En una carta fechada el 6 de julio de 1659, dirigida a Gregorio de Leguía, secretario del Consejo de Indias, el recién instalado obispo de Puerto Rico, Francisco Arnaldo de Isasi, describió una situación tensa en el cabildo eclesiástico de San Juan.1 La situación comenzó en 1654 cuando el arcediano Cristóbal Bautista López le pidió a su representante en Madrid que le buscara una plaza en un cabildo eclesiástico diferente; él había especificado que quería una plaza en Caracas, Mérida (Yucatán), Michoacán, Puebla o en la Ciudad de México.2 Más tarde ese año, cuando la plaza de tesorero en el capítulo de la catedral de Caracas estuvo disponible, el agente de Bautista López la aceptó en su nombre. Por razones que no están claras, el arcediano cambió de parecer, y cuando llegó la cédula notificándole, rechazó el nombramiento.3 Sin embargo, ya había planes para llenar la vacante que su partida crearía. El plan era que tres prebendados del capítulo de la catedral ascendieran a plazas más altas una vez que Bautista López se marchara. Su decisión de no tomar posesión de la plaza en Caracas puso en peligro el ascenso de dos de ellos (Diego de Torres y Vargas y Francisco Moreno del Rincón) y los incitó a escribir al Consejo de Indias en 1656 con la esperanza de asegurar la partida de Bautista López.4 Torres y Vargas probablemente guardaba rencor contra Bautista López. En 1649, aunque Torres y Vargas había pertenecido al cabildo eclesiástico por más tiempo, Bautista López fue promovido al puesto de chantre. Sin embargo, el año siguiente, Torres y Vargas recibió el cargo de arcediano del cabildo eclesiástico de la catedral de San Juan. La ausencia de un obispo entre 1651 a 1659 complicó las cosas porque dejó a Torres y Vargas como vicario general y a cargo de la diócesis. Durante el lapso transcurrido entre las quejas y la decisión del Consejo de Indias, los miembros del capítulo de la catedral de San Juan despojaron a Bautista López del cargo de arcediano, hecho que Torres y Vargas probablemente instigó.
Cuando Francisco Arnaldo de Isasi, recién nombrado obispo, llegó a San Juan el 19 de mayo de 1659, se enfrentó con una decisión difícil: Bautista López había pedido su reintegración como arcediano, pero el Consejo de Indias le había enviado una cédula encargándole que saliera para Caracas y que tomara posesión de la plaza de tesorero allí. Aunque el obispo estuvo de acuerdo en que la acción del cabildo catedralicio de despojar al arcediano de su plaza era ilegal, Arnaldo de Isasi temió que él tendría problemas con los otros prebendados. Tres de ellos ya habían recibido notificación oficial de sus nuevos cargos basándose en el supuesto hecho de que Bautista López se iría y se habrían enojado si se enteraban de que se quedarían con los rangos que ejercían. Para evitar un posible conflicto con el cabildo eclesiástico, el obispo aceptó la decisión del Consejo de Indias.[1] Bautista López partió hacia Caracas. Cuando llegó allí, se enteró de que la plaza de chantre estaba vacante y se le concedió en 1661. Cinco años más tarde, ascendió al decanato del cabildo eclesiástico de la catedral en Caracas, cargo que desempeñó hasta su muerte en 1669.[2]
Esta no era la primera vez que un prebendado había rechazado ser ascendido o ser trasladado a otro cabildo. Como señala José Gabino Castillo Flores, 45 de los 186 sacerdotes que recibieron una prebenda en la Ciudad de México, Puebla, Michoacán, Nueva Galicia y Antequera en el período 1570-1600 declinaron servir.[3] Algunos aspirantes a prebendado no miraban favorablemente el servicio en el cabildo catedralicio de Caracas.[4] Por ejemplo, el puesto de tesorería de Caracas que rechazó Bautista López se le ofreció inicialmente en 1652 a Gregorio de Luyando, un canónigo que servía en el cabildo eclesiástico de la catedral de Santiago, Cuba. El puertorriqueño Luyando posiblemente no pudo obtener un cargo en el cabildo de la catedral de San Juan y entonces buscó una prebenda en otra parte.[5] En 1639 se le concedió una ración en la catedral de Santiago, y en 1645 ascendió a canónigo allí.[6] En 1652, lo ascendieron a tesorero del cabildo de la catedral de Caracas, pero pospuso su salida de Santiago y, como Bautista López, eventualmente se negó a aceptar el puesto. Tal vez Luyando eligió permanecer en Santiago por el prestigio asociado con el cargo, a pesar de que este cargo era menor en rango que el que a él se le había ofrecido. Mientras tanto, el Consejo de Indias ofreció la vacante en el cabildo de la catedral de Santiago a Francisco Moreno del Rincón. La acción de Luyando puso en marcha una serie de acontecimientos: el nombramiento de Moreno del Rincón fue anulado y en 1654, Bautista López ordenó a su representante que le consiguiera un traslado de San Juan. Podemos imaginar la frustración que debía sentir un prebendado cuando su aspiración de ser ascendido se suspendía.
El origen social, la formación eclesiástica y los patrones de carrera del clero y de los prebendados en América Latina han generado un interés considerable, ya que como señala Adrián C. Van Oss, estos aspectos del sacerdocio son importantes para nuestra comprensión de la historia colonial latinoamericana.[7] Hasta el día de hoy se han publicado más de 80 estudios de clérigos y prebendados en México, incluyendo el trabajo magistral de Óscar Mazín, sobre el cabildo catedralicio de Valladolid (Michoacán).[8] Sin embargo, disponemos de muy pocos estudios en el Caribe y Brasil. Nuestro conocimiento de los orígenes y la educación del clero y de los prebendados y cómo avanzaron o promovieron sus carreras en estas regiones es limitado, especialmente durante el siglo XVII.
¿Quiénes escogían el sacerdocio cómo vocación? ¿Cuál era el alcance de la formación académica del clero en las regiones periféricas de las Américas? ¿Qué era más importante para el progreso profesional, el estatus socioeconómico o la formación académica? ¿El trabajo de la parroquia importaba o no? La escasez de fuentes para el Caribe español, especialmente Puerto Rico, en este período, ha hecho difícil encontrar respuestas a estas preguntas. Sin embargo, los especialistas en el campo están utilizando ahora la relación de méritos y servicios, (un tipo de expediente presentado por un miembro del clero cuando se solicitaba un beneficio, un ascenso o un traslado), para reconstruir las vidas y carreras del clero. Cada relación incluye varios componentes básicos: una carta de presentación escrita por el sacerdote que narra brevemente los servicios que él o su familia habían prestado a la Corona, una reseña de la educación del sacerdote, una lista de los curatos donde había servido, un resumen de los servicios prestados a la parroquia o cabildo de la catedral, y el testimonio de una variedad de testigos que corroboraban la información presentada por el sacerdote.[9] La información suministrada en las relaciones hace posible crear un perfil del clero que sirvió en el cabildo eclesiástico de la catedral de San Juan y de esa manera se puede examinar sus estrategias para el avance. Este estudio analiza las relaciones de veintidós de los treinta y un sacerdotes que sirvieron en el cabildo de la catedral de San Juan entre 1650 y 1700.[10]
Los testimonios proporcionados por el clero en las relaciones de mérito deben utilizarse con cautela, ya que ciertamente era parcial, al igual que las solicitudes de empleo modernas.15 Cada sacerdote quería dar una impresión favorable para obtener una plaza, beneficio o traslado de la Corona, y a veces exageraban sus logros. Sin embargo, la información contenida en las relaciones es útil para identificar los rasgos que eran comunes entre los prebendados. Veintiocho de treinta y un prebendados nacieron localmente y de los veintiún prebendados cuyos orígenes sociales son conocidos, solo tres proceden de familias humildes, lo que se verifica por el hecho de que sus padres no estaban identificados por rango militar, cargo civil o con títulos de cortesía (don y doña).
A pesar de que al clero a menudo se le acusa de falta de formación académica, más de un tercio de los hombres en este período de cincuenta años tenía títulos de universitarios. Como veremos, el sacerdocio estaba en proceso de cambio.
El esfuerzo individual no era suficiente para subir de rango en el capítulo de la catedral, ya que no existía un sistema directo de ascenso que recompensara los miembros del clero más meritorios. En la primera mitad del siglo XVII lo que importaba era el estatus socioeconómico de un sacerdote y su propio servicio o el de su familia para la Corona, aunque en la segunda mitad del siglo la educación se hizo más importante, como lo demuestra el número de sacerdotes que tenían estudios universitarios en ese período. Los ascensos internos eran la norma, y los prebendados a menudo esperaban años para ascender de racionero a canónigo y luego a chantre, arcediano o decano. Sin embargo, los prebendados con títulos universitarios como Diego de Torres y Vargas y Martín Calderón de la Barca ascendieron a los peldaños más altos (arcediano y deán, respectivamente) y lo hicieron más rápidamente que sus homólogos que no tenían título universitario. La élite y las familias que intentaban ascender socialmente miraban favorablemente obtener una carrera en el capítulo de la catedral, debido a que proporcionaba unos ingresos estables y les proporcionaba a los individuos oportunidades de ampliar la red de influencias de la familia. A medida que la población de las Américas aumentaba y el recuerdo de la conquista se desvanecía, más clérigos competían por un número limitado de prebendas. Las familias tenían que encontrar una manera de hacerse notar, lo que hizo que un número creciente de familias les proporcionaran a sus hijos una educación universitaria.[11]
El capítulo de la Catedral de San Juan a fines del siglo XVII
La Iglesia Católica era una entidad poderosa en Latinoamérica durante la época colonial, en parte, porque estaba estrechamente alineada con el Estado. En 1508, el Papa Julio II le dio a la Corona española poderes significativos en asuntos eclesiásticos en el Nuevo Mundo. Esta prerrogativa, conocida como el patronato real, incluía el derecho de nombrar a todos los funcionarios de la Iglesia, recaudar diezmos y establecer iglesias, monasterios y conventos. A cambio del poder eclesiástico que el Papa le cedió a la Corona, las autoridades papales esperaban que los monarcas españoles proporcionaran el mantenimiento de la Iglesia en las Américas y promovieran la conversión de los habitantes del Nuevo Mundo. La Corona pagaba los salarios de los funcionarios de la Iglesia y miembros del clero y subvencionaba una gran parte de la misión proselitista de la Iglesia. En 1523, la Corona creó el Consejo de Indias para administrar las posesiones de ultramar de España. El consejo consistía en cinco ramas (administrativa, judicial, militar, financiera y religiosa) que eran responsables de las áreas del gobierno. Esta entidad se encargaba de debatir la política y emitir recomendaciones al rey y también desempeñó un papel clave en el nombramiento de cargos administrativos tales como prebendas en capítulos de catedrales.
