Introducción
En el contexto del amplio programa transformador que representó el reformismo borbónico, la ciudad se convirtió en uno de los principales escenarios de los aires renovadores de las ideas nacidas en el siglo XVIII y de las diversas transformaciones de carácter social, económico, político, cultural o ideológico en el contexto de la Ilustración.[1] A comienzos del siglo XIX, las ciudades hispanas en ambos lados del Atlántico presentaban graves problemas de carácter social, económico o sanitario que gobernantes, burócratas e ideólogos pretendieron solucionar mediante políticas, reformas y mecanismos de diversa consideración. Entre estos problemas se encontraba la pobreza, la suciedad, la escasa higiene, la existencia de vagos, rateros y holgazanes deambulando por sus calles, la sobrepoblación, la inseguridad, los alborotos públicos o la proliferación de enfermedades contagiosas. Estos asuntos, entre otros tantos, fueron un quebradero de cabeza para las autoridades y clases propietarias dieciochescas, desencadenando la puesta en marcha de un amplio conjunto de medidas destinadas a la creación de una “nueva ciudad”, regida por los principios de la Ilustración, en donde las capas altas de la sociedad pudieran sentirse cómodas y seguras. Las políticas que pretendieron asegurar el orden público, con las diversas estrategias que estas englobaron, se convirtieron en uno de los ejes centrales del nacimiento de la ciudad de corte ilustrado.
San Juan de Puerto Rico no fue ajena a tal realidad transformadora desde la segunda mitad del siglo XVIII y, principalmente, bien entrado el siglo XIX. Sería durante el largo mandato del capitán general y gobernador Miguel de la Torre (1823-1837) cuando la ciudad de San Juan vivió una considerable renovación de diversos aspectos de la vida urbana fruto de las diferentes medidas, implementadas desde la gobernación y el cabildo de la ciudad del cual el gobernador era presidente, en materia de alumbrado, pavimentación, saneamiento o tratamiento de aguas residuales, entre otros, pudiéndose comprobar así la existencia de un proyecto cuyo fin era la modernización de los espacios urbanos de la ciudad.2 Si bien es cierto que durante tal gobernación San Juan de Puerto Rico experimentó un notable desarrollo urbano,
es interesante examinar periodos previos de la historia de la ciudad y la isla que pudieron sentar las bases y servir como precedente de la posterior implantación de reformas de este tipo desde la década de 1820 en adelante.
En este sentido, el análisis del mandato del capitán general y gobernador Salvador Meléndez y Bruna, entre 1809 y 1820, resulta especialmente interesante. En una de las etapas más convulsas de la historia de España, en tiempos de la invasión napoleónica de la península ibérica, la promulgación de la Constitución de Cádiz, el retorno al absolutismo y el triunfo de la Revolución de Riego, sin olvidar el desarrollo de diversos procesos independistas a lo largo y ancho de la América hispana, el gobernador y el cabildo trataron de mantener el orden público en San Juan de Puerto Rico, en un periodo caracterizado por la presencia de notables amenazas, tanto internas como externas, al orden establecido.
La historia de San Juan y Puerto Rico fue, hasta comienzos del siglo XIX, la historia de una isla transformada en fortaleza. Durante tres siglos, Puerto Rico, y particularmente San Juan, se convirtieron en un baluarte español en el Caribe frente a los enemigos de la Monarquía hispánica que terminaron por establecerse en el mar que guardaba sus costas, siendo un territorio que no generaba los ingresos suficientes y que llegó a ser dependiente del situado procedente de Nueva España. Pese a su importancia defensiva, a inicios del citado periodo, Puerto Rico podría seguir considerándose un territorio de carácter periférico, lo cual explica, en cierto modo, la llegada tardía de los ideales ilustrados en comparación con otros centros urbanos como Ciudad de México, Buenos Aires o La Habana.[2]
Precisamente, durante el periodo estudiado se produjeron una serie de transformaciones a nivel interno que vendrían a cambiar la situación. Las dificultades económicas de la metrópoli y la guerra contra los franceses propiciaron el fin de la llegada del situado, en 1809. Desde mediados del siglo XVIII, las clases propietarias de la isla habían tratado de orientar la economía de la isla hacia la exportación de productos como el azúcar, el café o el tabaco, tal y como ocurría en algunas de sus vecinas antillanas. Sin embargo, no fue hasta el triunfo de la Revolución haitiana, vista como una auténtica oportunidad, y la privación del situado novohispano, cuando fueron iniciadas las primeras reformas necesarias para conseguir el ansiado despegue de la economía de plantación. El nombramiento de Alejandro Ramírez como intendente, en 1813, con las políticas que emprendió para modernizar la isla, y la Real Cédula de Gracias de 1815, fueron los dos grandes impulsos que permitieron que Puerto Rico, y San Juan, abandonasen lentamente su déficit endémico, en favor de una economía basada en la exportación hacia el mercado internacional.[3] Así, en el arranque del siglo XIX, comenzaron a vislumbrarse los primeros síntomas de la paulatina crisis de las unidades de explotación tradicionales y de la economía de subsistencia, trueque y contrabando en favor de una economía de agricultura comercial, con el azúcar como el principal de sus productos, crecientemente orientada hacia el mercado exterior
para mediados del citado siglo.[4]
Por otro lado, el gobierno de Salvador Meléndez y Bruna ha sido considerado, tradicionalmente, un periodo oscuro de la historia de la isla, ligado a su complicada personalidad.[5] Su manifiesta enemistad con Ramón Power y Giralt, diputado puertorriqueño en las Cortes de Cádiz, que llegó a denunciar sus poderes otorgados por el Consejo de Regencia en 1810 como “omnímodos”, e incluso pidió, sin éxito, la deposición del gobernador, mientras Meléndez trataba de obstaculizar sus acciones impidiendo el pago de sus dietas y la circulación de los escritos del diputado en la isla, le ha hecho pasar a la posteridad como un déspota y un tirano.7 Tampoco ayudaron a la positiva valoración de su persona los vaivenes en su trato con el cabildo de San Juan y su difícil relación con diversas figuras de corte reformista como el obispo Juan Alejo de Arizmendi y el intendente Alejandro Ramírez. Sea como fuere, durante su administración, Puerto Rico se erigió, frente a las guerras internas y la insurgencia del continente americano, como un territorio donde los problemas de orden público fueron, en comparación a otras realidades americanas, bastante puntuales. Tulio Halperín Donghi indicó que, entre 1808 y 1820, no se quebró la lealtad de Puerto Rico hacia España y solo fue a partir de 1820 cuando surgieron corrientes favorables a la ruptura, o al menos a la puesta en marcha de profundas reformas tendentes a conseguir un mayor autonomismo.8
Podría decirse que el objetivo principal de esta investigación es el análisis de las políticas y estrategias seguidas por las autoridades isleñas destinadas a conocer la población y los problemas de la ciudad, evitar desórdenes públicos y controlar a sus habitantes, sus acciones y sus ideas, en el periodo comprendido entre 1809 y 1820, coincidiendo con el mandato de Salvador Meléndez y Bruna. Relacionado con ello, se tratará de comprobar si las medidas impulsadas por el gobernador Meléndez y el cabildo de San Juan estuvieron ligadas al amplio proyecto, de inspiración ilustrada y propio del reformismo borbónico, que pretendió hacer de la ciudad un lugar más ordenado, limpio, salubre, funcional y seguro o si, de lo contrario, respondieron más bien a la simple regulación de la vida urbana y la resolución de los problemas más inmediatos con relación a la seguridad pública. Por otro lado, se tratará de identificar cuáles fueron los grupos sociales que el poder local juzgó sospechosos de alterar el orden público, las causas de tal consideración, y qué estrategias y mecanismos fueron impulsados para la contención de sus acciones. Se pretende, por último, comprobar la relación entre la puesta en marcha de estas políticas de orden público y control social y los intereses de las clases propietarias de San Juan respecto a la liberalización del comercio y la orientación de la isla hacia la exportación a los mercados internacionales.
