Un rasgo propio de los mitos es su carácter repetitivo, casi ritual. Tal vez por eso, a pocas personas les resulta extraña la frecuencia con que la mitificación del pasado implica, en nuestras sociedades caribeñas y latinoamericanas, la falsificación de la historia. A menudo, esta falsificación conduce al establecimiento de una “liturgia” del poder que tiende a propiciar el consumo colectivo de la relación con el pasado bajo la forma de un incesante ritual de referenciación y validación de las estructuras del poder. Y como la función de esta liturgia es la de fundar la “tradición oficial”, las sociedades adoctrinadas en esta tradición de la repetición terminan asimilando una concepción de su propia historia como si esta fuese el espejo de la “verdad”. Esto resulta tanto más penoso cuanto que lo que se les ofrece suele ser una “verdad” forjada según el mismo procedimiento que se resume en la frase de Joseph Göbbels (Ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich) según la cual: “Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”.
Por suerte, en cada época siempre ha habido historiadores que se apartan de esta tendencia. Uno de ellos es el puertorriqueño Pedro L. San Miguel, a quien desde hace décadas se le considera en mi país como un amigo entrañable de la República Dominicana y a quien personalmente estimo al punto de que, para mí, constituye un verdadero honor poder compartir con ustedes algunas ideas acerca de su libro titulado La isla imaginada. Historia, identidad y utopía en La Española, en esta presentación de la cuarta edición de su libro elaborada de manera conjunta por la Editorial Universitaria Bonó y el Centre International de Documentation et d’Information Haïtienne.
San Miguel nos propone en esta obra un conjunto de cuatro ensayos en los que aborda distintos aspectos relacionados con la manera en que se ha escrito la historia en las dos naciones que integran esa “isla imaginada” que viene a ser la isla de Santo Domingo. Considerada en su conjunto, su reflexión se caracteriza por la lucidez con que desenmascara una serie de mitos relacionados con esa tendencia a concebir la historia como “biografía del Estado”, según sus propias palabras, razón por la cual, su libro se inscribe con pleno derecho en los campos de la historia crítica, los estudios de la identidad y la metahistoria.
Para llevar a cabo su tarea, San Miguel se posiciona en un territorio teórica y metodológicamente contingente, para emplear un término muy valorado por Richard Rorty. Entre todas esas contingencias, la principal es la que considera el discurso de la historiografía como indisociable de la ficción tal como lo sostienen autores como Hayden White, Edward Carr y David Herzberger, en cuyas ideas acerca de la historia abreva San Miguel. Evidentemente, para un lector de formación literaria, como es mi caso, es prácticamente imposible soslayar los vínculos que guarda esa postura con la tradición que inaugura la Poética de Aristóteles y con las que podrían considerarse como las más importantes de sus derivaciones contemporáneas que son, por un lado, la narratología de tipo “textualista” que desarrollaron en Francia, a partir de la década de 1960, autores como Tzvetan Todorov, Algirdas Julius Greimas, Gérard Genette,
Claude Bremond y otros, y por otro lado, las teorías “contextualistas” de orientación pragmática basadas en los estudios de la recepción como las que propusieron, entre muchos otros, autores como Wolfgang Iser y Hans-Robert Jauss, y más recientemente, Susan Lanser, desde una óptica feminista.
Dicho esto, a los fines de esta presentación, me propongo realizar primero un breve y rapidísimo resumen de los cuatro ensayos incluidos en el libro, y luego esbozaré una valoración del mismo desde mi punto de vista como lector.