A nivel local, la Iglesia se organizó en parroquias administradas por sacerdotes beneficiados.[12] A nivel regional, las diócesis eran administradas por un obispo. Aunque, a nivel nacional, la arquidiócesis estaba al mando de un arzobispo. En el Caribe español, las islas se dividieron en parroquias. Algunas islas formaron su propia diócesis, como lo hizo Puerto Rico.[13] Una diócesis podría abarcar varias islas o colonias; la diócesis de Puerto Rico incluía las islas de las Antillas Menores (Trinidad y Margarita) y tierras a lo largo de la costa norte de América del Sur (Cumaná, Nueva Barcelona, Guyana y las misiones a lo largo del alto Orinoco), convirtiéndola en la diócesis más extendida geográficamente en las Américas.19 San Juan fue la sede de la diócesis y la catedral estaba ubicada allí, aunque no desempeñó un papel significativo en la vida religiosa de las regiones periféricas más allá de la isla.
Si bien cada diócesis era administrada por un obispo, ésta tenía su propio capítulo catedralicio compuesto por el clero que ayudaba al obispo en la administración de la catedral. Un capítulo podría tener un provisor (juez eclesiástico) o vicario general que asistía al obispo en asuntos diocesanos. Cada diócesis tenía sus propios estatutos y el número de prebendas en un capítulo de la catedral variaba. La bula de erección para la diócesis de Puerto Rico en 1512 especificó los siguientes miembros asalariados: decano, arcediano, chantre, maestro de escuela, tesorero y arcipreste (en orden jerárquico).20 Estos eran llamados colectivamente dignatarios. De menor rango que los antes mencionados se encontraban diez canónigos, seis raciones, seis acólitos, seis capellanes, un sacristán, un organista, un pertiguero, un mayordomo, un notario y un caniculario.21 Sin embargo, la economía local no podía mantener a tantos miembros de los capítulos asalariados y varias plazas fueron eliminadas durante el siglo XVI.22 En la última mitad del siglo XVII, el capítulo catedralicio de San Juan constaba de ocho miembros: un decano, un arcediano, un chantre, tres canónigos y dos racioneros. Este número era menor que los capítulos catedralicios de otras diócesis, como por ejemplo Caracas, que también tenía un tesorero. Otras catedrales tenían más canónigos y racioneros.23
El capítulo de la catedral de San Juan, que se reunía cada semana para discutir asuntos relacionados con la vida espiritual y temporal de la diócesis, estaba altamente estructurado y cada puesto tenía responsabilidades bien definidas. El encargado era el decano, que presidía el capítulo y se aseguraba de que se observaran los estatutos canónicos. Este también reemplazaba al obispo cuando no había ninguno. El arcediano reemplazaba al decano en su ausencia y examinaba a los candidatos para ordenarse al sacerdocio. El chantre era responsable de la música y la liturgia de la catedral. Los canónigos y los racioneros estaban a cargo de muchas tareas necesarias para los deberes cotidianos de la catedral.24 Además de estos deberes, los prebendados debían ayudar en la celebración de la Misa diaria (cantando el oficio divino) y además de participar en otras funciones religiosas.
Las tareas asignadas a los prebendados debían ser realizadas por ellos mismos y no por sustitutos, por lo que los prebendados tenían que vivir cerca de la catedral. Estos percibían un salario regular de la Corona, que en San Juan variaba de 150 pesos para el racionero a 400 pesos para el decano, además de recibir una porción del diezmo. Había una fórmula estricta para distribuir los ingresos del diezmo: el obispo y los prebendados recibían cada uno un cuarto del diezmo como grupo y el resto se dividía entre la Hacienda Real y las parroquias diocesanas. Sin embargo, los prebendados típicamente usurpaban fondos destinados a las parroquias, dejando a menudo que los vicarios financiaran por su cuenta las necesidades de sus parroquias.[14] Conseguir una prebenda no solo proporcionaba seguridad financiera, sino además daba estatus y prestigio. Los prebendados llevaban insignias de honor, precedían a otros clérigos en las procesiones (por ejemplo, en Corpus Christi), y cada uno tenía un puesto en el coro de la catedral.Es necesario entender el sistema de defensa y el sistema de comercio legal de la isla para comprender el contexto socioeconómico en el que se recopilaban las relaciones. Desde sus inicios, San Juan tuvo que protegerse contra las incursiones extranjeras. La amenaza de los corsarios franceses, que comenzó en la década de 1530 y continuó a través de la década de 1550, provocó los primeros esfuerzos por fortificar la ciudad. Inicialmente, la milicia local protegía la ciudad, pero como la Corona estaba cada vez más preocupada por los intrusos extranjeros, en 1582 asignó una guarnición de soldados profesionales para defenderla. La Corona también asignó fondos conocidos como “el situado” para el mantenimiento de la guarnición, como se hizo en otras ciudades fortificadas del Caribe.[15] Los británicos también fueron una amenaza. Sir Francis Drake atacó San Juan en noviembre de 1585 y George Clifford, el tercer conde de Cumberland, hizo lo mismo tres años más tarde, en el verano de 1598. Estos acontecimientos aceleraron la transformación de San Juan en un presidio militar. En respuesta, la Corona autorizó nuevas mejoras a las fortificaciones de la ciudad y aumentó el tamaño de su guarnición.[16] A medida que se desarrollaba este proceso, la prominencia de los militares en la sociedad local aumentó a expensas de otros segmentos de la población. Casi todas las autoridades militares y civiles de la primera mitad del siglo XVII vinieron de España. Muchos de estos hombres se casaron con hijas de destacadas familias locales, formando el núcleo de una sociedad estratificada y jerárquica.
Es difícil evaluar la carrera de un sacerdote sin conocer las redes sociales y las relaciones que ayudaron o dificultaron el avance del clérigo. Los Menéndez de Valdés eran probablemente el clan más poderoso y mejor conectado de la ciudad (y posiblemente de la isla) a mediados del siglo XVII. Diego Menéndez de Valdés, un hombre con una considerable experiencia militar, fue nombrado gobernador de Puerto Rico en 1582 y, tras dos mandatos (1581-1593), el gobernador y su familia permanecieron en la isla. Los numerosos hijos de Menéndez de Valdés se casaron con miembros de la élite civil y militar de San Juan (incluyendo a los descendientes de Juan Ponce de León, miembro de la familia más prominente de Puerto Rico a finales del siglo XVI).[17] Los Menéndez de Valdés también estaban vinculados a través del matrimonio con funcionarios españoles que fueron enviados a la isla, entre ellos Gaspar Flores de Caldevilla, que fue nombrado tesorero de la Hacienda Real el 20 de mayo de 1623.[18] El hijo de este, Álvaro Flores de Caldevilla , sirvió en el capítulo de la catedral de San Juan. Al igual que otras familias de élite de las Américas, los Menéndez de Valdés mantuvieron su influencia y prominencia por varias generaciones a través de la colocación estratégica de miembros de la familia como clérigos y monjas. El sobrino de Diego Menéndez de Valdés (Juan Morcelo), dos de sus nietos (Alonso Menéndez de Valdés y Juan Menéndez de Valdés) y un sobrino (Diego de Valdés y Montenegro) vinieron a ser sacerdotes y sirvieron en el capítulo de la catedral de San Juan. Además, tres de sus nietas (Ana de Lanzos, Antonia de Lanzos y María Menéndez de Valdés) fueron fundadoras de un convento carmelita que se estableció el 1 de julio de 1651 en San Juan.[19] Los Menéndez de Valdés formaban parte de una pequeña, pero muy formidable élite social y económica. Su poder se realzó debido al reducido tamaño de la población de la ciudad, que en 1673 apenas alcanzaba 1,794 habitantes.[20]
Otras familias, entre ellas los Amézquita y los Torres y Vargas, se hicieron prominentes gracias al papel que desempeñaron sus miembros en la defensa de San Juan contra ataques extranjeros. En septiembre de 1625, un escuadrón holandés bajo el mando del general Boudewijn Hendriksz atacó la ciudad. La mayoría de los habitantes se refugiaron en El Morro, una enorme fortaleza cuya construcción había comenzado durante la gobernación de Menéndez de Valdés. Cuando Hendriksz exigió la entrega de El Morro, el gobernador de la isla, Juan de Haro, se negó, y Hendriksz sitió la fortaleza. Varios de los habitantes de la ciudad se distinguieron en combate, entre ellos el capitán Juan de Amezquita y el sargento mayor García de Torres. Amezquita encabezó a un grupo de soldados que salieron una noche y capturaron un lugar estratégico ocupado por el enemigo. Además, acapararon muchas armas y sus acciones resultaron en la muerte de un comandante holandés.[21] García de Torres, que había servido durante veintitrés años en San Juan, murió en uno de los combates iniciales.[22] Los descendientes de Amezquita y Torres y Vargas se beneficiaron de la conducta de sus respectivos antepasados en la defensa del imperio contra la invasión extranjera. Dos de los nietos de Amezquita (Pedro de Oscos y Turen y Martín Calderón de la Barca) sirvieron en el capítulo catedralicio de San Juan, al igual que el hijo de Torres, Diego de Torres y Vargas. Otros habitantes de San Juan, como Juan de Salinas y Figueroa (el tataranieto de Juan Ponce de León), aportaron alimentos que mantuvieron la guarnición militar aprovisionada durante el asedio holandés de El Morro. Uno de sus hijos, Gerónimo de Salinas y Figueroa, sirvió en el capítulo de la catedral de la ciudad.[23] Antes de retirarse en noviembre de 1625, los holandeses quemaron los edificios de San Juan y se llevaron sus barcos repletos de botín. El historiador Fernando Picó lo llama “el peor desastre de la historia de la ciudad”.35
San Juan finalmente se recuperó, pero el recuerdo de los ataques holandeses e ingleses permaneció grabado en la memoria colectiva de sus habitantes durante el resto del siglo. En la “economía de favor” que unía al patrón y a los clientes con obligaciones mutuas, los actos valientes de los antepasados representaban capital político y económico. Se esperaba que el rey (el patrón) proporcionara beneficios materiales, ascenso y protección a cambio de la lealtad y el servicio de sus súbditos (los clientes). Esto se conocía como el mandato de reciprocidad.[24] Cuando el rey no podía pagar por adelantado por la ayuda recibida en una guerra, una conquista o un desastre, ofrecía recompensas y favores que se pagarían en el futuro. Los súbditos leales registraban y certificaban sus obras y el trabajo no remunerado que realizaban para poder obtener el favor real. Debido a que ellos o sus antepasados habían demostrado su lealtad al rey en la lucha contra los holandeses e ingleses y en la provisión de El Morro, algunos de los habitantes de San Juan esperaban que la Corona los recompensara por los servicios prestados.