Un nuevo orden para una nueva ciudad
En el caso de la realidad española, el nuevo concepto de ciudad se enmarcó dentro del amplio programa renovador impulsado en tiempos de la dinastía Borbón, conocido como reformismo borbónico. El reformismo borbónico pretendió, a grandes rasgos, fortalecer el poder real y el de sus principales funcionarios, centralizar la administración, alcanzar una mayor eficacia de las instituciones estatales, impulsar el crecimiento económico de ciertos sectores económicos en detrimento de otros, modernizar el sistema defensivo hispano, especialmente al otro lado del Atlántico, y conseguir una mayor recaudación fiscal y rentabilidad en los territorios coloniales, entre otros fines. Para el caso de la ciudad, esta nueva concepción bebió de los principios de la Ilustración y buscó crear un espacio urbano más racional, limpio y seguro.
La nueva idea de la ciudad no pretendía únicamente una división racional y ordenada del espacio urbano, sino también conseguir que las urbes fueran más funcionales y cómodas para el disfrute de las clases acomodadas, inaugurando así una ciudad creada a imagen y semejanza de los planteamientos de la Ilustración. Entre ellos, destaca la idea de progreso, respondiendo la nueva proyección urbana a conseguir convertirse, con sus diferentes reformas y mecanismos, en fuente de riqueza.[6] En este sentido, desde la Corona, se impulsó un ambicioso plan de obras públicas centrado en la construcción de edificios más funcionales y la creación de avenidas o alamedas, así como proyectos relacionados con el empedrado, alumbrado, limpieza, recogida de basuras, alcantarillado o prevención de enfermedades en las caóticas calles de las principales ciudades de la América hispana.
Sin embargo, para conseguir esa ciudad reformada, el poder central y las autoridades locales debieron hacer frente a un conjunto de problemáticas de corte muy diverso. Principalmente, desde el reinado de Carlos III, aunque también existieron esfuerzos anteriores, conocer el estado de las ciudades, su población, sus posibilidades económicas y sus principales problemas se consideró imprescindible. Así, la urbe fue constante objeto de “representación, descripción, análisis y estadística”.[7] En primer lugar, la ciudad era sucia y antihigiénica. Existían evidentes problemas en la calidad de las aguas y el aire, la limpieza de las calles, la recogida de basuras o, incluso, debido a los animales que la habitaban como el perro o el cerdo. En segundo lugar, la ciudad era fuente de enfermedades. El cuidado de la salud pública y la higiene fue, en palabras de María Teresa Cortés Zavala, “un elemento estratégico en las políticas de control poblacional y del régimen del trabajo”.[8] Evidentemente, otro de los grandes problemas se encontraba en su misma población. La ciudad hispanoamericana presentaba una heterogeneidad considerable para mediados del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. En el proyecto ilustrado, ciertos sectores de la población urbana resultaban, cuanto menos, problemáticos. Se trataba de vagos, prostitutas, delincuentes, rateros, mal entretenidos, charlatanes o mendigos, entre otros grupos. Su existencia era indeseable, ante todo, por tres motivos: atentaban contra los principios de la moral cristiana, la razón y la idea de trabajo y progreso, siendo “el paradigma de lo incontrolable, y como tal un elemento peligroso para el orden social”.[9] Por último, la ciudad era desordenada. La necesidad de racionalizar el espacio urbano atendió a la realidad anárquica de sus calles. El raciocinio de la ciudad pasó por ponerle nombre a las calles y número a las casas y edificios, la puesta en marcha de obras públicas, el empedrado de sus calles o la iluminación de estas, lo cual contribuiría, asimismo, a combatir la inseguridad de la noche urbana.[10]
A nivel americano, el estímulo innovador en lo referente a la regulación de la vida urbana vivió cierto impulso con la conquista británica de La Habana en 1762. Y es que la ocupación británica de La Habana, en 1762 y 1763, fue un acontecimiento sobrecogedor para la Corona que evidenció la necesidad de modernizar el vulnerable sistema defensivo hispano en el Caribe, aumentar el poder del rey en los territorios indianos y conseguir una mayor recaudación fiscal.[11] En esta dirección, Consuelo Naranjo Orovio y Mª Dolores González-Ripoll remarcaron que tanto la ocupación británica de La Habana como la de Manila acentuaron la “ya asimilada necesidad de racionalizar y modernizar los territorios de la monarquía como único medio de potenciarlos y conservarlos frente a las agresiones”.[12] Fue, de hecho, La Habana el lugar donde se implantaron, por primera vez, una serie de reformas económicas, políticas y administrativas que tenderían a reproducirse en otros territorios, especialmente del Caribe, como fue el caso de Puerto Rico. No es extraño, por ello, que algunos autores, como la propia Naranjo Orovio, se refieran al Caribe como el “laboratorio de la Ilustración”.[13]
En el caso de San Juan, fueron las reformas del sistema defensivo las que primero arribaron a la ciudad. La caída de la principal urbe del Caribe español acentuó la fragilidad de la compleja estructura defensiva que la Corona había construido durante más de dos siglos. Dentro del amplio programa reformista emprendido por la Corona, el reajuste y perfeccionamiento de las defensas se convirtió en una de las máximas prioridades de Madrid. Con la empresa de realizar un diagnóstico de la situación de las defensas de San Juan de Puerto Rico, el monarca envió al ingeniero Thomas O’Daly a la isla, quien realizó un informe para la posterior visita que realizaría el mariscal Alejandro O’Reilly, en 1765. Este oficial elaboró, entonces, “un proyecto defensivo con el objetivo de convertir la ciudad de San Juan en una plaza inexpugnable”.[14] Las reformas de O’Reilly significaron una gran inversión económica para la defensa de Puerto Rico, que pasó por la ampliación de la ciudad y sus defensas, así como la reforma de sus baluartes, murallas y castillos.[15]
Esta investigación, dentro del vasto programa renovador que representó el reformismo ilustrado, se centra en aquellas políticas relacionadas con la consecución del orden público. Aunque ya se haya realizado un breve esbozo en la introducción, parece conveniente aclarar qué entiende este estudio por orden público, con el objetivo de que sea posible comprender cuáles fueron sus políticas, mecanismos e instrumentos.
En lo que respecta al orden público, nuestra definición sigue, fundamentalmente, los planteamientos de dos autores: François Godicheau[16] y Ricardo Anguita Cantero[17]. Siguiendo sus tesis, se parte de la base de que existió una conciencia firme, entre los dirigentes de la ciudad, en lo que concierne a la defensa del orden público, en contraste a la idea de anarquía. No obstante, se toma este concepto en un sentido amplio que incluye ciertos aspectos que estos autores, y otros tantos, no incorporan dentro de las categorías de “orden público”, “orden social”, “seguridad pública” o “disciplina social”, entre otras denominaciones presentes en la bibliografía. Este estudio considera, al igual que Godicheau, que el orden público es una idea que se construye, principalmente, en contraposición al concepto de “anarquía”. Para el periodo estudiado, la anarquía la representa todo aquello que suponía una amenaza para los proyectos del Estado y las autoridades insulares y locales, así como sus intereses. Por ello, anarquía eran Napoleón y los franceses, anarquía fueron los movimientos emancipadores del continente y el proceso haitiano, anarquía eran los heterogéneos grupos sociales de la ciudad no integrados en el mercado laboral y anarquía fueron las calles desordenadas, sucias, poco iluminadas y antihigiénicas, por citar algunos casos. En la reunión del cabildo de San Juan del 21 de agosto de 1810, por ejemplo, se acusó a Napoleón Bonaparte de “introducir el desorden y la anarquía”.[18]
Los grupos sociales e ideas que podían promover la anarquía y el desorden se convirtieron así en la gran amenaza al orden público. Godicheau hace referencia a la definición que Denis Diderot formuló para la palabra “anarquía” en la Enciclopedia, entendida como “un desorden en el Estado que consiste en que nadie tiene suficiente autoridad para mandar y hacer respetar las leyes, y que por consiguiente el pueblo puede comportarse como quiere, sin subordinación y sin policía”.[19] La anarquía no era otra cosa que falta de autoridad y el desorden generalizado, en un contexto en el que el pueblo podría hacer lo que se le viniera en gana. Se trata de una tesis en la que Diderot también aporta la causa de esta anarquía: la falta de subordinación y policía. El orden requería una necesaria subordinación de la población al poder político y sus disposiciones, ya fuera a la Corona, al gobernador y capitán general de Puerto Rico o al cabildo de San Juan, siendo el fin último del orden público conseguir la felicidad en sentido ilustrado y evitar la anarquía. Todo lo que quedaba dentro de los límites de la ciudad podía ser objeto de control y vigilancia de las autoridades y de su policía. En opinión de Víctor Tau Anzoátegui, esta transición hacia un mayor control y sometimiento de los habitantes es una de las principales características de la urbe contemporánea, ya que “el paradigma del Estado contemporáneo ha creado la imagen de la ciudad sometida enteramente a un poder exterior, fuerte y centralizado, desde donde se imparten las normas”.[20] Por tanto, se entiende por políticas de orden público todas aquellas medidas destinadas a la consecución de la tranquilidad pública en contraposición a la anarquía.
