Revista ECOS UASD, Año XXX, Vol. 2, No. 26, julio-diciembre de 2023. ISSN Impreso: 2310-0680. ISSN Electrónico: 2676-0797 • Sitio web: https://revistas.uasd.edu.do/

Policía urbana en La Habana durante el gobierno del marqués de la Torre: hacia una remodelación de la ciudad (1771-1777)*

Urban police in Havana during the government of the  marqués de la Torre: towards an urban renovation (1771-1777)

DOI: https://doi.org/10.51274/ecos.v30i26.pp53-79

Graduado en Historia por la Universidad de Alicante. Máster en Estudios Americanos por la Universidad de  Sevilla. Actualmente doctorando en la Universidad de Sevilla y contratado predoctoral en el Instituto de Histo- ria-CSIC a través del programa Investigo de la CAM. Forma parte del proyecto de investigación Connected Worlds: The Caribbean, Origin of Modern World (ConnecCaribbean-823846) dirigido por la Dra. Consuelo Naranjo Orovio. Instituto de Historia-CSIC.Email:  [email protected]. Orcid: https:// orcid.org/0000-0003-3798-7518

Recibido: Aprobado:

UASD Jurnals - Open Access

Cómo citar: Azorín García, E. 2023. «Policía urbana en La Habana durante el gobierno del marqués de la Torre: hacia una remodelación de la ciudad (1771-1777)*». Revista ECOSUASD 30 (26):53-79. https://doi.org/10.51274/ecos.v30i26.pp53-79

Resumen

En este artículo se analiza el programa urbano del marqués de la Torre en La Habana durante su mando en la Capitanía General de Cuba entre los años 1771 y 1777. Las intervenciones de policía urbana, propias de la corriente ilustrada de la época, se dirigieron a mejorar la habitabilidad de la ciudad a través del despliegue sistemático de infraestructura y servicios públicos. En tal sentido, se van a estudiar las actuaciones de este gobernador orientadas a asegurar la higiene pública y el ordenamiento urbano. Asimismo, se hará una revisión de su labor para tener conocimiento de su legado urbano y de cómo influyó en el despegue de una fase de transformación de la capital cubana.


Palabras clave:

La Habana, ciencia de la policía, urbanismo ilustrado, higiene urbana, ordenamiento urbano, obras públicas.

Abstract

This article analyzes the urban program of the marqués de la Torre in Havana during his command in the Captaincy General of Cuba between 1771 and 1777. The interventions of urban police, typical of the enlightened current of the time, were directed to improve the habitability of the city through the systematic deployment of infrastructure and public services. In this sense, the actions of this governor aimed at ensuring public hygiene and urban planning will be studied. It will also review its work to learn about its urban legacy and how it influenced the take-off of a transformation phase of the cuban capital.


Keywords:

Havana, police science, enlightened urbanism, urban hygiene, urban planning, public works.

Introducción

Durante el periodo colonial la ciudad de La Habana se constituyó como puerto comercial y plaza militar de primer orden en la América hispana. A pesar de su categoría, a inicios de la década de 1770, el recinto amurallado de la ciudad contaba con un aspecto desfavorecido debido a la carencia de infraestructura urbana y a la falta de higiene en la vía pública. Ambos asuntos proporcionaban una imagen de desorden y dificultaban la habitabilidad de los vecinos en sus quehaceres diarios[1]. En este momento el espacio intramuros estaba cerca de alcanzar los 40,000 habitantes2. Mientras, fuera del perímetro fortificado, crecían una serie de arrabales que congregaban cerca de 10,000 moradores[2], cuyas condiciones de habitabilidad eran aún más deficientes. En cualquier caso, la ciudad estaba experimentando un progresivo aumento demográfico y económico, producto de las reformas impulsadas desde la península, que no se ajustaba a su adelanto en materia urbana.

Esta fue la situación general que encontró Felipe de Fonsdeviela y Ondeano, segundo marqués de la Torre, al tomar posesión de la Capitanía General de Cuba y Gobernación de La Habana en noviembre de 1771[3]. Desde los primeros meses de su administración impulsó un programa ilustrado de reforma urbana a partir de una serie de intervenciones que tenían como finalidad el mejoramiento de la higiene del espacio público, la promoción de mobiliario urbano, el estímulo de la edificación civil y la conformación de lugares de esparcimiento[4].

Esta política, basada en el ideal de la ciudad ilustrada, era propia de los gobernantes de la época de acuerdo con las prescripciones de la ciencia de la policía en su atribución urbana. A grandes rasgos, esta doctrina administrativa se concibió en los estados absolutistas como un mecanismo de control para asegurar el orden interior de los dominios y garantizar el progreso económico y social del reino[5]. En su vertiente urbana el fin de la policía era mejorar las condiciones de habitabilidad de la ciudad sobre la base de la conservación del orden público y la comodidad. El curso correcto de las distintas operaciones de “buen gobierno”, fundamentadas en el “bien común”, aseguraría el bienestar y felicidad de los habitantes, uno de los puntos esenciales que acreditaban el fortalecimiento del aparato estatal ilustrado. En lo respectivo a este texto, interesa centrar el análisis de la policía en las cuestiones derivadas del establecimiento de la comodidad en el ámbito urbano. La consecución de este objetivo pasaba por la instauración sistemática de infraestructura y servicios –pavimentación, alumbrado, limpieza, recogida de basuras, alcantarillado y ordenamiento de la vía pública– que, además de la mejora de la vida urbana, concedía a la ciudad un aspecto de ornato por medio del aseo y el orden[6].

La instauración delgimen de policía en Cuba se hizo efectiva a lo largo del gobierno de Ambrosio de Funes Villalpando y Abarca de Bolea, conde de Ricla (1763-1765)[7]. Este capitán general, encargado de restaurar el poder de la monarquía hispana tras la toma inglesa de La Habana en 1762 y de implementar numerosas reformas administrativas y militares en la isla, emitió el 21 noviembre de 1763 un reglamento de policía por el cual implantó la figura de los comisarios de barrio y desglosó sus funciones en 28 artículos[8]. Estos subalternos tenían la tarea de controlar las actividades del vecindario y velar por el mantenimiento del orden público. Eran producto de la necesidad de la ciencia de la policía de tener un agente presente para intervenir con precisión en los asuntos más cotidianos de la vida urbana y regular los comportamientos disciplinados en función de las medidas de policía[9]. Además, como delegados de la autoridad superior y de la corporación municipal, adquirieron un papel relevante en la gestión de las intervenciones urbanas a través de diversos encargos.

El sistema policial se complementó con la expedición sistemática de los bandos de buen gobierno. Desde el anunciado por Antonio María de Bucareli (1766-1771) en 1766, en adelante, fue frecuente que cada capitán general publicase su propia normativa de policía, acumulando y añadiendo disposiciones destinadas al control urbano[10]. Esta regulación policial también es relevante porque aborda diferentes temas tocantes a la higiene y a la ordenación de la ciudad que se contraen al objeto de estudio de esta investigación.

De conformidad a lo expuesto, en las siguientes líneas se va a tratar de analizar el programa urbano del marqués de la Torre en La Habana durante su gerencia para conocer el alcance de sus  actuaciones. A estos efectos, se ha examinado un  amplio abanico de fuentes primarias de carácter oficial que custodian distintos archivos de Cuba y España.

La higiene urbana al resguardo  de la salud pública y de la bahía

Uno de los puntos esenciales de la ciencia de la policía fue el cuidado de la salud pública. El crecimiento de la población y la conservación de su estado de salud era uno de los engranajes fundamentales que aseguraba el desarrollo económico de los estados absolutistas[11]. La ciudad, tradicionalmente caracterizada por el hacinamiento y la falta de salubridad, se vinculó a la generación y propagación de enfermedades. Por este motivo, la policía desplegó un dispositivo higiénico en el espacio urbano para la preservación de la salud de sus habitantes[12]. La ejecución de determinadas obras públicas y la instauración de servicios de limpieza no solo pretendían la comodidad del hábitat urbano sino su saneamiento ambiental.

Las providencias tomadas en esta orientación se sustentaron en el estímulo de la teoría del aire elaborada por Hipócrates en la antigüedad. El mecanicismo, una de las corrientes de conocimiento de la época, reforzó el pensamiento hipocrático. Esta doctrina explicaba la naturaleza de forma racional a partir de los principios mecánicos del movimiento. En este sentido, la circulación y renovación del aire de un entorno atmosférico era equivalente de pureza; y, por el contrario, su inmovilización podía resultar crítica debido a que el ambiente era susceptible de corromperse por la influencia que ejercían sobre él las condiciones climáticas o los distintos estados de la materia orgánica. Determinadas características del clima, sobre todo las altas temperaturas y la humedad, tenían la capacidad de frenar el equilibrio correcto del aire para el buen funcionamiento del sistema vital de los seres vivos. En latitudes demasiado ardientes, como era el caso de La Habana, las enfermedades se comprendían a partir de la dilatación de los órganos y la obstrucción de la sangre. Asimismo, las patologías, en especial las de carácter epidémico, también se interpretaban a partir de las exhalaciones de los cuerpos vivos, enfermos o en descomposición y a las emanaciones de la degradación vegetal, las aguas estancadas y los suelos lodosos. Asistiendo a esta teoría, estos efluvios orgánicos, conocidos popularmente en la época como “miasmas”, tenían la capacidad de variar el temperamento del aire y convertirlo en nocivo para la estabilidad del orden biológico del ser humano[13].

En esta dirección, una de las principales propuestas del marqués de la Torre fue la pavimentación de calles. El revestimiento de la vía con materiales sólidos, generalmente piedra, era un medio para favorecer el tráfico de vehículos rodados y de transeúntes. Igualmente, el despliegue de esta obra confería un aspecto uniforme al paisaje de la ciudad. No obstante, su contribución a mantener la salud pública era el verdadero argumento para emprender la operación. En este tiempo, la ejecución de empedrar las calles estaba acompañada de una tarea previa de nivelación del piso, esto es, la generación de una ligera pendiente desde los laterales hacia el centro de la vía para agilizar el tránsito de las aguas hacia un punto y evitar su estancamiento. De este modo, se evitaba la formación de charcos y la consiguiente contaminación ambiental capaz de causar una epidemia infecciosa.

En La Habana, la falta de un suelo firme y llano obligaba a la compostura periódica de las calles por medio del apisonado de una mezcla de arena y piedras de calibre menor. A pesar de ello, este procedimiento resultaba efímero por la intensa circulación de carruajes y, especialmente, por los fuertes aguaceros resultantes de la estación lluviosa del clima tropical. Como problema añadido, se daba la circunstancia de que las vías habaneras contaban con una leve inclinación hacia la bahía y la escorrentía de las precipitaciones arrastraba todo tipo de tierras, escombros y basuras al fondo del puerto[14]. Este asunto suscitó la preocupación de las autoridades coloniales porque había un riesgo de bloquear el tránsito de buques en la rada debido a la pérdida de calado que ocasionaba la acumulación de residuos[15].

Desde el inicio de su gobierno, Felipe de Fonsdeviela estuvo al tanto de los problemas de las calles habaneras y de la amenaza que acechaba al fondeadero. Por esta razón, visto el alto precio de conducir piedra desde Veracruz, mandó a los agentes subalternos de la jurisdicción de la capital la búsqueda de cantos rodados propicios para formar el empedrado de la vía pública[16]. Paralelamente, hacia finales de 1772, se recibió una real orden que dictó la reunión de las principales autoridades coloniales de la ciudad para proponer los remedios que hiciesen frente a la pérdida de fondo en la bahía. De esta manera, se estableció la Junta de Autoridades, compuesta por el marqués de la Torre, como capitán general; Juan Bautista Bonet, comandante general de Marina; Miguel de Altarriba, intendente de Ejército y Real Hacienda; el conde de Macurijes, intendente de Marina; y Silvestre Abarca, brigadier e ingeniero director. En su primera reunión, a 23 de noviembre de 1772, entre otras cosas se acordó la pavimentación de las calles[17].

