Revista ECOS UASD, Año XXX1, Vol. 1, No. 27, enero-junio de 2024. ISSN Impreso: 2310-0680. ISSN Electrónico: 2676-0797 • Sitio web: https://revistas.uasd.edu.do/

Hacia una restructuración de los espacios de poder eclesiástico en Cuba colonial El proceso de erección de la diócesis de La Habana

Towards a restructuring of the spaces  of ecclesiastical power in colonial Cuba The process of erection of the diocese of Havana

DOI: https://doi.org/10.51274/ecos.v31i1.pp27-45

Departamento de Historia de Cuba. Universidad de La Habana. Licenciado en Historia en el 2017 por la Universidad de La Habana. Doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de La Habana en 2021. Subdirector del Departamento de Historia de Cuba de la Universidad de La Habana y Profesor de Historia Colonial de Cuba. [email protected]. Orcid: https://orcid.org/0000-0002-2892-3179

Recibido: Aprobado:

UASD Jurnals - Open Access

Cómo citar: Velázquez Leiva, P. 2024. «Hacia una restructuración de los espacios de poder eclesiástico en Cuba colonial El proceso de erección de la diócesis de La Habana». Revista ECOSUASD 31 (27):27-45. https://doi.org/10.51274/ecos.v31i1.pp27-45

Resumen

El presente artículo propone un análisis del proceso de división del obispado de Cuba y de erección del de La Habana, teniendo en cuenta todo tipo de intereses que mediaron en la consolidación de este proyecto. Analiza el contexto histórico que llevó a la decisión real favorable a la división, negada hasta entonces, el interés económico que prevaleció en el proceso de división, el papel del primer obispo de La Habana Felipe J. de Trespalacios y Verdeja, la organización y estructuración de la nueva diócesis y la articulación de su alto clero, nucleado en el Cabildo Catedralicio. Develando matices de este proceso mediante el uso intensivo de las fuentes documentales disponibles tales como las Actas Capitulares o el Acta de Erección de la catedral de La Habana.


Palabras clave:

obispado de La Habana, Trespalacios, catedral de La Habana, Cabildo Eclesiástico, alto clero, diezmos.

Abstract

This article proposes an analysis of the process of dividing the bishopric of Cuba and erecting that of Havana, taking into account all kinds of interests that mediated in the consolidation of this project. It analyzes the historical context that led to the royal decision in favor of the division, denied until then, the economic interest that prevailed in the division process, the role of the first bishop of Havana Felipe J. de Trespalacios y Verdeja, the organization and structuring of the new diocese and the articulation of its high clergy, nucleated in the Cathedral Chapter. Unveiling nuances of this process through the intensive use of available documentary sources such as the Chapter Acts or the Act of Erection of the Cathedral of Havana.


Keywords:

bishopric of Havana, Trespalacios, cathedral of Havana, Ecclesiastical Council, high clergy, tithes.

INTRODUCCIÓN

RUMBO A LA DECISIÓN REAL. 

UNA (RE) INTERPRETACIÓN INTRODUCTORIA. 

El proceso de división de la antigua diócesis de Cuba, fundada en 1516, y la erección de la habanera, en 1789, fue un fenómeno relativamente breve en el tiempo histórico. Aun así, las dinámicas en que se vieron envueltos sus principales actores, el rejuego de intereses establecidos por estos y su impacto en la sociedad colonial de finales del siglo XVIII, fueron elementos que incidieron profundamente en la evolución histórica de la Iglesia católica cubana, de modo particular y, a gran escala, en la dinámica social, política, cultural y económica de la isla de Cuba hasta el final de la dominación colonial y el establecimiento de la primera república.

Justo es reconocer que, en los últimos treinta años, la historiografía cubana ha avanzado –si bien de modo discreto– en los estudios eclesiásticos, principalmente en el ámbito colonial. Este campo de investigación que, desde el establecimiento y consolidación hacia la década del setenta y ochenta de lo que se ha dado en llamar campo historiográfico revolucionario, había quedado en un segundo plano –luego de las prioridades establecidas por un mrxismo dogmático que, con sus honrosas excepciones, colmó prácticamente toda la historiografía de ese momento–, emergió en la década del noventa como parte del impulso que recibió en la Isla la historia social en esos años.

De este modo, las nuevas tendencias historiográficas sitúan a la Iglesia católica en una dimensión principalmente social, cuyo peso en la dinámica de la vida colonial es irrefutable, así como su papel en la conformación de la nación y la nacionalidad cubana. Este nuevo interés tiene una característica claramente definible, y es que, en su mayoría, se ha dirigido al clero regular y a su impacto en la vida colonial, resultando en estudios que se concretan en artículos o tesis de licenciaturas, maestrías y doctorados, sin dejar de mencionar las publicaciones de Segreo Ricardo sobre los conventos cubanos del siglo XIX, Pedro Pruna sobre los Jesuitas y Edelberto Leiva sobre los dominicos, en todos los casos publicaciones predominantemente vinculadas a estudios sobre el clero regular en Cuba.

Sobre el clero secular se han realizado algunas investigaciones en los últimos años que, aunque insuficientes aún, arrojan luz sobre importantes cuestiones de la vida colonial a las que todavía hoy accedemos sobre bases limitadas. Desde una perspectiva global, Eduardo Torres y Edelberto Leiva con su Historia de la Iglesia Católica en Cuba, Rigoberto Segreo con De Compostela a Espada, Vicisitudes de la Iglesia Católica en Cuba, y Adrián Arévalo y Pedro Luis González con estudios sobre el impacto económico del clero secular en las Regiones de Holguín y Vuelta Abajo. Los estudios del clero secular han sido emprendidos también desde la historiografía española, destacando las investigaciones de Juan B. Amores y Consolación Fernández Mellén, principalmente. En el caso de la obra de Fernández Mellén, a mi criterio mejor estructurada y argumentada en términos relativos que el conjunto de la obra de su tutor Juan. B. Amores sobre este tema, tiene especial interés para esta investigación su texto, resultante de su tesis doctoral, Iglesia y poder en La Habana, Juan José Díaz de Espada, un obispo ilustrado (1802-1832), en el que esboza algunas de las problemáticas tocadas aquí, pero subordinada a otros análisis, propios de sus objetivos de investigación, y sustentadas en fuentes españolas en su inmensa mayoría. Como sea, debe reconocerse el mérito a estos investigadores españoles de adentrase en un campo investigativo olvidado por la historiografía cubana.

Esta investigación, por otra parte, haciendo uso de las fuentes documentales conservadas principalmente en el Archivo de la Cancillería del Arzobispado de La Habana y en el Archivo Nacional de Cuba, se propuso develar más de una singularidad de este proceso que, puesto en el contexto del mundo colonial español, habían sido obviadas por las historias generales y descriptivas concretadas hasta el momento en la historiografía cubana.

Dejemos sentado que, en principio, la erección de un obispado en la ciudad de La Habana en el año 1789 no es, de ningún modo, un fenómeno fortuito. Las razones que llevaron a este establecimiento emanan de diferentes intereses y perspectivas. En principio, el traslado de la sede episcopal de Santiago de Cuba a La Habana fue una intención común de todos los obispos que gobernaron en la Isla, al menos, desde inicios del siglo XVII. Aunque el obispado de Cuba –creado en 1516– tuvo su sede catedralicia en la ciudad de Santiago de Cuba desde 1522, La Habana, muy tempranamente, se había constituido en centro de la vida cultural, económica y política de la Isla. De este modo, no era nada raro que, en la práctica, los obispos no solo residieran en esta ciudad, sino que constantemente insistieran en la necesidad de establecer en ella la sede episcopal.

Durante el siglo XVIII se acelera el desarrollo económico y comercial de La Habana, y del mismo modo tiene lugar un sensible crecimiento demográfico. La constante afluencia de esclavos, producto del impresionante despegue plantacionista de finales del siglo, va a transformar el campo de acción social de la Iglesia, otorgándole mayor complejidad. Vinculado a este, el clero tendrá que hacerle frente a las cada vez más acentuadas tendencias laicistas de la oligarquía.[1]

En esta lógica plantean los historiadores Eduardo Torres Cuevas y Edelberto Leiva Lajara que:

“El acelerado avance económico de occidente y su balance favorable dentro de las estructuras demográficas del país constituían de por sí poderosos atractivos para la jerarquía eclesiástica, por lo que representaba en cuanto a diezmos y otros ingresos, y además porque el clero habanero, como es natural, no se sentía atraído a abandonar la ciudad para ocupar dignidades, canonjías, etcétera, en una sede episcopal que desde hacía mucho tiempo cedía en importancia a La Habana…”.[2]

Si bien es expresión del fenómeno socio-demográfico habanero, y del declive de Santiago de Cuba, debe tenerse cuidado con el resto de las valoraciones expresadas por los historiadores. Más adelante se demostrará que esto es solo una verdad a medias, inferida por Torres Cuevas y Leiva Lajara respondiendo a una valoración general de la dinámica de la época, que sin dudas hace coherente tal afirmación. En la práctica el clero habanero, al que hacen referencia los investigadores, no fue partícipe de los beneficios que representó el nuevo espacio de poder conformado en La Habana en 1789.

