Introducción
El estudio histórico de los desastres desarrollado durante las últimas décadas presenta variadas posibilidades de análisis y posibilita novedosas respuestas a nuevas preguntas de investigación[1].
En este sentido, el estudio de un fenómeno natural extremo representa una oportunidad para poder profundizar en las características de una sociedad en un momento determinado.
Esta investigación nos traslada temporalmente hacia finales de 1751, donde una serie de terremotos impactaron en la isla caribeña de La Española, trayendo como consecuencia varios conflictos sociales entre distintos colectivos de la comunidad, aparte de los esperados daños materiales. La capital, Santo Domingo, conformada por una serie de antiguas familias españolas, instaladas desde su fundación en 15042, entraron en conflicto con algunos de los emigrantes canarios, que se asentaron desde principios del siglo XVIII en la villa de Azua de Compostela3. Los acontecimientos sociales, políticos y económicos se desencadenaron por el desastre que se produjo como consecuencia de la serie de seísmos que comenzaron el 18 de octubre de 1751 y que arruinaron varios centros urbanos; sin embargo, los elementos que generaron los conflictos ya estaban dados desde mucho tiempo antes.
Tras varios días en los que la población sintió varios movimientos telúricos, algunos edificios de la capital, Santo Domingo, experimentaron bastantes daños materiales. Con el paso de las semanas, algunos sectores quedaron inhabitables y obligaron a las personas a instalarse en las calles y plazas para poderse resguardar; incluso los templos quedaron en estado de ruina, impidiendo la realización de los oficios religiosos con la dignidad necesaria.
Revisando la historia sísmica de la zona[2], ya en esas fechas existían algunos antecedentes que indicaban la activa geodinámica regional[3]. Entre los ejemplos más recientes se encuentran el devastador terremoto que destruyó la ciudad de Puerto Príncipe, en el actual Haití, en enero de 2010 (magnitud 7,3 en la escala de Richter)[4] y el del 14 de agosto de 2021(magnitud 7,2 en la escala de Richter)[5]. La explicación científica de la alta frecuencia de este tipo de episodios es que La Española se encuentra en un área geológica activa[6], ya que las fallas de la isla se localizan entre dos placas tectónicas; específicamente, en el borde norte de la placa del Caribe en su zona de interacción con la placa de Norteamérica, en una falla transcurrente que corre desde Yucatán hasta las Antillas Menores, denominada falla Enriquillo-Plantain Garden9 (Figura 1).
Figura 1: Situación geotectónica de la Placa del Caribe, donde se visualiza la gran complejidad de fallas activas de la región, en la cual se destaca la isla de La Española 10.
Considerando los antecedentes de esta realidad sismotectónica de la isla, la posición de las fallas y los lugares más perjudicados por los seísmos de 1751 tiene sentido que el epicentro de los mismos se coloque en un punto de la Falla-Enriquillo-Plantain Garden hasta las Trinchera de los Muertos11. Como hemos señalado, esta zona se ha visto afectada históricamente por terremotos que han sido documentados desde la llegada de los españoles al Caribe en 1492[7].
Con todo, recopilar el estado de la cuestión de estos sucesos no resultó tan fácil, ya que los datos están recogidos en las fuentes conservadas en los archivos, especialmente del Archivo General de Indias (AGI) y de la Biblioteca Nacional de España (BNE), pero la bibliografía de la isla que se refiera a la actividad sísmica histórica es bastante reducida, y destaca especialmente un importante vacío historiográfico sobre el efecto combinado de los terremotos, derrumbes de ladera e inundaciones de lodo de 1751 que afectaron a Santo Domingo y, con más fuerza, al sector sur de la isla. En este contexto, es preciso señalar la ruina de Azua de Compostela, que al final fue trasladada a otro lugar, según las autoridades locales de la época, debido a las consecuencias negativas del seísmo de gran magnitud del 18 de octubre[8]. En algunos textos se ha especulado sobre el acaecimiento de un tsunami en la costa del antiguo emplazamiento, pero tras un estudio realizado en 2022[9], pudimos verificar, como también lo señaló años antes Javier Rodríguez[10], que como consecuencia del movimiento sísmico se produjo el brote de manantiales debido al fenómeno de la licuefacción.
Las obras más conocidas que entregan alguna información histórica sobre los temblores de tierra en La Española son Santo Domingo: Dilucidaciones Históricas, Vol. I-II, del fraile Cipriano de Utrera, cuya primera edición fue en 1927, y los datos recopilados en el trabajo denominado Consideraciones sobre la historia sísmica de la República Dominicana, de Domingo Martínez Barrio, publicado en 1946. Llama la atención que, siendo una temática bastante estudiada en casi toda América Latina, exista esta falta de interés para el caso dominicano, que se traduce en una escasa producción científica al respecto. También hemos identificado otro texto de Cipriano de Utrera sobre los terremotos y que fue citado en un estudio haitiano llamado Catalogue Chronologique des Tremblements de terre ressentis dans l’ile d’Haiti de 1551 a 1900, donde se indica que durante estos 349 estos años se produjeron unos 216 terremotos[11]; en esta crónica el citado fraile aportó detalles sobre algunos seísmos destructivos incluyendo el de 1751[12].
Figura 2. Mapa donde se localizan las poblaciones más perjudicadas por los sismos ocurridos en la República Dominicana desde el año 1551 hasta 1990[13]. Se destaca que el topónimo “Santo Domingo” ha sido incorporado para este estudio, ya que el autor le llamó “Ciudad Trujillo”, nombre dado entonces a la ciudad por el dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina y que se mantuvo entre 1936 y 1961.
En esta línea, la obra de Martínez Barrio también utilizó la información del citado religioso, pero con un fin distinto[14]; su investigación fue publicada en 1946, después de un seísmo de gran magnitud que tuvo su epicentro en la península de Samaná, en la costa norte de la República Dominicana, y para ello trató de reconstruir la historia sísmica de la isla con el fin de crear conciencia sobre la recurrencia de este tipo de procesos geológicos (Figura 2). Revisando los antecedentes entregados por los estudios históricos de Cipriano de Utrera, Martínez Barrio asignó al sismo de 1751 una intensidad de X[15], señalando que había sido uno de los terremotos más fuertes sentidos en Santo Domingo.
De los pocos detalles que se conocían de los movimientos de tierra en La Española, aparte de la fecha, destaca el relato de José Gabriel García, un cronista dominicano del siglo XIX que cuando describió el temblor de tierra de 1751 explicaba: “todas las poblaciones de la parte española quedaron estropeadas a causa del terremoto, pero las que sufrieron más fueron Azua, Santo Domingo, y Santa Cruz del Seibó”[16] (Figura 2) pero, finalmente, solo dedicó dos páginas de su libro para reseñar los efectos del movimiento telúrico, quedando este hecho planteado de forma bastante general.
