La tesis del libro que hoy presentamos indica que tanto la Anexión a España como el desenlace de la Guerra de la Restauración de la República Dominicana, tuvieron sus causas determinantes en la geografía. Para la Anexión, por su posición geográfica entre las últimas colonias de España en el Caribe con cuya adquisición podría consolidar el dominio colonial sobre Cuba y Puerto Rico, amenazado por las muestras nada disimuladas del expansionismo de los Estados Unidos que tenía el Caribe por un objetivo prioritario. Para la Guerra Restauradora, porque el dominio que ejercía la marina española no podía sostenerse en los puertos y el territorio sublevado era impenetrable a las tropas españolas por la protección que les daba a los restauradores la escarpada geografía en las posiciones del norte y el sur, a lo que se añadieron otros factores naturales. Su autor es militar de profesión y tiene en su haber varios estudios sobre guerras coloniales en el siglo XIX con participación española.1
La obra Dominicana: la Anexión frustrada (18611865), está dividida en cuatro partes y un epílogo: La primera está dedicada a presentar el cuadro humano, político y geográfico, mejor, geopolítico, que considera determinante desde el punto de vista de las operaciones militares; en ella encontramos: una galería de personajes destacados del periodo que están involucrados como actores de primera línea en los principales procesos; una cronología acompañada de una síntesis política de la historia dominicana que abarca desde la colonización española hasta el periodo posterior a la anexión estudiada y, finalmente, una descripción y valoración geográfica del territorio de la República Dominicana, que prepara el escenario para la segunda parte del libro.
En ella, el autor se adentra de lleno en los sucesos los cuales ha organizado en cuatro secciones que conforma esta segunda parte: “El largo proceso de anexión”, en el que se refiere a las negociaciones que condujeron hasta la anexión entre el general Santana y el gobernador de la isla de Cuba, Francisco Serrano, como la culminación del proceso iniciado al menos en 1843 por Andrés López de Villanueva, quien se entrevistó con el capitán general de Cuba Jerónimo Valdez (p. 90), o quizás mucho antes, siguiendo en ello los pasos de la “anexión” a la Gran Colombia por José Núñez de Cáceres, quien habría dado el primer ejemplo. Aunque no había que remontarlo tan atrás, ya que en adelante muestra un inacabable rosario de conatos de anexiones y protectorados, a cambio de cesiones territoriales u otro tipo de ventajas, debidos todos a la iniciativa de los caudillos dominicanos anexionistas, quienes achacaban al pueblo su incapacidad para sostener la independencia.
Para el autor, Haití y su amenaza militar aparecen aquí como perennes fundamentos de la búsqueda de la “anexión”. Para decirlo con la expresión del historiador alemán Julio Detlev Peukert, se trata del “anhelo de dependencia” de los dirigentes dominicanos,[1] el cual fue contrarrestado por los patriotas comprometidos con la independencia y la república democrática que representaban entonces los jóvenes duartistas y más adelante los restauradores.
Esa afirmación, sin embargo, deja fuera de la mira otros componentes muy visibles que también gravitaron durante el proceso, como expresaron los dirigentes restauradores en su Exposición a la reina Isabel II, documento incluido en el anexo 1 (pp. 232-236), cuando se refieren a que el pueblo ante la anexión consumada por Santana, “calló y esperó” por los resultados del progreso a que aspiraba desde hacía 18 años la nación dominicana, y que esperaba ver realizados con la unión a una potencia europea, como era España.
Por tanto, tiene razón el autor cuando afirma que no debe considerarse como “precipitada” o “poco preparada y meditada” la decisión de Santana de anexar la república a su antigua metrópoli. Aporta en favor de su argumento el hecho de que relevado, en 1844, el capitán general de Cuba Jerónimo Valdés por Leopoldo O’Donnell, este último, a través del cónsul español en Jamaica, habría renovado contactos con Santana, y desde entonces incluyó en las conversaciones a su homólogo de Puerto Rico el Conde de Mirasol. Acaso reconociendo el papel que anteriormente, en la época francesa de la colonia, desempeñó el gobernador Toribio Montes para conseguir la reincorporación del viejo territorio de Santo Domingo a España en 1809. Sin embargo, estas negociaciones preliminares se diluyeron por falta de atención de la metrópoli, pese a que Santana envió en 1846 una importante misión a Madrid encabezada por Buenaventura Báez, todavía al servicio del presidente Santana, José María Medrano, Juan Esteban Aybar y Pedro Bobea.