Sin embargo, aparentemente, en las inmediaciones de La Habana no se halló guijarro para empedrar el piso de la ciudad. Hacía finales de 1773, Fonsdeviela reformuló su idea y proyectó revestir las calles con madera de “quiebrahacha”. Esta materia, obtenida del árbol autóctono del mismo nombre que abundaba en los bosques más próximos a la urbe, era reconocida por su gran dureza y resistencia. El procedimiento técnico del enmaderado consistía en la colocación de listones de madera paralelos a lo largo de la vía. Entre ellos se cruzaban tres tablones que daban forma a unos cuadriláteros donde se introducían pequeños zoquetes. Los elementos se iban colocando tras nivelar y terraplenar el suelo, fijándose con un relleno de arena entre los huecos de cada pieza. En su perfil, manifestaba el desnivel desde los lados al centro para dar curso a las aguas e impedir la creación de charcos[18].

El marqués de la Torre, por vía de la Secretaría de Estado de Indias, comunicó al monarca las pretensiones que incluía este nuevo planteamiento. Después del buen resultado de un pequeño ensayo efectuado en una de las calles más transitadas de la ciudad solicitó la aprobación del proyecto. A causa de la escasez de propios municipales programó la financiación de la obra mediante la contribución de los dueños de fincas urbanas, incluidos los del régimen eclesiástico. Es decir, cada

 

propietario debía satisfacer la cuant   ía proporcional del frente de calle que correspondía a su inmueble. Pero, además, como había espacios de orden común, por ejemplo, las plazas, meditó el establecimiento de una lotería popular para sufragar este tipo de costes. Por otro lado, con el fin de abaratar las operaciones, propuso la aplicación de vagos y reos de pequeños delitos y la cesión de cien forzados de los que trabajaban en las obras de fortificación, con sus respectivos sobrestantes y manutención a cargo de la Real Hacienda. Por último, hizo relación del propósito de erigir una “Junta de Policía” encargada de administrar “con pureza y economía los caudales” del enmaderado y otras obras públicas20. A los meses llegó la real orden que aprobó el plan de pavimentación con quiebrahacha, acusando conformidad en el gravamen sobre los dueños de casas, el empleo de vagos y reos y la concesión de los cien forzados. En cambio, la fundación de la lotería quedó desestimada mientras que no hubo referencia a explícita a la Junta de Policía21.

El capitán general determinó constituir la corporación administrativa a pesar del vacío de la real orden y lo notificó a la península[19]. Según la apreciación de Fonsdeviela, la capacitación de un cuerpo policial para la gestión de la obra era uno de los puntos que debería asegurar el éxito de la misma, de acuerdo con que una empresa de larga duración necesitaba de agentes fijos que no variasen su cargo, circunstancia que ocurría en las comisiones anuales del cabildo municipal. Así, por decreto de 28 de noviembre de 1774, instituyó la Junta de Policía. Esta se compuso de vecinos principales, de los cuales algunos, a su vez, ocupaban cargo en el Ayuntamiento. Bajo la presidencia del conde de Buenavista, fueron elegidos como vocales el marqués del Real Agrado, el marqués del Real Socorro, el marqués de Cárdenas y Montehermoso, José Cipriano de la Luz, Miguel Antonio Herrera, Domingo de la Barrera, Gabriel Peñalver y Calvo, Felipe de Zequeira, Agustín Valdés, José Eusebio de la Luz y Juan Manuel de Aguirre. Asimismo, se desarrolló un reglamento de 18 artículos donde se precisaba la actividad y modo de proceder del cuerpo, principalmente, en la gestión del enmaderado. Con tal efecto, tenían que reunirse dos veces a la semana, conferir sobre el modo más equitativo de costear la intervención con arreglo a lo preceptuado, deliberar sobre los contratos para la conducción y acopio de materiales y, en especial, dar cuenta de “la segura y clara administración de los caudales” [20]. Los acuerdos que hubiere debían ser refrendados por decreto del capitán general. Añadía, en último lugar, que un oficial de ingenieros estaría presente con el cometido de dirigir el apartado técnico del enmaderado. Para este fin se designó al teniente coronel e ingeniero en segundo Juan Cotilla[21].

La primera asamblea de la Junta de Policía tuvo lugar el 3 de diciembre del mismo año, en la que se escogió como secretario a José Cipriano de la Luz y como tesorero a Juan Manuel de Aguirre[22]. La parte económica del enmaderado fue la principal ocupación del cuerpo en sus primeros pasos. El punto de partida acordado fue agrupar un monto de 40,000 pesos para comprar los utensilios precisos y dar comienzo a la compostura del pavimento en algunas calles. A partir de esta primera fase se procuraba tener una estimación del importe total de la infraestructura[23]. La suma de los 40,000 pesos no se contempló reunir mediante la imposición aprobada sobre los dueños de fincas sino con una corta consignación esporádica que efectuarían los vecinos residentes en la ciudad y los hacendados de los campos del distrito habanero[24]. Para estos últimos se juzgó que debían colaborar, como usufructuarios de las calles de la capital, en la medida que por ellas discurrían los frutos de la isla que salían desde el puerto. De hecho, la carga pesada de las carretas del campo era uno de los elementos que favorecía el deterioro del piso.

Simultáneamente, se coordinó la formación de una contrata para la provisión de madera de quiebrahacha. El postor seleccionado fue Agustín de Piña, a quien se le confió, a modo de experimento, suministrar 6,000 varas de la materia prima. Para iniciar sus operaciones disponía de una embarcación propia para conducir los maderos desde las costas aledañas al puerto e, igualmente, percibió un adelanto de 1,000 pesos por parte de la Junta de Policía[25]. Así es que, a principios de mayo, llegaron las primeras remesas de quiebrahachas a los muelles de La Habana[26]. Estas fueron arribando periódicamente hasta cumplir con un total de 6,426 varas entregadas. En vista del adecuado rendimiento, al año siguiente, se renovó el ajuste al mismo rematador para otras 6,000 varas más de madera[27]. Sin embargo, en esta labor resaltó un inconveniente que encarecía el valor del transporte. La Administración de Rentas de la Real Hacienda exigía en aduana el cargo de la alcabala a las porciones de quiebrahacha que se introducían en el puerto. Ante la imposibilidad de exonerar de este derecho a los materiales de la obra desde la Intendencia, el marqués de la Torre hizo petición al rey para alcanzar esta liberalización[28].

Por otra parte, muy pronto, los delegados del cuerpo policial encontraron las primeras resistencias al pago del repartimiento. Algunos cabildos, como el de Guanabacoa y el de Matanzas, oficiaron a la Junta de Policía con la pretensión de relevar a su vecindario, o parte de él, de la contribución de la obra[29]. Pero la oposición más destacada resultó de distintos conventos habaneros, principalmente: San Juan de Letrán, San Francisco, Merced, San Felipe y Santiago, San Agustín y Belén. Los religiosos solicitaron eximirse de la exacción monetaria, unos por pobreza, otros –como los franciscanos– apelando a privilegios reales y otros porque su caudal se invertía en asistencia médica y en labores de caridad[30]. El marqués de la Torre, amparado en la real orden de 1 de julio de 1774, determinó que debían hacer frente a la pensión para dar inicio al enmaderado. No obstante, accedió a elevar la petición de los prelados al monarca y, en caso de que este les excusase la cuota, tendrían derecho a su reintegro[31].

Las gestiones de la Junta de Policía se retrasaron notablemente en el año de 1776 obligando a la corporación a reducir la frecuencia de sus reuniones. La actitud de los eclesiásticos continúo y el dinero para dar principio al enmaderado se recolectaba de un modo lento y dificultoso. Algunos conventos, como el de la Merced, incitaron a los inquilinos de sus propiedades a no efectuar ningún pago. Por otro lado, determinados oficiales de la Armada e incluso numerosos particulares

                                                [32]. Además, hubo una falta

se negaron a contribuir de entendimiento con el proveedor de quiebrahachas[33]. La pavimentación no se materializaba y esa fue la dinámica que se mantuvo hasta el final del gobierno de Fonsdeviela en junio de 1777.

En este tiempo, el enmaderado apenas se pudo desplegar en algunos tramos de la calle de los Oficios y en la calle del Baratillo. Tras la salida del marqués de la Torre de la Capitanía General, durante el mando de Diego José Navarro (1777-1781), la Junta de Policía prácticamente no se congregó y hubo reiterados casos de absentismo. Más aún, desde la península, llegó la real orden de 29 de abril de 1778 que resolvió sobre la formalidad de la corporación. Esta comunicó, entre otras cosas, la supresión del cuerpo encargado de administrar la pavimentación con la finalidad de que la tarea recayese en una comisión del cabildo municipal[34]. Asimismo, demandó un estado general de la obra y de sus cuentas para tomar una decisión más acertada con respecto a la contribución de los conventos. De igual modo, la supresión de la alcabala para los maderos que entrasen por los muelles de la ciudad fue denegada[35]. Consiguientemente, el desarrollo de la obra se complicó demasiado.

De acuerdo con la razón presentada por el conde de Lagunillas, tesorero de la Junta de Policía –sustituto de Juan Manuel de Aguirre, tras fallecer en 1776–, al capitán general, se advierte que hasta 1778 se había recaudado 9,104 pesos. Examinando el desglose de las cantidades, se percibe que esta cifra se recaudó, sobre todo, de las imposiciones a las haciendas y que los habitantes de la capital aportaron en menor medida[36]. Este asunto fue condenado en su momento por el marqués de la Torre ante el presidente del cuerpo: “acelere las medidas para que se exija la contribución en la ciudad porque es muy reparable que en los campos se esté cobrando muchos meses y no se recauda en la población siendo ésta la inmediata interesada en la obra” [37]. Por el contrario, los gastos de la obra ascendían a 7,795 pesos, dirigidos especialmente a satisfacer los trabajos del proveedor de quiebrahachas. El alcance del ramo a finales de 1778 sumaba 1,309 pesos, cantidad muy lejana a los 40,000 que se pretendían para dar inicio al pavimento en un sector de la ciudad.

La lentitud en el cobro del repartimiento y la escasez de medios económicos para poner en ejecución el enmaderado fueron el verdadero lastre del proyecto. Después del desmantelamiento de la Junta de Policía, la pavimentación quedó paralizada algunos años. Además de los problemas expuestos, mucho tuvo que ver la coyuntura operativa en el golfo de México. La proclamación de independencia de los Estados Unidos y el conflicto que desencadenó, lo que desvió la atención de las autoridades hacia los asuntos de carácter militar[38]. Con todo, la iniciativa del marqués de la Torre no fue en vano porque la real orden de 1 de julio 1774, en la que se aprobaba el revestimiento del piso, fue el pretexto idóneo en las décadas siguientes para poner nuevamente en marcha el propósito de este gobernador.

Otra de las actuaciones de Felipe de Fonsdeviela relativas a la higiene urbana fue la prescripción de medidas sobre limpieza de calles y recolección de residuos. Ciertamente, desde el gobierno del conde de Ricla, hubo una intensificación de las reglas de policía concernientes a este tema. En el reglamento de 1763, donde se exponen las obligaciones de los comisarios de barrio, los artículos 18 y 21 están dirigidos a este fin. Por estos dos puntos los delegados de policía tenían el encargo de compeler a los vecinos a tener limpio el frente y el interior de su casa. Asimismo, debían procurar que las basuras fuesen retiradas a más de doscientos pasos fuera del recinto[39]. Con la ampliación y renovación de estos agentes en el tiempo de Antonio María de Bucareli se formó una nueva normativa en la que se reiteraba que los comisarios de barrio estaban obligados a velar por el aseo público y evitar que en las calles se lanzasen desechos[40]. Previamente, este capitán general, había expedido su bando de buen gobierno en el que precisó que “ni en calles y plazas se echen basuras y mucho menos al tiempo de llover”[41].

Como se puede apreciar, el saneamiento urbano por esta vía fue una cuestión que, además de salvaguardar la salud pública, también contribuía a la conservación del fondo de la bahía. La acumulación y descomposición de basuras era capaz de fomentar una epidemia y, a su vez, en época de fuertes precipitaciones, la escorrentía arrastraba toda esta materia hasta el puerto en perjuicio del calado. Precisamente, era común que los habaneros aprovechasen los grandes aguaceros para deshacerse de todos los desperdicios acumulados en su hogar. De todos modos, estas disposiciones de policía aspiraban a un nuevo modelo de moralidad basado en la reconsideración de los residuos generados por la actividad humana. Si la costumbre había sido el arrojo indiscriminado de inmundicias a la vía pública, ahora mediante el control y la corrección de determinadas conductas, se buscaba conferir un orden al procedimiento de evacuar las basuras fuera del perímetro urbano[42]. De este modo, limpias y desembarazadas las calles se mejoraba la habitabilidad de la ciudad, se otorgaba una imagen de orden, se cuidaba la salud pública de los moradores y, en el caso de La Habana, se protegía el fondeadero.