Un componente clave del mandato de la reciprocidad era la noción de que los hechos famosos de un antepasado podían ser heredados y reclamados por sus descendientes.[25] Vemos evidencia de esto en las relaciones que los sacerdotes que aspiraban a ser prebendados compilaron a mediados del siglo XVII. A menudo, el clero le recordaba al rey el heroísmo y el sacrificio financiero de sus antepasados durante los ataques holandeses e ingleses. Por ejemplo, la relación de Gerónimo de Salinas y Figueroa, compilada en 1658, resaltó que su padre había suministrado carne, casabe y azúcar a expensas suyas a los hombres que custodiaban la desembocadura del río Bayamón durante el ataque holandés de 1625. También mencionó que su abuelo paterno, Gerónimo de Salinas, había provisto recursos claves durante el ataque de los ingleses de 1598.[26] Por las acciones de su padre y abuelo, Salinas fue ascendido a canónigo. Recordarle a la Corona los hechos de algún antepasado todavía era una estrategia efectiva para que los sacerdotes que aspiraban a una prebenda se hicieran notar a mediados del siglo.
En los primeros años del siglo XVII, el Caribe hispano estaba cada vez más al margen del tráfico comercial entre España y las Américas. Una variedad de factores, incluyendo cambios en las rutas de navegación, dificultades asociadas con el sistema de comercio de la flota y una cédula que prohibía a los comerciantes canarios comerciar con el Caribe español, condujeron a una virtual parálisis del comercio legal.[27] De 1625 a 1650, los niveles de tráfico marítimo entre Puerto Rico y Sevilla disminuyeron por lo menos a una quinta parte en los últimos veinticinco años del siglo anterior.[28] Si hemos de creerles a las fuentes contemporáneas, de 1651 a 1662 no llegó a la isla ni un solo buque registrado de España y de 1651 a 1675 solo ocho barcos salieron de Sevilla para Puerto Rico.[29] Esta es probablemente la razón por la cual el Consejo de Indias tardó tres años en responder a las cartas que Diego de Torres y Vargas y Francisco Moreno del Rincón escribieron en 1656. A pesar de la disminución del tráfico comercial legal, el comercio ilegal se realizaba abiertamente a lo largo de las costas de la isla. Los habitantes de las islas (incluyendo los clérigos que más tarde sirvieron en el capítulo de la catedral, como Martín Calderón de la Barca) se vieron cada vez más atraídos por la compleja e ilegal telaraña del comercio intracaribeño con las otras islas cercanas en el Caribe no-hispano, como el puerto danés de Santo Tomás, las Islas Vírgenes Británicas de Tórtola y Virgen Gorda, y las posesiones holandesas de San Eustaquio y Curaçao.[30]
La dependencia de la isla (y la ciudad) del situado, que proporcionaba el mayor suministro de ingresos, también empeoró las cosas. No se recibió nada de México en diecisiete de los años en el período 1650-1700, y solo el 53 por ciento del total que debería haberse recibido llegó a Puerto Rico en estos años.43 Debido a tales deficiencias en el situado, pasaban meses o años en los que no se pagaban salarios oficiales, incluyendo los de los sacerdotes que eran parte del personal en el capítulo de la catedral. Esto forzó a los residentes a solicitar crédito o préstamos de los comerciantes locales y dio lugar a recesiones económicas periódicas. El historiador Ángel López Cantos describe el período de 1650 a 1700 como el período de menor actividad económica en Puerto Rico.44 Las descripciones de mediados y finales del siglo XVII se refieren tanto a San Juan como a la isla como empobrecidas. Cristóbal Bautista López citó la pobreza de la isla como una de las razones por las que pedía traslado al capítulo de la catedral de Caracas. A pesar de que el salario era el mismo (300 pesos), según Bautista López, el diezmo (que probablemente constituía su única fuente de ingresos en los años en que el situado no llegaba) no era suficiente para vestirse de manera apropiada para su clase social. También señaló que a veces era imposible celebrar la misa porque el vino y la harina utilizados para las hostias y las obleas de comunión eran escasos.[31] Por muy empobrecidos que fueran San Juan y Santiago de Cuba, la situación en Caracas era probablemente peor, razón por la que Bautista López y Luyando rechazó la plaza de tesorero en el capítulo catedralicio de esa ciudad.[32]
A pesar de que pasaran momentos de escasez, debemos considerar la posibilidad de que los prebendados hayan exagerado el nivel de pobreza. Torres y Vargas envió los artículos recibidos como parte del diezmo (jengibre, pieles, azúcar y cacao) a España para la venta y para pagar deudas.[33] La imagen de un clero empobrecido debe ser reconsiderada. Algunos sacerdotes tenían casas, entre ellos Diego de Valdés y Montenegro y Diego de Bolaños, y otros sacerdotes poseían esclavos.[34] Por ejemplo, Juan Gómez de Govantes tenía por lo menos tres esclavos, Juan Guilarte de Salazar poseía al menos un esclavo, Francisco López de la Cruz tenía por lo menos cinco esclavos, Juan de Rivafrecha poseía por lo menos dos esclavos y Felipe de Lozada poseía por lo menos uno.[35] Los sacerdotes a menudo usaban sus ingresos para mantener a sus padres y a los hermanos solteros o viudos. Aunque tenían muchos gastos, sus súplicas de pobreza probablemente tenían como objetivo asegurar más dinero para permitirles que vivieran de acuerdo con el estándar de vida que correspondía a su profesión.
Los orígenes socioeconómicos de los sacerdotes en América Latina
Sabemos muy poco sobre los orígenes sociales de los sacerdotes que sirvieron en San Juan en el siglo XVII. Esta información no era necesaria para ordenarse como sacerdote. Los candidatos al sacerdocio tenían que ser de nacimiento legítimo y de un linaje cristiano (libre de ascendencia judía, india, africana o musulmana). Aunque no era común, los hombres de nacimiento ilegítimo podían ser ordenados e incluso podían llegar a ser prebendados, pero esto requería una dispensación del papado. Un ejemplo es Juan de Rivafrecha, que obtuvo tal dispensación y fue promovido a ración en 1691 y luego a canónigo en 1695. Sin embargo, su carrera se estancó debido a sus antecedentes y nunca avanzó al rango de chantre.[36] Los candidatos al sacerdocio tenían que proporcionar testigos que pudieran dar fe de su honor. La información en las relaciones sobre los antecedentes socioeconómicos debe ser usada con precaución, ya que los sacerdotes a menudo exageraban los logros de un antepasado para recibir el favor del rey y obtener un beneficio. Además, la información en las relaciones puede estar sesgada hacia los sacerdotes que venían de los altos rangos de la sociedad colonial.[37]
Los historiadores que estudian el clero en Hispanoamérica han afirmado desde hace mucho tiempo que la mayoría de los sacerdotes eran de origen social modesto. Por ejemplo, Lincoln Draper declara que el clero de Las Charcas de principios del siglo XVII en Bolivia provenía de familias burocráticas de nivel medio que trazaban su linaje a conquistadores o primeros colonos.[38] William Taylor observa que los miembros de los capítulos de la catedral en la Ciudad de México del siglo XVIII y Guadalajara procedían de familias de altos rangos de la sociedad colonial, al igual que los nombrados a las lucrativas parroquias de “primera clase”. A continuación, escribe que de una muestra de más de 100 sacerdotes en las parroquias de segunda y tercera clase como pastores beneficiados o sus asistentes en estas dos diócesis la mayoría eran de origen relativamente humilde.[39] Consolación Fernández Mellen afirma que el clero de la Habana a fines del siglo XVIII y de principios del siglo XIX eran de ascendencia humilde, o humilde nacimiento.[40] Sin embargo, la evidencia de las relaciones de San Juan – aunque de otro período y otra parte de Hispanoamérica - sugiere que el costo para prepararse para el sacerdocio era alto.