Cuando se analiza el impacto de los temblores en una región, es fundamental también conocer el contexto de la sociedad que la habitaba, ya que es allí donde encontraremos una respuesta a muchas de las actitudes y decisiones adoptadas. En este sentido, los seísmos de 1751 ocurrieron cuando Santo Domingo se encontraba en un proceso de crecimiento económico y demográfico, asociado especialmente al desarrollo de la poderosa colonia francesa de Saint-Domingue, localizada en la zona occidental de la isla. Después de la Paz de Ryswick (1697)[17], un tratado por el cual se dividió este territorio insular de La Española en dos colonias, el intercambio económico entre ambas áreas ayudó a la población de Santo Domingo a expandir su industria ganadera, utilizando sus extensos terrenos para fabricar y exportar subproductos de los bovinos[18], con el objetivo de venderles distintas mercancías a sus vecinos, que no contaban con las extensiones de tierra para hacerlo[19]. Este crecimiento económico coincidió, además, con una expansión demográfica en la parte española de la isla, por ello, si se analizan los datos de las décadas posteriores al terremoto de 1751 hasta su transferencia a Francia en 1801, se observa una etapa de crecimiento demográfico significativo, ascendiendo desde los 30,058 habitantes en 1739 hasta los 70,625 habitantes y alcanzando a tener más de 100,000 hacia finales del siglo[20]. Cuando el administrador de la Marina francesa, Daniel Lescallier, viajó a Santo Domingo en 1764, explicó que en la ciudad vivían negros libres, mulatos, caribes y otros mezclados entre todas las etnias, comentando que había pocas familias enteramente “blancas”, y que, en general, no han conservado toda la pureza de su sangre; para varios autores, esta podría ser una representación característica de la población en la parte española de la isla[21].
Como se indicó más arriba, debido a los escasos detalles que hay en la bibliografía sobre los terremotos de 1751 y sus consecuencias, fue necesario revisitar fuentes primarias conservadas en el Archivo General de Indias, muchas de ellas ya conocidas, pero poco utilizadas hasta ahora para el estudio de los desastres, además de algunos relatos impresos, contemporáneos a los acontecimientos; también se analizaron papeles de la Biblioteca Nacional de España y diversa bibliografía especializada de carácter interdisciplinar. El marco teórico del que partimos plantea que, al utilizar el terremoto como un instrumento de observación social, es posible reconocer los comportamientos de los distintos sectores de la población, teniendo en cuenta que habitualmente estos se encontraban ocultos, pero debido al miedo y a la crisis que produce el fenómeno extremo, estas conductas afloran o se hacen evidentes, precisamente por encontrarse en una situación difícil debido al desastre27. En este estudio se analizaron los temblores de tierra que ocurrieron durante los meses otoñales de 1751 en Santo Domingo, delimitando el tiempo de análisis entre los años 1750 y 1759 ya que corresponden también, al mandato de la presidencia de la Audiencia de Santo Domingo de Francisco Rubio y Peñaranda28 y, por ello, los documentos generados por este funcionario real y los hechos de su período fueron considerados
como una columna vertebral para el discurso de la investigación. En este sentido, somos conscientes de las limitaciones de este tipo de fuentes administrativas, que más bien dan cuenta del discurso oficial, pero, de todas formas, sirvieron para identificar los conflictos entre distintos grupos de la sociedad de Santo Domingo, que era uno de los objetivos fundamentales de este trabajo.
Una buena forma de averiguar los efectos de los terremotos en una sociedad es percibir ¿qué ocurrió cuando se movió la tierra?; por ello es importante tener en cuenta el contexto social, económico y político en que se encontraba Santo Domingo justamente antes y después de los seísmos. En este sentido, se puede entender el impacto que tuvo un fenómeno natural extremo en una sociedad si se llega a conocer la real destrucción causada y la forma en que se manifestaron las consecuencias de estos daños en la vida cotidiana de sus habitantes. En el caso de los seísmos de 1751 en Santo Domingo, se puede detallar la destrucción material de los edificios de la ciudad, pero también es muy interesante valorar las reacciones adoptadas por las autoridades coloniales, en particular la del presidente de la Audiencia, así como de otros sujetos que fueron actores principales en las decisiones que se tomaron entonces.
Varios estudios precedentes han demostrado que las secuelas de las catástrofes naturales crean situaciones en las que se manifiestan tensiones y conflictos[22], y este será uno de los resultados de los terremotos de 1751-1752. La pérdida producida y el coste del desastre crearon unas circunstancias que desarrollaron tensiones sociales en la población de Santo Domingo, especialmente como consecuencia de especulaciones relacionadas con los terrenos de Azua de Compostela, dejando en evidencia también rivalidades políticas.
Uno de los escenarios conflictivos que se plantearon tras los temblores de tierra analizados, fue la problemática generada entre las autoridades del poder central de la administración hispana y los habitantes de los pueblos provinciales; en este sentido, se puede valorar la dificultad legal que se fraguó entre los vecinos del pueblo de Azua y las autoridades locales de Santo Domingo, representados por varias familias adineradas. Esta cuestión quedó en evidencia tras revisar una carta firmada por 108 vecinos de esta localidad que fue remitida directamente al rey en 1756; en su contenido se quejaban de diversos procedimientos administrativos y denunciaban directamente a las autoridades de Santo Domingo por las decisiones adoptadas tras los terremotos de 1751, y por ello se puede intuir el profundo impacto que tuvo este desastre en los habitantes del pueblo, y cómo el traslado de sus casas a otro terreno tuvo unas consecuencias negativas en la estructura económica y en el poder municipal de Azua.
Otro conflicto que surgió como resultado de los movimientos telúricos y la destrucción que provocaron fue un asunto político, protagonizado por el presidente de la Audiencia contra el cabildo eclesiástico de la ciudad, y tiene que ver con la disposición de los dos novenos del diezmo que la Corona concedió finalmente para la reconstrucción. Este tema en particular ya se desarrolló en otra investigación[23] y esta dificultad se mantendrá hasta 1758[24]. Podríamos resumir el hecho indicando que los miembros del cabildo eclesiástico de Santo Domingo estimaban que el Presidente estaba abusando de su poder político, especialmente por la forma de disponer libremente de los citados dos novenos, después que Francisco Rubio y Peñaranda destruyera la casa de los curas de la catedral. Para ellos, esta disputa resultaba una lucha del todo política y ocurría también en otros lugares de la América española a mediados del siglo XVIII. En la documentación revisada se puede detectar que efectivamente pudo abusar de su poder, más cuanto en las fuentes se señala una serie de antecedentes que permiten formarse la idea de que el citado presidente de la Audiencia ganó muchos enemigos a lo largo de los años y, por este motivo, habría pedido regresar a España una vez que concluyó su mandato.