Desde la perspectiva criolla, a lo largo del siglo XVIII, se concibieron varios proyectos para el traslado o la creación de una sede episcopal en La Habana. Los de más importancia entre ellos fueron los de los obispos Pedro Agustín Morell de Santa Cruz,[3] fechado a 12 de junio de 1764, y el de Santiago José de Hechavarría, de 16 de julio de 1777.[4] Aunque ninguna de las dos propuestas fue llevada a la práctica, sí marcaron un importante precedente a tener en cuenta en el momento de la erección del obispado en la ciudad de La Habana.

La importancia de estos dos proyectos radica en una concepción que los distingue de sus antecesores. Si bien hasta el momento, los obispos anteriores habían pedido como norma el traslado de la sede episcopal de Santiago de Cuba a La Habana, tanto Morell como Hechavarría entendían que esa era precisamente la causa de las constantes negativas de la Corona, y ni uno ni otro abogaban en sus proyectos por el establecimiento en la capital de la sede de un obispado único.

Si bien las causas del declive de Santiago de Cuba eran otras, de carácter económico y demográfico principalmente, y la permanencia de la sede episcopal allí no mejoraría los indicadores de la vida social y cultural, durante años se había alegado como causa principal para la negativa a las peticiones de los obispos la repercusión funesta que traería para Santiago de Cuba la retirada de la sede del obispado. También como grupo de presión se encontraba el Cabildo eclesiástico de esa ciudad, que logró tener una sólida esfera de influencias en la Corona y en el Consejo de Indias que le permitió retrasar tanto como pudo un suceso que era de hecho inevitable.

A grandes rasgos, Morell planteaba en su proyecto el establecimiento de una provincia eclesiástica, con una Catedral metropolitana en La Habana y dos sufragáneas, una en Santiago de Cuba y otra en Puerto Príncipe. Por su parte, Hechavarría optaba por la integridad del obispado, solicitando de esta forma el establecimiento en La Habana de una segunda Catedral que coexistiera con la santiaguera, propuesta que tomaba como precedente las iglesias catedrales de Jaén y Baeza, en España, las cuales se encontraban en un mismo obispado.[5]

Hay que tener en cuenta que Hechavarría no solo fue el primer Obispo nacido en Cuba que gobernó en propiedad la mitra cubana, sino que también era de origen santiaguero, y en torno suyo se movieron toda una serie de intereses de tipo regional, principalmente. Al punto que algunos elementos indicaban –y no sería en ningún caso una consideración fuera de lugar– que para la división efectiva del obispado de Cuba fue preciso sacarlo de la Isla.

El interés por la erección de la diócesis no solo era patente entre los prelados. En 1783 se abrió un expediente relativo a la información enviada al Obispo de Santiago de Cuba sobre la resolución del Consejo de Indias de recibir al representante del Cabildo de La Habana para que expusiera la necesidad de la erección de una Catedral en la capital de la Isla y del nombramiento de un Obispo para esa nueva diócesis.[6] Esta solicitud es reflejo de las intenciones de la mayoría de los sectores de la oligarquía habanera del momento, fuertemente representada en el Cabildo.

Esto cambia las actitudes que durante el siglo XVII y parte del XVIII habían tomado los capitanes generales y el Cabildo habanero opuestas a consentir la existencia en la capital de un poder paralelo. En este asunto hay varios elementos que todavía no están esclarecidos. Así, la justificación de este cambio de actitud puede tener varias respuestas posibles. Inicialmente, amparado en un razonamiento lógico –como han hecho algunos historiadores españoles[7]–, se podría asumir la división de la diócesis como una de las tantas concesiones que durante esta etapa la Corona hizo a la oligarquía criolla, como parte de lo que la historiografía reconoce como la reformulación del pacto colonial que está latente en Cuba, por lo menos oficiosamente, desde 1763.

Sin embargo, debe tenerse más cuidado con esta tesis, que parece derrumbarse cuando, y por lo menos hasta la década del veinte del siglo XIX, no hay ningún habanero en la nómina del alto clero, mucho menos miembro de algunas de las familias de la burguesía esclavista de La Habana, y el Obispo, por supuesto, tampoco será cubano.[8] ¿Qué sentido tendría, para la oligarquía regional de La Habana, la apertura de un nuevo espacio de poder al que no accederían? Lejos de esto, el clero catedralicio de La Habana fue una verdadera fuente casi inagotable de problemas para esta burguesía esclavista.[9]

Otra explicación que parece sostenerse con mayor fuerza es la que vincula la fundación de la diócesis habanera en detrimento del poder que en la cuidad habían adquirido las órdenes religiosas como los dominicos, franciscanos, betlemitas, etcétera. Ahora bien, por sí solo, esto tampoco lo explicaría. Es necesario subordinar el análisis al contexto que, desde el ascenso al trono de Carlos III en 1759, imperaba en la política colonial española. Recuérdese que el monarca ilustrado llevó a cabo una política disciplinante del clero regular en todos sus dominios coloniales. Expresión de ello fue la expulsión de los jesuitas en 1767 y la visita general de las órdenes regulares en 1769. En paralelo, El Mejor Alcalde de Madrid, potenció una expansión de las estructuras eclesiásticas diocesanas que, en Cuba, fue llevada a cabo, principalmente, por los obispos Morell de Santa Cruz y Hechavarría.[10] Esta ampliación de las estructuras eclesiásticas que tiene lugar durante la segunda mitad del siglo XVIII, demandaba un cambio de concepción con relación a la pertinencia de mantener en una sola sede episcopal toda la Isla. Sin dudas, el cenit de este proceso llegó en 1789 con la erección de una nueva diócesis en La Habana.

La creación de este nuevo espacio de poder en la principal urbe de la Isla, justificado en un proceso de expansión “natural” de las estructuras eclesiásticas, ciertamente restaría importancia al que detentaban las órdenes establecidas en esta ciudad. Sería un paso sólido en la desarticulación de un sistema de redes establecido con las elites locales; minando su influencia en la sociedad y atenuando su impacto significativo en la vida económica colonial, algo que aún está por sistematizar en un estudio general del clero regular en Cuba. Aun así, de las investigaciones específicas sobre determinadas órdenes, se puede confrontar el impacto que en el clero regular tuvo la creación de una nueva diócesis en La Habana, entretejiendo un sistema de relaciones altamente conflictivo, como demuestran los textos de Edelberto Leiva sobre la Orden de los Dominicos, el de Adriam Camacho sobre los Betlemitas, el de Arelis Rivero sobre los Franciscanos y el de Rigoberto Segreo Ricardo, de carácter más amplio, Conventos y secularización.

La convergencia de todos estos elementos –y probablemente de algún otro que aún no ha sido posible esclarecer– condujeron a una decisión real

favorable a la división del obispado de Cuba y la creación del de La Habana. Si complejo fue el contexto de la decisión, aun mayor serían las complejidades de llevarla a buen término.

Juez y parte: Felipe José de Trespalacios y Verdeja, el primer prelado de la diócesis habanera

Una vez decidida la división del obispado, inmediatamente comienzan a jugar otros factores no menos importantes, como es el caso de la llevada y traída figura del primer Obispo de La Habana. El 13 de diciembre de 1788 llegó a la ciudad el entonces Obispo de Puerto Rico, Felipe José de Trespalacios y Verdeja (1788-1799)[11], para hacerse cargo de la división. Inicialmente, el encargado de llevar a buen término la división del obispado de Cuba y la creación del de La Habana fue el Arzobispo de la Metropolitana de Santo Domingo, quien por problemas de salud delegó esta responsabilidad en Trespalacios.

La persona encargada por el Rey de la división efectiva del obispado fue el Fiscal de la Audiencia de Santo Domingo, Miguel Cristóbal de Irisarri, quien parece haber sido el primero en notificar al Obispo de Puerto Rico de su responsabilidad en el proceso. Por real orden de 19 de julio de 1789, dirigida particularmente al Obispo Trespalacios y al Fiscal Irisarri, el Rey confirmaba que serían ellos los encargados de la división y creación del nuevo obispado. En agosto de 1789, el Obispo de Santiago de Cuba, Antonio Feliú y Centeno, reunido personalmente con su Cabildo Eclesiástico eligió al capitular, en ese entonces Canónigo Doctoral Juan Crisóstomo Correoso, como representante de sus intereses en el proceso que ocurriría en La Habana.[12] De esta forma quedaron investidos los tres actores principales encargados de llevar a buen término la división de la diócesis de Cuba y la creación de La Habana. Dos representantes del alto clero y un funcionario de la Corona.

Sin embargo, este proceso de tan corta duración generó más de un problema, algunos de los cuales se manifestarían en un plazo más dilatado, pero cuya génesis está presente en este suceso. Un hecho interesante, que ya fue advertido por algunos historiadores españoles como Fernández Mellén[13], es que Trespalacios no llegó a Cuba por Oriente, donde estaba la sede del obispado y una de las principales ciudades que geográficamente le quedaba más cerca, sino que fue directamente a La Habana. Esto nos habla de una posible intención de no permitir ni siquiera la germinación de un vínculo o relación con el personal eclesiástico de Cuba que pudiera incidir de modo contrario en su decisión, así como de los elementos simbólicos detrás de sus pretensiones aun no declaradas, pero sí temidas por el Obispo de Santiago de Cuba y su Cabildo Eclesiástico.