Mientras que el curso inicial del estudio con frecuencia comenzaba en la ciudad natal del futuro clérigo bajo la tutela del vicario local, estudios avanzados que duraban varios años eran un requisito para la ordenación. Esto solo era posible en un seminario, una escuela de convento con personal de miembros de una orden religiosa, o una universidad, los cuales se encontraban típicamente en las grandes ciudades. Como ha señalado Paul Ganster, el costo para cumplir con estos requisitos educativos era un factor importante en la decisión de un individuo de seguir la carrera del sacerdocio. Solo las familias más acomodadas podían enviar a estudiar a un hijo.[41] Aunque un hombre de origen humilde podía convertirse en sacerdote, ésta era la excepción, no la regla. El susodicho probablemente necesitaba un patrocinador o benefactor para ayudarle con los gastos. También, había otras consideraciones financieras. Los posibles clérigos tenían que proporcionar evidencia de un medio de apoyo permanente, lo que se conocía como la congrua. Una vez que un sacerdote era ordenado, no podía realizar ningún otro tipo de trabajo manual, y a los sacerdotes seculares, a diferencia de sus homólogos que pertenecían a las órdenes religiosas, no se les permitía pedir limosna.[42] Para establecer su independencia financiera, los jóvenes típicamente dependían de capellanías u otras dotaciones eclesiásticas que proporcionaban ingresos fijos. Una capellanía se establecía a menudo por los miembros de la familia para este propósito.[43] Solo las familias adineradas tenían los medios para dotar a una capellanía u otra fuente de renta fija para que un hijo estudiara para el sacerdocio. Por lo tanto, los sacerdotes eran generalmente miembros de la élite económica de sus comunidades.
Este fue el caso del clero en este estudio. Conocemos los antecedentes socioeconómicos de veintiuno de los treinta y un sacerdotes que sirvieron en el capítulo de la catedral de San Juan de 1650 a 1700. Seis de ellos descendían de familias militares. Es el caso, por ejemplo, de Martín Calderón de la Barca. Su padre Francisco había sido capitán de infantería en el presidio de San Juan de 1653 a 1658; su abuelo Martín había servido en el ejército veintisiete años, incluyendo una temporada como capitán de infantería en el presidio de San Juan; y la carrera militar de su bisabuelo Francisco había comenzado en 1580 y abarcaba más de cincuenta años.[44] Había algunos prebendados de familias militares más modestos, como Andrés Suazo Recalde, cuyo padre Martín Suazo Recalde había servido como cabo de escuadra y como sargento en la guarnición militar de San Juan.[45] Cinco de los prebendados descendían de familias que se mantenían activas en la administración civil de la isla. Entre ellos estaba Félix de Cuadros, cuyo padre Agustín de Cuadros había tenido una distinguida carrera como alcalde ordinario, procurador general y alcalde de la Santa Hermandad.[46] Tres prebendados pertenecían a la élite terrateniente, entre ellos Gerónimo de Salinas y Figueroa y Juan Menéndez de Valdés, cuyo padre, Francisco Menéndez de Valdés, poseía una hacienda que había sido destruida durante el ataque de los holandeses en 1625.[47] Dos prebendados tenían ascendencia noble, aunque sus pretensiones no están bien documentadas en las relaciones, y otros dos remontaron su linaje a los conquistadores de la isla.[48] De los veintiún prebendados cuyos orígenes sociales son conocidos, solo tres procedían de familias humildes. Uno de ellos, Francisco Sánchez Muñoz, era hijo del mayordomo de la iglesia de Cumana, cerca de la costa de América del Sur, y los otros dos, Francisco López de la Cruz y Cristóbal Pastrana, nacieron en San Juan.[49]
Conocemos el lugar de origen de veintinueve de los treinta y un sacerdotes. De estos, veintisiete nacieron localmente.[50] Esto coincide con lo que los historiadores han encontrado para las diócesis en otras regiones de las Américas. Por ejemplo, Lucrecia Raquel Enríquez Agrazar observó que los veintitrés canónigos nombrados en el capítulo catedralicio de Concepción (Chile) de 1650 a 1700 nacieron en Chile y que veintisiete de treinta y dos canónigos nombrados en el capítulo catedralicio de Santiago en el mismo período habían nacido localmente.[51] Lincoln Draper notó algo similar en el capítulo de la catedral del siglo XVII en Charcas, Bolivia.66 Después de que se adaptaron las Leyes Nuevas de 1542, la Corona siguió una estrategia deliberada de favorecer a los individuos nacidos localmente en la selección de personal a puestos reales, incluyendo cargos en la Iglesia. Se dio preferencia a los conquistadores y a sus descendientes en la concesión de prebendas.[52] En menos de un siglo, el número de prebendados de la Península había disminuido; la mayoría nacieron localmente.[53] La preferencia de la Corona por los conquistadores y sus descendientes puso en desventaja a los clérigos españoles que buscaban puestos en los capítulos catedralicios de las Américas. Tal vez esto explica por qué la solicitud del español Juan Gómez de Govantes para una prebenda en el capítulo catedralicio de San Juan fue negada seis veces en veintiocho años; finalmente se le concedió en 1696.69
Aunque se les daba preferencia a los hombres nacidos localmente, los sacerdotes tuvieron cuidado de resaltar sus conexiones hereditarias con la metrópoli con la esperanza de impresionar al Consejo de Indias. Este fue el caso de Pedro Pérez Basco, quien destacó que sus abuelos paternos eran de la Villa de Motril en Castilla.70 Por el contrario, los individuos de origen humilde o los que habían nacido en las Américas, como fue el caso de Cristóbal Bautista López, podían omitir su ascendencia, eligiendo en cambio destacar su educación o sus labores pastorales.
Los miembros de la sociedad colonial latinoamericana no se consideraban a sí mismos como individuos sino como parte de una unidad familiar y los prebendados que estaban interesados en mejorar su condición económica y social lo hicieron invariablemente en el contexto de la situación de su familia. El estatus del individuo se refleja en la familia y viceversa. De la misma manera, la influencia y el poder de un prebendado probablemente se derivaban más de su familia o de otros lazos con élites locales que de pertenecer al capítulo de la catedral.71 Este hecho no pasó desapercibido por las autoridades de la Iglesia. Como ha señalado Lincoln Draper, hubo conflictos entre el capítulo de la catedral y los obispos sobre el control del clero diocesano.[54] Bartolomé García de Escañuela, obispo de Puerto Rico de 1670 a 1676, aludió a esto en una carta al rey fechada el 27 de abril de 1674, que describía la problemática de los nombramientos al capítulo de la catedral. Según García de Escañuela, los obispos iban y venían con tanta frecuencia que cuando moría uno, el capítulo de la catedral revocaba los nombramientos de prebendados que no le gustaban y nombraba a los que quería en su lugar.[55] Los obispos que se encontraban en desacuerdo con el capítulo de la catedral a menudo hacían lo que el capítulo quería para evitar problemas con los prebendados. Tal vez esto explique por qué el obispo Arnaldo de Isasi aplazó el juicio cuando Cristóbal Bautista López solicitó ser reinstalado como arcediano ante el Consejo de Indias.
Instrucción académica y formación intelectual
En una carta fechada el 14 de agosto de 1706, Pedro de la Concepción Urtiaga, recién instalado obispo de Puerto Rico le informó al rey sobre el estado del clero de la isla. Dijo que “no tienen más ciencia que un poco de gramática mal aprendida”. El obispo creía que el bajo nivel de instrucción académica que los sacerdotes recibían contribuía a la laxitud moral entre los habitantes de la isla y que se relacionaba con el hecho de que el clero administraba los sacramentos mal y
rara vez.[56] El obispo Urtiaga no era el único que pensaba esto. Otros obispos de toda Hispanoamérica manifestaron preocupaciones similares por la falta de formación intelectual del clero. Por ejemplo, los obispos de dos diócesis chilenas, Dionisio Cimbrón de Concepción y Diego Humanzoro de Santiago, cada uno le escribió al rey en 1672, y criticó al clero en sus respectivas diócesis. Según el obispo Cimbrón, “Los curas ... apenas saben leer latín y esto muy mal”. El obispo Humanzoro escribió “Hay un solo prebendado con estudios y califica a los demás como iletrados”.[57] Los historiadores repiten a menudo tales evaluaciones. Por ejemplo, Ángel López Cantos ha sugerido que el clero en Puerto Rico en el siglo XVIII se caracterizó por un “bajo nivel cultural”.[58] ¿Es correcta esta descripción? ¿Cuál fue la extensión de la instrucción académica del clero en los años previos a la llegada del obispo Urtiaga en 1706?
Los sacerdotes a menudo indicaban en sus relaciones qué y dónde habían estudiado y qué títulos habían obtenido. Esto nos permite evaluar su formación académica, especialmente la de los prebendados, en este período. El derecho canónico y los decretos del Concilio de Trento requerían que los futuros sacerdotes estudiaran latín y teología moral. Más allá de esto, no había requisitos académicos adicionales, excepto que cada futuro clérigo tenía que pasar un examen escrito antes de que pudiera ser ordenado.77 Los candidatos al sacerdocio estudiaban latín y teología moral hasta que los medios financieros de una familia se lo permitieran. No había un sistema escolar estandarizado en Hispanoamérica, y en las áreas periféricas como Puerto Rico había pocas escuelas. Las familias tenían que improvisar para educar a sus hijos. Un padre letrado probablemente les enseñaba a sus hijos, especialmente a los varones, a leer y escribir a una temprana edad. Los hijos de los miembros acaudalados de la comunidad podían estudiar con un tutor privado o con el párroco. Por ejemplo, Alonso de Ulloa y Fuentes, que sirvió como prebendado en los capítulos de las catedrales de Santo Domingo y Caracas, fue discípulo de su tío, Pedro de Lizana, decano del capítulo de la catedral en San Juan.[59] Los jóvenes que estaban interesados en el sacerdocio comenzaron sus estudios primarios entre las edades de diez y trece años.[60] En ciudades más grandes, a menudo había una escuela informal en donde daban clases los sacerdotes que estaban asignados a la catedral. Por ejemplo, en San Juan, varios clérigos, entre ellos Cristóbal Bautista López, Juan Gómez de Govantes y Cristóbal Pastrana, les enseñaban a los niños a leer y a escribir en español, la gramática (lectura, escritura y pronunciación del latín) y los fundamentos del canto eclesiástico.[61] Los jóvenes también aprendían los rudimentos de la fe y eran entrenados a cantar el oficio divino. Después de aprender la gramática y tener estas destrezas, estaban listos para la tonsura y la ordenación a las órdenes menores (portero, lector, exorcista y acólito), lo que ocurría típicamente a la edad de catorce años.[62] Los estudios más avanzados se realizaban en un seminario, una escuela del convento, o una universidad, dependiendo de los recursos económicos de la familia o donde viviera el candidato.