En otro orden de cosas, la reacción religiosa de los habitantes de Santo Domingo después de los temblores fue apoyarse en la divinidad, debido a que en aquella época era la forma de expresarse y de explicar el origen de los desastres por parte de la sociedad hispanoamericana[25]. Investigando y analizando las formas extremas de pensamiento de la época –deísta o providencialista– se puede examinar cuales fueron las ideas que se manifestaron cuando se discutió en Santo Domingo sobre las causas de los terremotos y sin duda, se impuso el pensamiento que explica los fenómenos naturales extremos como un “castigo de Dios”[26], debido a que las personas no cumplían correctamente con los rituales o mandatos cristianos. Utilizando las fuentes y crónicas escritas en Santo Domingo, es posible formarse una imagen sobre el pensamiento que tenía la población de esta sociedad sobre las causas primeras de los procesos físicos; así, podemos llegar a la conclusión que no solo los grupos más populares, sino también los intelectuales locales tenían un sentimiento providencialista sobre el origen de este tipo de fenómenos naturales[27]. En este sentido, se destaca que un alto porcentaje de las fuentes utilizadas para realizar este trabajo de investigación son primarias y contemporáneas a los sucesos estudiados; y como se indicó antes, la mayoría se encuentran en el Archivo General de Indias, y corresponden a cartas, informes y testimonios enviados desde Santo Domingo hacia el Consejo de Indias y el rey, después del desastre de 1751. Estos documentos han sido fundamentales para reconstruir algunas acciones de la sociedad de la época y poder aproximarse a los verdaderos alcances y consecuencias de las convulsiones terrestres y procesos asociados de 1751. Otros textos relevantes manejados para este estudio son dos crónicas de Santo Domingo escritas en el siglo XVIII: Idea del valor de la isla Española, de Antonio Sánchez Valverde, de 1785 y la Historia de la Conquista de la isla Española de Santo Domingo: trasumptada el año de 1762, de Luis Joseph Peguero. Estas dos obras fueron fundamentales por ser de los primeros relatos escritos por naturales de Santo Domingo y, además, los autores aparte de ser testigos presenciales de lo que ocurrió en la isla tras los movimientos telúricos de 1751, utilizaron papeles de los archivos locales de la isla.
Los terremotos de 1751 y el impacto causado en la capital de Santo Domingo
Como se ha indicado anteriormente, al analizar los impactos sociales de un temblor de tierra, es necesario tener en cuenta la magnitud de la destrucción causada por la actividad sísmica, y los sucesos que se produjeron en la población después del desastre. Para comprender el sufrimiento que pasaron los vecinos de Santo Domingo es importante tener en cuenta lo que ocurrió verdaderamente esa tarde del 18 de octubre de 1751; por su parte, también es necesario averiguar cómo reaccionaron las autoridades ante esta catástrofe. Entender la secuencia de los hechos, durante y después de los terremotos analizados, es un asunto esencial para valorar adecuadamente el impacto histórico del desastre en su conjunto. Como se ha explicado anteriormente, los seísmos que amenazaron la isla no fueron los primeros que paralizaron la vida cotidiana en aquel territorio, pero fueron de tal magnitud “que ninguno de los nacidos aquí (Santo Domingo) se acuerdan haber experimentado otro igual y por eso concibieron sus moradores, que todos o los más consideraron que sería su total extermino”[28].
Unos meses antes de los temblores de 1751 se produjeron cambios en la administración de la región comenzando con la muerte del entonces presidente de la Audiencia, el capitán general y de gobierno de Santo Domingo, Juan José Colomo, en octubre de 1750; debido a esta situación el rey otorgó con el puesto al brigadier Francisco Rubio y Peñaranda por un periodo de ocho años[29]. Como todos los altos funcionarios de Santo Domingo desde 1707[30], Francisco Rubio y Peñaranda era un militar con el título de “brigadier de los Reales Ejércitos, Caballero de la Orden de Santiago y su Comendador en la Hinojosa del Valle”[31]. Rubio y Peñaranda tuvo una carrera militar destacada, sirviendo en varios conflictos bélicos por Europa, pero después de ser herido se retiró a Madrid y allí se encontraba cuando recibió el cargo que debía asumir en Santo Domingo[32]. Durante el tiempo que se desempeñó como presidente de la Audiencia y gobernador de Santo Domingo, tuvo un papel relevante reforzando las políticas de las reformas borbónicas en el territorio; de este modo, continuó aplicando la estrategia de repoblación que la Monarquía hispánica tenía como objetivo en terrenos con poco desarrollo económico, fomentando la política de migración canaria a las Américas[33]. Siguiendo esta táctica poblacional se trasladaron familias desde el citado archipiélago, para instalarse en los lugares de la isla que fuera necesario. Esta manera de afianzar la soberanía era importante en Santo Domingo debido a la preocupación generada por los avances de la colonia francesa de Saint-Domingue. Rubio y Peñaranda también ocupó un lugar importante en la refundación de los pueblos norteños de Montecristi[34], Puerto Plata y Samaná42, después de su destrucción hacia principios del siglo XVI. Desafortunadamente, cuando el citado presidente llegó a la isla en agosto de 1751, solo dos meses antes del terremoto, y previo a la aplicación de su política, uno de sus primeros trabajos fue la recuperación de la colonia después del desastre, y por este motivo, otros proyectos se demoraron un tiempo en ejecutarse.
Figura 3: Fragmento de un mapa “Traslado de ciudades en la cuenca del Caribe”, donde se indican las poblaciones que fueron afectadas por catástrofes naturales, como Santo Domingo y Azua[35].
Cuando Francisco Rubio y Peñaranda desembarcó por primera vez en Santo Domingo encontró una ciudad que estaba padeciendo los efectos de una fuerte temporada de huracanes; antes de su llegada, el 2 de junio de 1751, dio comienzo una tempestad de seis días, y en agosto hubo otra de cuatro días de lluvias torrenciales que causaron la elevación de los niveles de los ríos, e incluso se ahogaron algunas cabezas de ganado[36]. El nuevo Presidente de la Audiencia de Santo Domingo llegó con la intención de mejorar las condiciones de vida de la región y empezó mandando a derribar las paredes de algunas casas viejas para aliviar los negativos efectos de la lluvia, reflejando el mal estado de los edificios y las viviendas de la antigua localidad española[37]. El cronista Luis Joseph Peguero se refirió a estas dos tormentas como los dos primeros actos de “justicia divina” que cayeron sobre la isla, considerando que el tercer acto de la providencia sería, cómo no, el terremoto que asoló la capital y los terrenos aledaños.
A las tres de la tarde del 18 de octubre 1751 se sintió en Santo Domingo el primer movimiento de tierra, que sería el inicio de la secuencia de aquel desastre[38]. Durante la mañana del 19 de octubre, el presidente de la Audiencia mandó cinco cartas al rey y al Consejo de Indias, explicando con todo detalle la devastación en la que se encontraba la ciudad y los alrededores. Analizando críticamente estos documentos, es posible formarse una idea sobre el efecto social del movimiento telúrico y sus procesos asociados en los días y meses siguientes. Teniendo en cuenta el contenido de la primera carta que Francisco Rubio y Peñaranda envió al monarca, podemos saber aproximadamente la duración del terremoto cuando expresaba: “acometió por espacio de seis minutos, sin cesar”, la ciudad de Santo Domingo estaba llena de escombros y polvo debido a los derrumbes de los edificios; por su parte, los habitantes de la isla, según sus propias indagaciones, nunca habían sentido un temblor de tierra tan fuerte. Además, este terremoto fue seguido por ocho temblores, que aunque menores que el primero, no dejaron de ser importantes[39]. Las continuas réplicas fueron descritas como el movimiento de una balanza y el recorrido sería de norte a sur, según las observaciones in-situ[40] y la energía liberada por la Tierra llegó a ser tanta que la capital terminó convertida en ruinas.
