Introducción
La sequía, entendida como una amenaza de impacto lento asociada a riesgos y desastres[1], es un fenómeno extremo de difícil cuantificación y complicada delimitación temporal, cuyos efectos destructivos inciden directamente en el desarrollo socioeconómico de un país o región, llegando incluso a superar a los ocasionados por las inundaciones. Históricamente, este fenómeno ha afectado a áreas extensas y en muchas ocasiones se ha desarrollado durante largos intervalos de tiempo. Es por ello que la respuesta de la sociedad ante estos eventos no ha sido siempre la misma y la implementación de las medidas adoptadas para prevenir y/o paliar los daños no siempre ha sido inmediata.
Concretamente durante la fase final de la Pequeña Edad del Hielo, que se extiende a lo largo de las tres últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX como consecuencia de la conocida Anomalía Maldá, se desarrolló una intensa inestabilidad climática con diversos eventos hidrometeorológicos extremos que incidieron de manera notable en la mayor parte de España. Las intensas sequías condicionaron la actividad agrícola con una sucesión constante de malas cosechas. Esto provocó numerosas crisis de subsistencias en la sociedad del momento ya que “mantuvieron activas la escasez, carestía, hambre y mortalidad” durante la primera mitad del siglo XIX, especialmente durante los años 1804, 1809 y 1812. Orihuela, en Valencia, fue uno de esos lugares en los que se comenzó a padecer el efecto de la sequía ya desde 1800, agravándose sus efectos en años posteriores[2]. Nuevamente en 1844, la prensa recogió numerosos testimonios de otro largo periodo de sequía, con casos como el de Sevilla, donde de nada sirvieron las rogativas y plegarias promovidas por el Ayuntamiento para implorar la lluvia, creciendo el número de mendigos y jornaleros empobrecidos por esta situación[3]. O el de Valladolid, en ese mismo año, donde el temor a perder todas las cosechas por la sequía y las heladas, propició el acaparamiento por parte de los especuladores de trigo y los fabricantes de harina con el objetivo de “surtir los mercados del reino, de La Habana y del extranjero a precios crecidos”[4]. Esta situación climática, que derivó en una crisis agrícola y de subsistencias, unida a la crisis financiera provocada por los conflictos mantenidos con Francia e Inglaterra, afectó sensiblemente no solo al comercio, sino a la economía española en general, con consecuencias extremas como epidemias y defunciones[5].
Pero España no fue el único lugar afectado por la sequía y situaciones similares se desarrollaron en otros países y zonas muy alejadas entre sí en esos mismos años. La Gaceta de Madrid recogió entre 1802 y 1803 toda una serie de casos como los de Filadelfia, Basilea, Semlin, Lausana, París, Dijon, Dinant o Utrecht con referencias a una larga y casi general sequía que dejó pozos agotados, pérdida de ganado y anuncios de castigos divinos en caso de no volver “al camino de la virtud”, a la par que en otras zonas de Italia, Alemania y Francia estaban sufriendo “grandes inundaciones”[6]. El caso de Paraíba y Pernambuco en Brasil, en 1844, fue llamativo por la alta migración que supuso[7].
En el caso concreto del Caribe, existen testimonios de episodios de sequía desde el siglo XVII, aunque los producidos entre los años 1844 y 1847, quizás por ser los más estudiados, fueron especialmente severos en Cuba, Puerto Rico y Jamaica como consecuencia, al parecer, de la incidencia del fenómeno El Niño en el Atlántico Norte[8].
Los casos mencionados constituyen solo algunos ejemplos coincidentes en el tiempo con los considerados para Cuba en el presente estudio, aunque cada uno de ellos con distinta intensidad y extensión temporal. Existen también estudios en los que se analizan a lo largo del siglo XIX otros episodios de sequías severas, aunque no coincidentes temporalmente con los anteriores, como el caso de la Sabana de Bogotá (Colombia) donde se produjo entre 1822 y 1832 “una de las sequías más severas”[9]; el de México durante los años 1875, 1884-1886 y 1894-1896, donde la sequía afectó de manera crítica a la ganadería[10][11]; las sequías severas de 1812 y 1867-1869 que afectaron a Caracas (Venezuela) y estuvieron relacionadas con el fenómeno ENOS[12]; o la de 1876-77 en Mendoza (Argentina), aunque ésta de carácter menos severo que las anteriores[13].
El presente estudio se centra en el análisis de los principales episodios de sequía producidos en torno a los años 1802, 1844 y 1859 en Cuba, con especial incidencia en la provincia de Matanzas, así como en las principales actuaciones llevadas a cabo para prevenir o para paliar sus efectos, destacando el papel ejercido por los actores esenciales en la propuesta, aprobación y, en su caso, implementación de tales medidas. De entre todas las incluidas en este estudio, se ha profundizado de manera más concreta en la construcción del Acueducto Burriel en Matanzas, en el año 1872, analizando cuáles fueron los principales motivos para su ejecución en ese momento y lo que supuso para la sociedad matancera su inauguración. Aunque se mencionan en las fuentes otros dos periodos de sequía relativos a 1812 y 1827, la información encontrada hasta ahora es muy escasa. Asimismo, hay que enmarcar estos periodos de sequía en otros tantos de afectación por huracanes de gran intensidad como los ocurridos en octubre y noviembre de 1800, 1810 (categoría 3), 1842 (categoría 2), 1844 (categoría 4), 1846 (categoría 5) y 1870 (categoría 3). Además, se ha tenido en consideración la globalidad del fenómeno en otras zonas del planeta, ya que el periodo señalado constituye la expresión final de las anomalías climáticas propias de la denominada Pequeña Edad del Hielo, sin descartar además algún tipo de influencia del fenómeno ENOS.
