas, la mujer de un estanciero suyo[61]. En cualquier caso, aunque durante un tiempo tuvo su casa como cárcel, el 13 de febrero de 1534 se le concedió la apelación y no parece que la condena fuese mucho más allá[62].
Por su parte, fray Lucas de Santa María O.F.M., vicario de los franciscanos, tenía una fama ganada a pulso de ser un potro desbocado y depredador de monjas[63]. No era el único, pues el provincial de la misma orden, fray Alonso de Las Casas, había convertido el convento de clarisas en su mancebía y allí acudía a regocijarse con ellas y a realizar tocamientos a las más jóvenes y guapas. Y hasta tal punto se extralimitó que algunos vecinos decían que desvirgó a doce de ellas, dejando embarazada a una, aunque la mujer abortó meses antes de dar a luz[64]. Hay una carta que el guardián del convento de San Francisco y los demás religiosos del mismo escribieron a su superior en 1584 que es absolutamente demoledora, pese a referirse a un correligionario[65]. Merece la pena extractarla en sus partes más importantes. Afirma que no tenía de religioso más que el nombre y que se impidiese su retorno a la isla, pues después del infierno no les podía venir mayor calamidad, así a nosotros como a estas pobres monjas, cuya casa violó y profanó[66]. Al parecer, acudía al cenobio en compañía de su compañero de tropelías fray Francisco Pizarro, y se iba a algunas celdas con la monja que más le gustaba y se echaba con ella, le ponía las manos atrás y el desvergonzado le alzaba las faldas y le miraba su honestidad[67]. Y a una tal doña Isabel Peraza la llevaba a su celda en el convento de San Francisco y, en una ocasión, hasta los vieron juntos en la ermita de San Antón. Un criado suyo de color, que lo tenía de alcahueta para pasar los mensajes a sus amantes, que osó contar en público las deshonestidades de su amo, le propinó éste tal castigo que estuvo al borde de la muerte. Menciona el guardián en su carta que el arzobispo de Santo Domingo procedió contra él por vía inquisitorial, pero no parece que llegara a buen puerto su sentencia pues, de hecho, el religioso no tuvo dificultades para salir de la isla. Sorprenden estos hechos tan graves y que quedasen totalmente impunes. ¿Cómo podía ocurrir esto? Pues, nuevamente la lejanía del poder. En este sentido el guardián lo deja muy claro: porque nuestros prelados mayores están tan remotos que no es posible acudir a ellos[68].
Pero lo cierto es que no era el único religioso de una moralidad reprobable pues, en 1579, el doctor Cuenca informó negativamente a Su Majestad de varios miembros del cabildo catedralicio, concretamente el deán, un arcediano y el canónigo Camacho, que vivían amancebados públicamente con grandísimo escándalo del pueblo[69].
5. El frenesí del seiscientos
En el siglo XVII, coincidiendo con una independencia y un poder aún mayor de la élite criolla, aumentó exponencialmente la laxitud en materia sexual. A lo largo de esta centuria los abusos sexuales, y en particular los amancebamientos, sufrieron un gran incremento de manera que podemos hablar de infracciones masivas. Esta situación comenzó a principios de siglo, siendo casi señores de la isla los oidores Gonzalo Mejía de Villalobos y Francisco Manso de Contreras, nombrados para el cargo en 1601 y 1603 respectivamente[70]. Se trataba de dos criollos experimentados con amplias redes clientelares que se atrevían a oponerse a las autoridades peninsulares y a las órdenes reales cuando estimaban que contravenían sus propios intereses. Ya había ocurrido en la segunda mitad del siglo XVI, cuando los oidores Esteban de Quero o Pedro de Arceo se opusieron con éxito al cacereño Bernardino de Ovando, alcalde mayor de tierra adentro. Éste traía instrucciones reales para controlar el contrabando de la banda norte de la isla, pero su labor fue entorpecida de tal manera que en 1585 abandonó la isla sin haber llevado ninguna campaña sería contra dicho contrabando75.
Manso de Contreras era hijo del puertorriqueño del mismo nombre y sobrino nieto del famoso prelado Alonso Manso. Desarrolló una amplia carrera como funcionario que duró cuatro décadas, empezando como procurador general de la isla Margarita, gobernador y capitán general de Santa Marta, gobernador del Río Hacha, oidor en las audiencias de Santo Domingo y Panamá, para terminar sus días como alcalde mayor del crimen en México, donde murió en 161976. Estaba desposado con doña Felipa de Villena, quien residía en la isla Margarita con los dos hijos legítimos habidos en su matrimonio. Su gran amigo Gonzalo Mejía de Villalobos había llegado a Santo Domingo en 1602, junto a su madre y una amante llamada Isabel de Sosa, natural de Griñón, cerca de Toledo, mujer moza, de buen parecer (y) hermosa[71]. Su esposa, en cambio, permaneció en España por estar enferma, quedándose con las dos hijas del matrimonio[72]. Casi todos los testigos declararon que vieron al jurista vivir amancebado con la joven Isabel. Por ejemplo, fray Pedro de Carmona O.F.M. declaró que un día lo visitó en su casa y lo vio levantarse de la cama, donde estaba la citada Isabel de Sosa. Y le preguntó a una criada de color llamada Mariana de Chávez por el trabajo que hacía la citada moza a lo que respondió ésta muy significativamente en hacer y deshacer la cama[73]. Con ella procreó dos hijos ilegítimos, una niña en 1604, que disimularon como pudieron y que vivía en casa del oidor y un niño en 1606 que al parecer murió a los pocos días, en casa de la viuda Ana María de Guzmán[74]. Y aunque según el fiscal Arévalo, durante los embarazos ambos se excusaban diciendo que ella padecía hidropesía, obviamente todos sabían que se trataba de embarazos[75].