La expedición de las reglas de policía no tenía una traducción inmediata en el cumplimiento generalizado y efectivo. No obstante, su reiteración no solo se puede interpretar desde la inobservancia sino como una forma de persistir en moldear comportamientos concretos a través de la constante permanencia de la norma[43]. Cuando el marqués de la Torre llega a La Habana, las calles y “las plazas de La Habana, los costados de algunos conventos y los arrimos de las murallas del recinto no eran más que basureros de todo el vecindario” [44]. Por supuesto, la población no había discernido sobre los cambios a que aspiraba la autoridad ilustrada. Por otra parte, hay que señalar que existía un servicio de “limpieza de calles y plazas” que, en la práctica, se reducía al aseo de la Plaza Vieja después de la finalización del mercado y al desembarazo de determinados parajes comunes. El ejercicio recaía sobre un particular que administraba los trabajos durante plazos contratados de dos o tres años[45]. En sus funciones no comprendía la integridad de las calles porque estas eran entendidas como una prolongación del espacio doméstico y, según lo ordenado, era tarea de los habitadores su limpieza.

Los mismos vecinos tenían la obligación de evacuar las basuras fuera del circuito amurallado, pero no todos tenían la capacidad material o económica para efectuarlo. El grueso de los residentes en la capital cubana no contaba con vehículos o esclavos dedicados a este propósito. La  alternativa de la que se podían valer era proceder  a un acuerdo con los carruajes de alquiler para que trasladasen los residuos de su hogar hasta extramuros. Este método era costoso porque se convenía sin arreglo formal ni arancel controlado por el poder. En consecuencia, los más pobres optaban por acumular las basuras dentro de su casa –situación susceptible de promover enfermedades– y esperar una gran lluvia que desalojase sus desperdicios gratuitamente, aunque con el consiguiente daño a la bahía[46].

El marqués de la Torre actuó para remediar parcialmente estos problemas. El 4 de abril de 1772 publicó su bando de buen gobierno[47] en el que, entre otras cosas, repitió el artículo de Bucareli sobre no tirar basuras en la vía pública y menos en temporada de precipitaciones. En este mismo apartado agregó que, debido a que “se hallan existentes en varios parajes interiores muchos escombros de basuras amontonadas con suma incomodidad y perjuicio de la salud pública”, el síndico procurador general y los comisarios de barrio se iban a encargar de formar un repartimiento económico entre todos los vecinos y moradores, sin distinción de clase, para extraer estas acumulaciones fuera de la ciudad, concretamente a las canteras que había en el arrabal de San Lázaro. Los trabajos de este punto se consumaron con éxito en los siguientes meses a la publicación del bando. La operación se llevó a cabo por los mismos vecinos en base a una recaudación que alcanzó 2,245 pesos y 4 reales[48]. Las plazas de San Francisco y del Santo Cristo y la plazuela del muelle de la Contaduría, las más damnificadas por la suciedad, fueron despejadas y terraplenadas[49]. El buen resultado de la operación coincidió con un periodo en el que no brotaron epidemias ni afecciones destacadas y de ello se complació el capitán general ante los dirigentes peninsulares[50].

Felipe de Fonsdeviela fue consciente de que no bastaba con haber desahogado la ciudad de la aglomeración de inmundicias, sino que había que mantenerla limpia. Reforzó la actividad de los comisarios de barrio con el establecimiento de patrullas destinadas a rondar en horas nocturnas. Además de garantizar numerosos puntos de la seguridad y el orden público en la noche, tenían encomendado aprehender a cualquiera que fuese sorprendido echando basuras a la calle[51]. Asimismo, como los desperdicios tenían que trasladarse a las canteras de San Lázaro para su relleno, impuso a las guardias de la puerta de Tierra y de la Punta que solo podían salir los carretones de evacuación por esta última en virtud de su cercanía a los hoyancos y para evitar que no se arrojasen basuras al foso de la muralla[52]. Adicionalmente, un centinela de la guardia de la puerta de la Punta debía celar en las canteras para que no se produjeran montones y la materia se repartiese de un modo equilibrado[53]. De la misma manera fijó carteles públicos recordando que era cometido de los vecinos barrer el frente de su casa y, también, prevenía el riego de calles, especialmente en la estación de seca para atemperar el ambiente, cuyo procedimiento se efectuaría dos veces al día: a las seis de la mañana y antes de las cuatro de la tarde[54].

Las disposiciones del marqués de la Torre en cuanto a limpieza y desalojo de residuos obtuvieron un resultado efectivo a corto plazo. Sin embargo, las reglas de policía siguieron sin surtir efecto y, a largo plazo, se observó la permanencia de las prácticas nocivas de botar la basura en plena vía pública[55].

En último lugar, hay que subrayar las medidas implementadas por Fonsdeviela para el saneamiento del conducto que abastecía de agua a la ciudad. En este tiempo La Habana se surtía de la Zanja Real, el primer canal hidráulico que tomaba sus aguas desde el río de la Chorrera –actual Almendares–. Su confección se había resuelto a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, siendo concluida en 1592 por el ingeniero italiano Bautista Antonelli. Este artífice también compuso el Husillo, la represa que regulaba y encauzaba el agua desde el río al acueducto[56].

En esencia, la zanja era una acequia a cielo abierto que trasladaba el flujo líquido desde la toma al término mediante la gravedad ejercida por una inclinación mínima y constante del terreno. Además de proveer de agua a la población servía la aguada a los navíos de larga travesía. De un modo complementario, aprovisionaba el regadío de las estancias circundantes, algunos trapiches de azúcar y molinos de tabaco inmediatos a la ciudad y, desde el siglo XVIII, a las labores de construcción de buques en el Real Arsenal proporcionando la fuerza motriz de la sierra que procesaba la madera[57]. Desde su puesta en operatividad fue muy común la falta de higiene y la descomposición de los elementos constitutivos de la infraestructura[58].

El curso descubierto y accesible de la acequia motivó determinados hábitos que perjudicaban la pureza del agua y, en consecuencia, a la salud pública. Usualmente, los vecinos que vivían próximos al cauce limpiaban sus ropas en la orilla haciendo uso del agua que luego consumía la población de intramuros. Los casos más alarmantes se daban cuando estas actitudes derivaban en baños personales o evacuaciones fisiológicas, particularmente en el horario nocturno. Por otro lado, los animales de las estancias o los que transitaban en los caminos colindantes penetraban en la acequia para hidratarse o deponer. Empero, el último extremo de estos comportamientos se producía con el descubrimiento de cadáveres humanos o animales en el interior. Otra complicación higiénica del canal fue la concentración de sedimentos propios del tránsito fluvial, plantas acuáticas y otros desperdicios que ayudaban a enturbiar el agua y a reducir el flujo de abasto. Al mismo tiempo, esta circunstancia originaba inundaciones en los alrededores de la zanja, un agua estancada que se interpretaba como susceptible de infectar el ambiente de los habitantes de los arrabales extramuros[59].

Desde luego, este escenario preocupó a las autoridades en la medida que el consumo de agua contaminada o detenida podía ocasionar enfermedades mortíferas. En esta orientación, el marqués de la Torre ejecutó numerosas intervenciones para solventar estos obstáculos. En primer lugar, en el artículo 30 de su bando de buen gobierno, reflejó que “la zanja con que se provee de agua esta ciudad debe mirarse con mucho escrúpulo en su limpieza y aseo. Por tanto, mando que ninguna

 

persona […] se bañe en ella […]; y a los dueños  o administradores de estancias o huertas lindantes con dicha zanja prohíbo que en ella bañen sus animales ni los amarren en sus márgenes ni laven ni arrojen a ella cosas inmundas” bajo la pena de determinadas multas[60]. Para el cumplimiento de lo dispuesto, conjuntamente con los delegados de policía en los barrios extramuros, se encargó al regimiento de Dragones el establecimiento de patrullas que rondasen por turnos todos los tramos del cauce para arrestar a cualquier individuo que vulnerase la norma[61]. En segundo lugar, a las pocas semanas, expidió un bando particular por el que anunciaba una limpieza general de la zanja. En este edicto impuso a los vecinos el acopio de agua, en atención a que lecho quedaba vacío al bajar la compuerta del Husillo, y a los estancieros el despeje de la maleza que hubiese en las tres varas inmediatas de cada orilla para facilitar las tareas[62]. En estos trabajos de aseo intervinieron los peones y capataces que había ocupados en el Arsenal[63]. Al igual que con la limpieza de la ciudad, los efectos a corto plazo resultaron satisfactorios y la ausencia de afecciones o epidemias en los siguientes meses, probablemente casual, se comprendió como el fruto de estas operaciones de higienización en el medio urbano[64].

Aunque Fonsdeviela afirmó al finalizar su cargo que “por mis continuas disposiciones de destinar patrullas e imponer multas se ha conservado limpia [la zanja], sin permitir que entren ganados, ni se lave ropa, ni se bañen gentes” [65], estos hábitos perniciosos se sostuvieron en estos años como así lo manifiesta la correspondencia de los capitanes de partido[66] o los informes de Juan Cotilla[67]. Las acciones emprendidas por el marqués de la Torre se repetirían con sus sucesores en el cargo para perseguir y variar las desfavorables prácticas contra la salud pública[68].

El auge edificatorio y la conformación de nuevos espacios urbanos

El siglo XVIII en La Habana se distinguió, entre otras cuestiones, por ser una etapa fundamental en el desarrollo edificatorio. En su primera mitad, más allá de las construcciones militares, destacó la arquitectura religiosa con la aparición de nuevas iglesias y conventos. En el plano civil también hubo un aumento de fábricas de nueva planta que comportó la ocupación íntegra de las cuadras del recinto intramuros. Asimismo, la élite local estimuló la renovación y ampliación de determinadas viviendas, sobresaliendo las ubicadas en la Plaza Vieja y en la Plaza de la Ciénaga –actual plaza de la Catedral–[69]. En la segunda mitad de centuria, esta tendencia constructiva se acentuó con nuevas residencias privadas y edificios destinados a la administración pública[70]. El auge edilicio, eventualidad que no fue exclusiva de la capital cubana en la monarquía hispana, coincidió con la irrupción de las disposiciones de policía urbana. En la corriente constructiva, las medidas se encaminaron a la instauración de una imagen urbana sustentada en el ornato público por medio de la idea de uniformidad y hermosura. De este modo, la línea de la fachada de los edificios era susceptible de ser reglada si poseía elementos que repercutiesen en el buen tránsito de la vía pública o que desluciesen la apariencia urbana del ideal ilustrado[71].

Cuando el marqués de la Torre llega a La Habana no existía una reglamentación de policía dedicada explícitamente a los edificios. Las fábricas se regían, más o menos, por los textos recopilatorios propios del Antiguo Régimen y algunos puntos de las ordenanzas municipales. No obstante, la inclinación de la arquitectura habanera definió una tipología de vivienda relativamente uniforme sin necesidad de precisar en la regla[72]. A lo largo de los seis años de gobierno de Felipe de Fonsdeviela se alcanza la cima de la empresa constructiva con la renovación de una sexta parte de los edificios de la ciudad intramuros. Cuando finaliza su cargo se habían levantado 448 inmuebles nuevos, hasta 80 estaban en pleno alzado y 183 habían sido reedificados. De 4,672 casas, según el padrón general, 711 habían sido intervenidas[73]. Si se aprecia la Tabla 1, los barrios más alejados de la línea de la bahía –Santo Ángel, Monserrate, Santa Teresa y San Isidro– son los que mayor actividad constructiva concentran. Según Venegas Fornias[74], estas circunscripciones, de una naturaleza más humilde, registraban más intervenciones debido a la obligación de reedificar las cubiertas eliminando los materiales endebles. Efectivamente, el marqués de la Torre expidió un bando particular de policía, con fecha de 25 de junio de 1776, en el que otorgó el plazo de dos años para retirar las cubiertas de guano o yaguas en el circuito intramuros. Estas debían sustituirse por techados de teja o azoteas de mampostería[75]. Si bien esta cuestión incidió en muchos de los hogares reformados, los erigidos de nueva planta también respondieron a otros elementos que no han sido contemplados.