Las razones que llevaron al establecimiento del obispado de La Habana, expuestas con anterioridad en esta investigación, son, en una aparente y caprichosa paradoja, las mismas que generaron los más grandes conflictos entre el Obispo y el Fiscal Irizarri y, a su vez, de estos con el obispado de Santiago de Cuba. En la base de las disputas se encuentra el desarrollo económico y socio-demográfico de La Habana, que tenía como horcón principal la producción de azúcar y todo lo que ello generó. A lo que debe incluirse su reflejo sobre la recaudación del diezmo como una de las principales fuentes de ingreso de la Iglesia, en la que sostenía la diócesis parte significativa de su funcionamiento y la “dignidad” de sus miembros.

Al nuevo obispado le correspondieron los territorios desde el Cabo de San Antonio hasta Ciego de Ávila, quedando adjuntas también las regiones de La Florida y la Luisiana. Desde las reformas de Compostela, la Iglesia había asumido nuevamente el control sobre el cobro de los diezmos, cuyo monto, por razones evidentes, era superior en el occidente de la Isla. Era de esperar la situación desfavorable en que quedó el obispado de Santiago de Cuba luego de la división del obispado de Cuba y la erección del de La Habana.

Para entender la precaria situación económica del oriente de la Isla con relación a occidente, solo hay que comparar la recaudación de diezmos en la gobernación de La Habana y en la de Santiago de Cuba en los años que se extienden entre 1781 y 1792, inmediatos a la división. Por ejemplo, en el trienio de 1781 a 1784, La Habana recaudó, por concepto de diezmos, 840,833 pesos, mientras que Santiago de Cuba ingresó 115,783; para el de 1785 a 1788, La Habana ingresó 830,227 pesos, mientras que Santiago de Cuba reunió 116,810; para el trienio de 1789-1792, recibió La Habana 768,534 y Santiago de cuba 125,554.[14] La diferencia promedio entre el occidente y el oriente de la Isla rondaba aproximadamente los 700 mil pesos.

Creo lícito pensar que uno de los principales responsables de que este balance permaneciera desfavorable, en relación a las rentas de las dos diócesis, fue el futuro Obispo de La Habana. Existe constancia escrita de que el prelado, desde antes de llegar a Cuba, barajaba la idea de poder obtener en propiedad la diócesis de nueva fundación.

En una carta que le escribe a su sobrino Cosme Trespalacios, apoderado suyo en la Corte, el 18 de junio de 1789, le deja claro que,

…por si acaso en esta mitra (se refiere a La Habana) o en la de Cuba se hiciese memoria o nombramiento en mi, te prevengo que limites la aceptación a San Cristóbal de La Habana por contemplar aquel clima más propio para mi edad, accidentes y refutar la situación de Cuba contraria a ellos. En Puerto Rico me ha ido bien de salud y solo sentiría volver por la larga navegación, que es lo único que te puedo decir a cuanto me propones y manda a tu tío.[15]

No creo que en nada que vuelva a escribir luego la procacidad del Obispo adquiera dimensiones tales como en esta carta. Es ingenuo pensar que las verdaderas razones para rechazar la diócesis santiaguera sean por un elemental problema del clima, máxime en un hombre que vivía desde su juventud en el Caribe. Menos creíble es la amenaza de regresar a Puerto Rico. Es decir, el Obispo asumió las funciones de juez y parte en el proceso de división del obispado de Cuba y de erección del de La Habana. El hecho de haber sabido de antemano las posibilidades reales que tenía sobre el nuevo obispado subjetivó en extremo las decisiones del Obispo como funcionario real al frente de la división. Las contradicciones que durante este proceso asumió con Irisarri[16] nos dan la medida de hasta dónde estaba dispuesto a llegar el futuro prelado de La Habana en su empeño.

Una de las principales contradicciones que se presentaron en la comisión presidida por Trespalacios y el Fiscal de la audiencia de Santo Domingo fue sobre la asignación que se debía hacer a la cuarta capitular. Irisarri estaba planteando que esta asignación debía estar en relación con el número de prebendados de la Catedral de Santiago de Cuba, que superaba la de La Habana –algo que suponía una adecuación bastante racional al contexto–, mientras que el Obispo planteaba la necesidad de regirse por las mismas normas aplicadas en La Habana.

Según lo establecido, el obispado de Santiago de Cuba debía recibir por concepto de diezmos en su territorio, relativos a la cuarta episcopal y capitular, unos 13,106 pesos anuales, es decir, 6,538 pesos pertenecientes al obispo y otros 6,538 pertenecientes a los miembros del Cabildo. Tanto Trespalacios como Irizarri habían acordado que la pensión que pagaría la diócesis habanera al obispo sería de 10,445 pesos anuales. Los problemas, como se había mencionado, estuvieron en la asignación correspondiente a la cuarta capitular. Trespalacios, justificando el criterio de partes iguales, asignaba la misma cantidad que a la cuarta episcopal, es decir 10,445 pesos anuales, que serían manejados como una renta permanente, sin importar que el número de prebendados aumentara o disminuyera.

Por su parte, Irizarri planteaba que, atendiendo al número superior de capitulares de Santiago de Cuba, la compensación de La Habana se elevara a 16,690, lo cual en términos generales elevaría el total a pagar entre ambas cuartas, capitular y episcopal, a 23,228 pesos, es decir, 6,245 pesos por encima de los 16,983 que proponía el Obispo. Esta intención de Irizarri solo era sostenida en lo excepcional de la situación, la lógica estaba claramente de parte del prelado.

Independientemente de esto, hay un hecho aún más interesante. En un auto de cinco de noviembre de 1789 los jueces establecieron un acuerdo con el enviado del Obispo y el Cabildo Eclesiástico de Santiago de Cuba, en el que quedó resuelta la erección de la Catedral de La Habana y la dotación de ambas iglesias. El prebendado designado para representar sus intereses fue, como se ha mencionado, Juan Crisóstomo Correoso, un miembro de una de las familias de la élite santiaguera que ocupaba el cargo de Canónico Doctoral.

Ahora bien, lo curioso es que Correoso, supuesto defensor de los intereses de Santiago de Cuba, nunca regresó a ocupar su puesto en el Cabildo de esa ciudad. Trespalacios le ofreció la preferencial posibilidad de ser el primer miembro del Cabildo Eclesiástico de La Habana. Como es evidente, resulta difícil pensar que sus intereses realmente estuviesen en comunión con los de esa diócesis oriental, y si alguna vez fue así, cambiaron de modo radical luego de haber aceptado la oferta del Obispo. Visto en su contexto, no era nada fuera de lo común. La mayoría de los primeros integrantes del Cabildo Eclesiástico de La Habana procedían de Santiago de Cuba, donde habían ocupado prebendas en la Catedral de esa ciudad. En algunos casos asumieron cargos inferiores a los que detentaban, lo cual hace pensar que entre sus objetivos no estaba ascender en la carrera eclesiástica, sino un interés meramente de beneficio económico.

Este proceso, que duró cerca de cuatro años, fue finalmente cerrado por Real Orden de 17 de noviembre de 1793, en la que quedó aprobada la división territorial hecha por la comisión. En este caso, cada obispado era el encargado de sus propios diezmos y La Habana debía pagar anualmente sesenta mil pesos de sus diezmos a Santiago de Cuba y cinco mil pesos de excusados. Sin embargo, lejos de zanjar el problema, esta Real Orden fue causa de enfrentamientos constantes entre los cabildos de ambas diócesis. Era evidente que no estaba entre los propósitos del nuevo Obispo, ni de sus capitulares, contribuir de modo constante e indeterminado al obispado oriental, pero en cualquier caso era preferible una contribución con posibilidades de ser reconsiderada por la Corona, que una permanente división a partes iguales de los diezmos de la Isla.

Tanto la forma en que fue empleada la Real Orden de Carlos III de 1786, autorizando la división, como la ejecución realizada por Trespalacios, quien sabía que iba a ser el prelado de la nueva diócesis resultante del proceso, favorecieron a La Habana con territorios que ingresaban cantidades superiores con relación a las rentas que le correspondían a Santiago de Cuba. Estas diferencias entre las rentas que percibían uno y otro obispado se irían agudizando en el tiempo.

Una de las principales manifestaciones, desde una perspectiva económica, del reconocimiento de la precariedad en que había quedado la diócesis oriental fue la institucionalización de una pensión compensatoria. La aplicación de este recurso estableció un lazo directo de constantes desavenencias con la diócesis de Santiago de Cuba, particularmente con su Cabildo. Aun así, este no fue el único. La asignación de rentas, particularmente la cuarta capitular, fue constante motivo de conflictos desde el momento de su implementación.

Lo analizado hasta ahora ha demostrado el modo en que el Obispo Trespalacios incidió de manera visible en la evolución histórico-institucional de la Iglesia habanera. Su papel como primer prelado de La Habana, posiblemente nunca valorado por él en su dimensión real, fue trascendental en las características particulares que distinguieron a la Iglesia y al clero del occidente de la Isla. No es, por ende, nada raro que una figura tan contradictoria como esta no hubiese recibido la atención de su sucesor, el Obispo Díaz de Espada.

Todas las contradicciones que rodearon la división del obispado de Cuba, vistas a fondo, son un fresco representativo de la sociedad colonial que se había forjado en Cuba hacia finales del siglo XVIII. Las pugnas por el poder, en más de un caso, superaban los límites de lo simbólico y lo subrepticio, para transformarse en cinismo burdo y ambiciones muy claras.