El primero de los ensayos se titula «La colonia imaginada: visiones históricas sobre el Santo Domingo colonial». Se nos propone aquí una reflexión sobre la naturaleza narrativa y radicalmente política tanto del trabajo del historiador como del discurso de la historia realizado en la R. D. San Miguel desarrolla aquí la tesis de que la historiografía dominicana está marcada por una concepción de la historia como tragedia. Para demostrarlo, lleva a cabo una revisión de seis proyectos historiográficos dominicanos. Esos seis proyectos son, a saber:
a) El de Antonio Sánchez Valverde, sacerdote criollo del siglo XVIII con quien se inicia lo que San Miguel llama la “narración trágica” a partir de un relato en el que se idealiza el primer siglo de la colonia con el propósito de presentar a continuación las consecuencias del abandono de La Española por parte de España, y en particular, a partir del establecimiento de una colonia francesa en la parte occidental de la isla;
b) El de Pedro Francisco Bonó, quien desarrolla según San Miguel una escritura de la historia dominicana como “hazaña del pueblo” emparentada con el romanticismo progresista de Jules Michelet. Según San Miguel, Bonó es probablemente el único de los historiadores dominicanos que se aparta de la “narrativa trágica”, pues, en lugar de centrarse en una presentación de las debilidades del aparato estatal, prestó atención al sustrato social de los procesos políticos y de la vida institucional;
c) El de José Gabriel García, historiador docu-mentalista imbuido en las ideas republicanas cuyo principal interés fue presentar la historia de la formación del Estado dominicano y las vicisitudes motivadas tanto por conflictos internos como por las relaciones problemáticas con otros Estados;
d) El de Manuel Arturo Peña Batlle, pensador esencialista que, como Sánchez Valverde, desarrolló un discurso que buscaba presentar a la nación dominicana como la víctima trágica de la formación de una colonia francesa en la parte occidental de la isla de Santo
Domingo;
e) El de Joaquín Balaguer, para quien la nación dominicana aparecía como “esencialmente blanca”, ya que su propósito era idealizar el pasado colonial. Por eso lamenta las transmigraciones de las principales familias de la sociedad colonial con el propósito de contrastarlo luego de manera “trágica” con el surgimiento de una nación negra en la parte occidental de la isla;
f) El de Juan Bosch, quien desarrolla la tesis de que la colonia implicó el trasplante de la sociedad de castas producto del Medioevo español, y esto dio origen a la deformación fundamental de la que posteriormente surgirían los caudillos y los dictadores dominicanos.
San Miguel propone que es posible identificar una misma línea de escritura figurativa de la historia dominicana como “tragedia” tanto entre los historiadores orgánicos del trujillismo, como Peña Batlle y Balaguer, como entre aquellos a quienes él llama “intelectuales de tradición o vocación democrática”, como Bosch y Jimenes Grullón. Ahora bien, nos dice San Miguel: “Imaginarse el pasado como un paraíso perdido puede implicar una visión nostálgica de las clases y los sectores sociales que han perdido sus antiguos privilegios”, pero también “puede constituir, por el contrario, un poderoso instrumento de lucha y resistencia de los sectores subalternos, crecientemente marginados por los proyectos sociales y políticos de los grupos dominantes” (68).
El segundo ensayo se titula «Discurso racial e identidad nacional: Haití en el imaginario dominicano». En esta ocasión, San Miguel aborda el tema de la relación entre el discurso racial y la identidad nacional dominicana a través de la lectura de los mismos historiadores dominicanos que analizó en el ensayo anterior. Si bien su reflexión presenta algunas conclusiones parciales de sus lecturas de Sánchez Valverde, Bonó, Peña Batlle y Balaguer, su punto de partida parece recortarse del campo más amplio de la identidad caribeña.
San Miguel identifica aquí las dos matrices ideológicas que nutren el discurso dominante dominicano, es decir, el racismo como legado de las relaciones coloniales de producción y el antihaitianismo como resultado de la redefinición de lo dominicano por oposición dialéctica a lo haitiano. De esa manera, nos dice San Miguel: “la ideología en torno a lo nacional dominicano ha gravitado marcadamente en torno a una ‘otredad’: lo haitiano” (75).
San Miguel aplica en este ensayo una interesante estrategia de deconstrucción de la lógica de la identidad con que las ideas de “raza” y “nación” se encuentran asociadas en el pensamiento hegemónico de la identidad dominicana. Y digo que es “interesante” porque dicha estrategia se relaciona más con algunas de las preguntas retóricas que plantea que con las respuestas que aporta, sean estas suyas o filtradas de la lectura de los historiadores más arriba mencionados.
Así, aunque él no lo expresa de manera
explícita, varias de las preguntas que inserta estratégicamente en el “Epílogo” de este ensayo buscan evidenciar la naturaleza ideológica, construida e incluso ficticia de la identidad dominicana, un poco como si aspirara secretamente a validar una concepción del historiador como “administrador” del imaginario de la nación. A título de ejemplo, cito a continuación cuatro de las preguntas retóricas que formula San Miguel:
1. ¿Es la nación, como categoría histórica, una creación —económica, política, ideológica— de la burguesía, exclusivamente?