Tabla 1. 

Estado de las intervenciones edilicias durante el  gobierno del marqués de la Torre (1771-1777)

Barrios

Nuevas

En alzado

Reformadas

Total

San Isidro

199

17

32

248

Santa Teresa

48

24

72

144

Santo Ángel

70

17

4

91

Monserrate

69

6

13

88

Dragones

10

3

24

37

San Francisco de Paula

24

4

8

36

San Francisco de Asís

20

4

10

34

La Estrella

8

5

20

33

Total general

448

80

183

711

Fuente: Noticia de las casas construidas en el gobierno del marqués de la Torre. La Habana, 11 de junio de 1777. AHN, Consejos, 20892. Elaboración propia.


El trazado de la ciudad se modeló desde la plaza de Armas hacia el sur, siguiendo la línea litoral de la bahía y configurando el eje de las calles de los Oficios, Mercaderes, Teniente Rey y Muralla. Más tarde, se ocupó gradualmente el espacio hacia el norte de Teniente Rey y hacia el sur de Muralla, desde donde se propagó la traza hasta el límite de la línea de defensa[76]. Teniendo en cuenta este aspecto, se puede reparar en que la reforma edilicia de la ciudad siguió un patrón natural en su

 

evolución urbana. Esto es, los últimos barrios en  edificarse fueron los últimos en renovarse. Además, el surgimiento de nuevas fábricas respondió a la ocupación de los pocos solares que quedaban libres en las cuadras más cercanas a la muralla de tierra. También es preciso considerar los estragos que sufrió el caserío en 1768 con el embate del huracán Santa Teresa [77]. Así es, muchas de las reformas y nuevas edificaciones fueron consecuencia de este desastre. La influencia de Fonsdeviela en el apartado de la construcción doméstica no fue tan determinante como se ha señalado por otros autores.

Sin embargo, el bando que ordenaba suprimir los techados de guano tuvo repercusión en la mejora del aspecto urbano. Este elemento constitutivo, prohibido sin éxito por el Cabildo desde 1664, permanecía en numerosos inmuebles con el consiguiente peligro de provocar y propagar incendios[78]. Su permanencia atentaba contra la seguridad pública, el bien común y la imagen urbana. El resultado del edicto, parece ser, fue satisfactorio y se produjo la desaparición casi completa de este componente, otorgando a La Habana una apariencia general más cuidada. No obstante, otros problemas edificatorios quedaron sin resolver. Por ejemplo, la corporación municipal advirtió en sus sesiones la necesidad de guardar la línea de las fachadas con la calle ante el abuso de las ventanas voladas y otras piezas saledizas que invadían la vía pública en perjuicio del tránsito de carruajes y personas[79].

Desde otro ángulo, hay que resaltar el proyecto de Fonsdeviela para remodelar y ensanchar la Plaza de Armas en la capital cubana. Este propósito también encaja en las prescripciones de policía urbana en la medida que se procura dotar a un espacio público de un aspecto embellecido, uniforme y ordenado[80]. Con todo, hay que anticipar que La Habana no poseía la tipología convencional de plaza mayor que se encuentra en la mayoría de las ciudades hispanoamericanas. La plaza de armas indiana era el punto original de las calles y cuadras que conformaban el medio urbano. Normalmente, se constituía como el eje centrípeto, físico y simbólico, de la vida cotidiana en la ciudad colonial. Ella concentraba los principales edificios de los poderes públicos: el palacio de gobierno –autoridad colonial y militar–, la casa de cabildo –corporación municipal–, la catedral o parroquia mayor –jurisdicción eclesiástica– y la cárcel –poder judicial–. A su vez, allí se emplazaban las viviendas de los vecinos más eminentes, englobando en todos sus laterales un paisaje homogéneo de edificios encadenados por portales que formaban galerías. En el centro era común una fuente de abastecimiento público y, alrededor, se prolongaba la actividad económica con el despliegue del mercado[81].

En efecto, la Plaza de Armas de La Habana no condesaba todo ese movimiento. Si bien había sido el núcleo primitivo –no central– desde donde se extendió el entramado de calles –relativamente regular–, era un espacio abierto en uno de sus extremos al litoral de la bahía. Desde la segunda mitad del siglo XVI se situó en un lado el castillo de la Fuerza, reforzando así el carácter de plaza fortificada y, en otro lado, se elevó la parroquial mayor. Debido a la orientación que tomó el avance de la ciudad, hacia mediados del siglo XVII las principales funciones urbanas se desarrollaban en un eje integrado por tres plazas: la de Armas –autoridad militar y eclesiástica–, la de San Francisco –poder municipal y judicial– y la Vieja –establecimiento del mercado y fuente central–[82]. Ciertamente, La Habana no fue una excepción en el continente. Su tipología cumple con lo que Solano denomina el “modelo regular” de núcleo urbano, es decir, la plaza de armas se encuentra descentralizada a causa de una fundación más o menos espontánea, la traza exhibe un avance desigual y hay presencia de dos o más plazas con atribuciones diversas. Este patrón también se dio en otras poblaciones como Cartagena de Indias, Veracruz o Campeche. Por consiguiente, su morfología dista del modelo más difundido de ciudad hispanoamericana, el “modelo clásico”, con plaza mayor central y un trazado en damero proporcionado[83].

En todo caso, la iniciativa de Felipe de Fonsdeviela corrió ligada a una circunstancia muy concreta que allanó el camino de esta reforma. A lo largo de la centuria la plaza exteriorizaba una imagen deteriorada y carecía de edificios de primer orden. Por una parte, en 1741, la explosión en el puerto del navío Invencible dejó mermada la estructura de la iglesia principal, ya entonces envejecida. Por otra parte, la casa de cabildo, situada en la Plaza de San Francisco, quedó inoperante tras el paso del huracán Santa Teresa en 1768.

Desde ese momento tuvieron que celebrar las sesiones municipales en la casa de los herederos de Martín de Aróstegui, en la misma plaza, que había sido alquilada para morada de los capitanes generales[84]. A raíz de ello, se disponía de dos reales cédulas fundamentales para encauzar el proyecto. Una, de 7 de diciembre de 1769, en la que se aprobaba la reedificación de las casas capitulares y la cárcel pública; y otra, de 11 de julio de 1772, en la que se accedía a la demolición de la parroquial mayor y su traslado institucional a la iglesia que se había expropiado a los jesuitas, tras su expulsión en 1767, y que estaba ubicada en la Plaza de la Ciénaga. De esta forma, a inicios de 1773, el marqués de la Torre manifestó su propuesta al Ayuntamiento, que condescendió gratamente y se comprometió a auxiliar el objetivo para lograr la real aprobación. El proyecto consistía en ampliar la Plaza de Armas a partir del derribo de la iglesia. En su lugar –cara oeste–, a más de aumentar la mencionada área, se pretendía levantar un palacio de gobierno que albergase la residencia del capitán general, la sala de cabildo, la cárcel, los archivos y los protocolos públicos[85].

El antecedente arquitectónico que serviría de referencia para conferir uniformidad al nuevo ámbito fue la Real Casa de Correos. Esta, precisamente, ya se estaba construyendo en la fachada norte de la Plaza de Armas desde inicios de 1771, previo diseño del director de ingenieros Silvestre Abarca. El edificio, de carácter administrativo, respondía a las reformas promulgadas desde 1763, concretamente a la creación de la Renta de Correos Marítima[86]. De planta cuadrada con patio central, en los bajos del exterior se descubrían galerías con portales, mientras, en la parte superior, se hallaban las ventanas con balconaje de hierro[87].

El mismo año de 1773, el ingeniero extraordinario Ramón Ignacio de Yoldi formó un plano demostrativo y una descripción integral del plan de Fonsdeviela. Además de lo señalado, de acuerdo con la explicación de Yoldi, el frente norte y una parte del este se completarían con un cuartel de alojamiento militar anexo al castillo de la Fuerza. En la fracción restante de la fachada este se ubicaría una aduana que acogería las oficinas de la Contaduría General de Ejército y Real Hacien-

 

da, los despachos de la Administración General  de Rentas y del Oficio de Registros y una serie de almacenes asignados a víveres, pertrechos, comisos y presas. Por último, en la cara sur, en ese momento ocupado por las casas arruinadas del mayorazgo de Oquendo, el terreno sería repartido para fabricar inmuebles bajo la condición de formar una fachada porticada en base al orden adjudicado al resto de construcciones de la plaza. De esta manera, quedaría “una Plaza de Armas muy capaz y magnífica, con edificios proporcionados a la grandeza de esta ciudad”[88].

El proyecto del marqués de la Torre fue aprobado por el monarca al considerarse útil y conveniente “al Real servicio y al beneficio público y adorno” de La Habana. En la real orden se indicó que las obras deberían comenzar por la casa de gobierno, como la más urgente, y para su financiación podría servirse del producto del derecho de sisa de Zanja[89]. Simbólicamente, la naturaleza de la plaza proyectada no correspondía al carácter convencional de la plaza mayor hispanoamericana, en especial por la ausencia del poder eclesiástico. Si bien concordaba con el ideal de embellecimiento del aspecto público de la policía urbana, en un escalón superior de esta ciencia administrativa, era una muestra del poder absolutista de plasmar las nuevas preocupaciones económicas y políticas que concedían vigor y riqueza al estado[90]. Evidentemente, fue un plan muy ambicioso que no se pudo completar en su totalidad. La única obra que se concretó fue el palacio de Gobierno, iniciado en 1776 y concluido hacía la década de 1790. Así, al finalizar la centuria solo se habían logrado levantar dos edificios. Durante la primera mitad del siglo XIX aparecieron nuevos elementos y edificios, ajenos a la idea de Fonsdeviela, que concedieron un ambiente modernizado a este espacio público[91].

En último lugar, hay que indicar las intervenciones de este capitán general en la constitución de espacios urbanos de ocio y recreo. Realmente, la aparición de alamedas o paseos en las ciudades hispanoamericanas era muy frecuente en las últimas décadas del siglo XVIII. Este tipo de actuación, en el que se desplegaba una gran avenida arbolada y ornamentada, se comprendía dentro de los preceptos ilustrados de saneamiento ambiental por la selección de un emplazamiento expuesto a aires limpios y la integración de elementos de la naturaleza en el medio urbano. A su vez, eran lugares de esparcimiento regulado en los que se exteriorizaban las relaciones y jerarquización de la sociedad en una aspiración de las autoridades por el control de las actividades de la población, especialmente de las capas más populares[92][93].

En este sentido, el marqués de la Torre mandó la formación de dos paseos. El primero de ellos fue la Alameda de Paula, situado en el margen sureste del recinto, frente a la bahía, entre el final de la calle de los Oficios y la iglesia de San Francisco de Paula. Su confección se prolongó entre los veranos de 1772 a 1773 y su composición original fue muy sencilla: un terraplén cercado de barandas, con una hilera de álamos en cada lateral y algunos bancos de piedra[94].

El establecimiento de este paseo supuso el desembarazo de un espacio abierto a la bahía que hasta el momento se había tenido en un estado de abandono a modo de basurero[95]. Al finalizar la obra, Felipe de Fonsdeviela publicó una serie de reglas para poner en orden las conductas con las que se debía proceder dentro de este circuito y encargó a los alcaldes ordinarios su celo y vigilancia[96]. Lamentablemente no se ha podido localizar este reglamento, no obstante, es muy probable que la normativa coincida en gran parte con las instrucciones que recibió unos años después un contingente de oficiales que quedó definido como “guardia de la Alameda”[97]. La cuadrilla estaba dirigida por un cabo y contaban con el auxilio de la guardia de la puerta de la Luz. En resumen, la alameda estaba destinada únicamente al paseo a pie y, para ello, había una serie de horarios que establecían quién y cómo debía acceder. De día podía entrar la “gente de distinción […] en traje decente”, cuidando de que “ninguno entre de capa, porro ni redecilla”, esto es, descubiertos a fin de no ocultar la identidad o la posesión de armas.