A pesar de todo, por esa vez, la lógica estuvo de parte del Obispo, que había emprendido una batalla que sabía ganada de antemano. Se asistía a la división de un obispado y a la creación de otro, cuya justificación gravitaba en la equiparación de un campo de acción territorial para ambas mitras. La única diferencia era que este campo de acción eclesiástico y la profesión de la fe resultaría más beneficioso y lucrativo en el occidente de la Isla.

La organización de la Diócesis  y la Catedral de La Habana

La organización de la recién fundada diócesis y el establecimiento de las bases sobre las cuales sería sostenido el gobierno de la Catedral, en lo adelante, fue un complejo proceso que captó toda la atención del Obispo y los prebendados que se iban incorporando, poco a poco, al ministerio de sus funciones. Un documento excepcional, que expresa en toda su dimensión la organización de la diócesis habanera, es el Acta de Erección de esta.[17]

Lo primero que estableció este documento fue la creación de una Iglesia Catedral apropiada para ser sede del obispado. De este modo se decidió elevar a esa dignidad a la, en ese momento, Parroquial Mayor de la ciudad, antigua Iglesia de los jesuitas expulsos. Sin embargo, teniendo en cuenta los redactores del documento el extenso número de feligreses y su tendencia al aumento, así como lo reducido del espacio para establecer en ella oficinas, casa capitular, etcétera, es sometida a la aprobación real la posibilidad de trasladar esta sede, en un futuro, a la iglesia auxiliar del Santo Cristo del Buen Viaje o a alguna otra que se considere adecuada. Otro elemento importante, según consta en la documentación del Obispo Trespalacios, para trasladar la sede del obispado a otra iglesia, fue el bajo precio de las casas que en ese momento rodeaban la Iglesia del Santo Cristo. Algo que permitiría, en un momento determinado, una facilidad de expansión superior a la de la Parroquial Mayor. Por otra parte, la dinámica demográfica había colocado a esta iglesia auxiliar, otrora extramuros, en el centro de la vida urbana de la ciudad. Como es evidente, esta idea no fue del real agrado y la Catedral fue erigida en la Parroquial Mayor.

Desde el punto de vista espiritual, la nueva Catedral fue creada bajo la advocación de la Purísima e Inmaculada Concepción de Nuestra Señora la Virgen María. Dotada, como es natural, de silla episcopal, capitular y demás ministros propios a este tipo de fundaciones, fue adscrita sufragánea de la Iglesia Metropolitana de Santo Domingo.

Otro elemento significativo del proceso de erección y organización de la diócesis y Catedral fue la fundación del Cabildo Eclesiástico o Catedralicio, núcleo por antonomasia del alto clero. Este órgano de gobierno eclesiástico habanero quedó conformado por tres dignidades: Deán, Arcediano y Maestrescuela que, encabezados por la primera, debían velar por el orden en la Catedral, el coro y el cabildo. Seguidamente fueron instituidas como prebendas capitulares cinco canonjías, de ellas, dos fueron canonjías de oficio (Doctoral y Penitenciaria) y las restantes de Merced.[18] Por último fueron creadas dos plazas de Racionero y dos de Medio Racionero, para un total de once prebendas, tres menos que su homólogo de Santiago de Cuba.[19]

Llama la atención, sobre la provisión de ministros y dignidades, la ausencia de las dignidades de Chantre y Tesorero, lo cual no era usual en la mayoría de los Cabildos de la época. Si bien las funciones de un Chantre habían variado a tal punto que se alejaba considerablemente de las típicas de esa dignidad en su origen, en La Habana, las actividades de dirigir el coro y acompañar al obispo, deán o canónigos, eran asumidas por un sochantre, que, como ministro menor, no ocupaba ningún puesto en el Cabildo. Si bien el título y la dignidad se mantenían, sus funciones habían dejado de ser muy claras. Lo cierto es que la ausencia de esta dignidad en el Cabildo Eclesiástico de La Habana pudo haber respondido a factores prácticos sobre los que no hay suficiente información, sin dejar de ser una característica propia muy interesante.

En el caso del Tesorero, sus funciones fueron asumidas parcialmente por el Mayordomo de Fábrica y el Secretario del Cabildo, quienes eran supervisados generalmente por el Canónigo Doctoral. En su evolución histórica, mantener el control de las rentas y las finanzas eclesiásticas en manos de un agente externo al alto clero, fue fuente inagotable de conflictos y contradicciones.

Todas las semanas el cuerpo capitular debía sesionar de manera ordinaria en la Sala Capitular, establecida en una casa que fue comprada para este fin y que estaba ubicada del otro lado de la Plaza de la Catedral. A estas reuniones también se les llamaron cabildos. La finalidad de estas sesiones era tratar asuntos de interés de la Iglesia, del culto divino y la corrección de costumbres. Estos cabildos ordinarios no requerían previa citación, no así los extraordinarios, en los que se debía mandar una boleta a cada capitular con el tema que se iba a tratar en la sesión. El Deán era el encargado de convocarlo y presidirlo, o en su defecto el prebendado de más alto rango eclesiástico. En caso de que el Obispo asistiera a la reunión, entonces

La Iglesia en la génesis de la cultura cubana, 19-27; Eduardo Torres y Leiva Lajara, Historia de la Iglesia Católica en Cuba, 85-104; y Eduardo Torres, ¨El obispado de Cuba¨, Oriente: 14-28.

era presidido por este. Los acuerdos derivados del cónclave eran registrados en un libro de actas capitulares bajo el cuidado del Secretario del Cabildo, los que al final de la sesión eran leídos y firmados por los presentes.

Existía, además, un personal auxiliar, heterogéneo en su composición y número variable, formado por clérigos y seglares, que atendían las necesidades del culto y cubrían las tareas de asistencia a la Catedral. Según el acta de erección, estos ministros subalternos del Cabildo fueron un Sochantre, encargado de regir el coro gobernando el canto llano; seis Capellanes de Coro, cuya función era asistir en el coro a los oficios y horas canónicas; un Apuntador de Fallas, encargado de registrar la asistencia y puntualidad de los capitulares y el resto de los ministros a la Catedral; un Celador, para cuidar del orden y la disciplina dentro de la Iglesia; un Maestro de Ceremonias, encargado de asistir a quien oficiase la ceremonia y de organizar la misa.

Unidos a estos estaba un Secretario, cuyas funciones eran adscritas exclusivamente al Cabildo Eclesiástico; un Pertiguero, encargado de hacer los honores y de mantener el orden mientras la ceremonia estaba un curso; seis Acólitos, cuyo oficio era ayudar al diácono cuidando del servicio en el altar y ayudando a quien oficiara durante las celebraciones litúrgicas; tres Mozos de Coro y un Campanero.

Otro grupo importante de plazas fueron ocupadas por laicos, entre ellas destaca la mayordomía de fábrica, encargada de cobrar y administrar las rentas de la Catedral y del resto de las mayordomías de fábrica de las iglesias parroquiales del obispado; un Organista que debía tocar en todas las ceremonias litúrgicas; por último se dispuso de la plaza de Perrero, que además de su originaria labor de espantar a estos animales de la Catedral, o durante la procesión, tenía la responsabilidad de barrer y mantener la limpieza dentro del tempo.

El salario asignado a cada uno de estos ministros fue de 400 pesos anuales al Sochantre, 300 a cada uno de los seis Capellanes de Coro; 187 al Apuntador de Fallas y al Celador, 300 al Maestro de Ceremonias, 150 al Secretario y al Pertiguero y 96 al Perrero. Estas plazas eran pagadas de la cuarta capitular, es decir, la parte del diezmo que le corresponde al Cabildo. De los ingresos que obtenía la fábrica relativos al cobro de los excusados, eran sufragadas las plazas de Organista con 300 pesos anuales, 150 al Campanero, 94 a cada uno de los acólitos y 96 a cada uno de los Mozos de Coro. Para el salario del Mayordomo de Fábrica se destinaba un porciento de las rentas de la fábrica del obispado.

Con relación a los diezmos, se establecía que estos fueran arrendados y administrados por parroquias. Para su distribución, a nivel de parroquia, estos eran divididos en cuatro partes iguales, de ellas, una era destinada al Obispo, conocida como cuarta episcopal, y otra era para el Cabildo, conocida como cuarta capitular. Las otras dos partes restantes eran sumadas y divididas entre nueve. De estas, dos novenos eran para el rey; otros cuatro novenos, llamados novenos beneficiales, se destinaban al salario del Párroco y Sacristán Mayor[20]: dos y medio al primero y uno y medio al segundo; los tres novenos restantes se sumaban y dividían entre dos, una mitad para la mayordomía de fábrica y otra para el hospital de la parroquia.

Por si todo este sistema no fuera suficientemente complejo, se establecía además que la segunda casa excusada[21] de cada parroquia, que siempre sería administrada y arrendada independientemente de la gruesa decimal, pasara a dotar los fondos de la mayordomía de fábrica de la Iglesia Catedral.

De la cuarta capitular era devengado el salario de los prebendados de manera porcentual. Al Deán le correspondía el quince por ciento, al Arcediano y Maestrescuela el trece, a las canonjías un diez, a las raciones enteras siete y a las medias raciones un tres y medio. Esta distribución era hecha una vez se descontaban de la cuarta capitular el salario de los ministros que el Cabildo tenía a su cargo.