En España, tras 15 meses de estancia, apenas fue recibida dicha misión; como señaló el secretario de Estado Calderón de la Barca: “Ni se abrió negociación, ni se tomaron en consideración sus proposiciones” (p. 92). (Luego la misión pasó a Londres y París, donde sí obtuvo el reconocimiento de sus respectivos gobiernos). Para el autor, no obstante, todos estos acercamientos llevaban la intención, entonces subrepticia, de la anexión, puesto que los considera antecedentes de la misma. En el ínterin Santana, “viendo las vacilaciones del Gobierno español no dudó en indagar al Gobierno de los nacientes Estados Unidos. En 1845 viajaba a Washington José María Caminero a fin de negociar un tratado de amistad y comercio que no prosperó. La guerra de Secesión (…) no permitía desviar atenciones” (p. 91), señala Alejandre Sintes.
Entretanto en la República Dominicana, tocó a Báez en 1853, al ocupar la presidencia por vez primera, hacer gestiones en Francia y Estados Unidos en busca del protectorado “sin renunciar nunca – directa o indirectamente– a solicitarlo a España” (p. 92), como bien señala el autor. Más adelante, tras el reconocimiento de España en 1855, se puso en evidencia esta precaución que señala el autor con la puesta en marcha de la Matrícula del cónsul Antonio María Segovia, tristemente célebre. Báez mostró, como dice la expresión popular, que “sabía nadar y guardar la ropa”.
De nuevo, en 1853, prosiguió Santana en su intento: esta vez pidió ayuda al capitán general de Puerto Rico Fernando Norzagaray (más tarde gobernador de Filipinas), quien había advertido sobre los males que traería a España el que la República Dominicana desapareciera cayendo en manos de potencias enemigas que le garantizaran estabilidad y seguridad. (p. 93) Por recomendación de este último, Santana envió en 1854 al general Ramón Matías Mella en misión a España en busca de los mismos objetivos de la primera, la que otra vez fracasó en su propósito; la real orden al respecto, “justificaba el no acceder ni al protectorado ni al reconocimiento, ‘por prematuro y sin compensación’.” (p.94) (Aunque Mella dejó a José María Baralt como encargado de la misión, que finalmente al año siguiente consiguió su objetivo). Santana, acaso previendo aquel resultado, al mismo tiempo ofreció en venta a los Estados Unidos de América la bahía y la península de Samaná en 1854, lo que Francia e Inglaterra rechazaron de inmediato; en cambio consiguió que se firmara un “Tratado de Amistad, Comercio y Navegación” en octubre de ese año. Casi de forma velada, el “gobierno liberal-progresista formado por Espartero y O’Donnell decidía mandar por primera vez a la isla a un agente diplomático, aunque vestido de comercial. Se trataba de Eduardo San Just”, quien trajo consigo “estrictas instrucciones”. (pp. 94-95) En 1856 Santana puso en marcha otra vez su proyecto de protectorado con los EUA, atrayéndose la hostilidad del cónsul Segovia, quien celaba por los intereses españoles, con los resultados que conocemos: poco después Báez volvía a la presidencia de la República.
Eso sucedió el mismo año que tuvo lugar la última campaña de la guerra contra Haití, esta vez convertido en imperio por Faustin Souluque (1849-1859), cuyas tropas fueron derrotadas sobre todo en la batalla de Sabana Larga (Santiago, 1856) por las tropas del general Juan Luis Franco Bidó, todavía bajo el gobierno de Santana. Este triunfo en otra coyuntura habría servido para asegurar su permanencia en la jefatura del Estado. Sin embargo, el peso político del cónsul Segovia inclinó la balanza en favor de Báez.