Desde el toque de oración en la tarde y hasta las 10 –de noviembre a marzo– o las 11 de la noche –de abril a octubre– tenía permitido el ingreso “toda clase de gente […] en el traje que les acomode como no ser deshonesto”. Se aprecia, pues, una evidente distinción social en los horarios de entretenimiento de cada estrato. La guardia debía impedir “palabras [o] acción deshonesta, bullicios, pitos, escarnios [ni] palabras picantes para que todos logren con tranquilidad este recreo”. Asimismo, tenía que contener el acceso de animales y cuidar que nadie hiciese un uso inadecuado del mobiliario, por ejemplo: sentarse en las barandas, saltar por encima de ellas para adentrarse en el paseo, maltratar a los árboles o abrir hoyos en el piso. De la misma forma, la guardia estaba responsabilizada de dirigir el tránsito de los vehículos alrededor de la alameda y negar el estacionamiento de coches o calesas en su misma calle. En vista de que había autorizados puestos de comestibles, solo podían abrir en las horas de paseo y sin obstaculizar el tráfico de carruajes. Como es palpable, la regulación normativa de carácter policial y la intervención de delegados acomodaba el orden que se debía guardar en este escenario acotado de recreación social.

De un modo complementario al nuevo paisaje de la alameda, cabe hacer mención de la casa de comedias o Coliseo. Este establecimiento, dirigido a la representación de obras teatrales, se levantó a principios de 1775 bajo el favor del marqués de la Torre. Presidía el extremo del paseo donde tenía final la calle de los Oficios y, en términos benéficos, de su rendimiento económico se apoyaba otra institución auspiciada por el mismo gobernador, junto al obispo de Cuba, destinada al recogimiento de mujeres: la Casa de Recogidas[98].

El importe inicial de la Alameda de Paula ascendió a 2,438 pesos y 6 reales. Su precio se satisfizo mediante el monto de 773 pesos y 5 reales procedentes de la donación de determinados vecinos y lo restante del ramo de multas101. Este último fondo se formó por orden del marqués de la Torre después de la publicación de su bando de buen gobierno. Las penas pecuniarias obtenidas por la contravención de lo dispuesto en su dispositivo de policía se invirtieron en esta obra102. Posterior-

 

mente, para la conservación del paseo, se impuso  un arbitrio de 5 pesos mensuales a los individuos que colocaban mesas con productos en las proximidades del paseo. A esta cuantía se sumaba la recaudación de los alquileres de las casillas que se habían erigido al lado de la alameda para la venta de comida y bebida103. De esta manera se pudo hacer frente a los 500 pesos que costó la recomposición del paseo en 1775104. Hacia el final de su administración, Felipe de Fonsdeviela procuró asegurar el mantenimiento de su empresa y delegó la gestión en la corporación municipal, que desde entonces tendría que aplicar sus propios para preservar el estado de la alameda105.

El segundo de los paseos que fomentó el marqués de la Torre se situó fuera de la muralla, entre el castillo de la Punta y la puerta de Tierra, y se conoció con las nominaciones de Paseo de Extramuros o Paseo Nuevo. Su amplia longitud, de más de 1 kilómetro, señala claramente que estaba dirigido al recreo y uso del carruaje frente al carácter peatonal de la Alameda de Paula[99]. El proyecto se comenzó a materializar en la segunda mitad de 1775[100] y cuando Fonsdeviela terminó su gerencia la obra aún no estaba plenamente concluida. Para entonces, se había invertido un total de 9,423 pesos y 6 reales, que procedían del ramo de multas y, por otro lado, de las recaudaciones exhibidas en rifas celebradas en distintas ferias de la capital y otras poblaciones aledañas[101]. La administración de estos caudales, tanto antes como después de la salida del capitán general, corrió a cargo del síndico procurador general del Ayuntamiento.

La apariencia primitiva del paseo fue igualmente muy simple, constando de “un camino ancho, sólido y elevado”[102] circundado de árboles en sus extremos laterales. Esta fisonomía se aprecia muy bien en lo que, seguramente, es la primera representación cartográfica de la alameda extramural: el “Plano de la ciudad […] de La Habana”[103] firmado por el ingeniero en jefe Luis Huet en 8 de mayo de 1776. En él se observa, además, la gran proporción de la avenida, constituyéndose como un gran eje vial en el entorno extramuros. Hay otro plano del mismo autor, fechado en 29 de noviembre de 1776, en el que se ofrece un detalle que en la carta anterior no aparece: hay un total de tres glorietas localizadas al principio, centro y final del paseo[104].

Para el caso del Paseo de Extramuros no se ha encontrado ninguna reglamentación expedida por el marqués de la Torre para regular el tránsito en carruaje. Ciertamente, la explanada no estaba completamente operativa porque no habían finalizado las labores de construcción. En cambio, un punto común en la confección de ambos paseos fue el empleo de presidiarios como mano de obra forzada para la reducción del precio final112. La aplicación de delincuentes en obras públicas, por más o menos tiempo conforme a la condena, fue un método muy recurrente de este gobernador. Él mismo lo valoró en los siguientes términos: “por cuyo suave medio he corregido y escarmentado a los viciosos y he coadyuvado a las importantes fábricas construidas a beneficio del común con un auxilio de mucha entidad, pues hubo alguna […] que excusaron jornales de otros tantos peones que se hubiesen asalariado” 113.

En todo caso, es indudable que en estos años determinados paisajes quedaron completamente transformados y renovados. Un nuevo marco urbano comenzó a vislumbrarse a través de las medidas de policía, la conformación de espacios públicos y la construcción de edificaciones. Asimismo, las actuaciones del capitán general no quedaron relegadas exclusivamente al ámbito de la ciudad. Fuera de ella, principalmente en la jurisdicción de La Habana, fomentó la construcción de varias obras públicas para dinamizar las actividades económicas mediante la mejora del tráfico interior de la isla. En vista de ello, impulsó la abertura y composición de caminos, destacando el acondicionamiento de la calzada del Batabanó; mandó arreglar y construir puentes, siendo de relevancia los Puentes Grandes sobre el río de la Chorrera, el de Arroyo Hondo y el de Cojímar; y, en último lugar, dictó el alzamiento de tres muelles de sillería en la bahía: el de Marimelena, el del Carpinete y el de la Avanzada de la Cabaña[105].

Imagen 1. 

Plano de la ciudad de La Habana (1776)

Fuente: Copia actualizada del Plano de la ciudad de La Habana de 1776 (ca. 1800), autor desconocido. Archivo General Militar de Madrid, Cartoteca, CUB-115/6.


El juicio de residencia y el legado  de un gobierno en clave urbana

La dirección de la Gobernación de La Habana y de la Capitanía General de Cuba por el marqués de la Torre fue significativa en todos sus ámbitos y, en especial, en el plano urbano. Es notorio que supo aprovechar una coyuntura basada en el alza económica de la isla y en un breve periodo de paz que acaeció en el ámbito caribeño. Desde muy  pronto, sus intervenciones fueron bien acogidas  por el cuerpo capitular. A principios de 1774, el Ayuntamiento se felicitaba ante Fonsdeviela por ser “visible el estado ventajoso de varias obras públicas de que carecía este vecindario”[106]. Aunque con un tono idealizado el cuerpo municipal ponía de relieve los primeros cambios suscitados de la aplicación de medidas de policía urbana.

Sin embargo, el estímulo de las obras públicas también fue un asunto susceptible de desacreditar la reputación del marqués de la Torre. Hacia finales de 1776 recibió una real orden en la que se le conferían cuatro cargos que lo imputaban por el perjuicio inferido a la defensa de la plaza durante el ejercicio de su gobierno. El cuarto punto de la denuncia expuso lo siguiente: “que con las muchas canteras abiertas para las obras públicas, resultan unos hoyos o espacios profundos capaces de ocultar crecido número de tropas de los fuegos del Morro y de la Cabaña, de suerte que ahora se juzga más fácil llegar al pie de las murallas” [107]. Felipe de Fonsdeviela atribuyó estas denuncias a algún individuo “malintencionado” que se había fundado en “noticias públicas” para inventar “con sagacidad, confundiendo tiempos y mezclando especies verdaderas con inciertas”, testimonios “falsos en la sustancia”[108]. En atención de que los cargos afectaban directamente al Cuerpo de Ingenieros, acudió a los informes de los oficiales que habían dirigido la corporación militar durante su mando, el director de ingenieros Silvestre Abarca y el ingeniero en jefe Luis Huet, para demostrar la inexactitud de los hechos.

Luis Huet participó que, en realidad, la mayoría de las canteras ubicadas a extramuros estaban al servicio de las obras reales que se estaban ejecutando, tales como el castillo del Príncipe, el palacio de Gobierno o la Real Factoría de Tabacos, y no tanto al auxilio de las construcciones civiles. A pesar de ello, tras un reconocimiento, expuso que los socavones no perjudicaban de ningún modo la defensa del recinto porque eran de corta extensión, incapaces de albergar un cuerpo de tropas y estaban dominados por el alcance de los fuegos del fuerte de la Cabaña. Con certeza, la débil línea de defensa de tierra estaba resguardada por medio del nuevo sistema de fortificaciones proyectado por Abarca. Añadió, además, que el relleno de las canteras se realizaba fácil y rápidamente mediante el vertido de basuras y escombros de la ciudad, como había observado con la hoyanca que proporcionó los materiales para la edificación del fuerte de Atarés[109]. Para un mayor entendimiento de lo relacionado, confeccionó el plano[110] que se ha citado en el apartado anterior para representar gráficamente como las canteras y el paseo se encontraban bajo los fuegos de los castillos circundantes a la ciudad.

Precisamente, Felipe de Fonsdeviela fue precavido con respecto a los cargos que se le hacían de entorpecer la buena defensa de la plaza. En consideración a que las obras del Paseo de Extramuros estaban en su última fase y dada su proximidad a la muralla, solicitó a Huet notificar por agregación que esta explanada no causaba ningún daño a la línea de defensa. Efectivamente, cuando esta se proyectó, el capitán general había contado con la anuencia del Cuerpo de Ingenieros y, en consecuencia, Huet señaló “que no se seguía el menor daño a la fortificación de la plaza”, es más, lo consideraba una ventaja física porque el terraplén de la alameda se elevaba una vara y podría servir de parapeto, en caso de invasión, ante la ausencia de construcciones avanzadas en la muralla[111]. Silvestre Abarca, que estuvo al frente del cuerpo técnico cuando el marqués de la Torre comenzó su gobierno, también se manifestó desde la península. A lo expresado, adicionó que la mayor parte de las canteras se habían abierto durante la administración del conde de Ricla, bajo su consentimiento y contemplando su propio plan de defensa basado en el nuevo sistema de fuertes[112]. La resolución de este expediente no aparece en el legajo consultado, no obstante, es posible que fuese favorable al capitán general en vista de que las acusaciones estaban fundamentadas en aseveraciones engañosas.

Por otro lado, hay que señalar de nuevo el carácter precavido de Fonsdeviela. A unas pocas semanas de dejar La Habana trasladó al Ayuntamiento una cuenta detallada de los caudales que se habían invertido en las obras públicas concretadas en los años de su gobierno. En su oficio al consistorio municipal declaró de manera explícita que se trataba de “una noticia que no dejará dudar la pureza y legalidad con que se han administrado los caudales destinados durante mi mando a las varias obras hechas a beneficio del común”[113]. Según el recuento exhibido, los gastos ascendieron a 89,271 pesos, 5 reales y 2 maravedís, quedando otros 5,879 pesos, 5 reales y 8 maravedís que estaban adjudicados a los fondos para concluir el Paseo de Extramuros y continuar las gestiones del enmaderado de calles[114]. El cabildo habanero quedó satisfecho del resultado económico y material de las intervenciones del capitán general sobre todo después de haber procedido a la tasación de las obras para su contraposición[115].

Esta maniobra del marqués se anticipó, claramente, a posibles acusaciones que surgieran en el juicio de residencia ante los recelos e interrogantes que podía suscitar el rumbo de su empresa urbana. Igualmente, los cargos en materia de obras públicas eran muy frecuentes en la gerencia de los gobernadores americanos a lo largo del siglo XVIII, tal y como se ha estudiado en casos concretos para la isla de Puerto Rico[116]. En efecto, en el curso del procedimiento, se le responsabilizó de tres cargos, de un total de siete, asociados a las obras públicas. En primer lugar, se le culpó de haber exigido a vecinos y hacendados unos repartimientos impositivos superiores a lo permitido por las ordenanzas sin contar con la real autorización. En segundo lugar, se le acusó de haber destinado a su programa urbano la cantidad de 7,002 pesos y 4 reales, procedentes de las multas impuestas por contravenir el bando de buen gobierno, sin dar parte alguno a la Real Cámara, a quien correspondía una tercera parte del monto según la legislación. Y, en tercer término, se le imputó haber permitido rifas en la capital y otras poblaciones de su jurisdicción, aunque estuviesen dirigidas a sufragar determinadas obras públicas como el Paseo Nuevo[117].