Como podría esperarse, gran parte de estas disposiciones, recogidas en los bandos de buen gobierno como el Reglamento de Policía de 1814, circulares de los diferentes capitanes generales y gobernadores de la isla de Puerto Rico, o en las actas de los cabildos puertorriqueños como el de San Juan, no dieron los frutos esperados. Otras tantas no fueron comprendidas y generaron enormes resistencias por parte de un sector de la población local que se negó a acatar órdenes referentes al reordenamiento del espacio urbano, higiene, salubridad y también orden público. De este modo, al igual que en el caso de diversas políticas impulsadas por los Borbones, frente a estas surgieron “manifestaciones de contestación, repulsa o insumisión y rebelión por parte de amplios sectores de la sociedad colonial”.[21] Por otro lado, la repetición de ciertas medidas y la insistencia en su ejecución no hace sino incidir en el hecho de que aquello que se ha ordenado no estaba siendo cumplido.25 En cualquier caso, no resulta sencillo conocer hasta qué punto se respetaron tales preceptos y el alcance que tuvieron.
A continuación, se examinarán las principales políticas, mecanismos y estrategias, impulsadas tanto desde la gobernación como el cabildo capitalino, destinadas a asegurar el orden público y controlar a la sociedad sanjuanera durante el periodo correspondiente al gobierno de Salvador Meléndez y Bruna, entre 1809 y 1820.
El orden público en San Juan de Puerto Rico (1809-1820)
Antes del inicio del siglo XIX, destacados personajes como el mariscal de campo Alejandro O’Reilly y diversos gobernadores se refirieron al problema del orden público. Asimismo, desde el cabildo se trató, en sintonía con los gobernadores, de hacer todo lo posible por evitar cualquier clase de alteración del orden público, revueltas populares o de esclavos, el surgimiento de movimientos perniciosos y la ociosidad de la población. El cabildo y la gobernación fueron los encargados de velar por la conservación del orden público, llegando a afirmar el gobernador Meléndez que “en no habiendo buenas guardias, prisiones y castigos no hay justicia, no hay orden, no hay sociedad”.26 Antes de desarrollar las principales políticas en este sentido, se exponen las palabras de Regina Hernández Franyuti para recordar la importancia del orden y la respuesta dada por el poder frente a los diferentes grupos o ideas que podrían perturbarlo:
“La seguridad pública se convirtió entonces en una constante en las decisiones del poder administrativo de los gobiernos; su significación estuvo vinculada con el control y la represión de todas aquellas manifestaciones que buscaban o insinuaban un cambio en las relaciones sociales”.[22]
Primeramente, la ciudad concentraba, desde el punto de vista de las autoridades locales, un elevado número de sectores problemáticos y gentes no dedicadas al trabajo. Las instrucciones del cabildo de San Juan al diputado Ramón Power y Giralt, de Pedro Yrizarri, son buena prueba del problema que constituía la existencia de este grupo e, incluso, en ellas se proponían soluciones basadas en la policía o el encierro. Dicta así la segunda petición del cabildo en referencia a la construcción de un hospicio para educarlos:
“2º […] Ninguna cosa hay perjudicial en la sociedad que la falta de aplicación al trabajo e industria. Así lo han conocido indistintamente todos los políticos, y no hay una entre las naciones cultas que no haya fijado su principal atención en crear tribunales y reglamentos de policía para desterrar la ociosidad, pero en vano impondrán penas a los ociosos si no se abre franca puerta a aquellos establecimientos capaces de precaver este mal; pues es indubitable que las leyes preventivas son con mucha distancia ventajosas a las penales. En la predicha erección se subviene a cuanto se puede desear en el particular. Por otra parte se funda un establecimiento que ocupará y enseñará a infinidad de individuos vagos, errantes y perjudiciales sin este auxilio; y por otra, hallará su castigo el perverso logrando con la corrección la ventaja de aplicarse a cosas útiles y necesarias, eximiéndose tal vez en lo sucesivo de otra
clase de penas que más suelen empeorar a los que las sufren de enmendarlos de sus delitos, resultando en beneficio de ambos estados y de la sociedad entera los felices efectos que se deducen de tan sano establecimiento”.[23]
Este fragmento es un espléndido testimonio de la ideología de los miembros del cabildo en torno a la plebe inaplicada al trabajo. En un tiempo en que las clases propietarias pretendían conseguir el despegue de la economía insular, necesitando una abundante mano de obra, el pueblo se dedicaba a andar ocioso. Era imprescindible desterrar este mal de la sociedad de San Juan y ponerlos a trabajar, según ellos, en beneficio de la sociedad entera, aunque se tratase, evidentemente, de sus intereses. En el proyecto que las clases propietarias tenían para la ciudad y la isla no era permisible la presencia tan marcada de grupos no dedicados al trabajo. Para ello, los alcaldes de barrio, los alguaciles y demás funcionarios de policía se hacían indispensables para vigilar y perseguir a aquellos que no estuvieran dispuestos a aplicarse al trabajo para que se dedicaran a lo que el texto describe como “cosas útiles y necesarias”.
En la sesión del 14 de enero de 1813, en la que los capitulares propusieron una serie de medidas destinadas a atajar el problema de la pobreza y el tratamiento de ciertas enfermedades especialmente arraigadas en la ciudad, se realizó una distinción entre los verdaderos pobres y enfermos y los falsos.[24] En el periodo analizado, se hace patente la buena disposición del cabildo en torno a la resolución de la pobreza, al mismo tiempo que se reconocía la existencia de “una tropa de holgazanes viciosos”.[25] Aquel mismo día, se apuntó que los pobres eran más bien pocos frente a este grupo:
“Es cierto que no quedará más que un corto número de verdaderos pobres; porque gran parte de los que vagan por la ciudad, principalmente los sábados, son negros, negras, muchachos y muchachas que, aquéllos son los unos esclavos que se han desembarazado de sus amos, después que de nada le sirven; otros, que teniendo casa y posesión en Cangrexos y Hato del Rey, lugares inmediatos a la ciudad, vienen con carga los viernes y se quedan dentro para estafar la limosna que la mañana siguiente alarga la mano bienhechora; otros muy capaces de ganar el sustento con sus trabajos; los muchachos antiguos de uno y otro sexo son por lo regular hijos de hombres malos y de mujeres de pésima reputación, que en su niñez los entretienen con el oficio de limosneros hasta la edad juvenil, en que salen aquellos para jugadores y fulleros, y éstas para substituir a las madres en la ociosidad y la prostitución”.[26]
Para solucionar el problema, el cabildo, tal y como se recogía en las instrucciones de Pedro Yrizarri, propuso la construcción de un “establecimiento que corte de raíz estos males es el que más imperiosamente reclaman la religión, la sociedad y la justicia”.[27] Y es que, como dice este último fragmento, no solo eran un ataque al trabajo y la sociedad, sino también a la religión cristiana, desempeñando la Iglesia y la moral un papel fundamental frente a los alborotos urbanos y frente a los ociosos.