Otros seísmos tuvieron un gran impacto en Santo Domingo, como los del 19 y el 21 de noviembre, este último, entre las 8 y las 10 de la mañana[41]; en esta ocasión el mismo Rubio y Peñaranda explicaba nuevamente al rey que el movimiento sísmico había durado unos ocho minutos[42]; por su parte, el cronista Luis J. Peguero escribió que los temblores eran “tan grandes que los habitantes no se podían mantener en pie”[43]. El amplio período de tiempo que duraron los sismos perceptibles por la población tuvo unas secuelas profundas en la sociedad, y la tensión se concentró especialmente en la capital.
Santo Domingo, por ser la ciudad principal de la capitanía homónima, era la más poblada con unos 600 vecinos[44] y en ella se instalaron todos los poderes de la administración colonial: la Audiencia, la sede del gobernador, centros económicos como los oficiales de la Real Hacienda, Casa Real, Casa de Moneda, cuatro oidores y ministros; además, desde el punto de vista de la administración religiosa tuvo la sede del arzobispado y una catedral[45]. Durante la serie de temblores de tierra de 1751 casi todos los edificios de estas instituciones eclesiásticas y civiles padecieron perjuicios o daños de consideración.
Con todo, los inmuebles que sufrieron más destrozos en Santo Domingo fueron los religiosos, como iglesias y conventos, y las casas construidas de piedras. Para entender más detalladamente la destrucción causada en esta capital, solo hay que leer las descripciones remitidas en las cartas enviadas por Francisco Rubio y Peñaranda al rey Carlos III. Para dar a conocer el impacto que tuvo el terremoto en la ciudad, el capitán general describió los daños estructurales; así, desde el primer movimiento sísmico del 18 de octubre, este funcionario explicó que “…el impulso del estruendo subterráneo que sentía, y conmovía con suma violencia todos los templos y edificios, de las muchos Piedras que hay en esta ciudad amenazando todos su última ruina”[46]. Con cada edificio religioso mencionado por el presidente, pretendía describir la situación de destrucción que observaba, para que la Corona pudiera tener una idea del alcance y la desgracia causada por este fenómeno natural extremo. Dentro del conjunto de las construcciones religiosas, las más afectadas fueron la catedral, la iglesia de San Lázaro, la iglesia de Santo Domingo, el convento de San Francisco y el convento de la Merced[47]. Todos estos inmuebles quedaron en tan mal estado que no era posible realizar allí los servicios religiosos; en este sentido, el presidente mencionó en sus comunicaciones que las bóvedas de la catedral se dañaron, lo mismo que su torre también quedó en un “lamentable estado”, y que la fábrica estaba en peligro por estar abiertas todas sus paredes.
Del mismo modo, se refirió en sus escritos a las malas condiciones del convento de San Francisco –especialmente, el coro y la bóveda– y que “en el mismo infeliz estado” se encontraba el convento de la Merced. Otra construcción importante en la ciudad que fue seriamente afectada en su estructura por los temblores fue la iglesia del Real Hospital de San Nicolás, que recibió tanto daño, que en palabras del gobernador de la isla: “ha sido preciso sacar a los enfermos de sus salas”[48]. Al respecto, tiene sentido que la mayor destrucción se produjera en los edificios religiosos, ya que eran los más elaborados y antiguos de la ciudad[49].
Con todo, es relevante que los terremotos no solo tuvieron un fuerte impacto en Santo Domingo, sino que muchos de los pueblos y ciudades de los alrededores de la isla también se vieron perjudicados. A propósito de los daños padecidos en el sector sur, el presidente de la Audiencia explicaba en una de sus cartas la destrucción que se había producido en los cultivos e informaba sobre la muerte del ganado en el pueblo de Hincha y la desolación del pueblo de Bánica, dos asentamientos que se encontraban cerca de la frontera occidental[50] con la colonia francesa.
En este contexto de desastre, uno de los sucesos más importantes que produjeron los movimientos de tierra de 1751 fue la pérdida y posterior traslado del pueblo de Azua de Compostela, que se localizaba solo a unas 24 leguas (unos 108 kilómetros)[51] al oeste de Santo Domingo[52]. Por otra parte, en el norte de la isla, Santiago de los Caballeros, La Vega y Cotuy también padecieron las consecuencias negativas del terremoto; así, en la primera ciudad mencionada se advirtieron los mayores daños. En Santiago de los Caballeros, que era el segundo sitio urbano más importante en Santo Domingo, los movimientos de tierra dejaron inhabitable el convento de los padres mercedarios, los que se vieron obligados por las circunstancias a sacar el “Santísimo Sacramento y todas las imágenes de su devoción debido a las lágrimas, y tribulaciones de aquel afligido Pueblo”[53]; esta era una respuesta habitual de los religiosos de todas las órdenes regulares cuando ocurrían estados de crisis generalizadas, principalmente para calmar a la población y evidentemente, en coordinación con la autoridad civil a través del Patronato regio[54]; esto significa que según el mandato real desde Carlos V y ratificado por Felipe II, la organización de todos los rituales religiosos partían de una orden o acuerdo entre el poder civil y el eclesiástico, por lo tanto, nunca fueron actos espontáneos.
Asimismo, los establecimientos de la zona oriental también se vieron damnificados y cuando Francisco Rubio Peñaranda describió los hechos en sus cartas explicó, que con las noticias que recibió, sin duda, hubo “algunos desastres extraordinarios”[55]. Cuando se refieren al impacto de los terremotos en las tierras más alejadas de la capital es importante tener en cuenta que la mayoría de los terrenos del interior estaban deshabitados, y que muchos de los pueblos estaban construidos con materiales efímeros y “por ser miserables, y sus casas de madera mui débiles, solo han sufrido el formidable susto, que ha sido general en quantos hemos experimentado pánico tras el suceso”[56]. El hecho de que los seísmos se sintieran en los diferentes sectores de la isla demuestra el poder de las sacudidas que impactó en este territorio; y hace pensar que si en la actualidad ocurriera un desastre como el de 1751 los daños serían aún peores que los de Haití en 2010 o en 2021. Al realizar el estudio de este caso, es posible valorar la forma en que un fenómeno natural extremo puede producir transformaciones en una sociedad, si se tiene en consideración el tiempo que les tomó regresar a su vida cotidiana.