Los apoderados del marqués de la Torre en el proceso judicial, Miguel Antonio de Herrera, el licenciado Guillermo Veranes y el marqués del Real Socorro, asumieron su defensa. En el primer punto apelaron, directamente, a que el cargo estaba fundado en uno de los principales objetivos de Fonsdeviela: “la policía”. De acuerdo con ello, se apoyaron en determinadas leyes que aparaban la idea policial del “bien común” para fundamentar estas exacciones que, en definitiva, estaban dirigidas a cubrir los gastos de una infraestructura que tenía como fin dinamizar la economía de la isla y mejorar la habitabilidad de la ciudad. En el se-

 

gundo, alegaron que los gobernadores contaban  ciertas prerrogativas contra derecho en favor de las obras públicas si no había fondos suficientes en los propios municipales. Por lo tanto, tenían la facultad de condenar y multar para obras públicas sin necesidad de aplicar una fracción a la Real Cámara. A esto agregaron que, de esta forma, se habían evitado muchos gastos a las cajas reales a partir del ahorro de jornales de peones con la incorporación de presidiarios de delitos menores como mano de obra.

En cuanto al tercer asunto, aclararon que las rifas no eran “otra cosa que una diversión popular a que se juntan las gentes de todas clases en una plaza poblada con buen orden de casillas, puestos y mesas con sus calles formadas para el paseo y tránsito de los concurrentes”. Según detallaron, en estas celebraciones no se toleraban juegos de suerte o envite, que eran los entretenimientos que estaban prohibidos. Además, había una supervisión continua de los cuerpos de guardia, patrullas, justicias reales y alcaldes para evitar cualquier malversación o desorden. De este modo, se convencía de que no se traficaba con ningún tipo género que causase perjuicio a los derechos reales y que no se procedía a la realización de juegos de azar. En resumen, era una feria donde “divertirse honestamente, tomar refrigerio y ensanchar el ánimo sin que estas concurrencias tengan de rifa más que el nombre que han querido darles por la tal cual semejanza con las que lo son en realidad”[118].

La sentencia, dictada por Juan Ignacio de Urriza, intendente de Real Hacienda y encargado de cursar la residencia, fue favorable y el marqués de la Torre quedó absuelto de los tres cargos relativos a obras púbicas. La resolución argumentó que las exacciones habían sido voluntarias, había procedido conforme a derecho por la urgencia y necesidad de las intervenciones, las cuentas estaban formalizadas y se habían logrado ahorros e “imponderables ventajas a favor del público”. Por lo que se refiere a las multas y al punto de rifas, fue redimido conforme a lo expuesto por los apoderados. Conjuntamente, fue congratulado por ser “a quien debe la ciudad la civilidad que no tenía, [y] los ornatos de que carecía”[119].

A pesar de los progresos del programa urbano, Felipe de Fonsdeviela fue consciente de sus limitaciones y, también, de que era necesario un planteamiento a largo plazo para conservar estas intervenciones y fomentar otras. En este aspecto, es interesante apuntar la “instrucción política” que emitió a José Manuel de Ezpeleta y Galdeano poco antes de que este accediese al mando de la Capitanía General de Cuba (1785-1789). Este curioso texto, de un carácter crítico-satírico hacia la sociedad habanera de la época, fue hallado por Amores Carredano[120] en la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid. Más allá de la visión elitista y despótica es relevante para esta investigación en la medida de que ofrece una serie de indicaciones sobre policía urbana para orientar la política del nuevo gobernador. En materia de higiene urbana, impelió a Ezpeleta a reanudar la pavimentación de calles y a asignar un tributo a los carruajes por ser el elemento principal que contribuye a la erosión del piso[121]. En este punto, desde luego, se advierte que el marqués de la Torre era conocedor, por experiencia propia, de la magnitud económica que requería la obra. De hecho, Ezpeleta retomó la cuestión, al menos, procurando una financiación consistente y obtuvo el refrendo real para dedicar a obras públicas el sobrante del impuesto asignado al vestuario y armamento de las milicias[122].

Más tarde, su sucesor, Luis de las Casas y Aragorri (1790-1796), logró iniciar un empedrado de calles tras tomar el relevo en el trámite administrativo[123]. En esa misma línea, propuso al nuevo gobernante que proyectase el revestimiento de la Zanja real mediante cantería. Así, lo hacía partícipe de que se ahorrarían los gastos que producen su composición y limpieza temporal, y que, de modo complementario, podría establecer paseos de recreo en sus orillas[124]. Era un objetivo muy ambicioso que, además de lo expuesto, hubiese favorecido a la salud pública de la población debido a que el agua no hubiese corrido al alcance de la superficie y a que hubiese evitado la formación de charcos pestilentes en sus alrededores. Este propósito no pudo llevarse a cabo en el tiempo de Ezpeleta pero, con frecuencia, fue llevado a tratar a cabildo. Hubo que esperar hasta la década de 1820 para que se reiniciase con fuerza la intención de revestir el conducto, eventualidad que concluyó con la construcción de una nueva canalización diez años después: el acueducto de Fernando VII[125]. En la línea del surtimiento de agua, el marqués aconsejó la instalación de un considerable número de fuentes públicas para mayor comodidad del vecindario y con el fin de aliviar los gastos derivados de pagar a los negros aguadores.

En el plano del ordenamiento urbano, por un lado, procuró que reiterase el mandamiento de no construir a intramuros con materiales endebles e inflamables. Esto hace suponer que, a la salida del gobierno de Fonsdeviela, aún perduraron algunos inmuebles de estas características a pesar de los progresos que había conseguido. Sugirió, para mayor uniformidad de las calles, que las nuevas edificaciones que se elevasen debían seguir el alto de la mayor que se descubría en la misma. Asimismo, debía practicar una resolución para acabar con las rejas y ventanas voladas que coadyuvaban a estrechar las vías y dificultar el tránsito[126]. Justamente, de este último tema sí se ocupó Ezpeleta con un bando de policía por el que privaba a las nuevas fábricas de este tipo de elemento saliente[127]. Por otro lado, en cuanto al plan de la Plaza de Armas, lo instigó a adquirir licencia real para construir, conforme al proyecto, el cuartel que tenía que colindar con la Casa de Correo[128]. En este punto, durante el gobierno de Ezpeleta, no hubo ninguna incidencia porque aún se estaba tratando de finalizar el palacio de gobierno[129]. Otra propuesta del marqués, que no pudo efectuar durante su jefatura “por varios inconvenientes”, fue el establecimiento de una red de alumbrado público. Para ello, sugería “la colocación de faroles por todas las calles a diez pasos de distancia uno de otro” [130]. La finalidad de esta instalación era reforzar la seguridad pública en las horas nocturnas, espacio del día que era aprovechado para perpetrar determinados delitos como los robos, los asesinatos o el tráfico ilícito de productos. Esta recomendación sí fue atendida por el nuevo capitán general, pues a la salida del mando en 1789, había dejado instaurado un sistema de 920 faroles distribuidos en las calles del recinto[131].

En último lugar, hay que destacar la proposición para formar un nuevo paseo “adornado de asientos”, concretamente, desde la puerta de la Punta hasta la caleta de San Lázaro, al lado del hospital de la misma nominación      [132]. Ciertamente, la administración de Fonsdeviela destacó por la  conformación de dos importantes alamedas y, al parecer, su intención era aumentar este modelo en otros puntos donde llegaban aires frescos y limpios. Es muy probable que estuviese influenciado por las actuaciones que, en paralelo, se estaban desarrollando en Madrid con el plan de embellecimiento periférico que incluía, entre otras cosas, la reforma del Paseo del Prado y la composición de nuevos paseos como el de Imperial[133]. Sin embargo, Ezpeleta tampoco pudo ampliar el número de calzadas de recreo en La Habana y, tanto la de San Lázaro como la circundante a la Zanja, quedaron en el anhelo del marqués de la Torre.

De todos modos, las actuaciones de policía urbana puestas en marcha por Felipe de Fonsdeviela se prolongaron, con mayor o menor efectividad, con los distintos gobernadores que pasaron a La Habana hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX[134]. Este periodo, de más de sesenta años, se constituyó como una fase de transformación urbana que alcanzó hasta el gobierno de Miguel Tacón y Rosique (1834-1838). Tacón, siguiendo la tendencia delineada, marcó un nuevo límite en la configuración urbana con sus intervenciones, dotando a la capital de una imagen más moderna y ensamblando con los grandes cambios urbanísticos propios de la segunda mitad de la centuria[135].

Consideraciones finales

Finalizando la jefatura en la Capitanía General de Cuba, el marqués de la Torre declaró al Ayuntamiento una afirmación indicativa de su complacencia con respecto a las operaciones efectuadas: “estoy cierto de que en cuanto a obras públicas no he podido hacer más de lo que he hecho”[136]. No obstante, como se ha podido ver a lo largo del texto, Fonsdeviela encontró muchas limitaciones a la hora de ejecutar determinadas intervenciones urbanas. En este sentido, aunque algunos proyectos se pudieron llevar a efecto, hubo otros que quedaron inconclusos o directamente no pasaron del papel. A pesar de ello, la iniciativa de este gobernador con relación a las medidas de policía urbana marcó un punto de inflexión en la mejora de la habitabilidad de la ciudad. Sus sucesores en el cargo continuaron esta política urbana y emprendieron nuevas actuaciones basadas, muchas veces, en las trazadas por el marqués de la Torre.

Así es, el estudio del programa urbano de este gobernador ayuda a comprender el posterior progreso de la ciudad y la aplicación de determinados procedimientos de policía urbana. Sus intervenciones dieron principio a una fase de desarrollo urbano que alcanzó hasta completar el primer tercio del siglo XIX. Hasta su llegada a la isla, la capital no había experimentado cambios tan significativos en el espacio público a través de la infraestructura y el ordenamiento urbano. Si bien es cierto que es el promotor de muchas de las actuaciones que se han mencionado, es importante subrayar los papeles que jugaron el conde de Ricla y Antonio María de Bucareli como precedentes en materia de policía. Esto, sin duda, permitió estimular medidas más concretas de policía urbana. Además, hay que indicar que la coyuntura se comprende mejor si entendemos que este grupo de funcionarios peninsulares eran parte de una nobleza militar fuertemente influenciada por el despotismo ilustrado que irradiaba la Corte de Carlos III. Todas las intervenciones en esta línea estuvieron fundamentadas en la noción del “bien común”, fórmula de policía aplicada por el despotismo ilustrado que sirvió para imponer tributos, trabajos o sobrepasar determinados privilegios estamentales. De esta manera, en la segunda mitad del siglo XVIII, fueron numerosos los centros urbanos de América y España que atravesaron notables modificaciones en su entorno debido a las propuestas de estos agentes administrativos. En el caso de La Habana, posicionada entre las principales del continente americano, afrontó estos cambios inmersa en un proceso de fuerte crecimiento económico y demográfico.

Felipe de Fonsdeviela sustentó esta política, principalmente, en la publicación de su bando de buen gobierno, en la emisión de bandos particulares de policía y en el fomento de las obras públicas. Aunque muchas veces estos dispositivos normativos no se cumplían con efectividad, se ha podido constatar que en el tiempo de gobierno del marqués se intentaron llevar a efecto con mayor solvencia. La observancia de las reglas de buen gobierno y la recaudación de multas por su incumplimiento se vio reforzada con la presencia de las patrullas y rondas que daban apoyo a la labor de los comisarios de barrio. Por último, es preciso señalar que muchas de las medidas y operaciones solo estuvieron focalizadas en el recinto intramuros. Los arrabales, en pleno crecimiento, no estaban considerados como parte integral de la ciudad y no disfrutaron, hasta la centuria siguiente, de las comodidades que brindaba la existencia de servicios y de mobiliario urbano.