El poder de los oidores Manso y Villalobos fue prácticamente omnímodo. Ambos hacían y deshacían a su antojo sin que nadie tuviese la capacidad suficiente como para hacerles frente. Manso desafió abiertamente al presidente de la audiencia, Antonio Osorio, que pretendía devastar la banda norte[76]. Tanto fue así que éste se tuvo que hacer cargo personalmente de las devastaciones ya que apenas contó con el apoyo del fiscal de la audiencia, Pedro Arévalo Sedeño que, al igual que él, era enemigo confeso del oidor Manso de Contreras[77]. Este último cuestionaba el poder del presidente, e incluso, animaba a los pobladores de la banda norte a que se resistiesen a abandonar sus pueblos. Para ello alegaba que el Consejo de Indias había revocado la orden y que él mismo lo mandaría a apresar por tratar de implementar unas medidas derogadas y tan injustas. De esa manera Manso trataba de proteger sus propios intereses personales, pues se lucraba con el contrabando en el norte, al tiempo que mantenía otros negocios mercantiles en Puerto Rico, Jamaica, la isla Margarita y Cartagena[78]. Se opuso hasta donde pudo a colaborar con Osorio en su plan de devastación, pero, cuando lo vio como un hecho consumado, acudió para eliminar todas las pruebas que pudiesen incriminarlo. De hecho, dictó y ejecutó varias sentencias de muerte para evitar que estos contasen lo que sabían de su implicación en dichos rescates[79]. Y sus contactos en la isla y en el Consejo de Indias eran tales que resultó impune de todas las acusaciones, permaneciendo en el cargo hasta 1609, cuando fue trasladado con el mismo oficio a la audiencia de Panamá, pasando en 1615 a la de Quito y desempeñándose como alcalde del crimen en México desde 1617[80]. Los defensores de los intereses peninsulares fueron removidos del cargo con antelación, tanto el fiscal Pedro Arévalo –en 1605– como el propio Antonio Osorio que fue cesado en 1608, falleciendo, por cierto, al año siguiente.
Lo más sorprendente era la laxitud que mostraban en asuntos de moral pública y de sexualidad, de una desvergüenza verdaderamente asombrosa para su época. Pretendió a casi todas las mujeres de Santo Domingo, lo mismo casadas que solteras, mulatas o blancas, plebeyas o de alcurnia y hasta consagradas a Dios. Se atrevía con todo y nadie osaba mover un dedo en su contra porque si se resistía ella, su marido o su padre, levantaba falsos testimonios y acababan en la cárcel de la audiencia o, peor aún, expulsados de la isla[81]. Y como declaró el fiscal Pedro Arévalo de Cedeño, pese a que sus actos lujuriosos y el escándalo en la ciudad eran infinitos, nadie le hacía frente, unos por no verse perjudicados en los litigios y otros por no perder a sus mujeres más del todo[82]. Para acercarse a ellas ambos oidores usaban distintas estrategias:
Primero, pedía limosnas para los pobres puerta a puerta, aprovechando la ocasión para cortejar o directamente estuprar a las más jóvenes y guapas[83]. De hecho, según el fiscal Arévalo, después fanfarroneaba hablando en público de las que había encontrado desnudas y desapercibidas, y de lo que habían dado de limosna unas y otras[84]. Y a tanto llegó su fama que algunos escondían a sus mujeres e hijas cuando sentían llegar al pedigüeño. De hecho, don Luis Dávila declaró que había escuchado decir que los oidores fueron a pedir limosna a casa de Antonio Franco de Ayala, al tiempo que su mujer y su hija se escondían en un entresuelo. Pero el licenciado Manso encontró el escondrijo, alzó la tapa y pidió a las féminas que salieran, algo que no quisieron hacer[85].
Segundo, en los actos religiosos a los que acudían, desatendiendo el sacrificio de la misa para mirar a las doncellas solteras o casadas que había en el templo[86]. El regidor Juan Daza afirmó que acudían a la iglesia divertidos y mirando a las mujeres y riéndose con ellas, mientras que don Luis Dávila se expresó en términos similares[87]. Lo mismo lo hacían en la catedral que en el templo del hospital de San Nicolás de Bari o en las capillas conventuales. Así, por ejemplo, lo mismo el domingo de carnestolendas que el miércoles de ceniza de 1605, en la catedral, incluso en el alzamiento de la hostia, estaban divertidos, mirando a las mujeres y haciéndoles señas que ni siquiera se levantaban de su sitio, ni se arrodillaban[88]. Y los testigos declararon que sacaron sus sillones de la capilla mayor, alegando que hacía mucho calor, para estar en la nave junto a las mujeres, pasando muchas cosas bien indecentes y pendencias[89]. Por su parte, fray Pedro de Carmona O.F.M. describió con detalle el divertimento de los dos oidores cuando miraban a las mujeres casadas durante la misa del sábado de cuaresma en la capilla del hospital de San Nicolás96. También el franciscano fray Francisco Hurtado declaró que muchas veces, ofreciendo él mismo la homilía, los vio muy inquietos mirando a las mujeres, de suerte que había escándalo y que, incluso, en otro sermón, los reprendió públicamente por ello97. Don Diego Dávila declaró que estuvo presente en la capilla de Santa Clara la noche de Navidad de 1605 y que el oidor Manso se sentó entre las mujeres y quiso pellizcar a una de ellas, pese a que algunos de los maridos de las susodichas estaban en el templo, lo que provocó un gran escándalo98.