Para esta moral cristiana, probablemente, el mayor problema lo constituía la prostitución. En el cabildo de San Juan se planteó el establecimiento de una casa de recogidas para que “las malas mujeres, se excusen [de los] muchos escándalos y ofensas que impunemente cometen contra Dios”.[28] Los capitulares propusieron que los funcionarios de policía se encargaran de reconducirlas hacia “las costuras y lavado de las ropas de la tropa de la guarnición y hospitales, con otros oficios mujeriles como abrir estopa, labrar cigarros, etc.”[29] Sin embargo, todo indica que la prostitución fue una práctica tolerada en el Puerto Rico del siglo XIX. Josué Caamaño-Dones apuntó, incluso, que las autoridades vieron en los lupanares una solución de orden público.[30]
Durante estos años, fue más bien el gobernador Salvador Meléndez quien legisló en favor de la aprehensión y aplicación al trabajo de este grupo. Tales medidas en contra de este heterogéneo sector de la población no eran una novedad en la isla y algunos de sus antecesores en el cargo ya las pusieron en marcha. Este fue el caso de su predecesor, Toribio Montes, quien en una de sus circulares ordenó “limpiar la Ysla de los hombres dañosos y perjudiciales y recogerlos” y llegó a proponer el debido alistamiento de todas aquellas personas sin ramo conocido en caso de ataque extranjero.[31] Fue, ante todo, a través de diversas circulares emitidas por la gobernación como se intentó aplacar dicha problemática. En circular Nº 185, de julio de 1809, Meléndez encargaba la persecución de todo “vago, ratero, mal entretenido, vicioso, perturbador, jugador…”.[32] El 23 de agosto de 1813, el cabildo recibió una circular del gobernador y capitán general referente al “modo más sencillo para la aprehensión de vagos y mal entretenidos”, tratándose de la circular Nº 328 que, además, buscaba que fueran aplicados al trabajo.[33] En julio de 1817, otra circular indicaba “que a todo vago y mal entretenido lo remitan como está mandado”.[34] En efecto, según dictaba la legislación vigente, todo sospechoso de vagancia de cualquier parte de la isla debía ser enviado ante el gobernador, en San Juan, para que justificase ocupación y, de lo contrario, sería sancionado o encarcelado. Sin embargo, tal orden difícilmente estaba siendo cumplida, como puede intuirse ante la insistencia del gobernador, quien repetía una vez más que “se encarga la actividad para que no sea necesaria la reiteración de unas mismas órdenes”.[35] Por otro lado, el Reglamento de Policía de 1814 reproducía la ejecución de lo dispuesto en la circular Nº 328 para la remisión al gobierno de toda aquella persona sin oficio ni ocupación.[36]
Un segundo problema para el orden público lo constituyeron los franceses presentes en la isla. El 1 de agosto de 1808, el gobernador y capitán general Toribio Montes remitió copia de su nuevo bando al cabildo de San Juan, en el que informó de la orden, llegada de la Junta Suprema Central, de expulsar a los franceses de la isla.[37] No obstante, esta medida quedó aplazada hasta la llegada del gobernador Meléndez, mientras en la vecina Cuba se producía una reacción general contra los franceses consistente en expropiaciones y expulsiones.[38]
La presencia francesa produjo el recelo de la mayor parte de las autoridades de Puerto Rico y del cabildo de San Juan, aunque buena parte
de dichas autoridades, sobre todo en otras zonas de la isla, era favorable a su permanencia. El mismo gobernador Toribio Montes destacó el papel económico que los franceses desempeñaban y el hecho de que no parecieran simpatizar con Napoleón.[39] Esta situación provocó el inicio de un debate entre las autoridades y los principales de la isla en torno a qué hacer con los franceses radicados en ella. Por ello, Salvador Meléndez pidió a las villas que expresasen su opinión sobre los franceses.[40] Los franceses de la isla eran algo más de dos mil, siendo un grupo ciertamente heterogéneo que llegó, mayoritariamente, procedente de Saint Domingue.[41] En su mayoría, se encontraban integrados en la sociedad puertorriqueña y muchos jugaban un papel relevante en la economía de ciertas regiones.[42] Este peso de los franceses en la vida de Puerto Rico fue más marcado en unas zonas que en otras. En el caso de San Juan, más bien, no constituyeron un grupo destacado, al contrario que en otros lugares como Aguada o la villa de San Germán. Las instrucciones que estos cabildos enviaron hacia las Cortes testimonian su importancia en la sociedad de cada una de estas poblaciones.
Desde San Juan, se pidió que “no se consientan extranjeros en esta Ysla; y que de los existentes se manden salir todos aquellos que no estén connaturalizados por escrito del soberano o casados con mujeres acomodadas de la propia Ysla”.[43] En su misma línea, la villa de Coamo también criticó la presencia extranjera “pues muchos de ellos entran en nuestra Patria con la piel de oveja e interiormente son unos rapaces lobos que nos rodean, y velan continuamente para devorarnos”.[44] También, el obispo Juan Alejo Arizmendi habló de los franceses como enemigos de la religión y del rey. Este tema fue una fuente de conflictos entre el obispo y el gobernador, ya que el primero pidió fervientemente la expulsión y acusó al segundo de encontrarse en connivencia con los franceses.[45]
Sin embargo, en las instrucciones de Aguada y San Germán no hubo mención alguna a la situación de los franceses en la isla.[46] Otro episodio favorable a su presencia se vivió en Mayagüez, donde Meléndez decretó la expulsión de algunos franceses. Sin embargo, los vecinos de la zona pidieron al gobernador que rectificase, constituyéndose los propios vecinos en “garantes de su conducta y bienes”.[47] También hubo oposición a la medida dentro del propio San Juan. Este asunto se debatió durante varios meses en el cabildo capitalino, siendo finalmente la opinión del cabildo “que los franceses que no tengan bienes ni sean artesanos interesantes al bien del país deben salir precisamente de la isla mas no los hacendados, mayordomos y los artesanos útiles, como está mandado y expresa el citado oficio que motiva este acuerdo”.[48]
En circular Nº 229, de 21 de julio de 1810, el gobernador ordenó, tal y como se hizo saber desde la metrópoli, “la expulsión y secuestro en los bienes de los franceses por vía de represalia”, exponiendo aquellos supuestos en los que podrían evitar esa sentencia. Entre estos, se salvarían aquellos que fueran emigrados llegados desde Santo Domingo y hubieran prestado juramento, los que tuvieran carta de naturalización, quienes ostentasen un sueldo o pensión y aquellos llamados a emplearse en fábrica u otros oficios mecánicos. Sin embargo, la pena podría afectar a los que estuvieran casados con nacionales e incluso tuvieran hijos. Por último, se fijaba el pago de una cantidad, variable respecto a cada situación, abonada al deportado para los gastos de su viaje y sus primeras necesidades.[49] Sea como fuere, el afectado tendría la posibilidad de recurrir ante el Tribunal de Gobierno, que admitiría sus alegaciones y estudiaría, pormenorizadamente, cada caso, siendo expulsados aquellos “franceses que por ley o privilegio real no gozan de una justa excepción”.[50]
Para el caso de San Juan de Puerto Rico, se conserva una relación de los franceses que vivían en la ciudad y que debían ser expulsados, siendo sus bienes embargados. Dicho documento incluye los nombres de veintinueve individuos con sus respectivos oficios y estados civiles. Tal disposición estuvo acompañada de una serie de artículos que sancionaban la confiscación de sus bienes y armas, no así de su dinero y utensilios de trabajo que no sobrepasasen los cien pesos de valor. Por último, se sancionaba la creación de un expediente para cada proceso, debiendo ser nombrado un
español de la confianza del francés para la gestión temporal de sus bienes.[51]
Pese a las órdenes de las autoridades metropolitanas de que fueran expulsados y sus bienes expropiados, así como las presiones del cabildo de San Juan y otros sectores, apenas hubo franceses que fueran desterrados de la isla. Ello se debió al gran peso que tenían muchos franceses en varias regiones y que, en opinión de María Dolores Luque, “su expulsión hubiese trastocado la incipiente bonanza económica que se experimentaba”.[52] Los intereses de las clases propietarias de la isla y el desarrollo económico primaron a la suspicacia de ciertas autoridades. El hecho de que permanecieran en su mayoría no impidió que fuera una población especialmente vigilada. El 21 de agosto de 1810, el gobernador envió al cabildo una resolución:
“Relativa al cuidado y vigilancia que quiere su majestad se tenga en todos sus dominios de América para que no se introduzcan en ellos los emisarios y espías que se han dirigido a las Américas por parte del Emperador Napoleón para perturbar e introducir el desorden y anarquía”.[53]
Para la consecución del ansiado orden público, se consideró también necesario poner el foco en los extranjeros presentes en la isla. En este sentido, el gobernador Meléndez ordenó a los oficiales que debía “ponerse el mayor cuidado y vigilancia sobre la averiguación y descubrimiento de los extranjeros”, decretándose la expulsión de todo extranjero sin ramo conocido en ocho días, la prohibición de venta o traspaso de sus bienes o tierras y su arresto en caso de ser contrarios a “la justa causa que defiende la Nación Española, debiendo por ello ser sumariados y procesados para calificar su conducta”.[54] Estas disposiciones también se refirieron directamente a los extranjeros radicados en la capital, encargándose a los alcaldes ordinarios, jueces y demás funcionarios de la ciudad que “cuiden y vigilen por su parte sobre el cumplimiento de todo, adoptándose medios conductos secretos y reservados para averiguación y descubrimiento del asunto que lo exige”.[55] En esta misma dirección, los artículos 62, 63, 65, 66, 70, 71, 72 y 74 del Reglamento de Policía de 1814 aluden a diversas disposiciones en torno a la llegada, establecimiento, control y vigilancia de los extranjeros.[56]
La situación descrita vivió un importante giro tras la concesión de la Real Cédula de Gracias de 10 de agosto de 1815 que procuró el fomento de la economía y el comercio de la isla. Entre los preceptos de la Real Cédula de Gracias, la cuestión de los extranjeros ocupó un lugar señalado, facilitándose la llegada de extranjeros de las naciones amigas, sobre todo de aquellos dispuestos a invertir en el sector agroexportador, así como la regularización de muchos de los extranjeros ya presentes en la isla, permitiendo “a las autoridades españolas un control sobre la conducta y movilidad de éstos”.[57]
Para su mejor cumplimiento, el gobernador Meléndez y el intendente Ramírez publicaron un reglamento dirigido a todos los ayuntamientos, tenientes, justicias mayores y demás jueces de la isla, con fecha de 15 de enero de 1816. Se citarán, a continuación, algunos de los mandatos más relevantes. Entre estos, se establecían las condiciones que debía presentar el extranjero para su asentamiento en la isla. Este debía profesar la religión católica, demostrar oficio honesto y bienes introducidos, dándosele la posibilidad de retornar a sus países de origen en los primeros cinco años y permitiéndose la extracción de sus bienes, a excepción de la conservación de sus tierras. En segundo lugar, tras el correspondiente juramento, se les despacharía carta de domicilio, concediéndoseles las tierras prometidas en los artículos décimo y undécimo de la Real Cédula de Gracias, siendo considerados, desde entonces, vecinos de la isla. Además, pasados los cinco primeros años, podrían acudir al gobernador con el objeto de pedir su carta de naturalización, obligándose a permanecer perpetuamente en Puerto Rico. Esta última disposición sancionaba, a su vez, la posibilidad de naturalizarse para aquellos extranjeros que pudieran justificar su residencia durante los últimos cinco años.[58]
Por otro lado, las autoridades coloniales y locales vieron una importante amenaza en los primeros movimientos revolucionarios del continente americano. Uno de los más destacados se inició en Caracas, cuando ciertos sectores de la ciudad constituyeron, ante el vacío de poder, un gobierno autónomo. Este hecho fue importante para nuestro caso, ya que algunos notables de Puerto Rico, y especialmente San Juan, tenían una estrecha relación con las autoridades de Caracas. A Puerto Rico llegaron noticias de la creación de la Junta Revolucionaria de Caracas por el desembarco de varios soldados huidos y, principalmente, por la venida de tres emisarios que dieron cuenta de los sucesos y que fueron inmediatamente encarcelados.[59] En conocimiento de ello, el 25 de mayo de 1810, el gobernador Meléndez remitió al cabildo de San Juan un oficio en el que informaba a los capitulares acerca de los acontecimientos de Caracas, ordenando que se requisasen y entregasen a las autoridades los “impresos, gacetas o escritos sediciosos de la Costa Firme”, entre ellos diversos ejemplares de la Gaceta de Caracas.[60] Los capitulares quedaron enterados y acordaron redoblar la vigilancia y perseguir a todo aquel que pudiera difundir esas “ideas inadaptables para este consistorio o mejor dicho, diametralmente opuestas al voto y juramento que ha prestado a su legítimo soberano, el más amado don Fernando Séptimo”.[61]
Meses después, habría nuevas noticias de los hechos de Caracas. En este caso, se trató de la llegada de varios documentos de las autoridades revolucionarias de Caracas y Cartagena de Indias, remitidos al cabildo de San Juan, pidiéndose a los capitulares sanjuaneros que se unieran a su causa. La condena por parte de estos fue inmediata, ordenándose incluso la destrucción de esos documentos por ser “incendiaria y fastidiosa su lectura por ser para formación de juntas”.[62] El 25 de octubre de 1810, los capitulares se negaron a seguir los pasos de Caracas por ser su ideal “opuesto absolutamente a la religión, patriotismo y lealtad de esta ciudad”.[63] La situación llegó a ser tan comprometida que el capitán general de Venezuela, Domingo de Monteverde, en carta de 15 de junio 1813, pidió ayuda a Salvador Meléndez frente a los “pérfidos revolucionarios”, requiriéndole que tomase “en consideración el peligro en que están en perderse estos territorios”.[64]
La llegada de inmigrantes procedentes del continente americano, fundamentalmente de aquellas regiones donde los movimientos emancipadores estaban más consolidados, también fue vista con cierta desconfianza. En una carta, fechada en 27 de diciembre de 1817, Salvador Meléndez informaba a la Secretaría de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia acerca de la venida a aquella capital de cinco individuos procedentes de Caracas que pretendían acogerse al Real Indulto de 1817, concedido por Fernando VII en Real Cédula de 24 de enero de 1817. Tras realizar la correspondiente investigación y vigilancia de sus conductas, afirmó Meléndez que se trataba de individuos honrados y escasamente sospechosos de simpatizar con la causa insurgente, reafirmando el compromiso de su gobierno con la fidelidad a la Corona española. Asimismo, adjunta a dicha carta, se encontraba una relación de diversos individuos llegados desde Costa Firme y el lugar en el que se establecieron en Puerto Rico, pudiéndose comprobar que la capital fue un lugar de asentamiento de limitado alcance.[65]
Por otra parte, fueron sospechosos de introducir ideas perniciosas en la isla incluso el obispo Arizmendi y el diputado Ramón Power, fervientes críticos de la gobernación de Meléndez. El gobernador, además, tuvo conocimiento de la correspondencia mantenida entre el obispo y José Miguel Sanz, uno de los hombres más notables de la Junta de Caracas.[66] De hecho, el gobernador Salvador Meléndez envió una denuncia a la península, en la que acusaba al obispo Arizmendi y al provisor del obispado, José Gutiérrez del Arroyo, de simpatizar con la causa venezolana.[67] Además, Arizmendi y Power fueron relacionados con una conspiración abortada en 1811 en la villa de San Germán, que mantenía contactos con los movimientos de Caracas o Santa Fe de Bogotá y en la que se encontraban involucradas buena parte de las clases propietarias de la villa y regidores de su cabildo.[68]