Notas al pie

[1] Carlos Venegas Fornias, La Habana de la Ilustración (La Habana: Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, 2016), 17 y 18. Mercedes García Rodríguez, “Vida y ambientes en La Habana intramuros del siglo XVIII”, en La Habana/Veracruz. Veracruz/La Habana. Las dos orillas, (Veracruz: Universidad Veracruzana, 2010), 88.

[2] Carlos Venegas Fornias, La urbanización de las murallas: dependencia y modernidad, (La Habana: Letras Cubanas, 1990), 15.

[3] Felipe de Fonsdeviela (Zaragoza, 1725 - Madrid, 1785) inició su carrera militar como cadete en 1735 y ascendió progresivamente hasta alcanzar el grado de mariscal de campo en 1770. Durante su trayectoria tomó parte en distintas campañas como la de Italia (1742-1748) y Portugal (1762), asistencia que le otorgó, además de méritos y ascensos, conocimiento sobre el estado de otras ciudades europeas. A finales de 1767 llegó a América como inspector de infantería de Nueva España. Como otros militares peninsulares de alta graduación se alzó con el papel político en la gobernación de Caracas en septiembre de 1770, paso previo a su estadía en La Habana. Posteriormente, ejerció como diplomático en Francia y en Rusia. Al respecto, consúltese: Didier Ozanam, Les diplomates espagnols du XVIIIe siècle: introduction et répertoire biographique (1700-1808), (Madrid-Bordeaux: Casa de Velázquez-Maison des Pays Ibériques, 1998), 260 y 261; Juan B. Amores Carredano, “La ‘Instrucción política’ del marqués de la Torre: una mirada crítica de la sociedad habanera del siglo XVIII”, Anuario de Historia Regional y de la Fronteras, 25.1, 2020, p. 104; y Noticia de las fechas de los empleos del marqués de la Torre. La Habana, 12 de octubre de 1776. Archivo General de Indias (AGI en adelante), Santo Domingo, legajo 1211.

[4] Carlos Venegas Fornias, La Habana de la Ilustración, 125, 146 y 147. Dorleta Apaolaza Llorente, “La Habana ilustrada del siglo XVIII: sus transformaciones urbanas a través de la mirada de los bandos de buen gobierno. ‘Cambiando el poder’”, Iberoamericana Social, Extra 2, 2018, p. 67.

[5] Michel Foucault, Seguridad, territorio, población, (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2006), 357 y 376.

[6] Ricardo Anguita Cantero, “La concepción teórica de la idea de ciudad en la Ilustración española: la policía urbana y los nuevos fundamentos de orden, comodidad y aspecto público”, Cuadernos de arte de la Universidad de Granada, 27, 1996, pp. 109-114.

[7] François Godicheau, “Instituir la buena policía. Cuba, 1763-1808”, en Del buen gobierno al orden público. Distancias, actores y conceptos en dos laboratorios: Cuba y el Río de la Plata (1760-1860), (Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2022), 64.

[8] La normativa policial de 1763 segmentó la ciudad en cuatro cuarteles donde se erigieron sus correspondientes comisarios de barrio. Más tarde, la instrucción se renovó en el gobierno de Antonio María de Bucareli y Ursúa con la división del recinto en dos cuarteles, dirigidos por los alcaldes ordinarios que, a su vez, fueron seccionados en cuatro barrios cada uno constituyéndose un total de ocho comisarios. Para ampliar sobre esta figura y su evolución, véase: Dorleta Apaolaza Llorente, “En busca de un poder de policía: los comisarios de barrio y las ordenanzas o reglamento de policía de La Habana de 1763”, Temas Americanistas, 34, 2015; y François Godicheau, “Les commissaires de quartier à La Havane: d´une fondation pionnière à la nécesité d´un système de pólice (1763-1812)”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos, 2017.

[9] Pedro Fraile, La otra ciudad del rey. Ciencia de policía y organización urbana en España, (Madrid: Celeste, 1997), 24 y 25.

[10] Dorleta Apaolaza Llorente, Los bandos de buen gobierno en Cuba. La norma y la práctica (1730-1835), (Bilbao: Universidad del País Vascos, 2016), 145 y 146.

[11] Adriana María Alzate Echeverri, Sociedad y orden. Reformas sanitarias borbónicas en la Nueva Granada (1760-1810) (Bogotá: Universidad del Rosario, 2007), 13 y 14; y Michel Foucault, “La política de la salud en el siglo XVIII”, en Estrategias de poder. Obras esenciales (Barcelona: Paidós, 1999), 330 y 331.

[12] George Rosen, History of public health (Baltimore: Johns

Hopkins University Press, 2015 [1958]), 61; y Gerard Jori, “Población, política sanitaria e higiene pública en la España del siglo XVIII”, Revista de Geografía Norte Grande, 54, 2013, p. 150.

[13] Alain Corbin, El perfume o el miasma. El olfato y el imaginario social, siglos XVIII y XIX, (México: Fondo de Cultura Económica, 1987), 19, 23, 31, 41 y 105; Marcela Dávalos, Basura e Ilustración. La limpieza de la Ciudad de México a fines del siglo XVIII, (México: Instituto Nacional de Antropoligía e Historia, 1997), 33, 36, 40 y 41; y Richard Etlin, “L´air dans l´urbanisme des lumières”, Dix-huitième siècle, 9, 1997, pp. 123-125.

[14] Dorleta Apaolaza Llorente, Los bandos de buen gobierno en Cuba…, 263 y 264.

[15] Acerca de la cuestión de la pérdida de calado en la bahía de La Habana, véase: Claudia Martínez Herrera, “La bahía de La Habana en las primeras décadas del siglo XIX. Degradación ambiental y proyectos de dragado”, en Plantación, espacios agrarios y proyectos de dragado, (Castellón de la Plana: Universidad Jaime I, 2017); y Eduardo Azorín García, “Planes de conservación de la bahía de La Habana: obras públicas, limpieza y operaciones de dragado (1772-1832)”, en Entre Europa y América. El mar y la primera globalización, (Bilbao: Universidad del País Vasco, 2023).

[16] Dorleta Apaolaza Llorente, Los bandos de buen gobierno en Cuba…, 264.

[17] Eduardo Azorín García, “Planes de conservación de la bahía de La Habana…”, 183 y 184.

[18] Eduardo Azorín García, “Transformando la ciudad: el desarrollo técnico de infraestructura en La Habana (1772-1835)”, en Globalización y ciudad en el Caribe

[19] Oficio del capitán general al secretario de Estado de Indias. La Habana, 4 de diciembre de 1774. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1219.

[20] Reglas de la Junta de Policía. La Habana, 28 de noviembre de 1774. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1219.

[21] Oficio del ingeniero en jefe al capitán general. La Habana, 19 de diciembre de 1774. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1162.

[22] Acta de Junta de Policía. La Habana, 3 de diciembre de 1774. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1136A.

[23] Acta de Junta de Policía. La Habana, 16 de enero de 1775. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1136A.

[24] Acta de Junta de Policía. La Habana, 9 de febrero de 1775. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1136A.

[25] Acta de Junta de Policía. La Habana, 16 de marzo de 1775. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1136A.

[26] Acta de Junta de Policía. La Habana, 8 de mayo de 1775. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1136A.

[27] Acta de Junta de Policía. La Habana, 22 de febrero de 1776. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1136A.

[28] Oficio del capitán general al secretario de Estado de Indias. La Habana, 3 de noviembre de 1775. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1220.

[29] Actas de Junta de Policía. La Habana, 31 de julio y 9 de agosto de 1775. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1136A.

[30] Oficios de los conventos de La Habana a la Junta de Policía. La Habana, noviembre de 1775. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1136A.

[31] Oficio del capitán general al secretario de Estado de Indias. La Habana, 19 de diciembre de 1775. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1221.

[32] Acta de Junta de Policía. La Habana, 27 de agosto de 1776. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1136A.

[33] Acta de Junta de Policía. La Habana, 21 de marzo de 1777. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1136A.

[34] Eduardo Azorín García, “Transformando la ciudad…”, 249 y 250.

[35] Real orden. Aranjuez, 29 de abril de 1778. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1285.

[36] Razón de las cantidades que se han colectado para el enmaderado de calles. La Habana, 5 de diciembre de 1778. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1228.

[37] Oficio del capitán general al presidente de la Junta de Policía. La Habana, 13 de febrero de 1776. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1165.

[38] Eduardo Azorín García, “Transformando la ciudad…”, 250.

[39] Reglamento de policía u ordenanzas de comisarios de barrio publicado por el conde de Ricla. La Habana, 21 de noviembre de 1763. Citado en: Dorleta Apaolaza Llorente, Los bandos de buen gobierno en Cuba…, 381-388.

[40] Reglamento de comisarios de barrio. La Habana, 1769. Citado en: Dorleta Apaolaza Llorente, Los bandos de buen gobierno en Cuba…, 400-410.

[41] Bando de buen gobierno del gobernador Bucareli. La Habana, 7 de abril de 1766. Citado en: Dorleta Apaolaza Llorente, Los bandos de buen gobierno en Cuba…, 411-419.

[42] Marcela Dávalos, “La basura. Una historia paralela al orden social”, en Las ciudades observadas por sus contemporáneos. Servicios urbanos y obra pública (México: Universidad Autónoma Metropolitana, 2019), 125 y 126.

[43] Víctor Tau Anzoátegui, Los bandos de buen gobierno del

Río de la Plata, Tucumán y Cuyo. Época hispánica (Buenos Aires: Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 2004), 105 y 106.

[44] Informe del claustro de la Universidad de San Gerónimo. La Habana, 4 de mayo de 1774. Archivo Histórico Nacional (AHN en adelante), Consejos, legajo 20892.

[45] Certificados de los remates de limpieza de calles y plazas. La Habana, 5 de octubre de 1777. AHN, Consejos, legajo 20892.

[46] Oficio del regidor Mateo Pedroso al Ayuntamiento. La Habana, 16 de enero de 1787. Archivo Histórico de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana (AHOHCH en adelante), Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana trasuntadas, libro 47.

[47] Bando de buen gobierno del gobernador marqués de la Torre. La Habana, 4 de abril de 1772. Citado en: Dorleta Apaolaza Llorente, Los bandos de buen gobierno en Cuba…, 420-431.

[48] Noticia de los caudales que se han invertido en las obras públicas en el mando del marqués de la Torre. La Habana, 12 de abril de 1777. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1228.

[49] Apuntes sobre las providencias y operaciones durante el mando del marqués de la Torre. La Habana, 11 de junio de 1777. AHN, Diversos-colecciones, legajo 32, expediente 23.

[50] Oficio del capitán general al secretario de Estado de Indias. La Habana, 1 de octubre de 1772. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1216.

[51] Obligaciones de las patrullas que se destinan a recorrer por las noches las calles de la ciudad. La Habana, 8 de abril de 1772. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1228.

[52] Oficio del capitán general al comandante de la guardia de la puerta de Tierra. La Habana, 22 de junio de 1773. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1228.

[53] Oficio del capitán general al comandante de la guardia de la puerta de la Punta. La Habana, 22 de junio de 1773. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1228.

[54] Orden del capitán general. La Habana, 24 de marzo de 1774. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1228.

[55] Eduardo Azorín García, “Alumbrado, limpieza y recogida de basuras en La Habana de Ezpeleta: bandos y reglamento (1786-1787)”, Revista de Humanidades, 43, 2021, p. 192.

[56] Miguel Ángel Puig-Samper y Consuelo Naranjo Orovio, “El abastecimiento de aguas a la ciudad de La Habana: de la Zanja Real al Canal de Vento”, en Obras hidráulicas en América Colonial (Madrid: Ministerio de Obras Públicas, Transporte y Medio Ambiente, 1993), 82 y 83.

[57] José de León Hernández, “La Zanja Real. Una obra hidráulica hispánica de cuatro centurias en peligro”, en Obras hidráulicas prehispánicas y coloniales en América, Tomo 2, (Madrid: Castalia, 1994), 142-144.

[58] Eladio Elso Alonso, “La Zanja Real. El primer acueducto de La Habana”, Ciudad y Territorio: Revista de ciencia urbana, 63-64, 1985, p. 42.

[59] Eduardo Azorín García, “Transformando la ciudad…”, 265-268.