Tercero, se paseaban solos por la ciudad a altas horas de la noche, sin ministros de justicia, asomándose por las ventanas de las casas y solicitando favores sexuales por aquí y por allá99. Y según algunos testigos vestían indecentemente, el licenciado Manso con calzones de tafetán azul y Villalobos con capa de color y cinguillo100. En una ocasión pidieron al fiscal Pedro Arévalo que lo acompañaran y éste narró que cuando pasaron por delante de la casa de Gabriel de Badajoz, que era un mulato, diestro en música y de buen trato, y allí en el zaguán hubo un pequeño jolgorio musical:
Y el dicho Badajoz tomó la vihuela y habiendo puesto sillas en el zaguán de su casa y puerta, tañó y cantó allí un rato con mucha decencia y gravedad, sin la chacona y voces que el capítulo dice y el dicho Badajoz sin porfía ni ruegos que no es menester por ser su oficio, mando a una hija suya que tomase el arpa y tañese y cantase como lo hizo sin salir la dicha al zaguán…[90]
Y cuarto, pedían a las mujeres que accedieran a sus peticiones sexuales a cambio de favorecerlas en los litigios o no proceder contra ellas. Tanto Manso como Villalobos acostumbraban a ofrecer su apoyo a las implicadas en litigios a cambio de estos favores carnales[91]. Así, Isabel de Guzmán demandó a Antonio Silvela por haber estuprado a su hija Ana María, prometiéndole matrimonio. Pero el oidor Villalobos le pidió a la hija que accediera a sus deseos si quería justicia y, dado que no accedió, amenazó a ambas y las condenó al destierro[92]. Asimismo, Manso solicitó los favores de la viuda doña Magdalena Peláez a cambio de favorecerla en una causa que mantenía, a lo que ella respondió que quería perder el pleito por no tener tratos con él[93]. Asimismo, fray Francisco Hurtado manifestó que una mujer joven se acercó a él llorando y le dijo que el licenciado Villalobos le había ofrecido beneficiarla en un litigio que sostenía a cambio de que hiciese su gusto porque en eso consistía su justicia[94]. Efectivamente, si la encausada era amiga tenía todas las papeletas para salir absuelta. Así ocurrió con la joven Juana de Rivera, hija de Francisca de Grado, sobre la que pesaba una pena de destierro, pero Manso y Villalobos la libertaron sin explicación aparente y, según los testigos, andaba tranquilamente por la isla[95].
Y por supuesto, si los amancebados eran deudos, amigos o parientes de los oidores, obviamente, quedaban totalmente impunes. Fue el caso de Francisco Jordán, que estaba amancebado con una mestiza, y era, además de músico y comediante, algo así como el alcahuete de Manso, o como decía el fiscal Arévalo, el trujamán de las cosas del sexto mandamiento[96]. Y no solo permitió su amancebamiento, sino que consiguió que el alguacil mayor don Francisco de Tapia lo nombrase su teniente, por lo que ostentaba una vara de la justicia[97]. Varios testigos declararon que muchas noches la pareja acudía a casa de los letrados y, en su presencia, hasta altas horas de la noche, bailaban y cantaban el dicho Jordán y su amiga cosas deshonestas[98].
Se atrevían con cualquier mujer casada, soltera o amancebada, de baja condición social o de alto linaje, laica o seglar. Pondremos algunos ejemplos concretos. El oidor Villalobos había dejado a su mujer y a sus dos hijas en España y se amancebó con la moza de servicio de su madre, Isabel de Sosa, con la que procreó dos hijos ilegítimos. Pero no contento con ello, mantuvo simultáneamente relaciones carnales con otras mujeres. A la mujer del alcaide de la cárcel la sacó de su casa y la alojó en otra lindera con la suya, manteniendo relaciones con ella. Fueron muchos los vecinos que vieron salir y entrar de la dicha casa al licenciado Villalobos[99]. De tal suerte que los rumores llegaron a oídos del presidente de la audiencia, Antonio Osorio, quien dispuso que la mujer regresara a su casa de la cárcel con su marido. Sin embargo, el letrado aprovechó la marcha del citado Osorio a la banda norte para traerla de nuevo junto a él[100]. Obviamente, estos lances amorosos no pasaron desapercibidos para Isabel de Sosa, que se quejó amargamente de que la citada mujer era una hechicera que había encantado al letrado[101]. También mantuvo relaciones íntimas con Ana de Castro, viuda de Antonio Correa de Guzmán, quemado en la hoguera por pecado nefando[102]. Y la gente sospechaba que, a cambio de acceder a sus amores, liberó de la cárcel a un hijo de ambos, Gaspar de Bobadilla, pese a que estaba acusado también del mismo delito[103].