La organización del culto divino y de las funciones espirituales, principal razón de ser de la Iglesia, también ocupó un espacio fundamental en las disposiciones de los primeros años de la diócesis habanera. En este sentido, la primera disposición estuvo dirigida a cumplir con el real Patronato, al establecer que los primeros viernes de cada mes se cantara en la Catedral una misa por sus majestades, sus antepasados y sus sucesores, así como otra los primeros sábados por la salud de Rey y la prosperidad del Estado. También fueron establecidas a carta boca abajo una misa cantada los primeros lunes por las almas del purgatorio; los 8 de mayo, por la aparición de San Miguel; el día de la Inmaculada Concepción, patrona de la Iglesia Catedral; y el 29 de noviembre por voto de Su Majestad en acción de gracias al todopoderoso, por salvar la flota española de las escuadras holandesas.[22]

Además de estas, eran celebrados oficios divinos en las vigilias, témporas, ferias de cuaresma y rogaciones. Estas, cuando coincidían, no podían perjudicar a las misas de tercia, que diariamente se celebraban en la Catedral, así como las de cofradía de ánima que se celebraban todos los lunes y las de Nuestra Señora la Virgen María, celebrada todos los sábados. Como se puede apreciar, los oficios religiosos ocupaban parte importante de la vida diocesana. Con frecuencia coincidían hasta tres misas en un día.

Todas estas misas corrían bajo la responsabilidad del alto clero, comenzando por el Deán y terminando en los medios racioneros.[23]Distribuidas semanalmente, estas eran, según su estatus, conocidas como misa de dignidad o misas de canónigos.

También eran instituidas misas episcopales, las cuales eran celebradas por el Obispo en días señalados previamente. En la Catedral habanera estas eran la primera noche de navidad, el día de los Santos Reyes, Purificación, Miércoles de Cenizas, Jueves Santo, primer día de Pascua de Resurrección y Pentecostés, Corpus Cristi, Ascensión del Señor, anunciación y asunción de Nuestra Señora, Todos los Santos y la Inmaculada Concepción. En este tipo de misas, particularmente, cuando no eran asistidas por el Obispo, la responsabilidad recaía en el Deán o en otra dignidad que le siguiera en orden de jerarquía. En las misas episcopales o de dignidad, las epístolas y los evangelios corrían siempre a cargo de los Racioneros y Medios Racioneros.

Las dignidades, canónigos, Racioneros y Medios Racioneros devengaban su asistencia cantando o rezando en el coro o celebrando en el altar los divinos oficios; con esto eran obligados a asistir regularmente a la Iglesia, en detrimento de su salario cada una de las inasistencias. Solamente los dos canónigos de oposición devengaban sus salarios por otras funciones. En el caso del Canónigo Penitenciario por escuchar confesión en la Iglesia y el Canónigo Doctoral que con frecuencia era liberado por el Cabildo para cumplir funciones de tipo legal.

La fundación de la diócesis implicó, además, un impacto cultural significativo que, bajo la égida del alto clero, perduró durante muchos años en la sociedad colonial habanera. Este es el caso de la fundación de una Capilla de Música en la nueva Catedral.

Con la elevación de la Parroquial Mayor de La Habana a Catedral de este obispado, surgieron algunos problemas administrativos y operativos que no pudieron ser solucionados al momento inmediato de la erección. Entre estos destaca, por su relevancia para el caso que nos ocupa[24], la existencia de ocho capellanías de coro en la antigua Parroquia, que no podían ser conservadas debido a su carácter gentilicio y las cargas que sobre ellas habían puesto sus fundadores. De esta suerte, los once mil pesos que había destinado la Parroquia para la dotación de una capilla de música ya no podían ser utilizados al convertirse esta en Catedral. Este dinero ahora pasaba a formar parte de las rentas y obvenciones rurales, y era destinado para la subsistencia de estas parroquias.

La magnitud que se le dio en la época a esta problemática, que sobre todas las cosas impedía el establecimiento de una capilla de música, nos traduce la importancia que tenía dentro del mundo religioso y cultural colonial la dignidad y boato que solo podía proveer en la Catedral una capilla de música bien dotada.

La idea definitiva, manejada por la comisión encargada de establecer las bases jurídicas y futuras costumbre de la diócesis, determinó que este problema fuera resuelto en un futuro inmediato por el Obispo y el Cabildo Eclesiástico, y su dotación provendría de los excusados que percibía la Catedral en sus rentas.

La capilla de música de la Catedral, cuya mayoría de integrantes había conservado sus plazas de cuando esta fue Parroquia, comenzó a funcionar al unísono de la nueva Catedral, el 3 de junio de 1795. Al frente de esta, como Maestro de Capilla, estu-

vo el monje franciscano –luego secularizado– fray Manuel Lazo de la Vega[25]. Por los servicios que prestaron durante ese año, y en tanto se decidía la dotación final, los músicos recibieron 5 mil pesos por parte del Cabildo Eclesiástico.[26]

Finalmente, en 1797, el Cabildo acuerda asignar 7 mil pesos anuales para el salario del Maestro de Capilla y los demás músicos que la componían. Además, establecían las obligaciones de sus integrantes, los cuales debían asistir a todas las celebraciones de primera clase y extraordinarias, así como a las procesiones de los domingos terceros de cada mes. Se acuerda que el Maestro de Capilla debía informar oportunamente al Cabildo sobre las vacantes y las ausencias de sus miembros, las que serían descontadas de su salario.[27]

En un primer momento, por lo discreta de la dotación, las quejas de los músicos eran constantes, alegando que el dinero recibido no alcanzaba ni para ropa limpia. Por tal razón era frecuente que el Cabildo, por lo menos en los primeros años, tuviera que asignarles un dinero extra por encima del salario instituido. Sin embargo, andando el tiempo, los derechos obvencionales, de los que recibían un porciento el Maestro de Capilla y sus músicos, fueron aumentado, derivado de la dinámica económica habanera de principios del siglo XIX, y de la imbricación económica del nuevo obispado. Esto generó una estabilización en el personal que integraba la capilla y en sus niveles de vida.

La Capilla de Música de la Catedral de La Habana reunió un número importante de compositores, cuyas obras se pensaban perdidas hasta hace solo unos años y que hoy componen parte importante del patrimonio documental cubano y de la historia de la música en el siglo XVIII[28]. Según Alejo Carpentier[29], el archivo de la Catedral logró tener seiscientas veintitrés partituras, con obras del primer Maestro de Capilla Lazo de la Vega, de Goetz[30], de Rensoly[31] y Gavira.[32]

Sin embargo, entre ellos destaca el eminente compositor de origen catalán Cayetano Pagueras, quien en 1798 aparece en la nómina de la capilla como primer contralto. En 1808 ya es referenciado como primer organista. Aunque opositó varias veces para la maestría de la Capilla de Música, nunca fue beneficiado con esta, solo interinamente en el corto plazo del 12 al 16 de diciembre de 1806.[33]

Según el inventario de música de la Catedral de La Habana, fechado en 1872 y citado por Miriam Escudero,[34] entre 1794 y 1801 se encontraron más de ochenta piezas escritas por Cayetano Pagueras. A estas debe agregársele un número indeterminado, pero importante, de obras que fueron identificadas con Lazo de la Vega, pues sabemos que este, a pesar de ser Maestro de Capilla, no era un avezado compositor y generalmente le pagaba a Pagueras por sus piezas.

La música, –en tanto composición derivada de las tradiciones de la música litúrgica y secular, cuyo referente de trasmisión es esencialmente escrito– como parte de la vida cultural de las ciudades tuvo, hasta finales del siglo XVIII poca presencia en Cuba. Con anterioridad a 1789 existía solo una capilla de música en la Catedral de Santiago de Cuba –al frente de la cual estuvo el eminente compositor cubano Esteban Salas–[35] y de manera irregular y precaria, funcionaba una en la parroquial Mayor de La Habana.[36] Como todas las manifestaciones artísticas, la música demanda para su proliferación una estabilidad económica que no tuvo lugar en la Isla hasta la segunda mitad del siglo XVIII. En este sentido, la fundación de la diócesis fue un fuerte impulso a la vida musical habanera. La tradición católica, así como su alta cultura, convirtió al alto clero en mecenas del desarrollo musical y cultural de la ciudad.

Entre el poder y el privilegio:  el Cabildo Catedral de la nueva diócesis

Los cabildos eclesiásticos o catedralicios eran, en esencia, una corporación de clérigos dotados de personalidad jurídica y con una finalidad común a todos estos: ocuparse del culto divino en la Iglesia Catedral. Sin embargo, en la anterior oración debería subrayarse la palabra “esencia”, toda vez que, en la práctica, no había forma de medir el poder que estos órganos eclesiásticos lograron articular en el entramado político y sociocultural del antiguo régimen.

Fuera del ámbito estrictamente litúrgico, el Cabildo era responsable de la administración de

las rentas del obispado, de asesorar y auxiliar a los obispos al estilo de un órgano consultivo. El Cabildo supervisaba los tribunales eclesiásticos y, en los periodos de Sede Vacante –frecuentes y extensos en las diócesis americanas– se encargaba de gobernar y administrar el obispado hasta la designación de un nuevo Obispo.