[60] Bando de buen gobierno del gobernador marqués de la Torre. La Habana, 4 de abril de 1772. Citado en: Dorleta Apaolaza Llorente, Los bandos de buen gobierno en Cuba…, 420-431.

[61] Instrucciones a las patrullas de Dragones fuera de la plaza. La Habana, 19 de abril de 1772. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1228.

[62] Bando particular de policía. La Habana, 25 de abril de 1772. AHN, Consejos, legajo 20892.

[63] Oficio del intendente de Marina al capitán general. La Habana, 28 de abril de 1772. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1157.

[64] Oficio del capitán general al secretario de Estado de Indias. La Habana, 1 de octubre de 1772. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1216.

[65] Apuntes sobre las providencias y operaciones durante el mando del marqués de la Torre. La Habana, 11 de junio de 1777. AHN, Diversos-colecciones, legajo 32, expediente 23.

[66] Oficio del capitán del partido de San Lázaro al capitán general. La Habana, 4 de abril de 1774. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1192. Oficio del capitán del partido de Guadalupe al capitán general. La Habana, 9 de junio de 1774. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1196.

[67] Oficio del teniente coronel e ingeniero en segundo al capitán general. La Habana, 22 de enero de 1775. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1162.

[68] Eduardo Azorín García, “Transformando la ciudad…”, 268 y ss.

[69] Joaquín E. Weiss, La arquitectura colonial cubana: siglos XVI al XIX, (Sevilla, Consejería de Obras Públicas y Transporte, 2002 [1936]), 177 y 204.

[70] María Sánchez Agustí, Edificios públicos de La Habana en el siglo XVIII, (Valladolid: Universidad de Valladolid, 1984), 19.

[71] Ricardo Anguita Cantero, Ordenanza y policía urbana. Los orígenes de la reglamentación edificatoria en España (1750-1900), (Granada: Universidad de Granada, 1997), 177-179.

[72] Carlos Venegas Fornias, “La vivienda colonial habanera”, Arquitectura y urbanismo, 23, 2, 2002, p. 25.

[73] Noticia de las casas construidas en el gobierno del marqués de la Torre. La Habana, 11 de junio de 1777. AHN, Consejos, legajo 20892.

[74] Carlos Venegas Fornias, La Habana de la Ilustración, 125 y 126.

[75] Bando particular de policía. La Habana, 25 de junio de 1776. AHN, Consejos, legajo 20892.

[76] Abel Fernández y Simón, “Evolución urbana de la ciudad de La Habana durante su época colonial”, en Cuba. Arquitectura y urbanismo, (Miami: Ediciones Universal, 1995), 184-186.

[77] Sherry Johnson, Climate and catastrophe in Cuba and the Atlantic Worlds in the Age of Revolution (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2011), 72 y 73. La autora refiere que alrededor de 5.500 casas fueron damnificadas en la jurisdicción habanera.

[78] Apuntes sobre las providencias y operaciones durante el mando del marqués de la Torre. La Habana, 11 de junio de 1777. AHN, Diversos-colecciones, legajo 32, expediente 23.

[79] Acta de cabildo ordinario. La Habana, 3 de noviembre de 1775. AHOHCH, Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana trasuntadas, libro 40.

[80] Ricardo Anguita Cantero, “La concepción teórica de la idea de ciudad...”, 113-115.

[81] Miguel Rojas-Mix, La plaza mayor. El urbanismo, instrumento de dominio colonial (Barcelona: Muchnik, 1978), 115 y 192.

[82] Carlos Venegas Fornias, Plazas de intramuro, (La Habana: Consejo Nacional del Patrimonio Cultural, 2003), 23 y 34.

[83] Francisco de Solano, Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 167 y 168.

[84] Carlos Venegas Fornias, Plazas de intramuro, 57 y 61.

[85] Acta de cabildo extraordinario. La Habana, 28 de enero de 1773. AHOHCH, Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana trasuntadas, libro 38.

[86] Pedro Cruz Freire, Silvestre Abarca. Un ingeniero militar al servicio de la monarquía hispana (Sevilla: Athenaica, 2018), 271 y 272.

[87] María Sánchez Agustí, Edificios públicos de La Habana…, 45 y 50.

[88] Proyecto para la formación de una plaza en la ciudad de La Habana […]. La Habana, 26 de junio de 1773. AGI, Mapas y planos de Santo Domingo, pieza 382.

[89] Real orden. Madrid, 21 de diciembre de 1774. AGI, Santo Domingo, legajo 1986. Es preciso añadir que la

sisa de Zanja fue un ramo fundado en el siglo XVI para sufragar la obra de la Zanja real mediante el gravamen impuesto a las cabezas de ganado mayor y menor destinadas al abasto de la ciudad. Su subsistencia se mantuvo vigente en el tiempo para mantener el canal de surtimiento y financiar otras intervenciones o establecimientos urbanos. Ver más en: Leví Marrero, Cuba: economía y sociedad, tomo II, (Barcelona: Playor, 1974), 269 y 270; y Leví Marrero, Cuba: economía y sociedad, tomo IV, (Barcelona: Playor, 1975), 236-238.

[90] Paul Niell, Urban space as heritage in late colonical Cuba. Classicism and dissonance on the Plaza de Armas of Havana, 1754-1828, (Austin: University of Texas Press, 2015), 35 y 36.

[91] Ana Amigo Requejo, “Locus Genui, espacio simbólico y lugar de representación: la Plaza de Armas y la Real Fuerza de La Habana en el siglo XIX”, en El recurso a lo simbólico: reflexiones sobre el gusto, Tomo II, (Zaragoza: Diputación Provincial de Zaragoza e Institución Fernando el Católico, 2014), 268 y ss.

[92] Emilio J. Luque Azcona, “Conformación y características de las alamedas y paseos en ciudades de Hispanoamérica”, Anuario de Estudios Americanos, 72, 2,

[93] , pp. 491-493 y 500. Silvia Arango, “Espacios públicos lineales en las ciudades latinoamericanas”, Nodo, 14, 7, 2013, p. 14.

[94] Emilio J. Luque Azcona, “La conformación de nuevos espacios de sociabilidad: la Alameda de Paula y el Paseo de Extramuros de La Habana”, en El municipio indiano: relaciones interétnicas, económicas y sociales. Homenaje a Luis García Navarro (Sevilla: Universidad de Sevilla, 2009), 373.

[95] Oficio de los regidores comisarios del Ayuntamiento al secretario de Estado de Indias. La Habana, 22 de enero de 1774. AGI, Santo Domingo, legajo 1211.

[96] Oficio del capitán general a los alcaldes ordinarios. La Habana, 7 de junio de 1773. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1165.

[97] Instrucciones al cabo de la guardia de la Alameda. La Habana, 22 de junio de 1776. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1165.

[98] Para ampliar ambos puntos, véase: Manuel Hernández González, El primer teatro de La Habana, el Coliseo

[99] Emilio J. Luque Azcona, “La conformación de nuevos espacios de sociabilidad…”, 373.

[100] Oficio del capitán general al síndico procurador general. La Habana, 17 de octubre de 1775. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1165.

[101] Noticia de los caudales que se han invertido en las obras públicas en el mando del marqués de la Torre. La Habana, 12 de abril de 1777. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1228.

[102] Apuntes sobre las providencias y operaciones durante el mando del marqués de la Torre. La Habana, 11 de junio de 1777. AHN, Diversos-colecciones, legajo 32, expediente 23.

[103] Plano de la ciudad, puerto y castillos de San Cristóbal de La Habana […]. La Habana, 8 de mayo de 1776. AGI, Mapas y planos de Santo Domingo, pieza 412.

[104] Plano que manifiesta el recinto de La Habana, su bahía, paseo nuevo y cercanías hasta fuerte Príncipe. La

[105] Apuntes sobre las providencias y operaciones durante el mando del marqués de la Torre. La Habana, 11 de junio de 1777. AHN, Diversos-colecciones, legajo 32, expediente 23.

[106] Acta de cabildo ordinario. La Habana, 14 de enero de 1774. AHOHCH, Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana trasuntadas, libro 39.

[107] Real orden. Madrid, 16 de agosto de 1776. AGI, Santo Domingo, legajo 1211.

[108] Oficio del capitán general al secretario de Estado de Indias. La Habana, 2 de diciembre de 1776. AGI, Santo Domingo, legajo 1211.

[109] Informe del ingeniero en jefe. La Habana, 26 de noviembre de 1776. AGI, Santo Domingo, legajo 1211.

[110] Plano que manifiesta el recinto de La Habana, su bahía, paseo nuevo y cercanías hasta fuerte Príncipe. La Habana, 26 de noviembre de 1776. AGI, Mapas y planos de Santo Domingo, pieza 429.

[111] Informe del ingeniero en jefe. La Habana, 30 de noviembre de 1776. AGI, Santo Domingo, legajo 1211.

[112] Informe del director de ingenieros. Madrid, 3 de marzo de 1777. AGI, Santo Domingo, legajo 1211.

[113] Oficio del capitán general al Ayuntamiento. La Habana, 4 de mayo de 1777. AHOHCH, Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana trasuntadas, libro 42.

[114] Noticia de los caudales que se han invertido en las obras públicas en el mando del marqués de la Torre. La Habana, 12 de abril de 1777. AGI, Papeles de Cuba, legajo 1228.

[115] Acta de cabildo ordinario. La Habana, 16 de mayo de 1777. AHOHCH, Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana trasuntadas, libro 42.

[116] Aída R. Caro Costas, El juicio de residencia a los gobernadores de Puerto Rico en el siglo XVIII (San Juan de Puerto Rico: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1978), 154-166.

[117] Cargos. La Habana, 25 de octubre de 1777. AHN, Consejos, legajo 20892.

[118] Informe de los apoderados. La Habana, 5 de noviembre de 1777. AHN, Consejos, legajo 20892.

[119] Sentencia del juez de residencia. La Habana, 14 de noviembre de 1777. AHN, Consejos, legajo 20892.

[120] Juan B. Amores Carredano, “La ‘Instrucción política’ del marqués de la Torre...”.

[121] Instrucción política, que desde la eternidad remitió el marqués de la Torre a su querido hijo, en policía, el brigadier D. José de Ezpeleta, gobernador de La Habana s.

l., [ca. 1785]. Citado en: Juan B. Amores Carredano, “La ‘Instrucción política’ del marqués de la Torre...”, p. 127.

[122] Juan B. Amores Carredano, Cuba en la época de Ezpeleta (1785-1789) (Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra, 2000), 397.

[123] Eduardo Azorín García, “Transformando la ciudad…”, 250.

[124] Instrucción política […]. Citado en: Juan B. Amores Carredano, “La ‘Instrucción política’ del marqués de la Torre...”, p. 128.

[125] Eduardo Azorín García, “Transformando la ciudad…”, 270 y ss.

[126] Instrucción política […]. Citado en: Juan B. Amores Carredano, “La ‘Instrucción política’ del marqués de la Torre...”, p. 127.

[127] Eduardo Azorín García, “Salud pública y reglamentación edificatoria en La Habana de finales del siglo XVIII”, en La medicina en la Edad Moderna desde el prisma de las Humanidades (Berlín: De Gruyter, 2023), 75.

[128] Instrucción política […]. Citado en: Juan B. Amores Carredano, “La ‘Instrucción política’ del marqués de la Torre...”, p. 131.

[129] Juan B. Amores Carredano, Cuba en la época de Ezpeleta…, 395 y ss.

[130] Instrucción política […]. Citado en: Juan B. Amores Carredano, “La ‘Instrucción política’ del marqués de la Torre...”, p. 129.

[131] Eduardo Azorín García, “Alumbrado, limpieza y recogida…”, p. 192.

[132] Instrucción política […]. Citado en: Juan B. Amores Carredano, “La ‘Instrucción política’ del marqués de la Torre...”, p. 128.

[133] Concepción Lopezosa Aparicio, El Paseo del Prado de Madrid. Arquitectura, y desarrollo urbano en los siglos XVII y XVIII (Madrid: Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico, 2005), 208 y 209.

[134] Eduardo Azorín García, “Transformando la ciudad…”, 244 y 278.

[135] Felicia Chateloin, La Habana de Tacón (La Habana: Letras Cubanas, 1989).

[136] Oficio del capitán general al Ayuntamiento. La Habana, 4 de mayo de 1777. AHOHCH, Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana trasuntadas, libro 42.



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