Asimismo, pretendía los favores de doña Guiomar de Guzmán que vivía amancebada con Baltasar de Plasencia. Pues bien, la incitó a que procediese judicialmente contra este último, pero finalmente ella, con cargo de conciencia, se apartó de la querella por lo que fue objeto de la ira del jurista. Según los testigos, el licenciado Manso, solidarizándose en esta ocasión con su colega Villalobos, mostró gran sentimiento… pareciendo que era dueño de dicho negocio[104]. Ambos oidores fueron al convento de Regina y trataron de convencer a sor Beatriz de Cabrera, deuda de Francisco de Aguilar, a quien Baltasar de Plasencia había dado una cuchillada, para que dijese que éste tenía en el cenobio a una monja preñada. Aunque todo parece indicar que era cierto, como veremos en páginas posteriores, la religiosa se negó a hacerlo y el licenciado Villalobos, contrariado, la tildó de putona[105]. Desairado, el letrado decidió proceder contra ambos, es decir, contra doña Guiomar de Guzmán y su pareja el mercader Baltasar de Plasencia, siendo condenados por amancebamiento. Éste fue condenado a cuatro años de trabajos forzados en la fortaleza, sentencia que no cumplió porque se fugó de la isla, mientras que a ella se le impuso una multa de cien ducados y seis años de destierro[106]. Todos los testigos del proceso declararon que la pobre mujer se volvió loca ya que andaba por las calles profiriendo grandes voces[107].
Manso de Contreras llevaba una vida tanto o más desenfrenada que su compañero. Al igual que su amigo, tenía a su mujer legítima en la isla Margarita y vivía amancebado en Santo Domingo con la mujer que le parecía. Y cuando le gustaba alguna, obligaba a su pareja a abandonarla para facilitar su acceso a ella. De hecho, un vecino llamado Diego de Ochoa mantenía una relación con una mujer que le gustaba al oidor por lo que, a través de su amigo Villalobos, le prohibió que volviese a entrar en casa de la susodicha y así el letrado tuvo quieta y pacífica posesión de la dicha mujer119.
Y se atrevían incluso con señoras de linaje, lo mismo honestas que casadas, e incluso con monjas, algo realmente impensable en la Península Ibérica. La pregunta treinta y siete del interrogatorio no podía ser más elocuente y decía así: si sabían que el licenciado Manso se jactaba de haber andado en alcance de nueve mujeres principales, habiendo conseguido el favor de seis de ellas y las otras tres –decía– que las había de conseguir, aunque se hundiese el mundo[108]. Efectivamente pretendió los amores de una hija de don Clemente de Guzmán a cambio de favorecerla y se mostró tan persuasivo que la doncella cayó desmayada del atrevimiento que con ella se había tenido[109].
Pero, es más, incluso lo intentó nada menos que con doña María Colón de Toledo, biznieta de la virreina María de Toledo y del Almirante Diego Colón, e hija de don Fernando de Toledo, comendador mayor de León. Y no solo era una mujer linajuda, sino que estaba felizmente desposada con Juan Silverio Mújica. Pero ni el linaje ni el sacramento del matrimonio disuadieron al oidor de manera que persistentemente enviaba a reclamar a la dama que hiciese su gusto y le correspondiese a sus amores. Ante la negativa de la biznieta del Almirante, éste afirmó que esperaría a que su esposo fuese a visitar sus propiedades rurales para hacer lo que quisiese con ella y que entonces vería quien se lo estorbaba[110]. En esas circunstancias, sin confesarle a su esposo sus verdaderos motivos, se empeñó en acompañarle al campo, con tan mala suerte que le dieron allí unas calenturas y, tras regresar a Santo Domingo, murió al cabo de veinte días[111]. Eso sí, poco antes de fallecer, estando plenamente consciente, confesó a su ama de llaves, Luisa de Garnica, y a su propio esposo Juan Silverio, los motivos por los que había marchado al campo por lo que ambos pedían a Dios justicia contra el dicho licenciado Manso que había sido la causa de su muerte[112].
Al margen de sus amancebamientos, ambos oidores y algunos de sus amigos organizaban grandes holgorios en los que disfrutaban de bailes y de guapas mulatas que les servían la comida, les hacían tocamientos y mantenían relaciones sexuales. El 25 de diciembre de 1604 fue el provincial dominico Juan de Mejía O.P. quien preparó una fiesta en la estancia de Juan Cáncer[113]. En ella participaron ambos religiosos, los oidores, el fiscal de la audiencia y otras personas de su entorno. La comida fue preparada y servida por las mulatas esclavas del convento de Regina, en una estancia situada en las afueras de la ciudad. Según narró el fiscal Pedro Arévalo, que estuvo presente en el banquete, después de comer, prosiguieron la velada hasta altas horas de la noche, con dichos bailes de chacona y zambapalo y otros torpes que llaman, con circunstancias bien asquerosas[114]. Incómodo ante tal desenfreno, decidió salirse fuera de la casa, entreteniéndose jugando en solitario a los naipes y disparando con su arcabuz a una diana. Se quiso volver a Santo Domingo, pero no tenía caballo por lo que fue a mostrar su malestar al licenciado Manso, cuya respuesta no pudo ser más elocuente: vaya vuestra majestad con Dios señor fiscal que ese es encogimiento de chapetones[115]. La respuesta fue espectacular; lo ridiculizó, llamándole chapetón encogido, algo así como un timorato, un recién llegado frente a ellos que eran baquianos, es decir, personas de la tierra. Al parecer, la fiesta, casi orgía, acabó con el licenciado Villalobos acostado con una de ellas, una tal Rosario, de quince o dieciséis años, y Manso de Contreras con una esclava de doña María Magdalena[116].