Después de esta cadena de sucesos, consecuencia de la desconfianza de los dirigentes políticos en la capacidad del pueblo para mantener y asegurar su independencia, a lo que se aúna el ansia de poder de uno y otro caudillo; o, por mejor decir, de la “poca fijeza o falta de un plan bien concebido para realizar la forma”, para usar las palabras de Bonó, de un proyecto republicano en las clases dirigentes, o de la preeminencia de la “escuela antinacional” de Santana y Báez como la llamó García.[2] Tras los tales sucesos se “precipitan los acontecimientos” que conducen a la anexión, y se caen todas las prevenciones y cautelas. Como demuestra Alejandre Sintes: O’Donnell en una carta oficial al gobernador Serrano, capitán general de la isla de Cuba, fechada el 8 de diciembre de 1860, expresa que “el Gobierno de S. M. desea por las razones expuestas que se aplace la incorporación” (p. 101). Hasta ahí su criterio “coincidía con el prudente juicio del secretario de Estado Calderón Collantes”. Pero a renglón seguido “cambia de tono” y abre las puertas a la aceptación de la anexión, que encarga a Serrano en los siguientes términos, que el propio autor señala “entra en su propia contradicción”: “es condición indispensable que el acto deba ser y aparecer completamente espontáneo, para dejar a salvo la responsabilidad moral de la España.”(p.102) Santana era ascendido en mayo a teniente general del Ejército español y a los pocos días Isabel II firmó el decreto de anexión en Aranjuez (19 de mayo), encargando la ejecución de la misma al capitán general de Cuba. Este se traslada a Santo Domingo y enseguida toma las medidas de lugar acogiendo las propuestas de Santana y sus ministros. Serrano, eufórico, envió un informe, como escribe Alejandre Sintes, y al final subraya: “Quizás debí añadir: ‘y sin los pies en el suelo’”. En particular se refería a la pretensión de reconquistar territorios ocupados en la frontera por la República de Haití, como se incluyó en el punto 12 del informe y luego se llevó a cabo (pp. 107-109) con las consecuencias negativas que eran de esperar.
Las secciones siguientes de la segunda parte dedicada a la anexión tratan directamente de la guerra restauradora: la “rebelión restauradora” y luego también “La guerra de desgaste”, y entre ambos momentos el intermedio de “Los intentos que buscaron solucionar el duro conflicto que enfrentaba aquella España de Isabel II con un claro movimiento independentista” que se consolidó “en parte importante de la sociedad dominicana” (p. 128).
A la primera exposición de los restauradores dominicanos, en 1863 (la considera el autor “muy respetuosa”, aunque obviaba recientes hechos atroces que costaron la vida a soldados españoles enfermos retenidos en Guayubín), la Reina resolvió que mantener la posesión de Santo Domingo era una cuestión de honor y envió buques y tropas de refuerzo para recobrar posiciones portuarias ganadas por los republicanos en Manzanillo y Montecristi. Todavía en 1864, refiere Alejandre Sintes, el presidente del Consejo de Ministros, Alejandro Mon, expresaba ante el Congreso de los Diputados que “el Gobierno no piensa sino en vencer la insurrección” (p. 130). Aunque ya “a comienzos del otoño” del mismo año, como quiera que en la guerra la situación de las tropas españolas era de estancamiento, se produjo el cambio: el gobierno español sensible “a una opinión pública cada vez más inclinada al abandono, buscó posibles acuerdos” (p. 130).
En abril de 1865 De la Gándara se dirigió al vicepresidente del gobierno de Santiago, Benigno Filomeno Rojas, con el propósito de llegar a un entendimiento con relación a la desocupación del territorio. Y se iniciaron las negociaciones en la quinta “El Carmelo” en la que, tras varias conferencias, se llegó a “un importante convenio en ocho puntos” entre los cuales estaban la negociación de un nuevo tratado de paz y amistad y los acuerdos sobre comercio y navegación (p. 131). Pero estos negociadores fueron llamados luego, sin que se reconociera oficialmente lo convenido. “Se acababa de cerrar la última puerta para un repliegue convenido, e incluso conveniente para las dos partes”, de acuerdo con su interpretación (p. 132). En esta parte, cabe destacar, el autor hace un honesto reconocimiento a los luchadores de la restauración: “El mérito de los restauradores fue su visión estratégica. Al cerrar los puntos de paso obligado de sus cordilleras impidieron la acción coordinada de las fuerzas españolas bien apoyadas por las reservas. Estas dominaban puertos y poblaciones del litoral porque contaban con la superioridad de sus buques de guerra y transporte, incluso con la potencia de su artillería. Pero no podían romper el paso por su intrincada orografía, especialmente en la cordillera Central y Septentrional.” A la geografía determinante se sumaron dos elementos naturales adicionales: “El tiempo y las enfermedades”… (p. 147), que complementaron su trabajo.