Por otro lado, es preciso señalar que no abundan los estudios históricos de episodios hidrometeorológicos ocurridos en Cuba en el siglo XIX y los que existen se encuentran enfocados fundamentalmente al análisis de huracanes extremos, no siendo la sequía el objeto central de aquellos que sí la han tenido en consideración de manera puntual. Lo mismo ocurre con las fuentes trabajadas ya que, a pesar de que hay una amplia variedad, la información que contienen es generalmente escasa, fragmentaria y dispersa, lo que dificulta la labor. Destacan entre dichas fuentes los textos manuscritos consultados en el Archivo General de Indias; los periódicos de la época y otros documentos localizados en la Hemeroteca Digital y Biblioteca Nacional de España; y, fundamentalmente, la amplia literatura producida a lo largo del siglo XIX por miembros de una creciente burguesía que creció paralela a la expansión de los ingenios de azúcar por toda la provincia matancera, parte de la cual ha sido consultada en el Museo Provincial Palacio de Junco de Matanzas, en Cuba.
La sequía de 1802
Durante la época conocida como Pequeña Edad del Hielo, el clima en Cuba fue bastante más frío y seco que en la actualidad, con una mayor oscilación entre temperaturas máximas y mínimas. Para Celeiro Chaple, la predominancia de la Circulación Meridional del Norte en la época invernal es la que coadyuvó a que la parte occidental de la isla estuviera influenciada por las masas de aire del continente americano influyendo en las condiciones de vida en general, pero sobre todo en la vestimenta, la alimentación y las costumbres de la sociedad de ese momento. Sin embargo, el siglo XIX se inició con una larga y rigurosa sequía que provocó hambre, pérdida de cosechas y de animales y una sucesión de incendios, produciéndose un calentamiento progresivo hasta que a mediados de siglo la oscilación entre temperaturas máximas y mínimas se redujo sustancialmente por el aumento de estas últimas[14].
Los registros han demostrado cómo en 1801 las temperaturas subieron en La Habana a 34,4°, cuando normalmente las temperaturas extremas oscilaban entre los 16° y los 30°[15]. Fue en 1799 cuando se inició, junto con un gran huracán, una crisis económica de casi dos décadas de duración. Le siguieron a este dos nuevos huracanes en 1800[16]. La sequía se hizo notar en torno al 1802 en toda la isla, desde La Habana, Matanzas, Villaclara e incluso Santiago de Cuba, aunque tras analizar las fuentes y estudios actuales, puede afirmarse que incidió mucho más en su parte occidental.
Se tiene constancia en las actas del Cabildo de La Habana correspondientes a marzo de dicho año que fue Luis Ignacio Cavallero uno de los primeros que hizo mención de la calamidad de la seca que se estaba experimentando desde octubre de 1801 y que estaba afectando al campo, al ganado e incluso a la salud de la población. Se convirtió, así, en el promotor de una rogativa pro pluvia[17] solemne a San Francisco de Paula para solicitar al Santo la lluvia que tanta falta hacía[18], siendo el Capitán General, Marqués de Someruelos, a instancia de dicho Cabildo, el que realizó las gestiones necesarias y acordó con el Obispo Juan Espadas la “vía y forma” en la que llevar a cabo la rogativa en ese mismo mes. Todo ello, siguiendo la Real Cédula circular de 21 de agosto de 1770 que establecía que la solicitud de “las Rogativas solemnes aunque sean interiores del Templo pertenece al Gobierno secular”[19].
A este respecto, hay que tener en cuenta que estas ceremonias constituyeron uno de los instrumentos más precisos, si no el que más, para evidenciar episodios ambientales disruptivos en Iberoamérica, entre finales del siglo XVI y mitad del XIX, tal y como han indicado Garza Merodio y Alberola Romá[20], y en muchas ocasiones reflejaron los conflictos de protocolo existentes entre ambos cabildos, llegando a poner en peligro incluso su celebración[21]. Profundizando en el caso de la rogativa que se pretendía realizar en La Habana en esta ocasión, y a pesar de que el Obispo Juan Espadas consideró llevarla a cabo el día 21 de marzo, fue el propio Mayordomo del Santo quien indicó al Ayuntamiento que no le iba a ser posible preparar el acto en tan poco tiempo, proponiendo su realización para el 25 de dicho mes. Enterado el Cabildo, trasladó esta circunstancia al Capitán General para que, a su vez y si no tenía inconveniente, lo comunicase nuevamente al Obispo[22]. Espadas resolvió con el Capitán General, en su carta de 21 de marzo, que nada debía preparar el Mayordomo, ya que la imagen solo había que trasladarla a la Catedral, aunque el ceremonial no iba a poder realizarse el jueves 25 propuesto por el Mayordomo[23].
A este respecto, se deben tener en cuenta dos cuestiones. La primera es que, según Zamora Pastor, en estas ceremonias se seguía con rigurosidad el ritual romano, pudiéndose establecer cuatro grados o niveles de sequía según el ritual realizado, de modo que llevar en procesión a la imagen se correspondería con un episodio de sequía de intensidad “muy grave” o de nivel IV[24]. Si se tiene en consideración esta escala junto al resto de datos analizados procedentes de las fuentes cubanas, podría calificarse el episodio de sequía de 1802 como de muy grave.
La segunda cuestión que se observa, y lo realmente interesante de esta carta, es la coordinación existente entre poder civil y eclesiástico, al indicarle el Obispo al Capitán General que “será menester, que el Ayuntamiento por medio de V.S. señale, o el día anterior, o alguno de los dos siguientes, avisándome a tiempo, para prepararlo todo en la Catedral, y convocar al clero secular, y regular, y a los fieles para dicha función”[25]. Se trataría del “compromiso y sintonía” existente entre la Corona y el alto clero, a través de sus representantes civiles y eclesiásticos en la isla, del que habla Petit-Breuilh en relación a otros casos de desastres de carácter extremo en la América hispana. Y todo ello como consecuencia de la legislación que la monarquía española, a través
del Patronato indiano, había ido desarrollando e implementando en todos sus territorios desde el siglo XVI. De este modo el monarca, dada la distancia que le separaba de sus súbditos americanos, delegaba en sus representantes civiles y eclesiásticos todas aquellas actuaciones que tuvieran que llevar a cabo como consecuencia, en este caso, de los desastres ocasionados por fenómenos extremos. Pero quedando establecido que era el poder eclesiástico el que debía ponerse a disposición del poder civil y que las actuaciones que finalmente se llevaran a término no fueran fruto ni de la espontaneidad ni de la improvisación, sino del consenso, la comunicación y la coordinación entre los distintos actores involucrados[26].