Los prebendados del Cabildo contaban con una rígida estructura jerárquica y privilegiada con respecto al clero secular. Cada uno de sus miembros cumplía una función específica que variaba según el lugar y las costumbres.[37]A la cabeza de la corporación se encontraba el Deán, quien además debía ocupar la primera silla del coro. La segunda dignidad en importancia era el Arcediano. Vinculado a la labor episcopal, esta dignidad se encargaba de participar en las visitas pastorales y en velar por el orden y rigor de los exámenes de ordenación.[38] La última de las dignidades del Cabildo habanero era de Maestrescuela, quien debía supervisar la enseñanza en la diócesis y velar por la formación del clero.[39] Para el caso de las dignidades, estas funciones no deben seguirse al pie de la letra, pues muchas veces su representatividad no era más que simbólica y sus responsabilidades nunca fueron bien definidas, a diferencia de las canonjías.

Sobre los canónigos, principalmente sobre las canonjías de oficio, recaía el trabajo jurídico y espiritual del Cabildo Eclesiástico. Estos, además de sus funciones prácticas,[40] debían asistir a los oficios en el coro y las ceremonias que se llevasen a cabo en la Catedral.

El Cabildo Eclesiástico de La Habana era el componente principal, junto a los obispos, del alto clero de la diócesis habanera. El estudio de esta corporación, contrastado con la biografía individual de los clérigos que lo integraron, arroja luz sobre las características, dinámicas y actitudes de la alta clerecía habanera. A su vez, este análisis se circunscribe a dos grandes periodos que de manera general caracterizaron la composición social del clero. Primero, una etapa formativa que inició en 1789 y se extendió hasta 1798-99. Una segunda etapa, de máximo esplendor y desarrollo, que se inició en paralelo al siglo XIX, y se extendió hasta su declive repentino luego del proceso secularizador de 1842.

No obstante haber quedado formalmente instituido el Cabildo Eclesiástico desde 1789, la documentación revisada permite determinar que su funcionamiento regular y organizado no se inició hasta el 12 de mayo de 1795, fecha en la que empezaron a registrarse también las actas capitulares.[41] La razón que explica esto es en esencia simple: en junio de 1795 fue que se inauguró la Catedral, y a tal fin, su órgano de gobierno comenzó a funcionar unos días antes.

En los años iniciales, que trascurren entre 1795 y 1796-97, la escasa documentación no permite establecer con claridad los avatares del cuerpo de capitulares[42]. La propia ausencia de documentación nos habla de la natural dinámica de un grupo social en estado embrionario. Esta actividad empírica e intuitiva, según se trasluce de las actas capitulares, perdurará solo unos años más, por lo menos hasta 1799, año en que quedan ocupadas todas las prebendas del Cabildo. Las razones que explican las irregularidades de este funcionamiento pueden ser de diverso género. En primer lugar, se encuentra un factor determinante: la ausencia de capitulares capacitados que ejercieran las funciones competentes a cada miembro del Cabildo Catedral. De los primeros tres prebendados con los que empezó a funcionar el cabildo, solo uno había sido miembro de un cuerpo de esta naturaleza en Santiago de Cuba. Esto no quiere decir que en La Habana no existiesen, en sentido general, sacerdotes capacitados para ello, sino que la ausencia de un órgano de gobierno eclesiástico como este hasta ese momento, así como el poco interés que representaba para el clero habanero ocupar una prebenda en la deprimida ciudad de Santiago de Cuba, fueron causa de inexperiencia entre ellos con respecto a este tipo de actividad. Como se verá en próximas páginas, la mayoría de los miembros que se van incorporando traen una experiencia anterior en gobiernos eclesiásticos.

Otro rasgo característico del Cabildo en sus primeros años fue la inestabilidad que este mostró en su composición. Entre la documentación revisada, fechada en estos primeros años, han aparecido algunos expedientes con el nombramiento de capitulares del Cabildo Eclesiástico de La Habana. En su mayoría se refiere a la colación de las dignidades. Tal es el caso de la Real Orden del 7 de mayo de 1794, que promueve a José Mozo de la Torre como Arcediano y a Joaquín Eduardo Pedrero como Maestrescuela.[43] En una Real Orden más antigua, de 29 de marzo de 1786, se otorga posesión de una Ración a Manuel Garzón Frómeta, y de una Media Ración a Francisco Clemente Guevara Ponce.[44]

Ahora bien, existe una diferencia entre ser prebendado y llegar a ser capitular. Un prebendado era un eclesiástico que había sido agraciado por el Rey dándole provisión de un cargo en el gobierno eclesiástico de una diócesis. Hasta que ese sacerdote no se presentara y jurara su cargo, no podía ser considerado parte del capítulo. Por regla general, al recibir una prebenda, llegaba también la información de presentarse a esta en un tiempo determinado, al término del cual, esta quedaría vacante. No existe ningún tipo de evidencia de que estos prebendados hayan estado en Cuba, menos aún que ocuparan sus puestos en el Cabildo.

Por otra parte, llama particularmente la atención, en el caso de la Real Cédula del 29 de marzo de 1786, que su fecha antecede tres años a la fundación del obispado de La Habana. Es, sin embargo, más llamativo aún que sea incluso an-

terior a la decisión real de división del obispado de Cuba, que data de 28 de julio de 1786. Estos nombramientos permiten darnos cuenta de cómo ya desde antes de ser expedida la Real Cédula que decide la división del obispado de Cuba, se estaban manejando nombres que serían beneficiados con un cargo en el nuevo Cabildo Eclesiástico de la futura diócesis de La Habana.

En un caso similar se encuentra el primer Deán de la Catedral, nombrado por Real Orden de 5 de mayo de 1794, Juan José Oropesa, que fue promovido desde la misma dignidad que ocupaba en la Iglesia Metropolitana de Santo Domingo.[45] Sin embargo, solo unos meses después, el 24 de octubre del mismo año, se le solicita al Obispo de La Habana enviar un informe al Consejo de Cámara sobre el estado de salud del Deán y si este se encontraba apto para continuar sus funciones.[46] Es evidente que Oropesa se encontraba en la ciudad, solo que su estado de salud no le permitió asistir nunca a la Catedral, mucho menos ocuparse de organizar y presidir el Cabildo. Aun así, continuó oficialmente en funciones hasta su fallecimiento en 1796.

Esta última, sumada a las mencionadas con anterioridad, fueron circunstancias que dilataron las posibilidades reales que este nuevo órgano de gobierno eclesiástico tuvo de estructurarse y funcionar sólidamente en el menor tiempo posible. Aun así, estas circunstancias irían variando aceleradamente, de tal modo que, para 1799, el cuerpo de capitulares contaba con una nómina completa y en pleno funcionamiento, con miembros altamente calificados.

El Cabildo comenzó a funcionar con tres canónigos: Miguel José de Anaya, Canónigo Penitenciario; Diego José Pérez Rodríguez y Pedro Coronado, canónigos de Merced. Salvo en el caso de Diego Pérez, de quien no ha sido posible establecer su origen[47], el resto eran santiagueros.

Firma las actas, como Racionero, el doctor bayamés Cristóbal Ramírez.48

El 16 de junio de 1795 ocupó una Media Ración el licenciado Juan Francisco Méndez de la Vega, natural de la Coruña, Galicia.49 El 13 de noviembre del mismo año ocuparon las restantes plazas de Racionero y Medio Racionero, Ambrosio de las Cuevas y Tomás Ramírez del Castillo, respectivamente, ambos de Santiago de Cuba.50

De esta forma quedó conformado el Cabildo en lo que a canonjías y racioneros y medios racioneros concierne. Con independencia del nombramiento de Juan José Oropesa como Deán, el resto de las dignidades que fueron nombradas por el Rey, como se vio con anterioridad, y por diversas razones, nunca llegaron a ocupar su cargo. A finales de 1795 llegó Cristóbal Palacio Viana a ocupar la dignidad de Arcediano. En 1796 el santiaguero Juan Crisóstomo Correoso ascendió de una canonjía a la dignidad de Maestrescuela. En 1797, luego de la muerte de Oropesa, al unísono ascendieron, Palacio Viana al deanato y Crisóstomo Correoso al arcedianato. Un año después se hizo el nombramiento del Canónigo de Merced Ignacio Granados para la maestrescolía.

En esta etapa formativa, los prebendados que van llegando a La Habana, por regla general, lo hacen para asumir un cargo semejante o superior al que detentaban con anterioridad, algo perfectamente lógico como muestra de la pretensión al ascenso en la carrera eclesiástica. Es ejemplo de esto el caso de Cristóbal Palacio y Viana, que había ocupado la dignidad de Maestrescuela en la Catedral del Cuzco. Palacio fue nombrado directamente en una dignidad en el Cabildo de La Habana, la de Arcediano, y unos años después fue promovido al deanato. Otro caso similar fue Juan Crisóstomo Correoso, Canónigo Doctoral en la Catedral de Santiago de Cuba, quien ocupó – de seguro por los méritos acumulados durante la división del obispado de Cuba y la erección del de La Habana– la dignidad de Maestrescuela y, luego del ascenso de Palacio al deanato, la de Arcediano. En el caso de Pedro Coronado, que fuera Racionero en la Catedral de Santiago de Cuba, ocupó la Canonjía Doctoral en el Cabildo habanero.[48] Esto no debería llamar a equívocos, pues es una tendencia solo válida para los primeros integrantes y durante la etapa formativa de este órgano de gobierno, pues en la medida en que se consolida el capítulo, las posibilidades de acceso disminuyen.