Obviamente, tanto Manso de Contreras como Villalobos, negaron todas las acusaciones vertidas contra ellos en sus respectivos juicios. El primero de ellos en una carta escrita al rey, en julio de 1605, le informó que todo eran imputaciones falsas y siembra de mala voz129. Y el segundo, en otra misiva también dirigida al Soberano sostuvo que no se trataba más que de bulos difundidos por la enemistad del fiscal y del presidente de la audiencia130. Sin embargo, las denuncias son tantas y los detalles tan concretos y coincidentes entre testigos diversos que es impensable que los hechos no ocurriesen más o menos así. Pero, es más, al menos en el caso de Manso de Contreras, su desordenada vida sexual no se circunscribía solo a Santo Domingo; en 1604 fue a la isla Margarita a residenciar al gobernador y llevó consigo a una amante, a sabiendas de que su esposa residía allí. Pero no contento con ello, mantuvo en la misma isla relaciones con otras damas por lo que se quejaban públicamente tanto su mujer como su amante131.
El desorden y la laxitud en materia sexual no acabaron con la marcha de los oidores a otros destinos, sino que se mantuvieron en la isla a lo largo de toda la época colonial. Los casos de amancebamientos, perseguidos, juzgados y condenados se cuentan por decenas132. Hace ya varias décadas escribió Carlos Larrazábal lo generalizado que estuvo a lo largo de toda la Edad Moderna los amancebamientos con negras y mulatas, tanto los dueños de hatos como las propias autoridades y hasta los frailes y sacerdotes[117]. No faltaron estupros, amancebamientos y violaciones, aunque, en mi opinión, ninguno de estos abusadores igualó al libertino, prevaricador, pervertido y sinvergüenza de Francisco Manso de Contreras.
El presidente de la audiencia, Gabriel de Chávez, en los años treinta del siglo XVII, disponía de varias concubinas con las que mantuvo relaciones incluso simultáneas. Casi todas eran viudas, como Leonor Cano o Catalina Velázquez, aunque también acometió a María Maroto, tras encarcelar por una causa a su marido[118]. Está claro que había infractores y también víctimas. En agosto de 1643 el sargento mayor don Gabriel de Rojas informó a Felipe IV del raptó en su casa de una de sus hijas, ante la pasividad de los funcionarios de la audiencia. El captor había sido nada más y nada menos que el almirante don Juan de Villavicencio que, tras hundirse su navío en los Abrojos, cerca de Santo Domingo, consiguió salvar su vida y alojarse temporalmente en la isla[119].
Ya en la relación que escribieron los jesuitas Damián de Buitrago y Andrés de Solís en 1650 declararon que en la isla reinaba el apetito de la carne. Sin embargo, a continuación, señalaban como culpables a las mulatas, especialmente (las) horras que, por sustentar comida y galas, andan a competencia a granjear galanes[120]. Era la norma en aquellos tiempos: culpar de los males a la parte más débil de la cadena, es decir, a las mulatas pobres y exonerar a los varones, especialmente si pertenecían a la élite criolla o estaban consagrados in sacris. No sabemos si esta relación tuvo su influencia, pero lo cierto es que, en 1651, la audiencia emprendió una investigación sobre el número de amancebados y enumeró nada menos que ciento doce casos137. Como era de esperar, casi todos los expedientados fueron personas de color, la mayoría mulatos y algunos negros, tanto libres como esclavos. Solo se refieren dos casos en los que sendas mujeres mantuvieron relaciones con dos personas cuyo nombre se omitió por respeto a su estado y por ser persona privilegiada[121]. Asimismo, el rico y poderoso hacendado criollo Rodrigo Pimentel, descendiente del contador Álvaro Caballero, vivía a mediados del seiscientos amancebado con Isabel de Ledesma y no le pasó absolutamente nada[122]. Es decir, como de costumbre, los varones quedaron impunes mientras se condenaba a las mujeres, situación tremendamente injusta derivada del sexismo imperante en aquel tiempo. Las penas más comunes fueron el apercibimiento, multas económicas y el destierro de la ciudad, salvo en ocho casos en que ambos eran solteros y se solucionó mediante el sacramento del matrimonio. En un caso, el de Andrés de la Cruz y María Josepha, vecinos del Seibo, pese a que se ordenó su arresto y traslado a Santo Domingo, huyeron y no pudieron ser encontrados[123]. Era lo bueno que tenía vivir en un territorio tan poco poblado y tan agreste, pues cualquiera podía huir a algún lugar recóndito y desaparecer una buena temporada. En cualquier caso, está muy claro que las leyes recaían sobre la población de baja extracción social, sin que aparezca ningún miembro de la oligarquía criolla –blanca o mulata–, ni por supuesto del estamento religioso. Está claro que las leyes eran usadas como una herramienta de control social, aplicadas por el grupo dominante sobre los dominados. Precisamente por eso era tan complicado –si no imposible– atajar el problema.