Por otra parte, el daño material causado por los temblores de 1751, también tuvo una consecuencia social importante en la población de la capital, y esto se reflejó en las cartas y crónicas de la época. Sin duda, la fe católica era una parte integral de la sociedad española que se encontraba en Santo Domingo a mediados del siglo XVIII, y la destrucción de los templos religiosos cambió drásticamente la rutina ceremonial en el capital. El colapso de los edificios residenciales y viviendas debido al terremoto forzó a una gran parte de la población a dormir en las calles y plazas de la ciudad. En este ambiente de caos social, la función de Francisco Rubio y Peñaranda –el más alto cargo en la zona– fue encontrar una solución al sufrimiento experimentado por los moradores y así debía hacérselo saber al rey.
Teniendo en cuenta que la mayoría de las edificaciones eclesiásticas se encontraban en una situación desafortunada después de los movimientos de tierra de 1751, es lógico que tuvieran que ser cerradas al público; así, por sus malas condiciones estructurales, los templos de Santo Domingo tuvieron que anular sus ceremonias religiosas y se vieron forzados por la dura realidad a desarrollarlas en la calle. En este sentido, en la crónica de Luis Joseph Peguero se explica que las misas se organizaban en la plaza de la Catedral, en la de la Merced y en la de San Andrés y que era “lastimoso… mirar al augusto divino y alto Sacramento colocado en medio de la plaza en unas tiendas de Campaña que se hicieron para este fin”[57]. Nuevamente se repite el hecho de que las plazas mayores de Hispanoamérica sirvieron como terrenos de seguridad en casos de crisis, ya que era un espacio dentro de la ciudad que permitía levantar tiendas de campaña o tolderías para refugiar a la población de eventuales réplicas de los terremotos o proteger a los vecinos del desplome de sus habitaciones seriamente dañadas por los continuos movimientos de tierra[58].
Por su parte, las cartas de Francisco Rubio y Peñaranda también reflejaron estas circunstancias que estaban pasando en las calles de Santo Domingo, y ambos protagonistas de los acontecimientos reseñaron que se produjeron confesiones en los caminos, y que el prelado, curas y frailes atendieron sus parroquias en los pasajes y plazas de la ciudad. El presidente de la Audiencia manifestaba también, que el retorno a las costumbres religiosas era importante porque “se lograban los saludables efectos de reformación de costumbres, y detestación de las visiones”[59]. En una sociedad temerosa de Dios como la hispana del siglo XVIII –ya que se creía que el origen de todos los males era providencialista–, tenía sentido que estas ceremonias y costumbres religiosas “normalizaran” a una población afectada por un gran desastre, como el que provocaron los temblores de tierra que afectaron la isla de La Española en 1751.
Después del terremoto y sus réplicas, la mayoría de los habitantes de Santo Domingo se encontraron durmiendo a la intemperie, unos por la destrucción de sus viviendas y otros por el miedo que tenían de que se produjeran nuevos temblores. Reflexionando en sus cartas sobre de la situación de la población damnificada, el citado brigadier explicó que los habitantes se mantenían “hasta el presente repartidos todos en las Plazas, calles, y Bohíos[60], y muchos, simplemente a la inclemencia del sol, agua, y viento”[61]. Con la mayoría de los moradores de la ciudad sobreviviendo en los caminos, y las casas vacías, el militar se encontró en una situación común después de una catástrofe natural, y era la amenaza de los robos y el pillaje; por este motivo, él entendió que una población desesperada se intenta mantener y alimentar en una situación difícil a toda costa, por ello vio necesario doblar las guardias y patrullas para evitar posibles incidentes. Seguramente el presidente tomó estas medidas porque después de los terremotos todos los ricos hacendados y poderosos de la ciudad se encontraron fuera de sus hogares, con el propio gobernador explicando que él se había visto obligado por las circunstancias “a tomar por habitación la estrechés de Bohiós” porque él y los líderes políticos decidieron que la población no debería vivir entre las amenazas de las casas altas[62]. Peguero describió que “toda la nobleza de la Ciudad, Presidente, Oidores, Arzobispo, y Canónigo, abandonaron sus Palacios y Casas, viviendo en los bogios; y los demás del pueblo en las calles y plazas era su dormitorio”[63]. Si esta era la situación en la que se encontraban los habitantes más acaudalados de la zona, solo se puede pensar en el impacto negativo que este suceso causó en los sectores populares.
El hecho de que los pobladores más acomodados y ricos de todo el territorio se refugiaran en los bohíos, ayuda a comprender el tamaño de los temblores de 1751 y es indudable que altos cargos de la administración colonial, como el presidente de Audiencia y el arzobispo, no hubieran bajado de nivel en cuanto a viviendas se refiere, si no se sintieran más seguros en aquellas humildes chozas. Ellos se sentían más protegidos en casas construidas de madera y palma que en las casas-palacios que tenían como sus viviendas. El acto de tomar las residencias humildes por parte de estos individuos poderosos también puede ayudar a formarnos una idea sobre el funcionamiento de la sociedad de esta urbe. Es importante tener en cuenta que los vecinos de Santo Domingo no formaron sus refugios en el campo, sino que decidieron quedarse dentro de la ciudad; con este hecho se puede inferir que lo hicieron porque se sentían más cómodos y seguros en Santo Domingo que en los alrededores “sin ley y sin iglesias”. Con todo, estudiando las fuentes documentales, da la impresión de que los habitantes de los sectores populares cedieron sus hogares sin oponer resistencia, demostrando el control social que tenían los poderosos en esta comunidad.
Si se analiza la correspondencia del presidente con el mismo rey, parece que la razón principal que este tenía para abandonar su vivienda era por su propia seguridad y el miedo que le producía la idea de futuros temblores; por este motivo, cuando Rubio y Peñaranda mencionaba el estado del Palacio Real en Santo Domingo, describía que el edificio estaba maltratado por ser antiguo y que era imposible vivir “sin estar expuesto a gravísimos peligros con sus ruinas”[64]. Después del terremoto, el presidente y su familia se trasladaron a la casa del sargento mayor de la plaza por expreso deseo suyo y en una carta explicaba que deseaba construir una casa baja de madera para usar como su despacho y para vivir con su familia mientras ejerciera como presidente de la Audiencia[65]. Sin embargo, en una misiva posterior fechada el 1 de junio 1752 explicó que había cambiado de opinión con respecto a construirse una casa de madera y decidió alquilar la vivienda del teniente de la artillería Vicente de Castro, que estaba en la misma calle del palacio y utilizó como su oficina un espacio en el despacho de la Contaduría[66].