Estos primeros miembros irán ascendiendo dentro del Cabildo según aparezcan vacantes, resultando muy difícil en lo adelante que algún eclesiástico recién llegado asumiera un cargo superior al que detentaban estos primeros miembros. En la mayoría de los casos sus carreras fueron ascendiendo paulatinamente dentro del propio Cabildo. Fuera de estos cuatro años formativos, en toda su historia hasta 1842, un solo caso fue nombrado directamente en una dignidad: el del Maestrescuela Pedro Gordillo, quien, por sus particularidades, constituyó un caso excepcional dentro del alto clero.[49]

Contrario de lo que pudiera suponerse en un principio, –siguiendo la lógica de la historia eclesiástica americana– no figuran entre los primeros miembros del Cabildo, ni entre los que se unirán inmediatamente después, los apellidos ilustres de las poderosas familias de la oligarquía habanera. Este fenómeno, aparentemente sin explicación, en realidad tiene más de una. En primer lugar, el establecimiento de un obispado en La Habana fue tardío, con relación a los niveles de desarrollo económico y cultural que había adquirido la ciudad hacia finales del siglo XVIII.

En segundo lugar, desde el siglo anterior, existía una fuerte tendencia por parte de las élites habaneras de insertar a los miembros de sus familias, que estaban en condiciones de hacerlo, en las órdenes religiosas, es decir, en el clero regular, que era en estos años particularmente poderoso en la región occidental de la Isla. Si bien esta es una tendencia que irá variando en el tiempo, en la medida que se comenzó a desarrollar una mentalidad secular entre estas propias élites, hacia el momento de la división del obispado de Cuba y erección del de La Habana, no se puede decir que estos vínculos y redes sociales hayan sido afectados.[50]

De este modo, es perfectamente lógico que, para el momento de la fundación del Cabildo Eclesiástico, no solo no hubiese un clero con experiencia y en disposición de asumir estos cargos, sino que sencillamente no existía por parte de la oligarquía habanera una clara perspectiva de insertar miembros de su familia entre las prebendas de esta entidad. Por lo menos hasta unos años después de la primera década del siglo XIX, no encontramos en el Cabildo, no solo miembros pertenecientes a las grandes familias habaneras, sino siquiera miembros del Cabildo nacidos en La Habana.

Debido a esto, aun cuando no ha sido posible determinar una relativa deferencia por parte de la Corona y el Obispo, los primeros integrantes del Cabildo serán en su mayoría de origen santiaguero, entre los que sí es posible distinguir los más ilustres apellidos de los clanes más poderosos del oriente de la Isla, como los Crisóstomo Correoso[51] por ejemplo, quienes por regla general habían ocupado cargos en el Cabildo Eclesiástico de esta ciudad y llegaron a La Habana en busca de una mejoría económica principalmente, dejando atrás la deprimida diócesis santiaguera, y de promover su carrera eclesiástica.

Conclusiones

Con la fundación del obispado de La Habana, a finales del siglo XVIII, se inició en Cuba una nueva etapa para la historia de la Iglesia católica, caracterizada, entre otras cosas, por un cambio de paradigma en la estructura eclesiástica que condujo a una profunda reestructuración de esta. Las primeras cuatro décadas del siglo XIX asisten al proceso de fortalecimiento y desarrollo de la institucionalidad católica y al declive de esta como poder paralelo dentro de la administración y el gobierno colonial.

La historiografía, con buen tino, ha identificado –aunque no relacionado directamente con la historia de la Iglesia católica– dos macroprocesos que, trascendiéndola, modelan y condicionan el desarrollo de la institución eclesiástica en la Isla. Uno de ellos, interno, vinculado al modelo de sociedad de plantación esclavista que se impone en Cuba desde finales del siglo XVIII y principio del XIX; el otro, externo, se relaciona con las constantes readecuaciones de la política colonial que, desde Madrid, impone el ascenso y consolidación de los gobiernos liberales.

La relativa estabilidad que, sostenida en una cimentada tradición de matices feudales, tuvo la Iglesia de los primeros siglos coloniales –algo que le permitió una “natural” evolución hacia una Iglesia eminentemente criolla–, comenzó a desaparecer con el inicio del siglo XIX. El avance indetenible del laicismo entre las élites habaneras, unido al pragmatismo económico de los liberales españoles, comenzaron a socavar las bases del otrora dominante rol que desempeñaba la Iglesia en aquella sociedad.

La conformación de un espacio de poder en la sociedad habanera colonial, como fue el obispado y Cabildo Eclesiástico, fue un paso fundamental para derruir la alianza Iglesia-oligarquía y, por consiguiente, el desmontaje de lo que la historiografía ha llamado Iglesia criolla. Esto explica lo que, en un principio, pudiera parecer una muy contradictoria característica del alto clero habanero: la usencia –como se ha esbozado ya en anteriores páginas de este artículo–, entre los miembros del alto gobierno eclesiástico, de apellidos provenientes de las más poderosas e influyentes familias de la élite local. A pesar de lo que fue tendencia en el resto de la América colonial, el alto clero no fue un espacio de poder para la élite criolla.

La fundación del obispado de La Habana fue un efectivo modo de limitar el acceso al poder que, desde las órdenes regulares, habían adquirido los intereses locales. Para ello, se propició el predominio de un clero secular fuerte, realista, defensor de la integridad nacional española e imbricado a las estructuras de la administración colonial y al Estado. Este proceso –que se extiende desde finales del siglo XVIII hasta el final del Antiguo Régimen– de fortalecimiento de las instituciones seculares y de ruptura con la élite insular, unido a la desacralización de la imagen y del rol del clero en la sociedad, fue la puesta a punto para los procesos de secularización de la sociedad y la aletargada constitución civil del clero español.


Notas al pie

[1] Para un análisis sobre la evolución socioeconómica y cultural de la Isla a lo largo del siglo XVIII, y en particular lo referente a las diferencias entre las distintas regiones históricamente conformadas, ver: Instituto de Historia de Cuba, 2004. En este particular se refiere a los capítulos V, VI, VII del referido texto.

[2] Eduardo Torres y Edelberto Leiva, Historia de la Iglesia Católica en Cuba (f La Habana, Boloña, 2008), 446-447.

[3] Proyecto del Imo. Sr. Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, fecha 12 de junio de 1764, para la creación de una provincia eclesiástica erigiendo en metropolitana esta nueva Catedral de La Habana, La Habana, 12 de junio de 1764, Archivo del Arzobispado de La Habana, La Habana (AAH), Comunicaciones, S/L, expediente S/N.

[4] Proyecto del Imo. Sr. Santiago José de Hechevarría fechado en Madrid a 16 de julio de 1777, para erigir la Catedral de San Cristóbal de la Habana La Habana, 16 de julio de 1777, AAH, Comunicaciones, S/L, expediente S/N.

[5] Al respecto puede encontrarse más información en Eduardo Torres y Edelberto Leiva, Historia de la Iglesia Católica en Cuba, 446-462.

[6] Expediente relativo a la información enviada al Obispo de Santiago de Cuba sobre la resolución del Consejo de Indias de recibir al representante del Cabildo de La Habana para que expusiera la necesidad de la erección de una Catedral en la capital de la Isla y del nombramiento de un Obispo para esa nueva diócesis, La Habana, 1783, Comunicaciones, AAH, legajo 2, libro 1, folios 97-98 v.

[7] Juan B. Amores, “Iglesia, sociedad y regalismo en Cuba”, Anuario de Historia de la Iglesia: 145-174.

[8] Pablo Velázquez, “Caracterización del gobierno eclesiástico de la diócesis de La Habana”, Revista Universidad de La Habana: 81-106.

[9] Pablo Velázquez, El alto clero de La Habana, 61-81.

[10] Eduardo Torres y Edelberto Leiva, Historia de la Iglesia

Católica en Cuba, 443-462

[11] Más información sobre el Obispo Trespalacios puede encontrarse en: Pablo Velázquez. ¨El obispo Trespalacios¨. Horisontes y Raíces:16-27.

[12] Copia del libro 13 de actas capitulares del Venerable Cabildo Eclesiástico de esta ciudad, Santiago de Cuba, 5 de agosto de 1789, Archivo del Arzobispado de Santiago de Cuba (AASC) Cabildo Catedral, Libro 13, folios 88-88 v.

[13] Consolación Fernández, Iglesia y poder en La Habana, 89-70.

[14] Informe de la recaudación del diezmo, La Habana, S/F, AAH, Cabildo Catedral, leg. 1, exp. 2 y 6.

[15] Citado por Consolación Fernández. Iglesia y poder en La Habana, 74.

[16] Aunque con otros objetivos, estas polémicas fueron expuestas en el texto de Ana Irisarri, 2003, El Oriente Cubano, donde el lector puede encontrar más información.

[17] Acta de Erección del Obispado de San Cristóbal de La Habana, La Habana, 24 de noviembre de 1789, AAH.

[18] Una de estas tres canonjías de merced fue suprimida al momento mismo de su creación, con el fin de destinar ese salario al consejo de la inquisición.

[19] Sobre la fundación y evolución del obispado de Cuba se puede encontrar más información en: Rigoberto Segreo,

[20] Además de estos dos novenos y medio, los sacerdotes recibían como salario los derechos de obvenciones y primicias.

