Investigador predoctoral (FPU) del
Departamento de Historia de América de la Universidad de Sevilla. Recibe la
financiación de las Ayudas para la Formación de Profesorado Universitario (FPU)
del Ministerio de Universidades del Gobierno de España,
convocatoria 2021.[email protected]. Orcid:
https://orcid.org/0000-0002-4204-0591
Recibido:
●
Aprobado:
Cómo citar:Ramírez Sánchez, D. 2024. «La lucha contra los incendios en La Habana antes de la
creación del Cuerpo de Bomberos: prevención,
extinción y socorro (1763-1835)». Revista ECOSUASD 31 (28):15-40. https://doi.org/10.51274/ecosuasd.v31i28.pp15-40
Resumen
Este trabajo examina la
gestión realizada por las autoridades radicadas en La Habana frente a los
recurrentes incendios acaecidos en la ciudad, durante el periodo comprendido
entre 1763 y 1835. Durante la citada etapa, La Habana vivió un importante
crecimiento demográfico y desarrollo urbano que se tradujo en un incremento
sustancial de la cantidad y siniestralidad de los fuegos que tenían lugar en la
urbe. Ante tal realidad, la administración hubo de poner en marcha una serie de
medidas destinadas a la prevención, respuesta inmediata y remedio de los
efectos ocasionados por los numerosos incendios que, en algunos casos, fueron
devastadores como los de 1802 y 1828. No sería hasta 1835 cuando, por
iniciativa del gobernador Miguel Tacón y Rosique, fue creado un primer cuerpo
de bomberos bajo la denominación de Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La
Habana, poniendo fin a décadas de perfeccionamiento de tal gestión.
Palabras clave:
Historia urbana;
Administración local; La Habana; Incendio; Cuerpo de bomberos.
Abstract
This paper examines how the
authorities located in Havana managed the recurrent fires
that affected the city during the period from 1763 to 1835. During that time,
Havana experienced an important demographic growth and urban development that
resulted in a considerable increase in the number and accident rate of the fires
that took place in the city. In such a situation, the administration had to
implement a series of rules for the prevention, immediate intervention and
mitigation of the effects provoked by the numerous fires which, in several
cases, were as devastating as those of 1802 and 1828. It was only in 1835 when,
under the initiative of governor Miguel Tacón y Rosique, the first fire
department was created under the name of Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos
de La Habana, putting an end to decades of management improvement.
Keywords:
Urban history; Local administration;
Havana; Fire; Fire department.
Introducción
El incendio es,
desde tiempos remotos, uno de los principales protagonistas que han acompañado
al desarrollo histórico de la ciudad, siendo sinónimo de muerte, desolación y
desorden. Las autoridades estatales y municipales han tratado, con el
transcurrir de los siglos, de poner freno a tales sucesos mediante la
implementación y perfeccionamiento de diversas políticas y estrategias
destinadas a la prevención, extinción y mitigación de los efectos causados por
los cada vez más recurrentes siniestros que asolaban el entorno urbano. De
entre tales preceptos, la creación y expansión de las corporaciones de
bomberos, especialmente durante los siglos XVIII y XIX, se muestra como una de
las medidas más enérgicas frente al fuego y uno de los rasgos distintivos de la
ciudad contemporánea, teniendo lugar su fundación en La Habana en el año 1835,
bajo la denominación de Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana.
Sin embargo, el estudio del incendio
urbano en la América hispana en época colonial, y más concretamente en La
Habana, es aún un campo ciertamente inexplorado por la historiografía. Más allá
de estudios de caso de los episodios más violentos y calamitosos, siendo un
buen ejemplo el trabajo de Adrián López Denis concerniente al acaecido en el
barrio de Jesús María de 1828, son escasas las investigaciones que se han
acercado a la cuestión sirviéndose de cronologías amplias.[1]En este sentido, pueden destacarse los estudios de María Luisa
Laviana Cuetos para Guayaquil, el de Loris de Nardi y Macarena Cordero
Fernández, para los casos de Cuba y Filipinas y, más recientemente, un artículo
de Paula Ermila Rivasplata Varillas sobre Lima.[2] Asimismo,
llama la atención el escaso tratamiento que se le ha dado a los incendios en la
historiografía dedicada a Cuba, en relación con la prolífica bibliografía que
ha tratado otros fenómenos adversos como los huracanes.[3]
Es precisamente
a partir de la proclamación de las independencias de las repúblicas americanas
cuando los autores han prestado un mayor interés por materias como la gestión
del riesgo de incendio, la extinción de estos o la vulnerabilidad que
presentaba la ciudad decimonónica. Merece la pena referenciar los trabajos de
Diego Arango López sobre Valparaíso, la obra dedicada a Ciudad de México de
Anna Rose Alexander y el libro editado por Greg Bankoff, Uwe Lübken y Jordan
Sand con sendos capítulos tocantes a Valparaíso o Buenos Aires.[4]Por otro lado, fue también a lo largo del siglo XIX cuando en la
mayoría de las urbes del continente se constituyeron los primeros cuerpos de
bomberos. Tales corporaciones tendieron progresivamente hacia una mayor
profesionalización de sus recursos humanos y el perfeccionamiento de sus
instrumentos, convirtiéndose su historia, funcionamiento interno o
participación política, por citar algunas temáticas, en una interesante línea
de investigación.