Debido a que no había seminarios ni universidades en Puerto Rico, los futuros clérigos continuaban con su formación intelectual en el Colegio de Santo Tomás de Aquino en San Juan, el cual era administrado por los franciscanos. El próximo paso de su educación era riguroso y duraba tres años. Las clases se llevaban a cabo durante todo el año, comenzaban muy temprano por la mañana y terminaban por la noche. Durante el primer año, los estudiantes aprendían retórica, en latín y español, y lo que probablemente implicaba la traducción de textos en ambos idiomas y de obras seleccionadas de Cicerón y Virgilio. Los estudiantes también estudiaban las técnicas de persuasión utilizadas por estos autores. El segundo año comenzaban a estudiar la lógica y la filosofía aristotélica. Los futuros clérigos y prebendados eran educados junto a los futuros líderes de la sociedad y el gobierno de San Juan, lo que ofrecía oportunidades para forjar amistades y crear redes que podían resultar ventajosas en el futuro. Antes de la ordenación, los candidatos al sacerdocio también tenían que completar cursos de teología dogmática y moral, que “trataba de la aplicación de principios dogmáticos a la vida cotidiana”.[63] Este era el grado de la formación académica para la mayoría del clero puertorriqueño en este período. Por ejemplo, Pedro de Oscos y Turen estudió en el Colegio de Santo Tomás desde 1663 a 1666 y fue ordenado después de haber completado el curso de artes.[64] La instrucción académica adicional le habría requerido estudiar en el extranjero, lo cual hubiera requerido un gran esfuerzo además de ser costoso.
A medida que la competencia por los beneficios iba aumentando en la segunda mitad del siglo XVII, algunas familias optaron por proporcionarles a sus hijos una educación universitaria para que se les ampliaran sus oportunidades de obtener una carrera profesional y potencialmente emplear eso como un medio de movilidad social. Un sacerdote tenía más probabilidades de ser seleccionado para una prebenda, especialmente el rango de un dignatario (arcediano y decano), si tenía un título universitario. Esto puede haber sido el caso en 1658, cuando Diego de Torres y Vargas fue nombrado decano en lugar de Bernardino Benítez y Luyando, debido a que tenía más años de servicio. Torres y Vargas usó sus conexiones sociales (y profesionales) en Madrid y probablemente recibió la prebenda porque Benítez y Luyando no tenía título universitario. La selección como prebenda, especialmente los rangos de un dignatario (arcediano y decano), confería honor y prestigio -además de un ingreso lucrativo- y proporcionaba acceso al poder de la Iglesia. A pesar de que una educación universitaria era costosa, pagaba dividendos a largo plazo.
En las áreas centrales de América Latina, como México, el número de jóvenes que estudiaba en las universidades aumentó a lo largo del siglo XVII, al igual que el número de sacerdotes con título universitario.84 El sacerdocio estaba en proceso de hacerse una carrera más profesional. Sin embargo, el momento de este cambio ocurrió antes en algunas áreas (México) y más tarde en otras (Puerto Rico). Tal vez esto explique por qué el obispo Urtiaga, oriundo de Querétaro, México, y quien previo a su llegada a San Juan había prestado servicios principalmente en ese país, criticó la falta de formación académica del clero puertorriqueño a principios del siglo XVIII.[65]
Un número sorprendente de clérigos puertorriqueños en la segunda mitad del siglo XVII tenía un título universitario. De los treinta y un prebendados que sirvieron en el capítulo catedralicio de San Juan durante este período, once (35 por ciento) tenían título universitario. Esto es mucho más alto que el número de prebendados con un título universitario en la primera mitad del siglo XVII (tres de veintinueve, o un 10 por ciento).[66] Pocos sacerdotes en el Caribe español (Cuba, Florida, Jamaica, Puerto Rico y Santo Domingo) tenían título universitario. Según Josué Caamaño Dones, que examinó las relaciones de méritos de treinta y un sacerdotes del Caribe español, solo diez sacerdotes habían estudiado en una universidad: siete de Cuba, uno de Jamaica, uno de Puerto Rico y uno de Santo Domingo.[67] Debido a que solo había una universidad en el Caribe español en esa época, la Universidad de Santo Tomás en Santo Domingo, es notable que hubiera tantos sacerdotes con título universitario en Puerto Rico a finales del siglo XVII.
De los once egresados con título universitario de este estudio, tres habían completado los requisitos para un bachiller (equivalente a un bachillerato), siete habían obtenido un licenciado (equivalente a una maestría) y uno había recibido el título de doctorado. Quizás el mayor número de licenciados se atribuye al hecho de que para el otorgamiento de un título se exigía pagar. El doctorado costaba más.[68] Los honorarios para los títulos eran exonerados para los estudiantes de escasos recursos que salían bien en el examen requerido al final del curso de estudio. Sin embargo, esto no se aplicaba al doctorado. Algunos estudiantes de Puerto Rico que estudiaron en la universidad probablemente no pudieron pagar la cuota por la concesión del doctorado y tuvieron que conformarse con obtener una licenciatura.[69] Se conoce el lugar donde estudiaron seis de los prebendados: tres egresaron de la Universidad de Sevilla (Martín Calderón de la Barca, Alonso Menéndez de Valdés y Diego de Torres y Vargas), uno de la Universidad de México (Diego de Valdés y Montenegro) y dos de la Universidad de Santo Tomás en Santo Domingo (Juan de Rivafrecha y Tomás Sánchez de Páez). Otros sacerdotes de Puerto Rico también tenían títulos universitarios: Luis de Coronado y Alonso de Ulloa y Fuentes se graduaron de la Universidad de Sevilla y Pedro Menéndez de Valdés de la Universidad de Salamanca.
La relación de Tomás Sánchez de Páez, promovido a canónigo en 1703, nos permite reconstruir la formación académica de un prebendado que estudió para el sacerdocio en la segunda mitad del siglo XVII. Sánchez de Páez fue bautizado el 5 de enero de 1658, en San Juan. Su padrino fue Juan Guilarte de Salazar, quien más tarde fue ordenado sacerdote en 1659. Sánchez de Páez provenía de una familia modesta. Su padre (Pedro Sánchez de Páez) había servido a la Corona durante cincuenta años como soldado y artillero. Debido a los modestos orígenes de su ahijado, Juan Guilarte de Salazar probablemente lo ayudó con sus estudios y desarrollo profesional. Esto no habría sido atípico; Rodolfo Aguirre Salvador, en su estudio sobre el clero en el México colonial, señala que el clero y los prebendados a veces ayudaban a sus ahijados, especialmente a los que seguían una carrera en la Iglesia.[70] Sánchez de Páez fue tonsurado poco después de su decimosexto cumpleaños, el 25 de febrero de 1674, por el Obispo Bartolomé García de Escañuela. Durante los siguientes cinco años, el joven sirvió de acólito en la catedral de San Juan. El 10 de julio de 1679 se llevó a cabo una investigación sobre sus antecedentes ancestrales y su conducta moral y, una semana después, el obispo Marcos de Sobremonte aprobó la ordenación de Sánchez de Páez a las órdenes menores. Poco después, comenzó a estudiar en la Universidad de Santo Tomás en Santo Domingo, donde completó los requisitos para su bachillerato en filosofía en 1680 y obtuvo su licenciatura en filosofía en 1684. Mientras Sánchez de Páez estaba en la universidad, Domingo Fernández Navarette, el arzobispo de Santo Domingo, lo ordenó como diácono (el 18 de diciembre de 1683) y como sacerdote (el 26 de febrero de 1684). Después de ordenarse, regresó a Puerto Rico y comenzó su carrera como teniente cura (asistente del párroco) en Coamo, a lo largo de la costa sur de la isla. En 1690, Sánchez de Páez fue nombrado cura capellán en Arecibo, a lo largo de la costa norte de la isla, y en 1695 recibió su primer beneficio en dicha parroquia.[71] Fue ascendido de rango a canónigo en 1703. Siete años más tarde recibió otro ascenso, esta vez como chantre. Finalmente, en 1712, fue nombrado con el cargo de arcediano del capítulo de la catedral de San Juan.[72][73] Como ilustra este caso, era posible que un joven de origen modesto estudiara en una universidad, se convirtiera en sacerdote y obtuviera una plaza de dignitario en el cabildo catedralicio.
¿Por qué las familias de élite y las que no eran de élite elegían una educación universitaria para los hijos que seguían una carrera eclesiástica? Esta es una pregunta importante, teniendo en cuenta los gastos que acarreaba estudiar en el extranjero y la dificultad de viajar en el siglo XVII. Los padres podrían haber utilizado el dinero gastado en la educación de un hijo para invertir en un nuevo negocio o adquirir tierras que podrían traer ingresos significativos a la familia, pero algunos eligieron obtener una educación universitaria. En parte, la respuesta es que la Corona comenzó a poner más énfasis en la preparación para el sacerdocio y menos en la compensación de los individuos por los servicios prestados por ellos o sus antepasados a la Corona. Los obispos de la Hispanoamérica colonial traen a relucir la importancia de la formación escolar. El énfasis en un clero educado en el siglo XVII refleja la creencia, especialmente en los años posteriores al Concilio de Trento, de que la salvación de las almas requería un conocimiento detallado de la doctrina y los ritos de la Iglesia.[74] Un sacerdote tenía que haber recibido suficiente formación en la doctrina de la Iglesia y estar debidamente instruido en la administración de los sacramentos. Se creía que, de no ser así, la eficacia de los sacramentos corría peligro.94 Para un hombre que quería entrar en el sacerdocio, una educación universitaria era una manera de destacarse entre el creciente número de sacerdotes que competía por un número limitado de prebendas.