Siguiendo en esta línea argumentativa, se observa en las fuentes analizadas cómo la preocupación del Cabildo volvió a acrecentarse cuando en el barrio extramuros tuvo lugar un incendio el 25 de abril y, como consecuencia de la urgente necesidad causada por la dilatada seca, solicitó al Capitán General la suspensión del Arancel de Víveres, la compra de tres mil barriles de harina extranjera y la posibilidad de estimular la contribución voluntaria para el auxilio de los más afectados a través de un anuncio en el papel periódico.[27] Pero no quedaron ahí las propuestas efectuadas por el Cabildo, ya que unos días más tarde, concretamente el 14 de mayo, volvió a requerirle al Capitán General que se añadieran 8 pilas más en los parques a las 4 que ya existían, debido a que la actual seca había demostrado la gran necesidad que tenía la ciudad de ellas. Y todo esto con cargo al fondo de Sisa y Piragua que estaba destinado a distintas obras públicas, entre las que se encontraba la de construir fuentes[28].
Por su parte, el 13 de mayo, el Consulado de La Habana dirigió una carta al Capitán General enumerando las calamidades que afligían al vecindario, tales como la falta de abastecimiento por la escasez de buques y de numerario y, sobre todo, la “seca devoradora” de nueve meses de duración. Esta última era la causa principal de las pérdidas de ganado y de cosechas, del incremento de precios de los alimentos y de los graves problemas para el abastecimiento de la población. Además de la “tan terrible seca”, y en parte como consecuencia de ella, también se había propagado el fuego por los montes con pérdidas importantes en algunas haciendas, en fábricas, cañaverales y otras labranzas. El Consulado sugirió, además, la necesidad de realizar expediciones comerciales para evitar el desabastecimiento, así como la suspensión temporal del cobro de la tasa de alimentos. Por último, solicitó al Capitán General formar una comisión extraordinaria para que el Rey conociera al menos la situación tan calamitosa que se estaba viviendo y poder convencerlo de que “son infundadas las insinuaciones de la envidia o de la malicia que nos atribuirán quizá en esta exposición un espíritu de ponderación interesado”[29]. Todo ello demuestra, una vez más, la centralización de todas las actuaciones en torno a la figura del Capitán General, representante directo del monarca en la isla.
Paralelamente a estos hechos mencionados en La Habana, varios autores como Blanchet, Alfonso y Quintero, de manera independiente pero coincidente, destacaron la dificultad para remediar los males que Villaclara y Matanzas estaban padeciendo debido a la sequía de 1802, ya que en la primera jurisdicción esta situación duró ocho meses mientras que en la segunda se prolongó al menos a diecinueve. Tal llegó a ser en Matanzas que “faltos de agua y sustento, perecían a millares los animales y hacienda hubo donde ninguno quedó: los bosques vírgenes, tan frondosos y verdes antes, perdieron sus hojas; el rico y el pobre, el labrador, lo mismo que el ciudadano, llegaron a ver muy próximo el día en que el hambre les cavara el sepulcro”[30], se sucedieron los incendios y los potreros se quedaron sin agua y sin pastos para el ganado[31].
Quizá por esta situación extrema, y aprovechando que el Cabildo habanero había solicitado a distintos cabildos un informe para conocer el estado general de sequía en la isla, el matancero se apresuró a remitirle el 19 de mayo de ese año un informe con una descripción larga y rigurosa de la seca que se estaba sufriendo. La falta de alimentos de toda clase era preocupante, ya que gran parte del ganado estaba muriendo por falta de pasto o se vendía sin alcanzar el peso adecuado para evitar la ruina y el desabastecimiento de la población. Se habían perdido las cosechas de arroz, maíz, platanales, frutas y tubérculos comestibles, mientras que los numerosos incendios que se estaban produciendo, a pesar de que estaban siendo controlados, no hacían más que incrementar las pérdidas ocasionadas por la que calificaba como “horrorosa seca”. De esta manera, hubo incluso que parar las moliendas en algunos ingenios para evitar la expansión del fuego en las habitaciones y en los cañaverales, pero gracias a esta vigilancia se previnieron daños mayores[32].
No obstante, no hay que olvidar que uno de los problemas más graves que estaba sufriendo la ciudad matancera en este momento era el tamaño de su población, con unos doce mil habitantes y pocos labradores para la siembra y venta de viandas al público. Al estar constituidas la mayor parte de las haciendas por ingenios, potreros, cafetales y vegas de tabaco, la población no podía proveerse de alimentos incluso cuando había buenas cosechas. Esto obligó al Cabildo matancero a solicitar al Capitán General, en varias ocasiones, un permiso para la descarga de buques americanos cargados de víveres, “ya que por las razones explicadas como por no haber entradas de buques del comercio ni extranjeros que proveyesen de alimentos, temía llegase a mayor extremo la miseria que se experimentaba”[33].
La situación en la parte occidental de la isla fue tan extrema que el 14 de agosto de 1802 se publicó una Real Orden de 3 de agosto en el Diario de Barcelona para alentar todo lo posible el comercio con La Habana, así como en El Correo Mercantil de España y sus Indias el 26 de agosto, donde se publicó además la carta remitida por el Consulado habanero en el mes de mayo[34].
En 1803 aún se siguen encontrando en las fuentes alusiones a esta sequía. En esta ocasión como consecuencia de la Real Cédula de 19 de diciembre de 1802 que solicitaba a todos los vasallos de América que contribuyeran al regocijo del rey por los desposorios del Príncipe de Asturias con Dª. María Antonia de Borbón, con el encargo expreso de que no se hicieran gastos extraordinarios. El Cabildo habanero acordó la celebración correspondiente haciendo hincapié en que se realizaría de manera austera, no solo por lo ordenado por su Majestad sino “por la gran seca que el año pasado sufrimos lo que ha causado considerable disminución en la presente cosecha” y porque el comercio nacional no se había rehabilitado aún tras el fin de la guerra con Inglaterra en 1802[35].