2. ¿Qué relación existe entre las percepciones del colectivo nacional que se desarrollan entre los sectores económica y culturalmente hegemónicos, por un lado, y las de los sectores dominados, por el otro?
3. ¿Qué relación guardan las interpretaciones de los letrados al servicio del Estado con las percepciones populares?
4. ¿Son los prejuicios anti haitianos entre los sectores populares un mero reflejo de la ideología de las clases dominantes?
El tercer ensayo se titula «La isla de los senderos que se bifurcan: Jean Price-Mars y la historia de La Española». Esta vez, luego de constatar que la obra del historiador haitiano Jean Price-Mars ha sido tradicionalmente desatendida o incluso ninguneada en la República Dominicana, San Miguel dedica la mayor parte de su ensayo a resumir los principales conceptos y los aspectos intencionales del pensamiento de este autor acerca de la historia de La Española.
Cabe resaltar el esfuerzo que realiza aquí San Miguel por evidenciar analíticamente algunos aspectos de la relación domínico-haitiana desde el punto de vista de los vínculos que esta sostiene con la construcción de las identidades respectivas de esos dos conglomerados étnicos, sociales y culturales. El lector atento de este ensayo notará sin duda la prudencia con que San Miguel evita emplear el término “nación” para referirse tanto a Haití como a la República Dominicana y la importancia que él le otorga a la dimensión étnico-racial, a pesar de que las lamentables y frecuentes confusiones derivadas del error metodológico de subsumir el pensamiento de la nación en el significante metonímico de la “etnia” conducen todavía hoy a verdaderos callejones sin salida desde el punto de vista epistemológico, debido a la nefasta tendencia a obliterar el valor de los imaginarios sociales en la constitución de las naciones.
Recíprocamente, uno de los méritos de este ensayo de San Miguel lo constituye el haber puesto en evidencia el dudoso y hasta cierto punto vergonzoso papel que han desempeñado los discursos ideológicos conservadores y nacionalistas que, desde el último cuarto del siglo XIX, se han adueñado del campo discursivo de la historiografía dominicana en un esfuerzo por proyectarse como el único sector “autorizado” a enfrentarse a los excesos de la lógica unificadora que prevalece en el pensamiento haitiano tradicional acerca de la isla. En efecto, cuando se tiene en cuenta el carácter ideológico, esencialista y conservador del discurso historiográfico de los sectores hegemónicos de la sociedad dominicana, se comprende fácilmente que las huellas algéticas del conflicto domínico-haitiano no hayan podido ser borradas del imaginario de una sociedad que, en muchos otros renglones, pretende enarbolar un discurso progresista y desarrollista.
Finalmente, el cuarto ensayo se titula “Para ‘contar la nación’: Memoria, historia y narración en Juan Bosch”. Esta vez, el punto de partida de San Miguel se relaciona con la cita de Hayden White que figura en la p. 187, según la cual: “historiar cualquier estructura, escribir su historia, es mitologizarla”. Y en efecto, San Miguel dedica la mayor parte de este trabajo a situar esas dos vertientes principales de la escritura de Bosch que son la narrativa y la historia en un esfuerzo flagrante por subrayar las contradicciones inherentes entre la voluntad de historiar y su producción literaria.
San Miguel retoma aquí la idea de que la escritura de la historia de Bosch está “narrada como una tragedia”, es decir, “como una serie de fracasos generados por invasiones”. No obstante, destaca el hecho de que la “utopía nacional boschiana contuvo siempre un elemento jerarquizante, originado en una nación imaginada, como sociedad burguesa, y en su visión, la burguesía, aunque inexistente en la República Dominicana, es el camino real hacia la civilización y la modernidad” (205-206). Por esa razón, afirma San Miguel: “En sus obras históricas, sus relatos se revistieron de ciencia, saber arquetípico en la tradición moderna, distinto a los otros saberes que permean sus narraciones rurales” (205).