El cabildo de San Juan reafirmó, a lo largo de este periodo, su fidelidad a la Corona española y al monarca Fernando VII. Mientras en el continente americano, desde Nueva España hasta el Río de la Plata, se multiplicaban los movimientos insurgentes y los desórdenes, la “Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Puerto Rico” y su cabildo se convirtieron en un auténtico bastión de la causa fidelista. Lo cierto es que la única posible amenaza tuvo lugar en 1816, cuando al cabildo de San Juan y al gobernador les llegaron rumores de una posible invasión por parte de grupos revolucionarios de Tierra Firme. También, en 1816, corrió el murmullo de que Simón Bolívar pretendía dirigirse con tropas hacia la isla, aunque el rumor terminó por ser falso. Pese a los preparativos de la defensa que se realizaron, nunca llegó el tan temido ataque.[69]
Como resumen de las estrategias de contención emprendidas por el gobernador Meléndez en lo relativo a la llegada de ideas e individuos posiblemente perniciosos, merece la pena reproducir directamente las palabras de Emilio de Diego García en torno a la cuestión: “Completó estas prevenciones reforzando la censura y dotando un servicio de espionaje con el doble objetivo de descubrir las actividades de los separatistas y de los posibles partidarios de Napoleón”.[70] No es, por ello, sorprendente que el mismo gobernador reconociese, en abril de 1817, que “la vigilancia ha sido extraordinaria y fatigante al gobierno para mantener ilesa esta posesión libre de las sugestiones y tentativas con que han procurado estremecer su lealtad”.[71]
Otro grupo señalado por las autoridades como posible alterador del orden público fue el de los desertores. Durante el periodo estudiado, fueron constantes las deserciones producidas en la capital, conservándose diversas relaciones emitidas por el gobierno con los nombres y descripciones de estos para su aprehensión.[72] Tal fue el caso de Antonio Hurtado, en torno a cuya detención Salvador Meléndez emitió la circular Nº 186, de 4 de julio de 1809, o los desertores del navío San Leandro que andaban errantes por la isla, ordenando el gobernador su persecución en la circular Nº 217, de 15 de marzo de 1810.78 Al parecer, pudo ser habitual que quienes desertaban desde la capital se dirigieran en bote hacia Toa Baja, por lo que se pidió a sus autoridades que redoblasen la vigilancia y enviasen hacia San Juan a todo aquel sospechoso de deserción.79
En los primeros compases de su gobierno, en agosto de 1809, Meléndez emitió una circular referente a la concesión del indulto “a favor de los militares, que errantes de sus banderas, arrepentidos y amedrentados desean volver a ser parte del Cuerpo del Ejército”.80 En línea con tal política clemente, el gobernador ordenó que aquellos que desertaron en tiempos de guerra serían enrolados, obligatoriamente, durante seis años en el regimiento fijo, frente a los dos años de prisión que imponía la Real Orden de 20 de julio de 1797.81 En el Reglamento de Policía de 1814, se indicaba que los sospechosos de deserción debían ser inmediatamente enviados a la capital para aplicarlos al servicio de las armas o imponerles los castigos correspondientes. Con el fin de potenciar el alcance de dicha medida, el citado documento también recogió que a los funcionarios encargados de velar su cumplimiento se les recompensaría con quince pesos por cada desertor enviado a San Juan.[73]
Sin embargo, los efectos de tales preceptos, pese a su aparente indulgencia, fueron muy limitados y no dejaron de experimentarse “frecuentes deserciones en la guarnición y presidio de esta Plaza”, reincidiendo el gobernador Meléndez en el “cumplimiento de dichas circulares” y la imposición de sanciones a los encargados de la vigilancia del citado mandato, lo cual nos da buena idea de la escasa ejecución de sus órdenes.[74]
Por último, los esclavos y sus revueltas constituyeron una importante amenaza para el orden público. Este se trataba de un problema bastante antiguo. No obstante, desde finales del siglo XVIII, las revueltas de esclavos, aunque casi siempre locales, fueron una constante en la historia de Puerto Rico, sirviendo como pretexto para asegurar el orden y la autoridad.[75] El periodo 1807-1812 fue especialmente conflictivo en cuanto a las revueltas de esclavos. Para tratar el problema, el gobernador Meléndez impulsó varias medidas para evitar sus sublevaciones. En un oficio del gobernador enviado a las autoridades españolas, achacó el aumento de la conflictividad ocasionada por los esclavos a dos causas. Por un lado, debido a las noticias sobre la exitosa liberación de los esclavos en la vecina Santo Domingo. Por otro, con motivo de los rumores que corrieron en la isla sobre una supuesta abolición de la esclavitud.[76]
En primer lugar, el triunfo de la Revolución haitiana en 1804 generó pánico entre las potencias coloniales y las clases propietarias de las Antillas.[77] La Revolución haitiana, apunta Consuelo Naranjo Orovio, evidenció en el Caribe “la otra cara de la Ilustración”, frente a los consideraban que la Ilustración era solo progreso y civilización.[78] Los ideales ilustrados demostraron ser, también, revolucionarios. Permítase una referencia de la misma autora: “Evocar a Haití era hablar de barbarie, muerte, desolación y destrucción económica. Haití era lo opuesto a la civilización, al progreso, a la modernidad que portaba adelantos científicos y tecnológicos, educación y costumbres europeas”.[79] Haití siempre se encontró en el centro del discurso y la repetición de “otro Haití” fue un temor que persiguió a las autoridades durante décadas, también en Puerto Rico. El rumor haitiano tuvo también otra importante dimensión en la sospecha de que Haití pudiera enviar espías y alborotadores para iniciar revueltas de esclavos en territorio puertorriqueño, o directamente proyectar un plan para atacar la isla.[80]
Las autoridades de Puerto Rico hicieron todo lo posible por disminuir los efectos del contagio revolucionario, llegando también dicha preocupación al cabildo de la capital puertorriqueña.[81] Las estrategias de orden público, entre las que se incluye la vigilancia, represión, encarcelamiento o la censura, fueron el principal instrumento para evitar males mayores. En este sentido, el miedo a un “nuevo Haití” significó un recrudecimiento de las políticas de control sobre la población y, fundamentalmente, sobre los esclavos. Haití y anarquía se convirtieron en sinónimos. Esta situación fue manifiesta en Puerto Rico, donde el gobernador Meléndez exponía su preocupación ante los acontecimientos de Haití y las consecuencias que ello podía causar en Puerto Rico: “Y es un mal de mucha trascendencia en las Antillas haber visto erigirse Rey de Hayti al negro Cristóbal con servidumbre blanca”.[82]
En las instrucciones que se enviaron desde el cabildo de San Juan al diputado Ramón Power se reflejó el miedo de los capitulares a las revueltas de esclavos, evidenciando que los terribles hechos de la vecina Haití seguían muy presentes en sus conciencias:
“Si tendemos la vista sobre la desgraciada Isla Española de Santo Domingo y si consideramos que ni el Código Negro de la nación francesa, ni cuantos medios de precaución se tomaron por ella bastaron para contener el furor de los esclavos y gente de color que han producido en términos que horroriza la memoria de la catástrofe experimentada, habremos de llegar al grado de insensibles si nos mantenemos indiferentes y si no tratamos de cortar desde el luego el origen de aquel incalculable mal y la trascendencia que puede tener hacia esta isla”.[83]
Para evitar el contagio revolucionario, diversas autoridades aumentaron la vigilancia en las costas y de los extranjeros y esclavos llegados desde las mismas Antillas, impusieron la limitación de la movilidad de tal estrato social, imposibilitaron que pudieran portar armas y castigaron a aquellos individuos sospechosos de alterar la tranquilidad pública.[84] Desde San Juan, los notables de la ciudad propusieron la aplicación al trabajo de ciertos sectores sociales, en vez de permitir la llegada de más esclavos o labradores extranjeros que podrían provocar una revuelta y un problema para el orden público: “Este recurso pues lo tenemos adentro sin necesidad de buscarlo por afuera. El sinnúmero de agregados que abruman los campos, si por una parte viven ociosos y sin la proporcionada aplicación al trabajo”.[85] Se trató de una solución difícilmente realista ante una isla cuya economía se encontraba cada vez más sustentada en el empleo de esclavos y donde, naturalmente, resultaría más sencillo adquirir mano de obra esclava que dar un salario a los ociosos.