Choca que se persiguiesen y condenasen casos como el del zapatero Nicolás Pérez que cohabitaba, como la mayoría de los vecinos, con una esclava mulata llamada Ana María Mosquera. Sin duda, debió influir de manera determinante su escaso rango social, pues era artesano, aunque, como de costumbre, la peor parte se la llevó la pobre esclava. De hecho, mientras él fue condenado al pírrico pago de veinticinco pesos, a ella le cayó una pena de destierro de la isla por un año[124]. La abundancia de casos demuestra la amplitud del fenómeno en la isla y también las escasas penas que recaían sobre los infractores. Pero, es más, cuando no había ningún impedimento forzoso, todo se solucionaba con el desposorio de los implicados.
El capitán Juan Maldonado de Montejo y Quesada, hacia 1653, se encaprichó con una doncella de quince años, Catalina de Liranzo. Y ni corto ni perezoso escaló su casa una noche y la violó. Y aunque el padre de la muchacha, Esteban Morán de Liranzo, alcalde ordinario de Santiago, denunció los hechos, al final todo quedó en la multa de quinientos ducados hacia el infractor[125]. De nuevo, aunque la multa fue cuantiosa, hubo poca sanción para un hecho tan grave, pero el capitán Maldonado era una persona reputada e influyente que no tuvo dificultades para sembrar al menos la duda sobre lo ocurrido aquella noche en casa de Catalina de Liranzo.
Pero como el problema del libertinaje no se solucionó, el 27 de abril de 1679 se ordenó al presidente de la audiencia y gobernador Francisco de Segura Sandoval que insistiera en la persecución de los amancebados. Tras informar a las autoridades metropolitanas de los problemas a los que se podía enfrentar por oponerse a algo tan generalizado, comenzó a hacer rondas nocturnas, en las que mandó apresar a algunos de ellos[126]. Lo cierto es que entre 1678 y 1680 se tramitaron un total de cincuenta y tres expedientes[127]. Sin embargo, como ya hemos dicho, la problemática no se solucionó porque a los encargados de perseguirlos no les interesaba que se atajase el problema de raíz. Como de costumbre, se multaban a personas de baja extracción social para aparentar que el problema preocupaba cuando en el fondo todo seguía igual.
En cambio, el pecado nefando siempre fue más excepcional porque, dada la mentalidad de la época y las leyes del reino, todos sabían que las penas podían ser severas. Y ello actuaba de manera disuasoria, pues los propios infractores se encargaban de que no saliese a la luz pública. Tan solo está documentado un caso, el de Antonio Correa de Guzmán, que acabó de la peor manera posible, quemado en la hoguera[128].
6. Ni las monjas estaban a salvo
Los abusos de laicos, clérigos, frailes y hasta prelados sobre mujeres, e incluso sobre monjas, es algo que ocurría con cierta frecuencia en la propia metrópolis. De hecho, estos vicios del clero han pasado incluso al refranero popular: Hija María, ¿con quién quieres casar? Con el cura, madre, que no masa y tiene pan. O este otro: A casa del cura ni por lumbre vas segura[129]. Sin embargo, había notables diferencias entre lo que ocurría en Santo Domingo y lo que pasaba en la metrópolis. La más importante de ellas era que mientras en esta última el tribunal encargado de juzgarlo era el de la Inquisición, en Santo Domingo competía a los tribunales ordinarios. En España podía ocurrir que los infractores fuesen tildados de alumbrados y les cayesen condenas considerables, pecuniarias y penales. Por ejemplo, en 1575, el promiscuo párroco jiennense Gaspar Lucas fue condenado de manera ejemplarizante a escarnio público, a destierro perpetuo del obispado, a su reclusión por una década en un cenobio y a la pérdida de su curato[130]. Bien es cierto que el obispo de Jaén parecía tener algún tipo de implicación y el asunto se silenció por lo que es posible que el cumplimiento de la condena no se cumpliese o se hiciese solo parcialmente. Mucho más difícil –por no decir imposible– era procesar a prelados –obispos, arzobispos y cardenales–, pues sus delitos solían quedar silenciados al igual que ocurría cuando los infractores eran miembros del Primer Estado.
En España tenían una larga tradición los conventos femeninos fundados por viudas, pues era la opción más honorable que le cabía a estas mujeres que habían dejado de estar bajo la protección de sus maridos. Se trataba de la honrosa y decorosa decisión de apartarse del mundo, o del siglo, como se decía en la época[131]. Se suponía que las monjas cambiaban la vida pública por seguridad, algo que en principio debía estar garantizado.
Pero en las colonias la salvaguarda no estaba en absoluto garantizada pues, como ha afirmado Stuart B. Schwartz, a este lado del océano los excesos de los propios religiosos parecían no tener límites[132]. Y en el caso de las monjas quizás favorecido por el hecho de que algunas mujeres entraban en los cenobios sin vocación, bien por voluntad de su familia, o bien, para llevar una vida más independiente de los hombres[133]. No son muchos los casos que conocemos, dado el silenciamiento de las propias autoridades eclesiásticas para evitar el escándalo.
En teoría los propios sínodos y concilios prohibían los excesos de los religiosos en general. De hecho, el Sínodo diocesano de 1610 y el Concilio Provincial, celebrado entre finales de 1622 y principios de 1623, establecía el decoro con el que debía comportarse el clero, a saber: no debían tomar tabaco, jugar a los naipes, comerciar ni amancebarse con mujer alguna. En este último caso, serían amonestados y de persistir recaería sobre ellos el peso de la ley[134]. Ahora bien, si la mujer en cuestión era esclava, la situación era menos grave y en caso de reincidir simplemente se les obligaría a venderla.