Las fuentes, además de los casos de La Habana, Matanzas y otros lugares del occidente cubano donde la sequía al parecer fue más intensa, también mencionan otros espacios geográficos que se vieron afectados por la sequía donde, de manera similar, se desarrollaron ceremoniales de rogativas para implorar la llegada de las aguas. Estas prácticas ceremoniales no dejaron de ser una mezcla entre las relaciones político-religiosas y las condiciones climáticas adversas que trajo consigo la Pequeña Edad del Hielo en Europa[36]. En el caso concreto de Santiago de Cuba, el 9 de mayo de 1802 salió de la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen una procesión para rogar por el cese de la seca y de las epidemias[37], aunque no se ha encontrado aún más información sobre otras posibles medidas adoptadas para paliar los efectos de esta sequía en esta parte de la isla. Por otra parte, este tipo de información relacionada con las rogativas, suele localizarse en las actas de los cabildos civiles y eclesiásticos, aunque en esta ocasión se ha detectado en las Crónicas de Santiago de Cuba de Emilio Bacardí.
Gran sequía entre huracanes (1844)
Tal y como constata Celeiro Chaple, durante la primera parte del siglo XIX predominaron los años en los que las precipitaciones fueron escasas, siendo 1812 el año en el que menos llovió y 1855 en el que más[38]. Sin embargo, las fuentes son parcas en detalles respecto a las consecuencias de los posibles periodos de sequía correspondientes a 1812 y 1827, resultando interesante la mención realizada por Desiderio Herrera en su Memoria sobre los huracanes en la Isla de Cuba sobre la “rigorosa seca de 1827”. En la misma, indicaba que las sequías eran consecuencia de la influencia de los vientos “sobre la producción de lluvia y sobre el estado higrométrico de un país”, observando que la de 1827 se encontraba “entre muchos ejemplos que pudiéramos citar”[39]. Esto parece indicar que se produjeron secas de notable intensidad en años anteriores cercanos, pudiendo referirse, al menos, al episodio de sequía de 1802 analizado y quizás también al de 1812 del que poco se sabe aún.
Pero no es hasta 1843-1844, antes del huracán de San Francisco de Asís del 4 y 5 de octubre, cuando vuelve a producirse en Cuba un nuevo periodo de “larga seca” que incidió especialmente en la parte occidental de la isla39. Puede afirmarse que la sequía de 1844 es la más documentada de las ocurridas en el periodo analizado y tanto los periódicos cubanos, los peninsulares y los extranjeros se hicieron eco de ello. La Verdad, de Barcelona, ya indicaba el 12 de abril de 1844 que “continuaba una sequía horrible en la isla de Cuba”, de tal manera que “en varias haciendas se moría el ganado por falta de pastos, y algunos propietarios vendían parte de sus reses con mucha pérdida, a fin de evitar una pérdida más ruinosa”. Calculaba además que el rendimiento de la caña sería de una tercera parte respecto a la anterior, con una cosecha de café reducida y una previsible escasez de plátanos[40]. El 13 de abril El Diario de la Marina achacaba la escasez de pastos a la “terrible sequía que reinaba en la isla” y a los “muchos incendios que hubo este año y de cuyas resultas desaparecieron también las cercas que cerraban los potreros”[41]. El Diario del Gobierno de la República Mexicana, el 10 de junio, informaba a su vez de la “seca terrible de nueve meses” que estaba padeciendo la isla y que había llevado a “la esterilidad de los campos, la muerte de toda clase de ganado y la carestía de los frutos de primera necesidad”, a la paralización del comercio y a la realización de muy pocos negocios “por-
que hay muchos que vendan y muy pocos que compren”[42]. Y todo ello en medio de una sublevación de esclavos.
También se llevaron a cabo en este periodo de sequía rogativas públicas como la de Puerto Príncipe, con objeto de aliviar al vecindario de “los crueles y calamitosos males que está experimentando con la extraordinaria seca que se sufre”, o la de la parroquia de Ntra. Sra. de Guadalupe extramuros, de La Habana, para que el Altísimo suspendiera “el terrible azote con que nos aflige en fuerza de nuestros crímenes y maldades”[43]. No son extrañas estas muestras de culpa ya que las sequías fueron consideradas durante el Antiguo Régimen como castigos divinos que amenazaban el abastecimiento humano, por lo que los cabildos eclesiásticos, a solicitud de los cabildos civiles y estos a su vez a instancias del campesinado, ponían en marcha las rogativas pro pluvia para solicitar a través de los santos locales la ansiada lluvia44, con la diferencia de que en la isla esta solicitud de los cabildos civiles se realizaba a través del Capitán General tal y como ha quedado demostrado.
Pero además de la descripción de los efectos producidos en los campos y seres vivos y de las actuaciones enraizadas entre la población como lo son las rogativas, las fuentes documentales recogen todo un conjunto de medidas económicas adoptadas, interesantes propuestas para paliar sus efectos y estudios relacionados con el clima y la sequía. Estas referencias aparecen en este momento casi siempre ligadas al huracán de 1844 por la cercanía en el tiempo de ambos episodios y continúan realizándose en 1845 para señalar que las condiciones de seca se extendieron en el tiempo tras el paso del huracán y hasta antes de la llegada del siguiente ciclón en 1846.
Destacan así las Memorias de la Sociedad Económica de La Habana que contienen el análisis realizado por orden del Conde de Villanueva, Intendente del Ejército y Superintendente de la Real Hacienda, en la Balanza Mercantil de la Isla de Cuba[44], correspondiente al año 1844. De este documento oficial se desprende cómo el aumento de las rentas de la Isla hubiera sido mayor “si las terrestres por causas naturales que las hacen subir y bajar indistintamente, no hubiesen disminuido”[45]. Respecto a la menor exportación de café, algodón, cera, tabaco y otros artículos, en dicho documento se especifican los perjuicios que tuvo para la riqueza pública en 1844 el “efecto de la seca que agotó los campos, y el huracán de octubre que exterminó cuantos cultivos había perdonado aquella, y cuyas consecuencias deben ser más sensibles en 1845 (… teniendo que importar…) hasta el Heno de Europa para mantener los animales domésticos”[46].