Había otras razones por las que algunas familias cuyos hijos seguían una carrera eclesiástica, optaron por proporcionarles a sus hijos una educación universitaria. Una carrera en la Iglesia siempre ha sido uno de los principales medios de movilidad social. Como señala Antonio Irigoyen López en su estudio del capítulo de la catedral de Murcia (España) en el siglo XVII, la pertenencia al capítulo de la catedral era un medio visible de movilidad social para las clases medias.[75] Para las familias que estaban en proceso de ascenso o aspiraban ascender, como pudo haber sido el caso de Tomás Sánchez de Páez, la Iglesia ofrecía movilidad porque proporcionaba prestigio social y creaba oportunidades para expandir las redes sociales.[76] Quienes tenían un miembro en el capítulo de la catedral tenían más oportunidades de que los otros hijos y las hijas contrajeran matrimonios ventajosos; y además otros miembros tenían una mejor oportunidad de servir en el cabildo de la ciudad.[77] Cabe señalar que un joven no tomaba la decisión de convertirse en sacerdote por su propia cuenta sino que esta decisión era tomada por la familia. Las consideraciones financieras eran las más importantes en la mente de los padres, ya que una prebenda proporcionaba un ingreso fijo y estable en una era de incertidumbre económica. Por otra parte, un hijo que seguía una carrera en la Iglesia ayudaría a conservar los recursos de sus parientes. Debido a que los sacerdotes no tenían hijos, en teoría, la riqueza que un sacerdote adquiría durante su vida volvía a su núcleo familiar en el momento de su muerte y podría ser utilizada más tarde para aumentar la importancia social de este. Se esperaba que un hijo destinado a una carrera en la Iglesia proveyera ayuda económica a los miembros de la familia en tiempos de necesidad; cuando el padre moría, el hijo (sacerdote) se hacía cargo de sus parientes, proporcionando dotes a sus hermanas y una educación para sus hermanos. Como menciona Pedro C. Quintana Andrés, un sacerdote se convirtió en el “polo distribuidor” de su familia.[78] De los veintiún prebendados de este estudio que presentaron una relación de méritos, tres (Gregorio de Luyando, Félix de Cuadros y Francisco López de la Cruz) mencionaron la necesidad de cuidar de los miembros de sus entorno familiar como motivo para solicitar una prebenda.[79] Cuando la Corona empezó a poner menos énfasis en compensar a individuos o sus familias por sus servicios a finales del siglo XVII, algunos sacerdotes y prebendados buscaron nuevas maneras de hacerse notar. Así, hicieron hincapié en sus dificultades financieras y la necesidad de mantener sus hogares.
Patrones de carrera de sacerdotes y prebendados
Después de ordenarse, los sacerdotes seculares tenían que encontrar trabajo. Lo ideal hubiera sido que ellos hubieran podido obtener un beneficio con un ingreso garantizado que les permitiera vivir de una manera acorde con su posición social. Esto se obtenía a través de la práctica de oposiciones, o concursos que se celebraron para llenar una plaza eclesiástica. El obispo colocaba un edicto en la catedral anunciando cuando un beneficio estaba vacante. Los sacerdotes interesados presentaban información sobre sus antecedentes, su educación y su experiencia previa. Si un sacerdote ya había compilado una relación, como lo hacían algunos al obtener un título universitario, la presentaba en su lugar. En el día fijado, los aspirantes se reunían para tomar el examen, donde todos escribían sobre “las mismas preguntas, los mismos casos, y el mismo texto para un sermón.”[80] Un tribunal de clérigos con experiencia evaluaba las respuestas del grupo y le recomendaba los nombres de los tres primeros al obispo, quien los enviaba por orden de preferencia al Consejo de Indias. Entonces éste seleccionaba a la persona más competente. Una vez tomada la decisión, el obispo notificaba al candidato escogido, quien formalmente tomaba posesión en un ritual en el que el nuevo vicario se arrodillaba ante el obispo y prestaba juramento.[81] Después de tomar posesión del beneficio, el sacerdote era encargado de administrar la parroquia y tenía derecho tanto a los ingresos que el beneficio proporcionaba como a los honorarios generados por la administración de los sacramentos.
No todos los sacerdotes recién ordenados adquirían un beneficio de inmediato. Como señala William Taylor, algunos sacerdotes de las familias más ricas y prominentes no realizaron labores parroquiales, o si lo hicieron fue para servir en una parroquia de primera clase.102 Por ejemplo, Diego de Torres y Vargas y Martín Calderón de la Barca no sirvieron en una parroquia. En cambio, cada uno de ellos solicitó una prebenda en el capítulo de la catedral. La mayoría de los clérigos, como en el caso de Tomás Sánchez de Páez, comenzaron su carrera como teniente cura, o asistente del vicario. Para servir a sus numerosos feligreses, los sacerdotes beneficiados a menudo hacían uso de uno o más asistentes, a quienes se les pagaba un sueldo proveniente de los ingresos generales de la parroquia. El párroco podía solicitar el teniente cura que él quisiera, pero la decisión final recaía en el obispo, o en su ausencia, en el capítulo de la catedral. El obispo típicamente no interfería en la selección de un sacerdote asistente, a menos que fuera para designar a un miembro de la familia o criado que lo había acompañado a la diócesis. El obispo Francisco Arnaldo de Isasi hizo esto en 1659, cuando nombró a su hermano Miguel de Isasi para que supervisara la parroquia de Arecibo. Con solo seis parroquias (sin contar San Juan) y unas cuantas capillas rurales en la isla en la segunda mitad del siglo XVII, los sacerdotes recién ordenados servían a menudo durante varios años como asistentes antes de obtener un beneficio. Sánchez de Páez tardó cinco años en obtener su primer beneficio; finalmente consiguió uno en Arecibo, a lo largo de la costa norte de la isla. Sánchez de Páez tuvo suerte; los miembros de otras diócesis a veces pasaban años trabajando como sacerdotes sin obtener ni un beneficio y pasando de una parroquia a otra con poca o ninguna seguridad en el trabajo (la posición del teniente cura estaba sujeta a la revocación por el vicario o el obispo). En contraste, un vicario se mantenía en posesión de su beneficio hasta que fuera ascendido, lo destituyeran por mala conducta, o falleciera. En algunas parroquias hubo poca rotación, y esa fue la razón principal por la que muchos sacerdotes tuvieron que esperar tanto tiempo para obtener un beneficio después de ser ordenados. Las parroquias menos deseables en áreas remotas o con salarios más bajos podrían tener cambio más frecuente de vicarios, pero estos beneficios eran generalmente atendidos por sacerdotes que no tenían título universitario o las conexiones apropiadas para ayudarlos a avanzar en su carrera profesional. Para Tomás Sánchez de Páez, que tenía un título universitario y conexiones sociales, era solo cuestión de tiempo para que ascendiera a la jerarquía eclesiástica.
La trayectoria de la carrera de un sacerdote no solo dependía de sus antecedentes, educación y trabajo parroquial; también dependía de las licencias que había adquirido para administrar los sacramentos. Aunque la ordenación significaba que un sacerdote podía celebrar la misa, no le concedía el derecho a oír confesiones. Eso requería una licencia especial. A los sacerdotes se le concedía el derecho a perpetuidad de administrar el sacramento de la reconciliación (confesión), sin embargo, muchos sacerdotes jóvenes o con poca preparación recibieron licencias con restricciones. Para obtener una licencia para escuchar confesiones, el sacerdote debía pasar un examen que probara su conocimiento de los sacramentos, los mandamientos de Dios y la Iglesia, los impedimentos del matrimonio y los impedimentos y normas de la justicia en los contratos. Los sacerdotes entre 30 y 40 años podían absolver a los hombres de pecados. Para confesar a las mujeres, el sacerdote tenía que ser mayor de 40 años y haber logrado una calificación alta en el examen. Si un sacerdote recibía una calificación mediana podía absolver a las monjas, y un sacerdote con una calificación baja tenía que estudiar más y volver a tomar el examen.[82] A veces los sacerdotes podían recibir la licencia de confesor general antes de los 40 años, como fue el caso de Sánchez de Páez, que solo tenía 32 años en 1690 cuando recibió la licencia que le permitía absolver tanto a los hombres como a las mujeres. La necesidad fue probablemente la razón por la que se hizo una excepción con Sánchez de Páez, ya que una epidemia de viruela en 1689 arrasó con la población de la isla y murieron 681 personas en San Juan, incluyendo veinticinco sacerdotes y religiosos.[83] Otra licencia que los sacerdotes podían solicitar era la de predicador. Algunos sacerdotes carecían de suficiente entrenamiento para evangelizar y recibieron una licencia restringida. Este no fue el caso de Sánchez de Páez; su licencia como predicador general era válida en toda la diócesis y se le otorgó el mismo día (24 de marzo) que su licencia para confesar.[84] Con un beneficio y con una licencia para confesar y evangelizar, Sánchez de Páez estaba preparado para solicitar una prebenda.
Las plazas de prebendas en el capítulo de la
catedral se llenaban de la misma manera que los beneficios, pero había mucho en juego, ya que había menos plazas que solicitantes. La promoción al capítulo de la catedral era competitiva. De acuerdo con la Recopilación de las leyes de los Reinos de las Indias, el solicitante debía tener un título universitario, mantener una buena conducta, tener experiencia pastoral y pertenecer a la diócesis.[85] Sin embargo, no había restricciones sobre quién podía solicitar una vacante en el capítulo de la catedral. Los sacerdotes de otras diócesis ocasionalmente se postulaban, aunque solo tres (Francisco Sánchez Muñoz, Juan Gómez de Govantes y Pedro Centeno) tuvieron éxito en obtener una prebenda. Del mismo modo, los clérigos de Puerto Rico buscaban cargos fuera de la diócesis, como hicieron Cristóbal Bautista López, Francisco Moreno del Rincón, Diego Franco y Castro, Gregorio de Luyando y Alonso de Ulloa y Fuentes.