Entre todos los mitos que San Miguel detecta en el trabajo historiográfico y político de Bosch, el que presenta mayores implicaciones es el que lo condujo, como a muchos otros pensadores del siglo XX, a hacerse a la idea de que el campesinado era un grupo social que “necesita ser representado, ya que carece de las condiciones para generar sus propias agendas y utopías” (p. 186). San Miguel pone el énfasis en señalar que, aunque el campesinado aparece representado en los cuentos de Bosch de manera compleja, contradictoria y problemática, el mismo también está presente en sus ensayos políticos, si bien es posible notar una desaparición gradual de ese tema del centro de sus preocupaciones en la parte final de su producción historiográfica.
Esta constatación le permite a San Miguel señalar los vínculos que mantiene dicha concepción del campesinado con el profundo sesgo populista que marcó el pensamiento de Bosch y, junto con él, a un amplio sector de la intelectualidad dominicana contemporánea debido a la inveterada contaminación con el campo político en que se han mantenido los representantes del campo intelectual dominicano. Según San Miguel, fueron esos vínculos los que lo empujaron a asumir el “ideal jacobino —dirigir a las masas, al ‘pueblo’ hacia su liberación—, ideal que legitima y autoriza su posición política por la vía genealógica” (189). Así, según San Miguel: “populismo agrario, patriotismo, nacionalismo y reivindicación social quedan amalgamados” en la propuesta de Bosch.
Valoración
Cuando mencioné el nombre de Richard Rorty al principio de esta presentación, lo hice debido a que, al terminar de leer el libro de San Miguel, me vino a la mente uno de los libros de este filósofo analítico norteamericano titulado Contingencia, ironía y solidaridad, precisamente los tres aspectos de la reflexión de San Miguel que quisiera destacar ahora.
En lo que respecta al carácter contingente de la reflexión de San Miguel, cabe destacar que este se debe principalmente al énfasis que pone en asumir como “ficciones” los textos canónicos de la historiografía dominicana y haitiana. Debido a mi formación literaria, esta concepción constituye para mí punto menos que una evidencia empírica. No obstante, como comenta el historiador dominicano Raymundo González en el prólogo que escribió para esta cuarta edición del libro de San Miguel, esa idea “inquietaba e inquieta” a ese sector de la intelectualidad dominicana que San Miguel designa con el eufemismo de historicista.
Son muchas las razones que explican esa inquietud. Una de ellas es la rancia desconfianza que inspira entre los herederos contemporáneos del pensamiento cientificista y positivista del siglo XIX todo lo relacionado con la literatura, quienes la consideran demasiado “subjetiva” y “oscura” como para ser considerada un asunto serio. Otra es la confusión de tipo hermenéutico entre la “verdad” y una idea del sentido concebido como anterioridad destinada a ser “hallada” o “descubierta” por el historiador. Otra, finalmente, es de tipo político y tiene que ver con el carácter mítico o ritual de la mayoría de las “verdades” sobre las cuales se instaura la tradición del poder. El poder hegemónico siempre termina cristalizándose y confundiéndose con la imagen mítica de sí mismo, y es precisamente esa confusión la que funciona como el asiento tanto de la “verdad histórica” como del “respeto” que se supone que esta última debe inspirar. Una frase atribuida al dictador dominicano Ulises Heureaux resume perfectamente el sentimiento que se oculta detrás de esa aprehensión: “No me meneen la mesa, que se me caen los santos”.
El hecho, no obstante, es que nada resulta más natural que esa inquietud cuando se sabe que la historiografía es, junto con el derecho, la política y, en menor escala, el béisbol, uno de los campos discursivos que han presentado históricamente mayor grado de autonomía en la sociocultura dominicana, y que por esa razón, constituye uno de los dominios capaces de proporcionar un determinado capital intelectual a los agentes que logren ubicarse de manera conveniente como productores de discursos historiográficos adscritos a algunos de los focos disponibles del poder político y social.
El segundo aspecto que quisiera destacar es el de la ironía que atraviesa transversalmente la escritura crítica de San Miguel. Esa ironía es uno de los resultados del funcionamiento deconstructivo de una reflexión espontáneamente orientada a enfrentar las “verdades históricas” establecidas desde una perspectiva dialéctica que revele su naturaleza enteramente ficticia y “construida”. Desde este punto de vista, el trabajo crítico de San Miguel puede asociarse al imperativo ético que se resume en la frase que Walter Benjamin insertó en el fragmento VI de su ensayo titulado Sobre el concepto de historia: “En cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla. Pues el Mesías no sólo viene como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo”.