Las medidas adoptadas por la Junta Superior Directiva de Hacienda el 6 de diciembre de 1843 para paliar las consecuencias de la sequía, reanimar la agricultura y el comercio y aliviar los efectos de la “prolongada seca” aliviaron también la situación. De este modo, se puso en marcha a partir de enero de 1844 una rebaja de los derechos de las rentas marítimas y terrestres de la isla que se devolvieron o dejaron de cobrar sobre el azúcar, el café, la miel de purga y el aguardiente de caña. A esta rebaja se añadió la relativa a los derechos del arroz, los frijoles, las papas, el maíz en grano y en harina, la tablazón de pino y el tejamanil acordados en las Juntas Directivas de 3 de junio y en la del 7 octubre de 1844, esta última Junta celebrada ya tras el paso del huracán del 4 y 5 de octubre 48.
También resulta interesante el capítulo de “Antigüedades históricas referentes a la isla de Cuba” incluido en las Memorias de la Sociedad Económica de La Habana, en el que se hace referencia expresa a “la sequía rigorosa” que se padecía en ese momento al señalar que “en estos últimos años la falta de lluvias haya sido una calamidad de grave trascendencia, y que a la vez la historia nos transmita ruinas y destrucción por su excesiva abundancia”, haciendo alusión a las inundaciones ocurridas en 1792[47]. Expresión que resulta llamativa en 1845 ya que denota la intensidad de la sequía padecida, teniendo en cuenta que el huracán de 1844 también trajo consigo abundantes lluvias y que sin embargo no fueron suficientes debido al grado de aridez en el que se encontraban los suelos.
También es importante para un estudio de la prevención de riesgos, el que la Sociedad Económica de La Habana estuviera expectante en este momento ante el tifo epizoótico o contagioso que se expandió en Europa en 1845, al tener los comerciantes de la isla contacto con algunos de los países ya infectados. Es por esta razón por lo que aconsejó dicha Sociedad “evitar las consecuencias funestas que traería a nuestra riqueza ganadera un golpe de tanta magnitud, mayormente cuando aún están derramando sangre las heridas que recibimos en una prolongada seca, y el huracán memorable de octubre”[48].
Llaman igualmente la atención las propuestas realizadas por Mariano Torrente para el fomento de la agricultura en la isla y que estuvieron inspiradas en las medidas adoptadas en el norte de Europa en ese momento. Hubo algunas relacionadas con la necesidad de crear bancos hipotecarios y de descuento, bancos agrícolas y Asociaciones del Crédito Territorial[49]. Otras, probablemente más interesantes, se dirigieron hacia la prevención al proponer el aseguramiento a través de bancos de seguros mutuos de las fincas hipotecadas contra incendios y otros accidentes, contra la mortandad epidémica de los esclavos y contra los casos de epizootia en el ganado[50]. Sin embargo, la propuesta excluía expresamente los estragos causados por huracanes, sequías e inundaciones, a pesar de ser fortuitos, e incluso los incendios, ya que por el tamaño y generalidad de los daños generaría “demasiado quebranto a los compensadores”[51]. Respecto a los casos de epizootia la propuesta señalaba la necesidad de demostrar que había sido producida por enfermedad epidémica y no por el efecto de una gran sequía, debiéndose establecer procedimientos y responsabilidades para evitar falsas alegaciones, en donde participarían peritos, síndicos, vocales de la junta de seguros e incluso hasta el propio Capitán General, entre otros[52].
Se incluyeron, además, distintos estudios y artículos en las Memorias de la Sociedad Económica de La Habana en los años 1845 y 1846 relativos al problema de la escasez de agua y los efectos de la sequía. En algunos de ellos se plantearon los inconvenientes de la ausencia casi completa de vegetación en campos y ciudades. Así, atribuían la escasez de lluvias principalmente a la falta de árboles, debido a su influencia sobre la atmósfera y la formación de la lluvia, con los consiguientes efectos negativos sobre las cosechas[53]. Tales estudios apuntaron como origen de esta falta de árboles a la tala indiscriminada para su uso como combustible en los ingenios distribuidos en la zona central y occidental de la isla, especialmente en la provincia matancera, e insistieron en la necesidad de su reposición. Se basaron a su vez en estudios como el del hacendado José Pizarro y Gardín que predijo que “llegarían a experimentarse por esta causa grandes secas, porque las lluvias se irían escaseando en la misma proporción que los bosques se fuesen destruyendo” sin que nadie los repusiera[54]. Del mismo modo, en el informe sobre el proyecto de zanja para llevar agua del río Almendares al pueblo de Jesús del Monte, tanto para uso doméstico como para riego, se incide en los grandes perjuicios ocasionados por la falta de agua en la “cada vez más rigurosa” estación de la seca “destruyendo hasta la esperanza en el infeliz labrador, cansado de luchar contra la misma naturaleza”[55].
En el caso concreto de Matanzas, las Memorias de la Sociedad Económica recogen cómo en esta provincia se produjo una disminución de los productos de un año a otro, de modo tal que la exportación de azúcar, café y miel de purga en 1845 se vio mermada considerablemente. En el caso concreto del azúcar llegó a exportarse hasta casi un 70% menos, solo explicable por la “continuada seca” que se venía padeciendo y los “terribles estragos causados por el huracán de octubre”[56]. Hecho corroborado también por Jacobo de la Pezuela, quien determinó que el notable descenso de los rendimientos del azúcar obtenidos en 1845 respecto a los del año anterior se debían a la “sequía extraordinaria, los horribles huracanes de octubre de 1844 y muchas causas exteriores” aunque prácticamente se recuperaron en el siguiente año[57]. Pero no solo fue evidente el descenso del movimiento de estos productos comercializados a través del ferrocarril matancero. También es llamativo el descenso en el número de sus pasajeros en más de un 28% respecto al año anterior mientras que el movimiento de las maderas vio casi duplicado su volumen, probablemente por la necesidad de material para la reconstrucción de los daños causados por el huracán[58].