La mayoría de los sacerdotes de San Juan (veinticinco de treinta y uno) entraron en el capítulo de la catedral con el rango de racioneros, y avanzaron poco a poco de rango. Sin embargo, cinco sacerdotes entraron en el capítulo como canónigos y un sacerdote entró como chantre (Martín Calderón de la Barca). Los sacerdotes que ingresaron con un rango más alto se habían graduado de la universidad, como Calderón de la Barca y Diego de Torres y Vargas, o procedían de familias cuyos miembros habían estado activos en la administración militar y civil, como Bernardino Benítez de Luyando, Francisco Moreno del Rincón, y Pedro Oscos y Turen. La edad promedio en que los sacerdotes en este estudio obtuvieron una prebenda era de 38 años; el más joven fue de 26 años (Diego de Torres y Vargas) y el mayor fue de 59 años (Andrés de Suazo y Recalde).[86] Los ascensos se otorgaban en orden jerárquico: los racioneros eran promovidos a canónigos, los canónigos a chantres, y así sucesivamente. Solo dos sacerdotes de San Juan se saltaron un rango (Torres y Vargas y Calderón de la Barca, y fueron promovidos de chantre a decano, pasando por alto el rango de arcediano). Éstas eran excepciones al patrón de promoción, no eran la regla.
Para el resto del clero, asegurar una ración era el primer paso (y el más importante) en la carrera profesional de un prebendado. Un número sorprendente de sacerdotes (siete de treinta y uno, 23 por ciento) en San Juan obtuvo una ración en el primer intento. Si suponemos que la mayoría de los sacerdotes fueron ordenados entre los 24 y 27 años, asegurar una prebenda en el capítulo de la catedral de San Juan tomaba un promedio de once a catorce años. La mayoría (once de treinta y uno, el 35 por ciento) tuvo éxito en su segundo intento, pero algunos clérigos hicieron tres intentos (cinco de treinta y uno, 16 por ciento) antes de obtener una prebenda. Para otros sacerdotes, como Francisco López de la Cruz, resultó más difícil; en el curso de seis años, solicitó para cada prebenda en el capítulo de la catedral -un total de ocho veces- antes de obtener una plaza como canónigo en 1697.108 Mirando de cerca las dos relaciones que éste presentó en 1695 y 1702, vemos un cambio en la estrategia utilizada por López de la Cruz para avanzar en su carrera. En sus intentos de obtener una prebenda, éste hizo hincapié en su servicio como notario público de la audiencia eclesiástica (diocesana), como recolector del diezmo (1686),como administrador del hospital real de San Santiago (1687) y como maestro de ceremonias para la catedral (1689). Cuando solicitó un ascenso en 1702, reiteró su servicio anterior, pero también resaltó la necesidad de proporcionarle apoyo financiero a su hermana (que era viuda) y a los ocho hijos de ella, una estrategia que los prebendados utilizaron a través de las Américas.[87] No sabemos si esta estrategia tuvo éxito.[88]
El patrón de promoción dentro del capítulo de la catedral era lineal: el sacerdote que había servido más tiempo fue promovido en todos los casos excepto dos. Sin embargo, esto no impidió que otros prebendados solicitaran el ascenso. A veces los clérigos que no eran prebendados solicitaban las plazas más altas (decano, arcediano, y chantre). Esto ocurrió en junio de 1685, cuando cinco candidatos se postularon para la plaza de chantre. Ninguno tuvo éxito en conseguir este cargo. En enero de ese año, cuatro de los cinco candidatos también habían solicitado una ración en el capítulo de la catedral.[89] La competencia por las prebendas de mayor rango aumentó en la última década del siglo XVII. Hubo nueve aspirantes a arcediano y ocho candidatos a chantre en 1691, y siete sacerdotes aspiraron a ocupar el cargo de decano en 1696.[90] Los sacerdotes solicitaron prebendas que sabían que no recibirían para así mejorar su currículum y para hacerse notar, un proceso conocido como “hacer méritos”. Cada vez que un sacerdote solicitaba una prebenda, se anotaba en su relación de méritos.[91] Además, como señala William Taylor, las oposiciones también ofrecían a los aspirantes a prebendas oportunidades para renovar contactos y hacer nuevos.[92] Debido a que había pocas prebendas disponibles y el grupo de solicitantes estaba creciendo en la segunda mitad del siglo XVII, tal contacto era crucial para el progreso profesional.
El único caso en este período en que el sacerdote que había servido por más tiempo no fue ascendido ocurrió en 1658, cuando Diego Torres y Vargas fue nombrado con el cargo de decano en lugar de Bernardino Benítez y Luyando. Torres y Vargas tenía muchas aspiraciones profesionales. Probablemente utilizó sus conexiones sociales (y profesionales) en Madrid para obtener la plaza más lucrativa, o quizás le concedieron la prebenda porque Benítez y Luyando no tenía título universitario. Los patrones de promoción dentro del capítulo de la catedral de San Juan continuaron operando de manera lineal hasta el siglo XIX, cuando la Corona comenzó a dar prioridad al clero español. A raíz de las Guerras de Independencia, la lealtad a la Corona se consideraba como el criterio más importante para el progreso.[93]
La profesionalización del sacerdocio
Según William Taylor, el criterio más importante para lograr una prebenda en un capítulo de la catedral en México del siglo XVIII era el nivel académico.116 Los que tenían un título universitario tenían una ventaja sobre sus colegas que no tenían uno. Los sacerdotes de la muestra de este estudio con título universitario destacaron su distinción académica al inicio de la relación, antes de discutir su estrato social. Esta fue la estrategia que utilizaron Diego de Valdés y Montenegro y Alonso Menéndez de Valdés. Aunque los dos eran descendientes del gobernador Diego Menéndez de Valdés (1582-1593), ambos le dieron prioridad a su formación académica en vez de enfocarse en su linaje.[94] Algunos sacerdotes anexaron a su relación una copia de su(s) titulo(s) académico(s). Así lo hizo Tomás Sánchez de Páez. Debido a que carecía de linaje distinguido o de parientes prominentes, enfatizó su formación académica. La estrategia funcionó, y rápidamente ascendió dentro de la jerarquía eclesiástica.
Las relaciones de los clérigos que carecían de un título universitario a menudo enfatizaban su clase social o se aprovechaban del mandato de la reciprocidad. Las afirmaciones sobre el mérito de la familia se utilizaron para mejorar el perfil de una carrera cuando era algo débil. Las relaciones sociales y profesionales eran muy importantes en este período, y los sacerdotes que estaban conectados a los niveles superiores de la sociedad tendían a terminar en puestos más prestigiosos. Debido a que no existían universidades en la isla, las aserciones de mérito familiar probablemente asumieron una mayor importancia de la que podrían tener en otros lugares. Los sacerdotes que eligieron esta estrategia para avanzar en sus carreras describían su linaje social en detalle, con frecuencia incluyendo los nombres y recordando las hazañas de los abuelos e incluso los bisabuelos. Por ejemplo, además de referirse al servicio de su padre y abuelo a la Corona, Gerónimo de Salinas y Figueroa enfatizó que era descendiente de Juan Ponce de León.[95] Pedro de Oscos y Turen utilizó una táctica similar. Su relación pasó por alto su limitada formación académica (tres años de estudio en el Colegio de Santo Tomás de Aquino en San Juan) y en cambio se centró en la carrera militar de su padre. Pedro también le recordó al rey el heroísmo de su abuelo materno (Juan de Amezquita) durante el ataque holandés y su posterior servicio como comandante de la fortaleza de San Pedro de la Roca en Santiago de Cuba.[96] Los clérigos sin el entrenamiento académico requerido confiaban en los hechos de sus antepasados o la necesidad de mantener una casa donde vivían los hermanos o las sobrinas solteras o viudas. De esta manera podrían obtener el favor del rey en su intento de conseguir una de las codiciadas prebendas.
Los aspirantes a prebendados, como Sánchez de Páez, a menudo se beneficiaban de amistades con miembros influyentes de la élite clerical. Varios historiadores han notado la importancia de los contactos personales, las conexiones familiares y las redes de patrocinio. Tal red probablemente impulsó la carrera de Sánchez de Páez.[97] El obispo Francisco de Padilla lo designó como vicario en Arecibo, en la costa noroeste de la isla, el 8 de enero de 1695.[98] La amistad y el patrocinio que recibió Sánchez de Páez de Martín Calderón de la Barca ayudó mucho a su carrera. Los dos se conocieron durante sus estudios en el Colegio de Santo Tomás de San Juan (solo tenían un año de diferencia) y Calderón de la Barca probablemente se interesó en promover el avance profesional de Sánchez de Páez. Poco después de que Sánchez de Páez recibiera su beneficio, Padilla fue trasladado a una nueva misión como obispo de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). El 5 de mayo de 1695, la sede en San Juan fue declarada vacante; permaneció así hasta el 18 de mayo de 1706. En ausencia de un obispo, el chantre del capítulo de la catedral, Martín Calderón de la Barca, fue elegido vicario general de la diócesis. Desempeñó este puesto durante los once años que la sede estuvo vacante.[99] Calderón de la Barca, descendiente de una de las familias políticamente más poderosas y económicamente más prósperas de San Juan, utilizó sus conexiones y la influencia de su familia en 1691 para obtener una prebenda en el capítulo de la catedral de San Juan, no como racionero, como la mayoría de los sacerdotes, sino como chantre.
Seis años más tarde, fue ascendido a decano, pasando por alto el cargo de arcediano.[100] Como decano y vicario general, tenía un poder considerable, el cual utilizó para promover los intereses y las carreras de los miembros de su familia y sus amistades.