En sus cartas, Francisco Rubio y Peñaranda no solo tenía la intención se describir su experiencia en la isla, sino también de dejar un registro de la situación extrema que estaban viviendo los habitantes de Santo Domingo. Durante este periodo, la parte española de la isla era una región ultramarina secundaria dentro del contexto de la Monarquía hispánica, y no contaba con los mismos recursos económicos que tenían otros territorios para sobrellevar la reconstrucción tras estos movimientos telúricos. Para el presidente era necesario convencer a la Corona que la ayuda económica era absolutamente imprescindible para levantar nuevamente la ciudad, señalando al rey que “no ignorara lo que son ciudades, y mayormente las de Indias que suelen interpretar la verdad de los sucesos a medida de sus antojos”[67], pero que en este caso no había exageración en sus palabras; así, él solicitó al soberano que utilizara sus “paternales afectos’ que merecen todos sus súbditos de aliviarlos de sus necesidades, que son duplicadas con los sucesos que han padecido. Valorando las fuentes es evidente que los seísmos del otoño de 1751 tuvieron un impacto significativo en la estructura material y social de Santo Domingo, y que solo con la “real voluntad” de su lado, se podría restaurar una ciudad en ruinas.
El traslado de Azua de Compostela y las tensiones sociales
La destrucción de Azua de Compostela fue una de las consecuencias más significativas de los terremotos de 1751 ya que los movimientos sísmicos arruinaron las principiantes infraestructuras del asentamiento, y los terrenos se vieron inundados por las “aguas minerales”[68] que se derramaron desde la sierra central de la isla. Entre los eventos que siguieron a la pérdida del sitio está el traslado del pueblo a dos leguas al norte (unos 9 kilómetros), en la banda occidental del río Vía. Uno de los efectos menos conocidos de este cambio fue la reacción que tuvieron los azuanos, ya que después de llevar algunos años en otro lugar, se movilizaron para recuperar sus antiguas tierras; esta decisión los enfrentó con los poderes políticos y económicos de Santo Domingo. Todas las quejas de los vecinos y sus requerimientos se expresaron en una carta enviada al rey, donde se exponía la situación de los habitantes afectados y también se reseñaban las razones que tenían para querer regresar al emplazamiento original tras haber sido devastado por los temblores de tierra.
Según los antecedentes recopilados, los pobladores no entendían los motivos reales por los que no podían volver a sus posesiones cuando explican al monarca lo siguiente: “…que si ha mudado es por los terremotos sepa VM de que muden toda la isla porque dichos terremotos fueron generales en toda la isla”[69]. El traslado de un pueblo en la época colonial solo se materializaba tras largos y complejos debates[70], y evidentemente, todo el proceso tuvo un resultado profundo en sus habitantes; uno de los ejemplos más significativos del siglo XVIII fue el cambio de sitio de la ciudad de Guatemala en 1775[71] después del terremoto y la erupción del volcán Pacaya, y otro caso fue el traslado de Concepción, en Chile, después de un terremoto y tsunami que obligaron a los residentes a moverse hacia el interior, lejos de la influencia del mar, en el mismo año de 1751[72].
Históricamente Azua fue un sitio notable en el comercio transatlántico por su control del puerto Bahía Ocoa que se encontraba a unas 16 leguas (unos 72 kilómetros) al oeste de Santo Domingo; en este contexto, las aguas profundas de la bahía lo posicionaron como el puerto más seguro para el atraco de las grandes embarcaciones, como los de la flota en su viaje desde España hasta México[73]. Desde el punto de vista jurisdiccional, Azua pertenecía al cabildo de Santo Domingo; sin embargo, su municipio tuvo el control de la mayor parte del sector fronterizo del sur de la isla[74].
Como escribió Peguero, los efectos del terremoto y sus procesos asociados forzaron a los habitantes de Azua a trasladarse hacia el interior de la isla, junto al río Vía, donde pudieron protegerse de los movimientos de tierra y brotes de agua del suelo que destruyeron su pueblo. Sin embargo, hay que tener muy en cuenta que durante estos meses de incertidumbre sucedieron algunos hechos un tanto singulares ya que el 31 de julio de 1752 Gregorio Félix, su esposa María Ovando, las señoras Luisa García y Francisca Sánchez dieron a los pobladores de Azua el derecho de sesenta y dos pesos de tierra para construir la nueva iglesia y convento de Nuestra Señora de la Merced y para fundar un nuevo pueblo[75]; todo lo anterior quedó registrado en los trabajos del historiador dominicano José Gabriel García a falta de otros materiales de los archivos locales que no se conservan.
En la merced de tierra, los cuatro vecinos de Santo Domingo aclararon que los habitantes del pueblo iban a tener la posesión de la tierra; además, quedarían libres de tributo o hipoteca, y que tendrían el derecho legal a la propiedad con título y la posibilidad de explotación de todos los recursos del terreno. Los donantes explicaban que estaban dispuestos a dar parte de sus tierras porque ellos eran ricos. Otra condición que resultó clave para que los habitantes de este lugar tuvieran el deseo de trasladarse, fue que solo podrían vender los nuevos terrenos a los otorgadores o sus descendientes. Es importante destacar que en esta época existían muy pocas tierras en la isla que tuvieran título de propiedad[76] y estudiando las fuentes parece que los azuanos no tenían el dominio legal de sus antiguos terrenos. Sin embargo, las propiedades donadas resultaron de menor calidad y no servían para el desarrollo agrícola, una actividad que desarrollaron por generaciones sus habitantes[77], creándose un conflicto entre los vecinos y los poderes de Santo Domingo.
Por esta razón, después de cinco años y medio viviendo en su nuevo asentamiento, los moradores de Azua se dieron cuenta de que estaban perdiendo el control de sus antiguos terrenos debido a la intromisión de algunas influyentes familias de Santo Domingo; con todo, esta no era la primera vez que los habitantes del nuevo pueblo se encontraban en un conflicto con dichos poderes en la isla, ya que en 1721 las oligarquías de Azua bloquearon la creación de un gobierno militar en la zona sur[78]. Los vecinos no entendían por qué los poderosos de Santo Domingo no les permitían regresar a trabajar en sus viejas tierras y este malestar fue el que se manifestó en una carta enviada a la Corona, firmada por 108 vecinos el 28 de abril de 1756. En el citado escrito los azuanos solicitaron al rey que los favoreciera en el conflicto para recuperar el sitio de su primer pueblo, explicando que: “…(la) miseria desde el año de 1751 que fue Dios servido de mandarnos un castigo de grandes terremotos los que fueron para perdición de todos los vecinos”[79]. Se destaca que 108 hombres pusieran sus nombres y apellidos en este documento con el fin de hacer llegar al monarca sus reclamaciones y, de ese modo, sobrepasar la autoridad local para recuperar lo que consideraban suyo; sin embargo, lo que más se recuerda de este suceso es la lucha de poder local generada después de la decisión de trasladar a Azua de Compostela utilizando el argumento de la ruina padecida tras el terremoto.