Probablemente, 1812 fue uno de los años más conflictivos respecto a la esclavitud en la historia de Puerto Rico. Meses antes, en las Cortes de Cádiz se debatió acerca de la abolición o la continuidad de la esclavitud. Parece ser que Ramón Power, de familia hacendística propietaria de esclavos, envió una carta a su madre pidiéndole que, en caso de que las Cortes decretasen la abolición, fuese la primera en liberar a sus esclavos. Todo indica que dicha carta se difundió y corrió el rumor de que las Cortes preparaban o ya habían decretado la abolición de la esclavitud. Sin embargo, hubo rumores semejantes años antes. Ya en 1809, se recibió en el cabildo de San Juan un oficio del alcalde la villa de San Francisco de la Aguada informando sobre que corren “unas vozes entre diferentes mulatos y negros esclavos de que había venido a esta isla una real cédula en que su majestad concedía la libertad a todos los referidos esclavos, la que se había ocultado por parte del gobierno”, acordándose que se redoblase la vigilancia de los esclavos y se informase a los alcaldes de barrio en la capital.[86]
No obstante, los incidentes de 1812 tuvieron mayor repercusión, produciéndose el origen del rumor del decreto de libertad en la propia capital. En carta de 15 de enero de 1812, el gobernador Meléndez informaba que “se sintió en los [esclavos] de esta Ciudad algún susurro que se propagó por los mismos de unos a otros a los de los campos”, creyendo los esclavos que se había notificado su manumisión al “haberse esparcido en esta Plaza entre los esclavos y gente de color la especie de que estaba decretada por S.M. la libertad de los siervos”.[87] Días después, la cuestión fue debatida en el cabildo, participando el gobernador acerca de “las noticias que se han propagado entre los esclavos, pardos y morenos, de su libertad”, mostrando los capitulares su predisposición y colaboración con los cuerpos militares de la ciudad para “contener y corregir provisionalmente y por pronta providencia” dichos rumores.[88] Todo apunta a que el germen del susurro provino de algunos tripulantes del bergantín Cazador, que hicieron esparcir la supuesta noticia de que las Cortes habían decretado la abolición de la esclavitud en agosto de 1811.[89]
Pese a que el mismo gobernador restó, inicialmente, importancia al peligro que suponía la rebelión “porque tampoco hay en esta isla gran negrada”, fue necesaria la puesta en marcha de diversas medidas destinadas a la salvaguarda de la paz, siendo fundamentales las “providencias, rondas y guardias que han celado por el bien público”.[90] Ante los peligrosos hechos, en varias circulares, el gobernador Meléndez limitó la movilidad de los esclavos, restringió toda aquella reunión de tres o más esclavos y mandó detener a todo aquel esclavo que se encontrase fuera de su hacienda.[91] A su vez, Meléndez impulsó en la isla la creación de un batallón de blancos bajo el nombre de Voluntarios de la Patria, dotados de uniformes y armas, así como adiestrados en el ejercicio y la disciplina militar. La fundación de tal compañía, como reconocía el propio gobernador, respondió también a los graves problemas económicos que atravesaba la isla pudiéndose sustituir un cuerpo militar que, para aquel momento, se encontraba a media paga por una corporación de voluntarios blancos, reafirmándose al mismo tiempo la necesidad de que los blancos se uniesen frente a las posibles revueltas protagonizadas por los negros.[92] Por último, cabe decir que el castigo de los implicados pasó por penas que incluyeron azotes, trabajos públicos y la expulsión de cuatro de los responsables.[93]
La eficaz represión de la revuelta de comienzos de 1812 demostró la importancia del espionaje y la vigilancia de la población esclava, citándose la existencia de una “patrulla disfrazada” presente entre los esclavos. Solo gracias a la colaboración entre la población blanca y las autoridades podría asegurarse el orden social y económico vigente, estableciéndose así una alianza entre los blancos y el gobierno, que desembocó en la conformación de dos grupos sociales antagónicos y enfrentados.[94] Tal pacto fue especialmente favorable y necesario para los amos, indicando Benjamín Nistal-Moret, con relación a esta cuestión, que “el propietario esclavista usó del poder policial establecido en la consecución de sus objetivos”.[95]
Con el fin de evitar los daños causados por los esclavos que vagaban por la ciudad y la isla, el gobernador emitió la circular Nº 216, de 14 de mayo de 1810, en el que establecía que se castigase con veinticinco azotes a los esclavos que deambulaban sin permiso de su amo, si era esta la primera vez que lo hacían, y cincuenta azotes en caso de ser reincidentes. Además, dicha orden afectaba también a sus amos, obligándoles al pago de una multa o incluso a la venta del individuo en caso de reiteración.[96] Por otro lado, el Reglamento de Policía de 1814 fue muy restrictivo respecto a las acciones de mulatos y esclavos. Por ejemplo, prohibía que los esclavos pudieran alquilar casa alguna, salvo expreso permiso de su amo; impedía a negros y mulatos que pudieran portar cualquier clase de arma, salvo aquellos que fueran miembros de las compañías de milicias; imposibilitaba los bailes de negros, exceptuando los días festivos; restringía que las mulatas y negras vendiesen cualquier tipo de efecto o producto comestible en las calles; y, además, establecía la pena de muerte para todo aquel que ocultase o ayudase a cualquier esclavo huido.[97]
Por último, y no menos importante, esta investigación considera como medida conducente a la garantía del orden público toda aquella política destinada a conocer la ciudad y sus habitantes, principalmente a aquellos grupos sospechosos de alterar la tranquilidad pública. Esta meta puede verse reflejada en la consigna “debiendo yo pues tener conocimiento de todos y de todo”, que el gobernador Toribio Montes expresaba en una de sus cartas a Santiago de los Ríos y Juan Antonio Mexia, alcaldes de primer y segundo voto de San Juan, en febrero de 1805.[98] En este sentido, era necesaria la realización de padrones de habitantes. Estos no son, propiamente, una innovación de la segunda mitad del siglo XVIII o principios del XIX, pero sí lo es su mayor regularidad. Sin duda, los censos poblacionales tienen una clara intención de convertirse en instrumentos de control social, tratándose del modo en el que el poder podía conocer a los pobladores de la ciudad y diversas circunstancias de estos.
Por mandato de la Corona, y en cumplimiento de la Real Cédula de Gracias de 1815, el gobernador ordenó la formación de un padrón, con distinción de clase y sexo, de los habitantes de Puerto Rico.[99] Para el caso de San Juan, se realizaron diversos padrones de los vecinos de la ciudad, divididos en los cuatro cuarteles que la conformaban: San Francisco, Santa Bárbara, San Juan y Santo Domingo. En estos, sirviéndonos como ejemplo el caso del padrón de Santa Bárbara de 1818, se recogían diversas informaciones como la edad, clase, estado, empleo u oficio de todas las almas del cuartel, realizándose un resumen detallado en el que se incluía una clasificación étnica entre blancos, pardos, mulatos y negros.[100]
Esta búsqueda de información por parte del poder estuvo, sobre todo, concentrada en aquella población considerada una amenaza. Así, los extranjeros, franceses e inmigrantes fueron el principal centro de atención de los esfuerzos del gobernador Meléndez por realizar un diagnóstico de los habitantes de la isla y la ciudad de San Juan. No obstante, esta política no se trató de una medida original del citado gobernador, sino que en etapas previas, especialmente con la llegada de la emigración de Santo Domingo, diversos gobernadores como Toribio Montes realizaron distintos esfuerzos por conocer el estado de los extranjeros presentes en San Juan.[101] En el periodo estudiado, en la circular Nº 200, con el objetivo de que el gobierno tuviera “un exacto conocimiento de los extranjeros existentes en la Ysla”, se ordenó que aquellos sin oficio conocido debían presentarse ante el gobernador.[102] El Reglamento de Policía de 1814 decretaba que los diferentes ayuntamientos, incluido el de la capital, debían conformar un libro de matrícula en el que debía indicarse domicilio, nombre, patria, religión, estado civil, ejercicio y nombre de sus mujeres e hijos, en el caso de tenerlos, de todos los extranjeros residentes en la isla. Del mismo modo, en consonancia con lo dispuesto en la Real Cédula de Gracias de 1815, se elaboraron diversas relaciones de extranjeros residentes en Puerto Rico.[103] Por citar otro ejemplo, en circular de febrero de 1816, el gobernador pidió la formación de una relación de todos los emigrados desde Costa Firme, tanto los que contaban con permiso como los que se encontraban en situación irregular.[104]
Estas iniciativas también fueron debatidas en el cabildo de la ciudad. El 16 de noviembre de 1812, se leyó una solicitud del comandante de artillería pidiendo que se hiciera un censo sobre los hombres aptos para entrar en la milicia de la ciudad. El cabildo aceptó la solicitud y dispuso la elección de un funcionario que “se hiciera cargo, en cada uno, de llevar las listas o censos de cada barrio, con separación de clases, edades, sexos”.[105] El 4 de octubre de 1813, se conoció en el cabildo la petición de Meléndez sobre la realización de un censo, disponiendo entonces una relación “con especificación nominal de clases y exercicios, y la estadística con respecto a la riqueza de su vecindario, como que debe servir de base para toda contribución y sistema para la recaudación de las rentas nacionales”.[106]
Por último, cabe decir que el cumplimiento de tales órdenes relativas a las matrículas no pareció ser muy efectivo en algunos casos. Tras ordenar la elaboración de la estadística de la isla en octubre de 1816, la circular Nº 85 indicaba que muchos alcaldes ordinarios habían enviado los ejemplares que debían rellenar con la información solicitada con “tan poca exactitud y tan llenos de errores, que sus contenidos son absolutamente inútiles e incapaces de servir de base para el estado general”.[107] Más allá de la capital, fue sobre todo en los campos donde la situación vivió un mayor descontrol, recordando en otra circular el gobernador Meléndez el debido cumplimiento de lo dispuesto bajo pena de multa a los funcionarios implicados en su ejecución.[108]
Conclusiones
Las políticas que pretendieron asegurar el orden público, promovidas tanto por el gobernador Salvador Meléndez como por el cabildo de San Juan entre 1809 y 1820, representaron la piedra angular de los intentos de las autoridades insulares por evitar que la tranquilidad se viera perturbada en San Juan de Puerto Rico. En unos años tan sumamente conflictivos en el mundo hispano, en ambas orillas del Atlántico, las medidas destinadas a mantener el orden público se erigieron como el mecanismo más efectivo de las autoridades por evitar el contagio revolucionario en San Juan. Así, la vigilancia, la represión, la censura, la conformación de matrículas o el encarcelamiento fueron estrategias que se mostraron, ciertamente, eficaces para combatir las amenazas al orden que supusieron las acciones de diversos sectores sociales que esta investigación señala como sospechosos de alterar el orden público, tratándose del heterogéneo grupo conformado por los denominados “vagos”, los franceses, los extranjeros, los esclavos, los desertores y los posibles simpatizantes con la causa francesa o los procesos independentistas del continente americano, principalmente. De entre las diversas estrategias, fue la vigilancia impulsada por el gobernador Meléndez la que mejor representa el estado de alarma presente en la ciudad y la isla frente a cualquier posible alteración de orden público. No obstante, el análisis de tales políticas indica que, más bien, respondieron a la resolución de las sucesivas problemáticas que fueron surgiendo y no tanto a la configuración de un amplio proyecto, por parte de las autoridades insulares y locales, destinado al aseguramiento del orden público, dentro de los ideales ilustrados, con el fin último de hacer de la ciudad un lugar más ordenado y moderno.