Ya en 1846, en la sesión del 10 de febrero del Congreso de los Diputados, las cuestiones climatológicas se entremezclaron con las políticas y el propio Ministro de Hacienda tuvo que rebatir al Sr. Llorente, Diputado en Cortes por Cádiz. Éste, partidario del sistema de libre comercio, achacaba la baja exportación de azúcar producida en la isla de Cuba el año anterior a la política realizada por el Gobierno y más concretamente a las negociaciones que se estaban llevando a cabo con Inglaterra y Francia. Sin entender esa “oposición sistemática” del diputado, el Ministro recordó a los presentes que “todo el mundo sabe que esta fue originada por los grandes daños que ocasionó un terrible huracán y la sequía (… y que) lejos de que la marcha política del Gobierno fuese la causa de la disminución de productos en la isla de Cuba, la verdadera causa fue una circunstancia accidental que el Gobierno no pudo prever”[59]. Tras una larga argumentación y debate entre ambos que duró varios días, en la que puso en evidencia las inexactitudes expuestas por el Sr. Diputado, el Ministro de Hacienda zanjó el asunto insistiendo en la correcta y beneficiosa actuación realizada por el Gobierno con respecto al comercio y la navegación.
La sequía de 1859 y el acueducto de Matanzas
Si algo marcó a la sociedad matancera a lo largo de estos periodos de sequías fue su empeño por construir un Acueducto para abastecer de agua a la ciudad. Tal y como indica José Mauricio Quintana, “mucho tiempo había que se trataba de abastecer de agua a Matanzas, que reuniera las condiciones de regularidad, baratura y salubridad necesarias, que coadyuvasen a su fomento, comodidad y ornato de esta población”. Y así, desde principios del siglo XIX, se estudiaron varios proyectos en el Ayuntamiento matancero “para cubrir una necesidad tan urgente” en los que todos los ingenieros relacionados de algún modo con la ciudad participaron en mayor o menor grado62. Uno de los primeros proyectos de los que se tiene noticia fue el de José Cabrera en 1822 y posteriormente el de Juan Vinageras en 1834, quien observa la falta de agua potable para el abastecimiento de la población[60]. Fue el agrimensor Andrés del Portillo el que promovió un nuevo proyecto de Acueducto en febrero de 1845, se deduce que movido por las consecuencias de la sequía de 1844. Con este proyecto pretendía traer el agua del río San Agustín, en concreto del punto conocido como La Presa de Contreras o Molinos del Rey, a través de una zanja para distribuirla con carros desde la parte baja de la ciudad, aunque tampoco fue aceptado.
En 1852, el Comandante de Ingenieros Antonio Montenegro inició un estudio para abastecer de agua a la ciudad y ese mismo año, el Ingeniero Julio Sagebien presentó el primer proyecto completo como consecuencia de un reconocimiento del lugar que realizó en 1846, el cual no fue aprobado por el Ayuntamiento debido a que en tiempo de lluvias las crecidas del río San Agustín hacían insalubres sus aguas para la salud. En 1855 el Ayuntamiento nombró una comisión de Estudios del Acueducto, con el Coronel Manuel Alvear y Lara a la cabeza, pero no es hasta 1856 cuando recibe la autorización “para agitar un asunto de tan vital importancia para la población (… y) poder ejecutar los trabajos necesarios con la velocidad deseada”[61]. La comisión municipal del Acueducto designó después a Francisco Villafranca para la realización de un nuevo proyecto para abastecer de agua a la ciudad, aunque renunció al poco tiempo por motivos personales.
Ante esta situación, la comisión otorgó un nuevo nombramiento a Juan Francisco Sánchez Bárcena, cuyo proyecto al fin fue aprobado y costeado por el Ayuntamiento debido a la necesidad de contar con un adecuado abastecimiento de agua para la población que siguiera los principios imperantes en ese momento en materia de salubridad y técnica hidrológica[62][63]. La elaboración del proyecto comenzó en 1859, “en el rigor de una seca pocas veces experimentada”, realizando una exploración minuciosa del terreno en la que se llegó a detectar hasta once manantiales de importancia que se fueron rechazando por motivos como la distancia a la ciudad, los accidentes del terreno o porque algunos de estos manantiales tenían “el defecto de reducirse a casi nada en las secas rigurosas”, entre otras razones[64]. A criterio de Quintero, lo que ayudó a agilizar estos trabajos fue precisamente “la seca que tanto en el año pasado, como en el presente, se ha prolongado de una manera pocas veces experimentada”[65]. No obstante, este proyecto no llegó a ejecutarse por carecer el Cabildo de los medios económicos necesarios[66], a pesar de que a mediados de siglo la ciudad matancera había crecido notoriamente y se encontraba en su máximo esplendor. De esto se deduce que es precisamente el crecimiento de su población el principal motivo por el que la necesidad de traer agua de calidad de manera directa a la ciudad empieza a ser acuciante en este momento. Pero no fue hasta 1866 que el proyecto se completó, se creó la sociedad de Bárcena y Hernández, el Ayuntamiento lo elevó al Gobernador Civil y se le concedió la licencia para el inicio de los trabajos. Sin embargo, las obras quedaron esta vez paralizadas por discrepancias entre los socios y la falta de recursos del Cabildo[67].
Es ya en 1871 cuando Gabriel Faura Casanellas y Fernando Heydrich solicitaron al Ayuntamiento matancero la licencia para la construcción del Acueducto que traería el agua desde el manantial de Bello (fig. 1), el elegido por Bárcena en su proyecto por su pureza entre el resto de manantiales analizados. A pesar del deseo del Ayuntamiento de llevar a cabo las obras por sí mismo tras más de 40 años sin pasar de estudios y proyectos y sufriendo la población la carestía de agua de manera apremiante, tal y como ocurrió tras el desastre provocado por el huracán de octubre del año anterior, decidió firmar un convenio con la nueva sociedad. Aunque no sin antes asegurarse de que las aguas de Bello elegidas eran las mejores, con un caudal suficiente para cubrir las necesidades del doble de la población existente en ese momento y el establecimiento de un precio máximo del agua, además de exigir la solidez de las obras y todo ello con la aprobación del Capitán General[68]. La obra fue declarada en el Acta del Cabildo de Matanzas, de 29 de abril de 1871, “como de reconocida utilidad pública”. La discrepancia surgió porque los proyectos realizados hasta el momento habían sido sufragados por el Ayuntamiento, “cuyo gran costo había sido un óbice a su realización y hoy con mayor motivo por el angustioso estado de los fondos y obligaciones que sobre ellos pesan: de manera que si bien el deseo de esta Municipalidad es el de llevar a efecto de por sí la obra, ve por otra parte que seguiría privando al público de tan indispensable y útil servicio sin tener la más remota esperanza de realizarlo por sus propios esfuerzos”[69].