La tercera parte, valora a dos personajes de dos instituciones castrenses y a estas mismas instituciones. Uno de los apartados está dedicado a la personalidad de Pedro Santana, quien fuera artífice de la Anexión junto a O’Donnell y Serrano. Santana, además, ha sido una figura controversial muy discutida en la historiografía dominicana; quizás sea su contraposición a la figura de Duarte, la imagen más representativa de este caudillo; como expresó Sócrates Nolasco: Duarte y Santana constituían un binomio adversativo.[3] Alejandre Sintes señala los rasgos de la personalidad de este último como soldado, y se apoya en la semblanza de él que ofrece Adriano López Murillo, alto oficial español, quien lo critica de manera vehemente y sostiene la animadversión que le tuvo De la Gándara; aún así, dice, a su muerte, De la Gándara despide con respeto sus restos “con honores de capitán general” (p. 157).
Apenas muerto Santana, sobrevino el cambio de gobierno en Madrid que estuvo de nuevo en manos de Ramón Narváez, conservador y contrario a Espartero, a partir de septiembre de 1864; Alejandre Sintes afirma que con su llegada al poder: “La suerte de la anexión estaba echada” (p. 157). Y a propósito de su muerte, emite su juicio sobre su persona, su causa y circunstancia: “Pedro Santana fue hombre de su tiempo, fruto de una ciudadanía que necesitaba asentarse con seguridad en un territorio siempre dividido, nunca bien valorado ni defendido por España. Intentó ser fiel a una idea que procedía de una misma cultura, religión y costumbres. De ahí su permanente respeto a la reina Isabel II e indirectamente al general Serrano. Pero también le fallaron nuestros gobiernos que no supieron hacer frente al reto de reintegrar con respeto y en condiciones especiales, a un país que ya había conocido su independencia.” (pp.157-158).
Otras dos secciones de importancia en esta tercera parte están dedicadas al ejército y la marina españolas. El ejército español sufrió graves pérdidas y, considera el autor, “fue el gran sacrificado español”. Otros sacrificados fueron los dominicanos, reservistas de dicho ejército; pero también los restauradores. Por eso la considera una guerra “con trazas de guerra colonial y de guerra civil a la vez” (pp. 160). En la siguiente sección detalla las unidades navales participantes y las fuerzas de infantería de Marina, que alcanzaron la cifra de 16,307 efectivos y un gran número de buques de guerra de varios tipos que fueron movilizados hacia Santo Domingo (p. 178). Otra sección se refiere al Valeriano Weyler, pero la valoración que hace en el libro solo atañe al joven oficial, a cuya presencia en Santo Domingo se refirió el historiador Vetilio Alfau Durán. Posteriormente Weyler desarrolló una larga carrera militar, que brevemente enumera el autor (p. 191).
La cuarta y última parte se detiene a analizar la cuestión política en España: La anexión en el parlamento español (p. 195), donde el elemento de mayor peso que inclinó finalmente la balanza hacia el “abandono” fue “El elevado coste de las bajas” (p. 214). Al respecto, el autor analiza el ambiente político complejo de la coyuntura Española ya casi al final del reinado de Isabel II; como indica Domínguez Ortiz existía una grave “inestabilidad interna; bajo unas apariencias tranquilizadoras continuaba bullendo la lava del volcán”.[4]
En el “Epílogo” que cierra su estudio Dominicana: la anexión frustrada (1861-1865), Alejandre Sintes propone reflexiones adicionales, en la que destacan las incisivas críticas a la disparidad de criterios del alto mando metropolitano, que no comprendía la situación real de las tropas en Santo Domingo. Además, al referirse a los hechos que pudieron cambiar el curso de los acontecimientos, breves referencias contrafactuales, en especial en relación a la amnistía de junio de 1863, concedida por la Corona, que de haber llegado antes habría evitado el fusilamiento en abril de los cabecillas del movimiento de febrero de aquel año, lo que atizó la insurrección de agosto. Así como otro caso que se refiere a José Antonio Pepillo Salcedo, presidente del gobierno restaurador fusilado en noviembre de 1864, ya que “el conflicto se hubiera desarrollado, seguramente con los mismos resultados, de otra forma menos cruenta para ambas partes” (pp. 228-229).