Cuando la plaza de obispo fue otorgada a Pedro de la Concepción Urtiaga en 1706, se produjo una lucha de poder entre el obispo y el decano del capítulo de la catedral. El capítulo se dividió en dos facciones, y Calderón de la Barca confió en que su protegido Sánchez de Páez estuviera de su lado y en contra del obispo y sus aliados. En una carta dirigida a la Corona en 1713 el canónigo Juan de Rivafrecha señaló que varios miembros del capítulo, incluyendo el decano; su hermano Pablo Calderón, sacerdote franciscano; y Tomás Sánchez de Páez estaban contentos (“mostrar casi gozo”) y se alegraron (“andar en algunos festejos”) por la muerte del obispo. La misma carta describe a Sánchez de Páez como “uno de los de cariño del prelado [Martín Calderón de la Barca]”.[101][102] Esto demuestra que además de la formación académica, como señaló Rodolfo Aguirre Salvador, el patrocinio y el clientelismo eran muy importantes para el desarrollo profesional.[103] La relación entre el cliente (Sánchez de Páez) y el patrón (Calderón de la Barca) fue de mucha ayuda para ambos. El primero consiguió una prebenda con los ingresos que le acompañaban, además de obtener el prestigio social, mientras que el segundo ganó un aliado en su búsqueda de poder dentro del capítulo catedralicio de San Juan.
La sociedad de San Juan a fines del siglo XVII estaba atravesando por un cambio. Los sacerdotes que tenían poca formación académica o de una procedencia familiar no distinguida todavía podían asegurar un cargo en el capítulo de la catedral, sin embargo, era cada vez más difícil. Para compensar estas deficiencias en sus relaciones, estos individuos trajeron a relucir su labor parroquial. Aunque se esperaba que los sacerdotes se concentraran en sus deberes pastorales, a menudo esto no era suficiente para asegurar una prebenda en el capítulo de la catedral. En tales casos, los sacerdotes tenían que encontrar una manera de hacerse notar. Había varias maneras en que esto podía lograrse. Una de las estrategias más comunes fue que los aspirantes destacaran su dedicación y heroísmo durante momentos de crisis, como las epidemias o ataques extranjeros. Muchos sacerdotes arriesgaron sus vidas para atender las necesidades de sus feligreses durante la devastadora catástrofe demográfica del siglo XVII, una epidemia de viruela que azotó a los moradores de Puerto Rico en marzo y abril de 1689 y quito la vida a más de 900 personas, entre ellas veinticinco miembros del clero.[104] Uno de estos sacerdotes fue Tomás Sánchez de Páez, que contrajo viruela mientras servía como teniente cura en Coamo.[105] Otros clérigos realizaron singulares hazañas de heroísmo mientras cumplían con sus deberes pastorales. Por ejemplo, Álvaro Flores de Caldevilla, que sirvió como capellán del presidio en la isla de San Martín (1643-1644) cuando los holandeses sitiaron y atacaron la colonia española, celebró la misa para los soldados en la guarnición durante todo el sitio y proporcionó asistencia adicional según fue necesario. Tanto el obispo como el gobernador de Puerto Rico escribieron cartas al rey alabando el heroísmo de Flores de Caldevilla para ayudarlo a obtener una recompensa proporcional a sus acciones.[106] Sus cartas, junto con la relación de Flores de Caldevilla, que compiló en 1645, lo ayudaron a conseguir la plaza de racionero en el capítulo el año siguiente.[107]
No todos los sacerdotes tenían aspiraciones profesionales. Algunos sacerdotes estaban satisfechos con una carrera como vicario. Un modesto beneficio parroquial proporcionaba una buena vida no solo para su titular, sino también para los padres y para sus hermanos solteros. Vicarios con buenos salarios y la asistencia provista por curas tenientes a menudo sirvieron en la misma parroquia por muchos años. Por ejemplo, Andrés de Suazo y Recalde fue vicario de la parroquia de San Francisco en Aguada durante veinte años (16651685).[108] Quizás los sacerdotes se dieron cuenta de la dificultad de competir por una prebenda y se sentían satisfechos con su vida, habiendo alcanzado un cierto nivel de prominencia en la comunidad y establecido vínculo estrecho con sus feligreses. Había también clérigos que eran dignos de recibir un ascenso, aunque no lo recibieron porque el servicio que realizaban era demasiado importante. Esto le sucedió a Juan Gómez de Govantes, a quien el obispo Francisco de Padilla describió en 1686 como uno de los dos sacerdotes que debían ascender al capítulo de la catedral (el otro era Juan Francisco de Cortinas). Debido a que Gómez de Govantes tenía una variedad de deberes, incluyendo instructor de gramática en la escuela de la catedral, confesor en el convento carmelita y administrador del hospital real, el obispo habría tenido que encontrar reemplazos adecuados si lo ascendía al capítulo de la catedral. Esto resultaba sumamente difícil debido a un huracán que destruyó la isla en septiembre de 1685, desencadenando una ola de enfermedades que mataron a veintisiete clérigos.[109] La provisión de personal se convirtió en una preocupación y el obispo prefirió dejar a Gómez de Govantes a cargo de estas importantes tareas.
El sacerdocio era una carrera que proporcionaba ventajas económicas y sociales definidas. Tener un sacerdote en la familia podría beneficiar a familias de modesto origen social como la de Tomás Sánchez de Páez.[110] Si bien es difícil determinar qué motivaba a un joven a seguir una carrera en el sacerdocio (los clérigos rara vez abordaban este tema en sus relaciones), sin duda, aspectos financieros y oportunidades de movilidad social incidían en la decisión. Una vez que un joven y su familia tomaban la decisión de hacerse sacerdote, aprovechaban todas las oportunidades para avanzar en su carrera. Para algunos clérigos, esto significaba compilar una relación que resaltaba sus méritos para que se les considerara para un beneficio o una prebenda. Los sacerdotes a veces aprovechaban la oportunidad para recordarle al rey el servicio no pagado o el sacrificio financiero que ellos o su familia habían hecho en nombre de la Corona. Otros sacerdotes sacaron a relucir la necesidad de mantener un hogar con hermanos y sobrinas solteras y viudas. Los sacerdotes estaban dispuestos a sacar provecho de la generosidad del rey en sus esfuerzos por obtener un beneficio o una prebenda. Sin embargo, algunas familias optaron por una estrategia diferente y les proporcionaron a sus hijos una educación universitaria para que pudieran destacarse.
Aunque la mayoría de los sacerdotes en este estudio carecía de título universitario, un número sorprendente obtuvo no solo su bachillerato sino también su licenciatura en las universidades de España, México y Santo Domingo. Las familias de élite e incluso algunas familias de modestos orígenes sociales eligieron proporcionarles una educación a sus hijos que querían entrar al sacerdocio, y enfrentaron muchos obstáculos al hacerlo. No solo tenían que superar las dificultades financieras que implicaba tener que sufragar los gastos de los estudios en el extranjero, en un momento en que había pocos puntos de venta legales para el comercio, sino también la dificultad de viajar en la segunda mitad del siglo XVII. Si recordamos que no llegaron naves de España entre los años 1651 y 1662 y solo ocho naves salieron de Sevilla para Puerto Rico en los años 1662 a 1675, es notable que las familias hicieran una gran inversión en una educación universitaria y enviaran a sus hijos (Luis de Coronado, Alonso Menéndez de Valdés, Pedro Menéndez de Valdés y Diego de Valdés y Montenegro) a estudiar al extranjero en estos años. La imagen de un sacerdocio analfabeto que historiadores como Ángel López Cantos proponen para el clero puertorriqueño en este período no refleja la realidad histórica. López Cantos también hace referencia a la laxitud moral de los feligreses y pone en duda la calidad del cuidado espiritual que el clero proporcionó en este período.
El clero de Puerto Rico de los siglos XVII y XVIII no era un sacerdocio analfabeto; sino todo lo contrario. Vemos evidencia de la profesionalización del sacerdocio en San Juan durante la segunda mitad del siglo XVII. Los jóvenes que querían convertirse en sacerdotes aprovecharon las oportunidades educativas en San Juan y un número cada vez mayor de ellos se fue al extranjero para obtener la mejor educación que la situación financiera de su familia permitiera. No todos los sacerdotes que estudiaron en el extranjero eran de la élite. ¿Qué motivó este cambio? En parte, hubo presión dentro de la jerarquía eclesiástica para promover la educación. Obispos como Pedro de la Concepción Urtiaga destacaron la importancia de un sacerdocio educado. Cabe señalar también que San Juan (y el resto de la Hispanoamérica colonial) estaba experimentando importantes cambios en este período. Ya ésta no era una sociedad en la que un joven podía dormirse en los laureles de sus antepasados. En la Iglesia por lo menos, las calificaciones, la experiencia y la formación eran de gran importancia para el progreso profesional. Pero quizás el factor más importante en la decisión de proporcionarles una educación universitaria a los hijos en la búsqueda de una carrera en el sacerdocio fue el contexto socioeconómico de la época. San Juan (y Puerto Rico en general) era un lugar privado de dinero. Una carrera como prebenda en el capítulo de la catedral proporcionaba un ingreso estable y confiable que podía ser utilizado para apoyar a los padres y miembros de la familia. El capítulo era un refugio económico para las familias dentro de una economía de pocos recursos económicos. Por último, las familias de la élite en Puerto Rico (y en todo el Caribe español) tuvieron que utilizar nuevas estrategias para obtener estatus además del servicio de antepasados a la Corona. Si bien es imposible saber lo que estaba en la mente de los jefes de estas familias, la evidencia sugiere que estaban apostando a la Iglesia como una ruta más estable y confiable para el porvenir de sus hijos que el que la Corona podía ofrecer. La profesionalización era un camino hacia el mejoramiento económico y familiar y esto explica por qué las familias estaban dispuestas a invertir dinero en la educación de los hijos que enviaron al sacerdocio.