Se destaca también que, a mediados del siglo XVIII, la villa era el centro religioso del sur-este de la capitanía general de Santo Domingo, con una iglesia y un convento que atraía a los habitantes de los pueblos cercanos. Después de los temblores de 1751 y de la destrucción de los edificios de culto religioso en la antigua localidad, se explicaba en la citada carta que una buena parte de los habitantes había emigrado a los nuevos pueblos como el San Juan de la Maguana y Neiba; en este sentido, los azuanos expresaban una gran infelicidad ya que estos pueblos tenían una parroquia en crecimiento mientras la suya descendía[80]. Los vecinos comentaron que, por el aumento demográfico y la fuerza económica de estos pueblos, la administración eclesiástica había nombrado curas en las dos poblaciones[81]. Con todo, el aumento de habitantes de San Juan y Neiba no podía verse como el resultado del traslado de Azua, sino que seguía la lógica de la aplicación de la política repobladora del presidente Francisco Rubio y Peñaranda, en sintonía con las reformas borbónicas.
Otro factor que podía crear un antagonismo entre Azua y estas dos localidades era el creciente poder y autonomía que consiguieron durante el progreso experimentado en América durante la segunda mitad del siglo XVIII. Estos dos pueblos se encontraban en la región más occidental de la colonia española y su desarrollo era necesario para impedir cualquier avance territorial de los franceses y frenar sus posibilidades de expandir la explotación de ganado en la frontera sur de la isla. Es evidente que, desde la refundación de San Juan y Neiba en la primera mitad del siglo XVIII, los azuanos comenzaron a perder su influencia en la zona sur y observaron cómo se restringía su jurisdicción[82].
Para reforzar su reclamación de las tierras, estos pobladores pidieron unas reformas políticas con el fin de obtener una concesión del puesto de teniente de Justicia y Guerra para Gonzalo Unagosa; además, querían el privilegio para tener un nuevo cura vicario, recomendando a Manuel Franco o Antonio Ortiz, porque, según ellos, el cura que tenían se quedaba para “sus perdiciones y no para sus remedios”[83]. Con todo, era evidente que, ante el control político ejercido por las oligarquías de Santo Domingo, los habitantes del pueblo sabían que no podían ganar estas peticiones por la vía tradicional; seguramente, por este motivo escribieron esta carta, pidiendo al rey que les concediera las extensiones y dimensiones que deseaban de la nueva merced de tierras, para tener un título oficial de propiedad[84]. Esto demuestra que los vecinos no solo querían el control de sus antiguas propiedades, sino que deseaban expandir su dominio a los límites de éstas, antes de que se produjera el desarrollo de los pueblos de San Juan y Neiba.
Las aspiraciones de los habitantes de Azua fueron muy encomiables y la claridad con que escribieron la carta se refleja también en sus solicitudes. Realmente, considerando la posición de Santo Domingo en el conjunto de la Monarquía hispánica, no había mucha probabilidad de que el rey utilizara su poder para ayudar a unos vecinos de un pueblo en un territorio marginal en aquella época. En un documento conservado en el Archivo General de las Indias, la respuesta del Consejo de Indias exponía:
“…al respecto de que a la expresada representación, no acompaña justificación alguna, ni a ver más antecedente, ni noticia de lo que en ella se expone, que su mera narrativa; le parecen que sacándose dos copias de ella, se remita una al Rdo. Arzbpo., de la referida Ciudad, y otro al Presidente de la Audiencia de ella que cada uno de por sí informe reservado sobre los asuntos, y particulares, que contiene, precediendo las más seguras noticias, e indagaciones, que correspondan para una perfecta instrucción y poder tomar en su vista la providencia, que se tenga por conveniente”[85].
Este fragmento de la citada carta pone de manifiesto la posición de la administración central de la Monarquía en el conflicto de los vecinos de Azua y las aspiraciones de éstos para recuperar sus antiguos terrenos; de este modo, enviando el informe al presidente de la Audiencia y al arzobispo, la Corona estaba condenando a los habitantes a vivir en la zona de los alrededores del río Vía; una consecuencia más de los movimientos telúricos de 1751.
Ante lo expuesto, queda claro que como secuela de los terremotos de 1751 que destruyeron el primer asentamiento de Azua de Compostela, la población se encontró descontenta en la nueva fundación. En este sentido, se destaca que el supuesto sufrimiento de los vecinos del lugar no duró por mucho tiempo, ya que cuando el marinero francés Daniel Lescallier visitó la isla en 1764, al hacer su recorrido por sus calles, escribió que Azua era uno de los pueblos más importantes de Santo Domingo, que se encontraban cincuenta casas fabricadas de madera de buena calidad cerca del río Vía, y que la región era la más importante en cuanto a explotación de ganado al sur de la isla[86]. Con todo es importante tener en cuenta que la Azua mencionada por Lescallier era un pueblo transformado, ya que de ser tradicionalmente agrícola se había convertido en uno de ganaderos; todo lo anterior, a expensas de los anhelos de unos viejos campesinos que tenían sus propias y pequeñas tierras de labranza. Con el tiempo también perdió su poder político en la frontera sur de la capitanía general, cediendo su papel protagonista al creciente pueblo de San Juan de la Maguana, quienes favorecieron la expansión de las explotaciones de ganado y tenían menos conflictos con los poderosos de la capital, consiguiendo finalmente su autonomía municipal en 1758, solo dos años después de la carta que escribieron al rey los vecinos de Azua[87].
Conclusiones
Queda en evidencia que los terremotos, a pesar de sus devastadoras consecuencias, generan oportunidades para ciertos sectores de la población que aprovechan todos los momentos de vulnerabilidad para obtener lo que desean. De este modo, es posible averiguar que lo que para muchos resultaba una ruina en sus vidas, para otros, el desastre se convertía en una coyuntura para cambiar las cosas a su favor. Esto es exactamente lo que se produjo, tras los seísmos de 1751 en Santo Domingo y que también afectaron a los pueblos y villas aledañas, en particular, las del sector sur de la isla.
La Española está situada en una zona sísmica con una amplia historia de terremotos de gran magnitud y esta realidad debería llevar a la reflexión, ya que este tipo de fenómenos extremos se seguirá repitiendo. El terremoto que golpeó el territorio español de Santo Domingo el 18 de octubre de 1751 fue el primero importante que afectó a esta región insular en décadas, y sus consecuencias sobre la sociedad fueron significativas.
Santo Domingo, la capital española de la isla, se encontró en un estado de crisis con el aire lleno de polvo y restos de los edificios más importantes derrumbados, y esta miseria se extendió a diferentes poblaciones. Estudiando los eventos que ocurrieron durante y después de los temblores de tierra se puede observar, el impacto que tuvieron en el territorio español desde un punto de vista espacial, donde las autoridades locales tomaron distintas decisiones con respecto al mantenimiento o traslado de ciertos poblados, alterando su tradicional actividad económica y modo de vida.
Las cartas del presidente de la Audiencia, Francisco Rubio y Peñaranda, resultaron básicas para esta investigación y analizando sus contenidos se ha podido conocer la forma en que él creó una imagen sobre los hechos que rodearon los sucesos en torno a los terremotos de 1751. Solo estudiando estas misivas del presidente es posible imaginarse la ruina de Santo Domingo después de los movimientos sísmicos, cuyas consecuencias negativas fueron palpables en la ruina de los edificios más importantes, por cuya razón, sus habitantes se vieron forzados a vivir en la calle. Revisando la información de los daños estructurales de las construcciones y las circunstancias sociales que siguieron a los seísmos, se puede advertir el nivel de sufrimiento y miedo que trajo este desastre a la población, especialmente, la más pobre y vulnerable.