Aparte de esto, San Miguel merece ser considerado como “un historiador que ríe”, por oposición a esos otros historiadores e intelectuales demasiado serios y siempre a caballo sobre las mismas viejas “verdades” sacralizadas. En el Cuarto libro de Pantagruel (1552), François Rabelais denuncia a los “caníbales, misántropos y agelastas”, por cuyas calumnias se vio tentado a dejar de escribir. Se tiene a Rabelais como el inventor del neologismo agelastas, el cual designa precisamente a las personas que son incapaces de reír. Nietzsche también, entre muchos otros, recomienda a los filósofos que aprendan a reír. En un escritor, pero sobre todo en un historiador, el sentido del humor suele estar vinculado con su manera de relacionarse con el sentido de aquello que escribe. Y puesto que San Miguel postula, siguiendo a Hayden White, la identidad entre el relato histórico y el relato ficticio, se le puede considerar vacunado contra todas las variantes historicistas de ese virus agelasta que induce a rendir culto a las “imágenes del pasado” como soportes ad hoc de alguna verdad oficial.
Recuérdese que Richard Rorty fue precisamente uno de los filósofos que más contribuyó, desde el campo de la filosofía analítica, a deconstruir el viejo concepto que los defensores del cientismo pretendían hacerse acerca de la “objetividad científica”, convencidos como estaban de que la verdad es algo a lo que se accede a través de una objetividad desprejuiciada de las cosas. Por oposición a estos, Rorty postula que “La verdad se hace y no se descubre” y que “la verdad es algo que se construye en vez de algo que se halla”. Esto precisamente es lo que permite situar en el campo del pragmatismo la perspectiva epistemológica de San Miguel.
Asimismo, al señalar el gesto característico de los historiadores historicistas dominicanos que, como decía Walter Benjamin, “empatizan con el vencedor”, San Miguel no vacila en destacar el vínculo que sostiene la perspectiva historicista con la mentalidad poscolonial. Es por eso que la pregunta que deben formularse los lectores contemporáneos, luego de leer este libro de San Miguel, es precisamente quién es el vencedor con el que empatizan los historiadores historicistas dominicanos, aunque sea solamente para determinar cuál es la naturaleza de esa “concepción de la historia como tragedia” que predomina, según él, en nuestra historiografía.
Y ya para terminar, quisiera comentar brevemente el tercer aspecto que he querido destacar en este libro de San Miguel a partir del título de Richard Rorty más arriba mencionado, es decir, la solidaridad. Una solidaridad que se pespunta en múltiples zonas de un territorio simultáneamente cognitivo y afectivo, como pueden serlo México, Puerto Rico, Cuba, Haití y República Dominicana. Una solidaridad que trasciende, pues, con mucho esa “otredad” que señalaba Raymundo González en su prólogo, y que el mismo San Miguel asume como ethos discursivo en su introducción al decir que su tercer ensayo, titulado, recordémoslo, «La isla de senderos que se bifurcan»: “representa un esfuerzo por entender, a través de la obra del intelectual haitiano Jean Price-Mars, el otro lado de la moneda del discurso antihaitiano en la República Dominicana”, para luego agregar que: “Para mí, un puertorriqueño, es una especie de juego de espejos, que propone una mirada al ‘otro’ desde la perspectiva de un segundo ‘otro’, de un tercero”.
Difícilmente se podría encontrar otro término que resuma mejor la naturaleza del trabajo intelectual que el vocablo generosidad. Y el de San Miguel es, qué duda cabe, un caso de generosidad solidaria, o si se quiere, de solidaridad generosa, hija más que probable de su concepción del Caribe como un único territorio, y no necesariamente lleno de “islas que se repiten”. Es, pues, porque sé que la obra que hoy se presenta ha sido escrita desde esta síntesis alquímica entre solidaridad y generosidad que pido para su autor, más que un aplauso generoso, una lectura solidaria, aunque no los culparé si, después de leer su libro, terminan convencidos de que generosidad y solidaridad son, en realidad, la misma cosa. Muchas gracias.