La contratación se realizó finalmente por cuarenta años, otro aspecto en el que surgieron discrepancias, pasando así su explotación a manos de una empresa particular con la condición de quedar la obra a beneficio del Ayuntamiento tras su vencimiento, ya que ésta pretendía obtenerla a perpetuidad[70]. A cambio, y tras su insistencia, la nueva empresa del Acueducto consiguió la exclusividad en la ciudad. Así, a través de esta fórmula y después de tantos años invirtiendo el Cabildo en proyectos que finalmente no pudieron ser ejecutados por falta de dinero, se consiguió que Matanzas lograra disfrutar de “aguas potables y abundantes, traídas directamente y sin los inconvenientes de las lanchas aljibes, sufriendo la angustiosa situación de carecer de tan precioso líquido, como sucedió después del temporal de octubre último”, haciendo con ello referencia expresa a la fuerza destructora del huracán San Marcos que dejó arrasada la ciudad en 1870[71].
Fig. 1. Manantiales de Bello (Matanzas) en 1880. Fuente: En Cultura cubana (la Provincia de Matanzas y su evolución)[72].
Los trabajos del Acueducto se iniciaron el 15 de abril de 1872 con una repercusión urbana importante[73]. En la Plaza de Armas, actual Plaza de la Libertad, se colocó una gran fuente de hierro que diseñó el arquitecto Celestino del Pandal. Se continuaron los trabajos a partir de este punto de la ciudad hasta tener concluidas las obras del Acueducto en junio, surtiendo a partir de entonces a la ciudad de las aguas procedentes de los Manantiales de Bello. Los actos de inauguración duraron tres días en los que no faltaron las bandas de música, las compañías de artillería y de bomberos, el engalanamiento de toda la ciudad y hasta la bendición eclesiástica de las aguas en una ceremonia religiosa. Fue seguida de la celebración civil, encabezada por el Gobernador Juan Nepomuceno Burriel Linch, quien agradeció que el Acueducto tomara su nombre como consecuencia de su gestión durante el desastre provocado por el huracán San Marcos dos años antes. En alusión al mismo, el alcalde, León Crespo de la Serna, recordó que hacía poco tiempo que “las aguas impulsadas por una fuerza desviada cubrieron de duelo nuestra ciudad (…) y hoy esas mismas aguas conducidas por la mano inteligente del hombre, la llenan de regocijo y alegría”[74]. En el pedestal de la fuente se introdujo una caja con las actas del Ayuntamiento relativas al Acueducto, la lista de suscritores y ejemplares de la Gaceta oficial del Gobierno y periódicos de La Habana y de Matanzas. También se incluyó en la caja una medalla conmemorativa (fig. 2) de entre las monedas acuñadas para la inauguración con una inscripción en su anverso de las personalidades más importantes que permitieron la construcción del Acueducto junto a las armas de la ciudad. Mientras que en su reverso aparece representado Neptuno y la referencia a la inauguración del Acueducto Burriel77.
Fig. 2. Reverso y anverso medalla conmemorativa de la inauguración del Acueducto Burriel. Fuente: Aureo & Calicó Subastas Numismáticas, S. L.
La celebración no solo estuvo dirigida a la clase política y social más acomodada de Matanzas sino a todos sus habitantes y en ella se permitieron toda clase de diversiones. Así, el Ayuntamiento distribuyó bonos a los pobres para abastecerse de carne y pan[75], además de agua gratis para un número importante de ellos[76], mientras que Pascual García Artabe, ingeniero del Acueducto, obsequió a unos 50 trabajadores con un banquete en agradecimiento por el trabajo realizado para “mejorar las condiciones de higiene, bienestar y vida” de la ciudad, rifándose entre ellos varias monedas de la conmemoración de la obra[77].
Fig. 3. Postal con imagen del Acueducto de Matanzas.
Fuente: www.todocoleccion.net81
El orgullo del pueblo matancero por su nueva construcción continuó demostrándose a lo largo del tiempo incluso en las estampaciones que quedaron grabadas para el recuerdo (fig. 3). Así, el agua se convirtió en símbolo de muerte y destrucción y al mismo tiempo de vida, prosperidad y cohesión social en la ciudad matancera, constituyendo su Acueducto para las generaciones venideras la mayor obra de carácter preventivo hasta ese momento.
Conclusiones
Durante la primera mitad del siglo XIX fue común el predominio de condiciones secas con gran extremismo en distintas zonas del planeta, constituyendo este periodo la etapa final de la conocida como Pequeña Edad del Hielo. Así ocurrió en el occidente cubano donde, entre las primeras observaciones instrumentales del clima realizadas por Celeiro Chaple, se observa que el año 1812 fue el de menor precipitación mientras que 1859 se erigió como uno de los años más cálidos de todo el periodo, siendo el episodio de sequía más conocido hasta ahora el relativo a 1844. Sin embargo, la segunda mitad del siglo fue muy lluviosa, especialmente a partir de la década de 1870 y hasta el año 1900.
Por otro lado, existe un elemento determinante en el estudio de estos procesos de sequía en Cuba y es su ubicación geográfica entre las zonas de circulación tropical y extra tropical, así como la influencia que el evento ENOS o El Niño pudiera tener en la parte norte y central del país. Esto explicaría que las temperaturas frías severas que se sufrieron en la región occidental de Cuba a finales del XVIII estuvieran marcadas por una fuerte circulación meridional norte, mientras que las condiciones secas y temperaturas muy altas experimentadas en la primera mitad del siglo XIX serían debidas a la influencia de las condiciones meridionales sur.