Por su parte, las iglesias y otros edificios religiosos se encontraban en circunstancias de estrago y, las parroquias en general, no tenían capacidad para atender a los feligreses, ni celebrar sus ritos en los templos debido a los daños en los inmuebles, obligando a los religiosos a celebrar las ceremonias en la parte exterior de los templos. Pero no solo era la misa la que debía realizarse a la intemperie, sino, que la mayoría de la población de la ciudad se vio obligada a dormir a aire libre.
En estos momentos de incertidumbre y ruina generalizada, los sectores sociales de mayor poder económico tomaron como refugio las casas humildes de los sectores más pobres, que al ser de materiales flexibles no se destruyeron por el terremoto y sus réplicas, y por ello, los habitantes de las zonas marginales, al final, tuvieron que vivir en los callejones y plazas de la ciudad[88]. Las situaciones de altercados y descontentos eran difíciles, tanto que el presidente tuvo que movilizar a los soldados en la ciudad para detener los posibles disturbios. La reacción de la comunidad debido a la destrucción de los edificios religiosos y la ruina de las viviendas son hechos que nos permiten observar y analizar a la sociedad de Santo Domingo, dejando claro que era autoritaria, jerarquizada y estructurada.
La destrucción causada por el terremoto favoreció una serie de circunstancias en Santo Domingo donde las tensiones y los conflictos pudieron desarrollarse dentro de la comunidad. Así, el problema generado entre los vecinos de la villa de Azua de Compostela y los miembros del cabildo de Santo Domingo por el traslado de la ciudad destacó sobre otros problemas, también, la tensión entre el presidente de la Audiencia y el cabildo eclesiástico fueron solo algunos de los ejemplos que resultaron directamente como consecuencia de los terremotos de 1751.
Con todo, la mayor resistencia de la población se creó en Azua después de que el pueblo y sus tierras quedaran en ruinas como consecuencia de los seísmos, y sus vecinos fueran convencidos para trasladarse unos kilómetros hacia el interior. Estudiando una carta enviada al rey y que fue firmada por 108 vecinos de Azua, donde le expresaban sus deseos de recuperar sus antiguos terrenos, queda claro que intentaban defenderse del poder de las autoridades de Santo Domingo.
Sin duda, este suceso demuestra un engaño causado por la necesidad de soñar con un nuevo comienzo por parte de los pobladores de Azua y la oportunidad de unos ricos hacendados que aprovecharon la vulnerabilidad de unos colonos pobres y con poco arraigo en la isla, ya que la mayoría de ellos eran emigrantes canarios.
El hecho de que los vecinos enviaran una carta al rey, cuatro años después del traslado, al margen del cabildo civil y de los poderes de Santo Domingo, destaca la convicción de estos sujetos de que nadie les tomaría en cuenta en la isla, aparte de que demostraron una organización algo diferente de la normalidad en este tipo de situaciones en otros lugares de Hispanoamérica para esa fecha.
Sin duda, las aspiraciones de los hombres y mujeres de Azua de Compostela quedaron expresadas en la citada carta, dándonos a conocer sus deseos políticos y territoriales; es posible que, si no hubiera ocurrido el desastre de 1751 y el traslado del pueblo, difícilmente habría llegado hasta nosotros alguna noticia de lo que ocurría con estas personas. El final de las peticiones fue que nadie, ni el rey, escuchó a los azuanos, y ellos se vieron obligados a quedarse en sus nuevas tierras. Es más, los hacendados tomaron el traslado como una coyuntura muy positiva para ellos ya que expandieron la explotación de ganado en el territorio para poder mantener el comercio con los colonos franceses de la otra parte de la isla.
El conflicto que se generó entre el presidente y el cabildo eclesiástico fue por opiniones encontradas sobre el uso que se debían hacer de los dos novenos del diezmo cedido por el rey a la ciudad para reedificar la catedral, que estaba en una situación de ruina después de las conmociones terrestres de 1751. El mencionado cabildo declaró en unas cartas cómo el presidente estaba abusando de su poder, y usando los dos novenos sin consultar con nadie. Los terremotos tuvieron un impacto directo en el conflicto, y este hecho nos deja ver las actitudes adoptadas por Francisco Rubio y Peñaranda a propósito de su cargo como presidente y funcionario de la Corona; es posible que su comportamiento tras estos sucesos, y sus deseos de regresar a España, fueran el resultado de las denuncias y problemas que surgieron debido a sus abusos de poder. Al final, Francisco Rubio y Peñaranda terminó su carrera en Santo Domingo, y regresó a Madrid, después de 8 años en los que tuvo que trabajar para recuperar un territorio después de un fenómeno natural.
En otro contexto, la religiosidad encontró su forma de expresarse en Santo Domingo después de los seísmos de 1751; así, en una sociedad en que la devoción y la fe católica con una perspectiva providencialista para interpretar los movimientos telúricos como un castigo de Dios, dio paso a la organización de varios rituales y ceremonias. La crónica de Peguero es una buena fuente para analizar estas respuestas colectivas tras los terremotos en Santo Domingo, y nos entrega pista para entender la explicación que se adoptó en esos momentos dentro del contexto de la filosofía católica sobre los desastres naturales de la época. El terremoto de 1751 ayudó para que se pudieran expresar los ritos y las ceremonias religiosas de la población de Santo Domingo. Las reacciones y comportamientos de los habitantes de Santo Domingo tomaron forma en confesiones, muchas de ellas a viva voz, ceremonias diversas y penitencias; asimismo, los habitantes de Santo Domingo pedían a la divinidad una muerte cristiana o el fin a los temblores de tierra.
Al investigar el impacto social de los temblores de 1751 en Santo Domingo, es evidente que pudieron observarse diferentes aspectos que habría sido complicado notarlos en otro momento en el siglo XVIII. Uno de los aspectos más interesantes encontrados gracias a esta investigación ha sido sin duda, descubrir a los vecinos de Azua, cuyo análisis más profundo podría ser un trabajo interesante para desarrollar con respecto a su formación social e identidad local.
Finalmente, se destaca que utilizando el movimiento telúrico como un instrumento de observación social fue posible analizar a la población que se encontraba en Santo Domingo en 1751; además, valorando el impacto del terremoto dentro de un tiempo determinado (1751-1759) ha sido posible plantear una idea sobre la sociedad de Santo Domingo examinando diferentes eventos y conflictos.
No puedo dejar de reflexionar que los terremotos constituyen una amenaza real en una tierra habitualmente afectada por este tipo de fenómenos naturales y que este estudio busca contribuir a la memoria histórica de ellos y así, apoyar futuras acciones de planificación territorial.