Bastante más complicado era hacer cumplir esas obligaciones sinodales, entre otras cosas, porque la mayoría de los infractores eran criollos, lo mismo de la oligarquía blanca que de los negros o mulatos, que eran los que de facto controlaban el poder. Ya, desde principios del seiscientos, algunos prelados estaban indicando que la mayor parte de los religiosos de la isla eran criollos y que estos no eran tan observantes y letrados como los peninsulares[135].
Y en el caso de las religiosas está claro que eran personas muy dependientes tanto de sus superiores en la Orden como de sus propios confesores. En unos casos fueron engañadas, mientras que, en otros, dado que algunas se habían visto obligadas directa o indirectamente a entrar en la clausura, se prestaron a estos divertimientos que rompían su aborrecida rutina conventual. Y ocurrieron excesos en los dos principales conventos femeninos que existían en la isla en la época colonial: el de dominicas de Regina Angelorum y el de franciscanas de Santa Clara.
Los sucesos ocurridos en el convento de monjas dominicas de Regina Angelorum confirman estas palabras. El cenobio había sido fundado por María de Arana, quien obtuvo una licencia real en 1557 para establecerlo en sus casas de morada, llegando las primeras religiosas tres años después[136]. La fundadora era viuda de Diego Solano, un personaje originario de Zorita, en la provincia de Cáceres, que había pasado a Santo Domingo por licencia del 1 de marzo de 1516[137]. Este tuvo a cargo el hato real que se situaba junto al río Soco, y obtuvo cierta fortuna, inhumándose en una de las capillas laterales del convento de los frailes dominicos[138]. Su viuda llegó a tener un hato con más de cuarenta mil cabezas de ganado, destinando una buena parte de su fortuna a la erección del cenobio, en cuya capilla mayor se encuentra inhumada.
Pues bien, en el siglo XVII ocurrieron en el cenobio algunos sucesos lamentables que su fundadora jamás pudo ni tan siquiera imaginar. Ya hemos mencionado que el mercader Baltasar de Plasencia vivía amancebado con doña Guiomar de Guzmán, con la que tenía dos vástagos. Pero, mantenía una relación simultánea con sor María de Molina, monja profesa en el convento de Regina, a la que dejó embarazada. Así lo declararon tanto el médico don Juan Rodríguez, que asistió al parto, como el provincial dominico, fray Juan Mexía156. Éste último llevó a cabo una investigación y llegó a la conclusión de que todo era cierto, encargándose de castigar a las religiosas y de colocar al niño. Lo más llamativo es que el delito lo cometían a través de una rejilla que había en la sacristía para la confesión de las monjas[139]. Supongo que desmontaría la citada celosía y se colaría a donde estaba la religiosa pues, de lo contrario, no es posible imaginar cómo podía consumar el acto sexual. Lo cierto es que el provincial se encargó de disimular lo más que pudo el caso pues, según Pedro Arévalo, por más secreto quitaron los autos al escribano de cámara[140]. Y es que como decía el propio fiscal era más acertado disimular con el delito que difamar (a) las monjas, y en ello hubo acuerdo entre el provincial y la audiencia[141]. Eso sí, el fiscal le pidió al provincial fray Juan Mexía que, en todo caso, pese al secreto del caso, no pasase riesgo la criatura por ocultarla a lo que éste respondió que ya se había ocupado de ello[142]. No sabemos qué pasó con el bebé, pero suponemos que el religioso lo entregaría a alguna familia de la isla, siendo su destino más o menos incierto, dada la altísima mortalidad infantil de los expósitos. Probablemente el secreto con el que se llevó el caso facilitó la huida de la isla del infractor, Baltasar de Plasencia, que jamás cumplió los cuatro años de trabajos forzados en la fortaleza a los que fue condenado por éste y otros sucesos[143]. Una impunidad que a mi juicio resulta impensable de haber ocurrido en la Península, tanto por la gravedad de los hechos como porque el protagonista no era un miembro de la oligarquía local.
Pero no era el único que se lo pasaba a lo grande entre las religiosas. Tanto Manso de Contreras como Mejía de Villalobos acudían al convento de Regina a proponer deshonestidades y desventuras a algunas de las monjas profesas. Casi todos los testigos ratifican esta idea, entre ellos, el presbítero Diego López de Brenes, quien afirmó que las religiosas se habían quejado porque los dos juristas han ido al dicho convento y hablado con las dichas monjas cosas deshonestas, de que ellas se agraviaron y escandalizaron[144]. Contaba el contador real Diego de Ibarra que, siendo priora doña Elena de Alarcón y sub-priora doña Leonor de Ovando[145], acudieron los juristas al cenobio con la intención de pasar la reja y acceder al coro para abrazar a las jóvenes. Las palabras del funcionario son muy explícitas sobre las intenciones de los oidores: tomar las manos a ciertas monjas que querían jugar el juego de comadres y poderlas abrazar como tales compadres[146]. Y dado que la priora se negó, los letrados se marcharon enojados. Pero otras veces parece ser que sí consiguieron su objetivo de acceder a las religiosas, aunque la priora, resabiada ya de la actitud desvergonzada de los oidores, colocaba secretamente a dos profesas, doña Mariana de Mella y doña María de Vargas, para que escuchasen todo lo que hablaban[147].