En general, las conclusiones que se desprenden de la obra con relación a personajes y procesos de la Anexión y la Restauración se refieren a temas de crucial importancia en la historiografía dominicana, por lo que este libro entra en el debate abierto hasta el presente de las interpretaciones. Menciono dos casos brevemente, a título de ejemplo: En la primera parte, la consideración sobre “el inquieto vecino Haití”: “El que nunca perdió el horizonte de considerar a la isla como patria de un solo estado; no de dos.” A lo que puede contraponerse el criterio de don Vetilio Alfau Durán:
Existe entre nosotros la creencia, muy popularmente generalizada, que el PACTO FUNDAMENTAL de la nación vecina consigna que “la Isla es una e indivisible”. Pero semejante creencia es infundada. Al constituirse el Estado en 180l Imperio de Haití es uno e indivisible, su territorio se reparte en seis Divisiones Militares”. (Artículo 15). En su Constitución republicana de 1816, consignó: “Artículo 41. La República de Haití es una e indivisible, su territorio se organiza en los siguientes departamentos: Sur, Oeste, Artibonite y Norte…” Lo preceptuado en la mencionada Constitución de 1816, que en su parte dogmática sigue de cerca la Declaración de los Derechos del Hombre y fue obra principalmente de Petión, se repite ininterrumpidamente. La que actualmente rige, promulgada el 25 de mayo de 1964, en su Artículo Primero se lee: “Haití es una República indivisible, soberana, independiente, democrática y social…” (Article 1er. Haiti est une République indivisible, souveraine, indépendante, démocratique et sociale”.)
A lo largo de su accidentadísima historia Haití ha estado dividida en su territorio, con regímenes distintos. La gloria de su unificación le corresponde a Boyer, en 1820. Ha tenido dos imperios, un reinado y, repetidas veces, la Jefatura del Estado vitalicia y hereditaria…[5]
Como también la valoración moral y militar de Santana, al cual evalúa el autor desde la óptica de un militar español y lo disculpa por algunos de sus arrebatos ante sus superiores.
El autor usa profusamente fuentes primarias y documentación, conocida y menos conocida, especialmente el aporte en lo referente a los mapas militares de la época que nos presentan las diversas posiciones militares españolas y dominicanas en el desarrollo del conflicto bélico; estos se encuentran el anexo 3 con reproducciones de muy buena calidad. También hace uso de la historiografía actual y, como hemos visto, se detiene a examinar algunos de los problemas más debatidos y controversiales, exponiendo sobre cada uno su lectura honesta y personal.
Sin duda, muchos de los juicios y puntos de vista expresados por Luis Alejandre Sintes en este libro podrán parecer a estudiosos y lectores dominicanos si no escandalosos, pues su estilo es sereno y aun reflexivo, sí un tanto contradictorios, otros parecerán novísimos o apoyados en evidencias incompletas o parciales, pero sus argumentos siempre se expresan de manera ponderada y con honestidad, además de estar expresados con un criterio independiente y personal, como las reflexiones que nos ofrece al final de su “Epílogo” sobre el presente de las relaciones entre el reino de España y la República Dominicana que crecen en armonía y colaboración respetuosa. En consecuencia, precisamente por esos puntos de desencuentro, este libro debe acogerse como una contribución válida a uno de los debates más relevantes de la historiografía dominicana desde el siglo XIX. La posición expuesta por Alejandre Sintes en esta obra merece la atención y el análisis de historiadores y académicos, para que sean sopesados de forma imparcial, sin prejuicios ni apasionamientos.