De regreso a la etapa colonial, el
incendio fue una constante preocupación para las autoridades de la ciudad
hispanoamericana desde los primeros compases de la ocupación del territorio. Ya
fueran de origen natural o antrópico, los fuegos marcaron los ritmos la vida
urbana provocando una gran destrucción humana y material y frenaron, en
múltiples ocasiones, el crecimiento y desarrollo de la ciudad. A menudo, estos
eventos fueron realmente espantosos. Tal fue el caso de la destrucción de La
Habana, a manos del pirata francés Jacques de Sores, en el verano de 1555. En
referencia a este episodio, Emilio Roig de Leuchsenring expuso que Jacques de
Sores “prendió fuego a la población, destruyéndolo todo, quemando las
embarcaciones que había en el puerto, y las estancias vecinas, colgando a los
negros que en éstas laboraban y ultrajando las imágenes de los santos y las
sagradas vestiduras”, dejando “La Habana arrasada y a sus vecinos en la
miseria, maldiciendo al hereje francés y renegando de su cobarde gobernador”.[5]
Desde la segunda
mitad del siglo XVIII y con mayor incidencia durante las primeras décadas del
siglo XIX, en consonancia con los ideales ilustrados que pretendían hacer de la
ciudad un lugar más ordenado, controlable y salubre, las autoridades
metropolitanas y locales de la América hispana fueron perfeccionando paulatinamente
sus estrategias y mecanismos destinados a la disminución del riesgo de
incendio, así como hacia su extinción y reparación de la destrucción originada.
En el caso de La Habana, esta tendencia es apreciable en diversos tipos
documentales como son los bandos de buen gobierno y policía emitidos por los
gobernadores, actas del cabildo, ordenanzas municipales, diferentes
reglamentos, correspondencia con la metrópoli o, incluso, los diarios
oficiales, tratándose de las principales fuentes de la investigación.
El objetivo de este estudio no es otro que
examinar, durante el periodo comprendido entre 1763 y 1835, de qué modo
afrontaron las autoridades radicadas en La Habana la prevención, extinción y
mitigación de los efectos provocados por los reiterados y crecientes incendios
que damnificaron los diferentes distritos de la ciudad, tanto intramuros como
extramuros, en las décadas previas a la creación de su primer cuerpo de
bomberos. Por otra parte, se tratará de identificar desde qué instituciones y
qué figuras políticas fueron los principales impulsores de las leyes,
mecanismos y reformas urbanas que tuvieron como meta el combatir dichos fuegos,
refinando las respuestas dadas desde el poder ante tales acontecimientos. Por
último, el presente artículo se cerrará analizando los pormenores de la
fundación del «Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana» en 1835, por
iniciativa del gobernador Miguel Tacón y Rosique.
La Habana y los incendios: de su fundación a la
ilustración
Desde los primeros momentos de su
establecimiento en el territorio, los habitantes de La Habana sufrieron los
efectos de los fuegos urbanos. Uno de los primeros de los que se tiene
conocimiento, y probablemente el más célebre, fue el ya mencionado ataque
pirata del verano de 1555, que arrasó la villa hasta prácticamente sus
cimientos. No obstante, no fue esta la única incursión protagonizada por
piratas o corsarios que se saldó con parte de la ciudad calcinada, reiterándose
estos acontecimientos a lo largo de los siglos XVI y XVII. Por otra parte, hubo
también diversos fuegos cuyo origen no está asociado con tales asaltos, sino
con accidentes de tipo doméstico, como el acaecido en abril de 1622 que
destruyó en el barrio de Campeche noventa y seis casas construidas de tabla y
guano.[6]
Así, hasta mediados del siglo XVIII, los
incendios continuaron siendo relevantes en la vida urbana de La Habana,
acrecentando la preocupación de las autoridades locales por tratar de
prevenirlos, aminorar sus efectos e impulsar la reconstrucción de los edificios
desmoronados o afectados. Esta mayor conciencia puede seguirse en algunas
reuniones mantenidas por el cabildo relativas a cuestiones como la prohibición
de materiales de construcción que podían ser más inflamables. De este modo, en
1664 y por iniciativa del gobernador, fue decretado el veto de la edificación
de las casas de guano en favor de las de teja, por ser las primeras mucho más
susceptibles de ser devoradas por las llamas.[7]
Desde la segunda
mitad del siglo XVIII, La Habana vivió una época de amplias transformaciones
sociales, económicas y políticas. Un evento relevante de este periodo fue su
ocupación por parte de los británicos, con una duración de once meses, entre
los años 1762 y 1763.[8]Tras su devolución a manos españolas en el Tratado de París de
1763, la Corona promovió una serie de reformas de diversas índoles con el
objetivo de modernizar las estructuras administrativas, fiscales y militares de
la América colonial y, en última instancia, de asegurar la defensa del Caribe
frente a sus enemigos. Fue en Cuba donde algunas de estas innovaciones se