[21] La segunda casa excusada o escusada hace referencia a la parte que, dentro de los tres novenos destinados para la fábrica y los gastos de hospitales, era destinada a la fábrica de las Iglesias metropolitanas y catedrales. Su nombre lo debe a la tradición medieval que lo asocia a quienes lo pagaban, que generalmente era el segundo vecino más rico del lugar. En la diócesis habanera, la segunda casa excusada era incluida casi siempre en el mismo remate de la parroquia, y en este caso no era arrendada por el segundo vecino más rico. Sobre este tema se traerán más elementos en el capítulo tres de esta investigación.

[22] Los encuentros armados entre la flota española y la holandesa en el siglo XVII fueron numerosos, y el modo en que es referido en los documentos es impreciso, sin embargo, es muy posible que haga alusión al intento de asedio de una escuadra holandesa formada por 14 navíos a un convoy español defendido por unos pocos barcos bajo el mando de Carlos Ibarra que tuvo lugar en las inmediaciones de La Habana en 1638.

[23] En muchos Cabildos Eclesiásticos, las Raciones y las Medias Raciones no pueden celebrar misa, salvo cuando el número de dignidades y canónicos era reducido. En La Habana, de manera consuetudinaria, y debido al reducido número de prebendados que hubo en sus primeros años, se les permitió oficiar a los Racioneros y Medios Racioneros, no sin que generara numerosos conflictos al interior del Cabildo y de este con los obispos.

[24] La Iglesia, en sentido general, fue sometida a un profundo plan de reformas estructurales que se centraron en la ampliación y remodelación del coro, la creación de nuevos altares y capillas y la provisión de un mayor número de alhajas, entre otras, cuya finalidad no fue otra que darle mayor fastuosidad, dignidad y boato a la nueva sede episcopal.

[25] Actas Capitulares, La Habana, 18 de agosto de 1795, AAH, Cabildo Catedral, libro 1, folio 18.

[26] Actas Capitulares, La Habana, 19 de julio de 1796, AAH, Cabildo Catedral, libro 1, folios 98-98v.

[27] Actas Capitulares, La Habana, 5 de septiembre de 1797, AAH, libro 2, f. 56.

[28] Sobre este respecto ver: Miriam Escudero, Gayetano Paguera, 21-70.

[29] Alejo Carpentier, La Música en Cuba, 100.

[30] Referido en las actas capitulares como Juan Nepomuceno Goez, fue un maestro alemán, que radicado en La Habana hacia 1803, ocupó la maestría de la Capilla de Música por el fallecimiento de Lazo de la Vega.

[31] Francisco Rensoly fue un importante compositor de música sacra, ocupó la maestría de la Capilla de Música luego de que esta quedara vacante por ausencia de Goetz.

[32] Compositor y violinista de la Capilla de Música, al parecer fue uno de sus miembros más conflictivos. Las actas de los cabildos están plagadas de quejas y disputas entre este y los maestros de capilla.

[33] En el cabildo del 12 de diciembre de 1806, se decide, por renuncia de Goetz, pasar interinamente la Maestría de la Capilla a Paguera. Sin embargo, unos días después, el primero pide al cabildo se le permita ocupar nuevamente su plaza, petición a la que este órgano accede, entre otras cosas por el estado de indisciplina en que se encontraban este cuerpo durante el breve gobierno de Pagueras.

[34] Miriam Escudero, Gayetano Pagueras, 21-70.

[35] Esteban Salas se formó musicalmente en la Parroquial Mayor de La Habana, donde aprendió a tocar el órgano, composición y canto llano. A los 38 años, por encargo del entonces obispo de Cuba, Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, viajó a Santiago de Cuba a fundar allí la Capilla de Música de esta Catedral.

[36] Esta antigua Capilla de Música, establecida en la Parroquial Mayor de La Habana, al parecer, transgredió muchas veces el ámbito litúrgico, convirtiéndose en un verdadero escándalo para todos los miembros del alto clero que llegaban a la ciudad y veían cómo en las noches se reunían en la Parroquia la feligresía a danzar y tocar música profana.

[37] Justo Donoso, Instituciones del derecho canónico, vol. I.

[38] María del Pilar Martínez, Los concilios provinciales, vol. I, pp. 100-105.

[39] María del Pilar Martínez, Los concilios provinciales, vol. I, pp. 100-105.

[40] El Canónigo Doctoral, por ejemplo, cumplía la función de Consejero Jurídico y abogado del cabildo. El Canónigo Penitenciario, por otra parte, era el confesor del Obispo y el Cabildo y encargado de mantener pura el alma de los miembros del cuerpo.

[41] Actas Capitulares, La Habana, mayo de 1795- diciembre de 1844, AAH, Cabildo Catedral, libro 1-6.

[42] Para estos años solo se cuenta con la información contenida en las actas capitulares.

[43] Real Orden de 7 de mayo de 1794, Madrid, 7 de mayo de 1794, AAH, Comunicaciones, leg. 2, libro 1, folio 180.

[44] Real Orden de 7 de mayo de 1794, Madrid, 7 de mayo de 1794, AAH, Comunicaciones, leg. 2, libro 1, folio 184.

[45] Real Orden de 7 de mayo de 1794, Madrid, 7 de mayo de 1794, AAH, Comunicaciones, leg. 2, libro 1, folio 248.

[46] Real Orden de 7 de mayo de 1794, Madrid, 7 de mayo de 1794, AAH, Comunicaciones, leg. 2, libro 1, folio 303 v-304.

[47] De él sabemos que fue cura párroco del sagrario de la Parroquial Mayor, y que asciende, según la tradición

[48] Un caso curioso, que contradice la dinámica de estos primeros años, fue el del dominicano Tomás Ramírez del Castillo. En noviembre de 1795 accedió a una Media Ración en el Cabildo habanero. Siete meses después, en junio de 1796, pidió una licencia al Obispo para trasladarse a Santiago de Cuba y optar por la Canonjía Penitenciaria que estaba vacante allí. Es más llamativo aun cuando sabemos que Ramírez del Castillo abandonó una Canonjía Doctoral en Santiago de Cuba para ocupar una Media Ración, es decir, fue el único que, en lugar de ascender en la carrera eclesiástica, descendió. Esto revela un claro interés de tipo financiero detrás de todo esto, y demuestra lo lejos que estaban dispuestos a llegar en este sentido. Con la renuncia a la Media Ración en La Habana y su traslado a Santiago de Cuba,

podría encontrarse cierta contradicción en esta tesis. Sin embargo, sabemos, después de seguir su rastro hasta donde la documentación lo permitió, que su interés principal no era la Canonjía Penitenciaria de la Catedral de Santiago de Cuba –inferior en jerarquía a la Canonjía Doctoral que ocupaba allí antes de trasladarse a La Habana– sino, como luego hizo, desde esa ciudad oriental, gestionarse una canonjía vacante en la metropolitana de Santo Domingo, de donde era originario. Para Ramírez del Castillo, Cuba fue solo un lugar para desplegar una carrera y adquirir la experiencia que le permitiría alcanzar un puesto de renombre en su tierra natal.

[49] Poco se conoce en la historiografía cubana la figura de Pedro Gordillo y Ramos, sin embargo, su accionar político fue tan relevante en la Isla como lo había sido en las cortes de 1812. Pedro Gordillo fue un sacerdote de origen canario que, delegado a las Cortes de Cádiz, tuvo una destacada participación desde las aristas más avanzadas del liberalismo. Por su actividad política durante esta etapa es destinado como dignidad eclesiástica a la diócesis de La Habana. Por sus posturas radicales se convirtió en antagonista del segundo Obispo de la diócesis, el vasco Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa. Las relaciones de Gordillo con los capitulares fueron de casi permanente tensión, particularmente con su Deán Juan Bernardo O´Gaban. El sacerdote canario tuvo también una destacada participación en la vida política colonial durante el trienio liberal, liderando, junto con Tomás Gutiérrez de Piñeres, el grupo de liberales exaltados. Pedro Gordillo se opuso al sistema de plantación esclavista imperante en Cuba y fomentó una alternativa de pequeños propietarios. Murió septuagenario en 1744, con más de treinta años de servicio en la diócesis habanera. Nunca más regresó a España.

[50] Al respecto pueden confrontarse los estudios de Edelberto Leiva, La orden Dominica; y Adríam Camacho, Betlemitas en La Habana.

[51] Recuérdese que Juan Crisóstomo Correoso, junto con su hermano, habían sido designados por el Cabildo Eclesiástico de Cuba para defender sus intereses en la división del obispado. Finalmente, por problemas de salud, su hermano no pudo llegar a La Habana, pero esto da idea del poder que la familia había estructurado en el Cabildo santiaguero y la preferencial posibilidad de ser el primer prebendado del habanero.



Siglas

AAH. Archivo del Arzobispado de La Habana

AASC. Archivo del Arzobispado de Santiago de Cuba.

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Fuentes Documentales

Archivo del Arzobispado de La Habana

A.  Diocesano

Legajos no. 1 al 20

B.   Cabildo Catedral

Legajos no. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 y 9

C.   Comunicaciones

Legajos no. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y 11

D.  Libro de Actas Capitulares. 1795-1845

Archivo del Arzobispado de Santiago de Cuba.

A. Libro de Actas Capitulares. 1780-1842