Por otro lado, en sintonía con la tesis de François Godicheau, esta investigación considera que las autoridades insulares y los capitulares de San Juan tuvieron muy presente el miedo a la anarquía, entendida como antónimo de orden público.[109] Como se ha podido ver reflejado, la anarquía la representaban los sucesos de Haití, los franceses, los revolucionarios, los holgazanes o la falta de autoridad y cumplimiento de las leyes decretadas, entre otros tantos desafíos al orden internos y externos. De este modo, las autoridades locales construyeron un discurso de existencia en un medio constantemente amenazado, en el que las políticas que se propusieron mantener el orden público constituyeron la solución más efectiva para asegurar el statu quo. Para ello, fue necesario afianzar un consenso entre autoridades, oligarquía y población blanca que permitiese dar una respuesta efectiva a las diferentes problemáticas propias del periodo tratado, buscándose además la llegada de inmigración blanca, tal y como pretendió la Real Cédula de Gracias de 1815, entre otras medidas. Junto a este consenso, fue imprescindible establecer una “alianza de los intereses metropolitanos con los de las elites locales”, que se prolongó durante años.[110]
Otra de las principales conclusiones que ha podido comprobar esta investigación es el enorme peso que los asuntos de carácter económico desempeñaron para el impulso y la aplicación de estas disposiciones. Desde mediados del siglo XVIII, las clases propietarias de Puerto Rico reclamaron reformas y un mayor aperturismo de su economía en busca del abandono de su dependencia económica y su posición de bastión defensivo. La criminalización de los sectores sociales inaplicados al trabajo y las órdenes encaminadas a aprehenderlos confirman, a su vez, las ansias de las clases propietarias de San Juan de Puerto Rico y otros puntos de la isla por conseguir una mano de obra barata con el fin de impulsar el sector agroexportador y el comercio exterior, tal y como lo proponían las instrucciones enviadas por el cabildo de San Juan al diputado Ramón Power. Del mismo modo, las reticencias de amplios sectores de la sociedad en torno a la expulsión de los franceses y la expropiación de sus bienes, el cambio de rumbo que supuso la Real Cédula de Gracias de 1815, pretendiendo la atracción de extranjeros, y la necesidad de población esclava para las plantaciones demuestran la existencia de ciertas contradicciones entre las estrategias que buscaron asegurar la tranquilidad pública y aquellas destinadas al estímulo económico. No obstante, las políticas de orden público deben ser contextualizadas y encajadas, como una pieza más, en la firme aspiración de las autoridades y clases acomodadas de Puerto Rico y, especialmente de San Juan, en favor de mantener su posición política, social y económica y sentar las bases del ansiado despegue económico de la isla. En este sentido, nos parece acertada la siguiente afirmación de José Manuel Espinosa Fernández: “El Puerto Rico que nace de la crisis imperial, efectivamente, tiene mucho que ver con los anhelos de esa clase dirigente”.[111]
Sin embargo, estas políticas no estuvieron exentas de dificultades y generaron resistencias por parte de una población local que no comprendió o no estuvo dispuesta a acatar muchas de estas iniciativas. Las actas del cabildo, la diversa correspondencia, las circulares o el Reglamento de Policía de 1814 reflejan la aplicación ideal de una serie de medidas cuya repetición e insistencia en su debido cumplimiento llevan a pensar que no se respetaron, fueron inaplicables o generaron el malestar de los vecinos de la ciudad en multitud de ocasiones. Por otro lado, fueron los mismos funcionarios encargados de su ejecución quienes, en ocasiones, decidieron no hacerlas cumplir adecuadamente, se mostraron incapaces de ello o, directamente, resultaron señalados por el gobernador por su ineptitud, menguando el alcance de tales políticas. A su vez, ha podido comprobarse que la crónica escasez de fondos en el cabildo sanjuanero y la crisis económica, presente en la isla desde el fin de la llegada del situado novohispano, fueron otros de los grandes obstáculos que las autoridades tuvieron que afrontar para conseguir poner en marcha sus planes de salvaguardia del orden urbano.
Con todo, pese a las dificultades y resistencias, no permite duda afirmar que las políticas que pretendieron asegurar el orden público en San Juan y, en tónica general, en Puerto Rico consiguieron su principal objetivo: evitar alteraciones notorias de la seguridad pública y contener la llegada de las peligrosas ideas que podían introducirse en la isla. Puerto Rico fue, de este modo, una de las regiones menos conflictivas de entre los territorios hispanoamericanos y un auténtico baluarte de la causa fidelista, frente a lo que las autoridades insulares y locales consideraron los desórdenes del continente americano. A la altura de 1820, cuando el gobernador Salvador Meléndez regresó a la península ibérica, San Juan de Puerto Rico conservaba una tranquilidad impropia de una capital hispanoamericana, en contraposición con la mayoría de sus iguales en el continente, permitiendo una estabilidad que resultaría fundamental para el desarrollo urbano, social y económico de las décadas venideras.
No resulta, por ello, extraño que las autoridades locales y, sobre todo, el gobernador Meléndez reivindicasen ante la Corona el éxito de sus estrategias de contención de cualquier tipo de desorden. Así, en diciembre de 1817, Salvador Meléndez se mostraba satisfecho en torno a su labor como garante del orden público y de la fidelidad de Puerto Rico a la Corona española, llegando incluso a compararse con Argos Panoptes, un gigante de cien ojos de la mitología griega que era capaz de mirarlo todo, sin ser descubierto. Trataba de hacer ver, de tal modo, su inmensa eficacia en la vigilancia de cualquier elemento subversivo presente en la sociedad puertorriqueña y se jactaba de poseer una verdadera omnisciencia durante los años de su mandato. Se representaba, de esta manera, como una verdadera personificación del panóptico que el filósofo francés Michel Foucault interpretó como la representación última del ejercicio del poder en una sociedad vigilada, controlada y disciplinada.[112] Decía así el gobernador Meléndez:
“He vivido y vivo como un Argos, teniendo hasta la fecha la dulce satisfacción de haber conservado a S.M. este precioso territorio libre de toda mala idea”.[113]