También ocurrieron sucesos lamentables en el monasterio de Santa Clara, protagonizadas en este caso por el licenciado Mejía de Villalobos. Al parecer, el jurista tuvo ciertas deshonestidades y descompostura con una religiosa profesa, con gran escándalo para todos los que conocieron el suceso[148]. La cenobita en cuestión se llamaba doña Beatriz de Salazar, quien, desesperada, acudió a su superior fray Francisco Hurtado para denunciar que el oidor la pretendía y traía muy acosada[149]. Y en una ocasión, hablando con la religiosa tras la reja de la sacristía, para demostrarle supuestamente sus pretensiones, se alzó la ropa deshonestamente y le mostró sus partes vergonzosas, al tiempo que ésta se daba la vuelta para no verlas[150].
7. Conclusiones
Como se puede comprobar a lo largo de estas páginas, la sociedad dominicana era mucho más tolerante y permisiva que la española, cuyas personas vivían siempre bajo la presión y bajo la lupa de las autoridades inquisitoriales. De hecho, el amancebamiento fue la forma más habitual de relacionarse en las primeras décadas de la colonización. Llegaron muy pocas mujeres castellanas y la relación más habitual de los colonos –tuviesen o no mujer en Castilla– era el amancebamiento, primero con las indígenas y, cuando estas fueron desapareciendo, con las mulatas y las negras[151].
En España también abundaban los delitos sexuales, pero, como hemos podido comprobar, había dos diferencias con respecto a La Española y en general a las colonias: uno, cuantitativamente eran menos los casos, ya que la presión de las autoridades era mucho mayor por la cercanía del poder. Los párrocos y los familiares de la inquisición establecían a veces una presión insufrible, lo que servía como elemento disuasorio. Y dos, la impunidad en España se limitaba a las esclavas y a aquellas mujeres libres que no estaban suficientemente protegidas, es decir, que permanecían solteras o viudas y no vivían bajo la protección de ningún hombre en particular. Y aunque la virginidad era algo así como la honra de la mujer, y perderla equivalía a la deshonra, no todas estaban en condiciones de litigar contra los que, por fuerza o engaño, se la arrebataban. En cambio, era mucho más difícil, y se castigaba con toda la fuerza de la ley, el estupro o la violación de mujeres pertenecientes a la élite o de religiosas.
Muy diferente era la situación en la isla Española, donde el libertinaje sexual se convirtió en una verdadera plaga, los casos de amancebamientos se contaban por decenas, sobre todo porque las autoridades civiles y religiosas que debían evitarlos o castigarlos eran los primeros que estaban implicados en ellos. Y todo reforzado por una oligarquía criolla que en muchos casos actuaba al margen de las directrices metropolitanas. Y ello tanto por el hecho de que sus intereses no eran coincidentes como por la lejanía de los centros de poder, tanto de la metrópolis como de la sede virreinal e inquisitorial de México a cuya jurisdicción pertenecía la isla.
Esto permitió una sociedad mucho más abierta y tolerante, una nueva frontera para muchos, haciendo buena la frase de Miguel de Cervantes cuando refería que las Indias fueron refugio y amparo de los desesperados de España. Ahora bien, también esta libertad derivó con demasiada frecuencia en excesos, como el adulterio, la sodomía o el amancebamiento. Llegando incluso a situaciones verdaderamente singulares como las ocurridas en el convento de Regina. Esa forma de entrar verdaderamente a saco en un recinto sagrado como era un convento era impensable en España, al menos con ese descaro público. No hay equivalentes en España a los sucesos ocurridos en conventos femeninos como el de Santa Clara o sobre todo el de Regina Angelorum de Santo Domingo. En España pudieron ocurrir hechos entre frailes confesores y las monjas, pero permanecieron en el más absoluto de los secretos y si alguna vez alguna autoridad supo algo lo silenció para preservar, supuestamente, la honra de las religiosas.
Al margen de la corrupción, la prevaricación y el clientelismo, la indecencia e inmoralidad de los oidores Villalobos y Contreras superaron todos los límites posibles. Ambos mostraron un comportamiento bastante indigno, como miembros que eran de una institución como la Real Audiencia de Santo Domingo, la más señera de todo el continente americano.
Durante los primeros años del siglo XVII ni siquiera las monjas profesas tuvieron garantizada su protección, frente a estos verdaderos depredadores sexuales. En España tal actitud era impensable al menos de esa forma tan pública. De haber ocurrido, el escándalo hubiera sido de tal magnitud que hubiese obligado a dictar sentencias ejemplarizantes. ¿Qué les pasó a Manso y a Villalobos? Pues prácticamente nada. El proceso se desarrolló entre el 27 de abril de 1606 y el 21 de septiembre de ese mismo año. Parecía muy grave no solo su comportamiento social sino el hecho de haber incitado a una rebelión como la de Guaba[152]. Ambos oidores permanecieron en sus cargos, mantuvieron su honra y hasta incrementaron su prestigio. En el caso del omnipotente oidor Manso, se mantuvo en su cargo hasta 1609 en que pasó con el mismo rango a la audiencia de Panamá, muriendo en México en 1619, siendo alcalde del crimen de aquella ciudad[153].