Hasta el momento, los estudios históricos sobre los episodios de sequía en Cuba durante el siglo XIX han sido escasos y, en los mismos, no se ha profundizado en las medidas que se adoptaron para paliar o prevenir sus efectos. Es por ello que, en el presente estudio, se abordan las nuevas fuentes encontradas no solo para poder contar con una visión más completa del clima de la isla en este periodo sino para delimitar, en la medida de lo posible, los efectos de dichos episodios en la economía y la sociedad del momento.
Por otro lado, pueden clasificarse al menos las sequías de 1802 y de 1844 como muy graves, constatándose ceremoniales de rogativas pro pluvia al menos hasta mediados de siglo XIX en la isla. La documentación encontrada sobre el ceremonial de 1802 en el Archivo General de Indias ha confirmado el novedoso estudio realizado por Petit-Breuilh. Es por esto que puede afirmarse que existió una coordinación explícita entre los distintos representantes del poder civil y eclesiástico y que se centralizaron todas las comunicaciones y actuaciones en torno a la figura del Capitán General, como representante directo del monarca en la isla, gracias a la legislación desarrollada a lo largo de los siglos pasados.
En cualquier caso, siguen surgiendo muchas otras preguntas tras analizar los episodios concretos narrados por los contemporáneos como, por ejemplo, si eran exageradas las narraciones que realizaron en 1802 ocultando algún tipo de interés económico tras ellas, o si deberían aplicarse, e incluso cuestionarse a la luz de las nuevas fuentes encontradas, la metodología de H. Lamb y el “índice de lluvia” empleados por Celeiro Chaple en sus investigaciones con objeto de realizar una revisión más exhaustiva de estos episodios.
Quizás las respuestas a algunas de estas cuestiones puedan encontrarse en las reflexiones de la investigadora Dra. Virginia García Acosta cuando expresa que “no son los riesgos los que se construyen culturalmente, sino su percepción” por lo que es “la magnitud y severidad de las vulnerabilidades sociales y económicas acumuladas, asociadas con la presencia de una determinada amenaza” la que da lugar a eventos desastrosos[78].
Así, volviendo rápidamente sobre los tres episodios de sequía referenciados y sobre la percepción del riesgo de sus contemporáneos, podría apuntarse como vulnerabilidad para el episodio de 1802, el estado de guerra permanente que se vivió en Europa a finales del siglo XVIII y que provocó una crisis comercial entre la isla y la metrópoli con el consiguiente desabastecimiento de alimentos y manufacturas. La entrega de una queja colectiva realizada por los criollos por esta ineficacia del gobierno colonial exigiendo amplias reformas, con anterioridad al episodio de sequía de 1802, debió tener su peso en la carta del Consulado cuando se refirió a las infundadas insinuaciones de malicia que se le podrían atribuir tras su exposición de los acontecimientos que se estaban viviendo. Para el caso concreto de Matanzas, la situación de vulnerabilidad fue aún mayor en el momento de esta sequía, ya que no había surgido todavía como la gran ciudad en la que se convirtió poco después, volcada en la producción de azúcar y con una población en continuo crecimiento y con necesidades de abastecimiento crecientes y apremiantes. De hecho, hasta 1805 no le fue concedida la entrada de neutrales.
En cuanto al episodio de 1844, pudo también haber influido en la percepción de los contemporáneos la situación en la que quedaron las haciendas y los campos, ya no solo por la sequía y más tarde por el huracán, sino por la falta de mano de obra para el trabajo tras la conspiración de gente de color, las epidemias de viruela y sarampión y las plagas que se produjeron en ese momento, pues no solo redujeron aún más la producción agrícola, sino que acabaron con los cítricos en la isla.
Por el contrario, en el suceso de 1859, aunque se menciona que duró dos años y que el rigor del evento fue pocas veces experimentado hasta ese momento por ser uno de los años más cálidos del periodo, dando a entender que fue un episodio severo, no se encuentra de manera repetitiva en las fuentes analizadas como en los otros dos episodios. Quizás no constituyó un periodo de sequía extrema, sino que se aprovecharon unas temperaturas altas para impulsar el proyecto de Acueducto tantas veces paralizado. Para ello hay que tener en cuenta las fechas claves expuestas en este estudio: uno de los primeros proyectos de Acueducto de los que se tiene noticia fue el de José Cabrera en 1822, que posiblemente no sea el único, y con el episodio de sequía de 1802 muy cercano en la memoria; el de Juan Vinageras en 1834, influenciado quizás por la sequía de 1827 mencionada por Desiderio Herrera y de la que aún no se tienen muchos datos; el proyecto del agrimensor Andrés del Portillo, quien promovió un nuevo proyecto de Acueducto en febrero de 1845 como consecuencia directa de la sequía de 1844; y por último, entre otros muchos, el de Juan Francisco Sánchez Bárcena, en 1859, que aprovechó las altas temperaturas que se estaban experimentando para realizar la exploración del terreno y el análisis de idoneidad de la ubicación finalmente elegida para la construcción del Acueducto.
Lo que queda patente, en cualquier caso, es que el Cabildo matancero estuvo firmemente decidido durante muchos años a traer agua de calidad para la población y que sufragó los gastos de todos los proyectos realizados para la ejecución del Acueducto, aunque nunca los pudo acometer por la falta constante de recursos. Pudo conseguirse gracias a la contratación de una empresa particular que, aunque no logró obtener su explotación en perpetuidad, sí que lo hizo en exclusividad.
En vista de esto, quizá el evento de sequía de 1859 no haya sido tan grave, quizá aún no se hayan encontrado nuevas fuentes para su análisis o quizá su gravedad haya podido verse apagada ante los ojos de sus contemporáneos por la percepción exitosa de haberse logrado la construcción de un Acueducto que libraría a la ciudad de Matanzas de todas las penalidades sufridas por la falta de agua durante tanto tiempo. Lo cierto es que, detrás de la mano impulsora del hombre, se encuentran dos eventos desastrosos distintos como causa directa de la construcción en 1872 del Acueducto Burriel, más conocido como Acueducto de Matanzas: las sequías de 1802, 1844 y 1859 y el huracán San Marcos de 1870.