pusieron en marcha por primera vez, especialmente desde la llegada del conde de
Ricla al cargo de gobernador y capitán general. Dicha política reformista tuvo
continuidad entre sus sucesores desde mediados de la década de
1760
hasta bien entrado en siglo XIX, si bien con importantes matices.[9]
En el marco del programa reformista
citado, la ciudad constituyó un elemento central a ser transformado desde un
punto de vista material, social, económico y cultural, por influencia de los
ideales ilustrados y la ciencia de la policía.[10]Desde la
perspectiva de un importante sector de los responsables de la administración
estatal y local, el entorno urbano presentaba una serie de problemas que
originaban desórdenes, insalubridad, indisciplina o, directamente,
ingobernabilidad. Para combatir tal realidad, impulsaron un conjunto de
providencias encaminadas a la implantación de un sistema de gobierno acorde a
los principios ilustrados y a la construcción de una urbe modélica que
ambicionaba, siguiendo las tesis de Ricardo Anguita Cantero:
“Primero, la imposición
del orden público, como garante de la convivencia social, y segundo, la
implantación de la comodidad en el espacio de la ciudad. Esta última, al fundamentarse
en la mejora de las condiciones de vida urbana, supondrá bien la creación de
infraestructuras y servicios urbanos desconocidos en el pasado o bien el
establecimiento definitivo de otros diversos que hasta entonces habían tenido
sólo un tímido desarrollo. Alcantarillado, empedrado, alumbrado, limpieza y
ornato de las calles posibilitan el surgimiento de una nueva y más confortable
ciudad a partir de la Ilustración”.[11]No obstante,
la aplicación de las medidas encaminadas a conseguir tal cometido presentó
diferentes ritmos en la América hispana. Mientras que en las capitales
virreinales y en destacados centros urbanos existió una influencia temprana de
las ideas ilustradas, en otros lugares su aparición fue más tardía. De tal
modo, fue en localidades como Ciudad de México, Lima, Buenos Aires o,
inclusive, La Habana, donde fueron implantadas inicialmente providencias como
la división en cuarteles, la creación de nuevos agentes del orden público como
los comisarios de barrio y la estandarización del bando de buen gobierno, así
como numerosos proyectos destinados al saneamiento, embellecimiento, comodidad
y el desarrollo de las infraestructuras urbanas.12
La Habana representa un buen ejemplo del
primero de los grupos, en los que se halla una presencia temprana de medidas y
políticas de corte ilustrado. Entre estas, sobresale la creación de la figura
del comisario de barrio, dotados de multitud de funciones, y la división de la
ciudad en cuarteles en 1763, con el objetivo de conseguir un mayor control y vigilancia
efectiva sobre la sociedad habanera.13
Además, se generalizó, por
aspecto público”, Cuadernos de arte
de la Universidad de Granada, Vol. 27 (1996): 113. En torno a la idea de
orden público, sus orígenes y evolución de su significado en el ámbito hispano:
François Godicheau, “Orígenes del concepto de orden público en España: su
nacimiento en un marco jurisdiccional”, Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, No. 2 (2013): 107-130.
12Son
múltiples las investigaciones que se han dedicado al análisis de las diversas
políticas ilustradas que fueron impulsados en los principales centros urbanos
de la América hispana, mediante estudios de caso que, no obstante, no suelen
realizar las oportunas comparaciones con otros centros urbanos, permitiendo así
vislumbrar paralelismos y diferencias entre ellos. Por destacar una de las
publicaciones más recientes que sí aplica un marco comparativo, Emilio José
Luque Azcona trata el caso de la puesta en marcha de estas políticas en la
región Caribe, llegando a la conclusión de que existió un impulso precoz, en
lugares como La Habana, Caracas o Cartagena de Indias, en contraposición con
otros enclaves de menor relevancia como San Juan de Puerto Rico. Emilio José
Luque Azcona, “Las ciudades del Caribe en policía…”, 184-241.
13La
figura del comisario de barrio y la división en cuarteles de La Habana fue
objeto de reformas en las décadas
parte
de la gobernación, la proclamación del bando de buen gobierno, un instrumento
legal de gran riqueza temática que respondió a la resolución de problemáticas
locales referentes al orden público, seguridad, higiene, salubridad, moralidad
y un largo etcétera de cuestiones relacionadas con el desarrollo de la vida
urbana desde la óptica ilustrada.14 En lo referente a los
dictados en Cuba, Dorleta Apaolaza-Llorente observó que “la gran mayoría de los
sucesores de Ricla al frente del gobierno y capitanía general de la isla, hasta
bien entrado el siglo XIX, publicarían su propio bando”.15 Tratándose de una herramienta que reflejó las preocupaciones de la
principal autoridad local, la cuestión de los incendios se encuentra presente
en la mayoría de estos documentos.
Por otro lado, en el periodo que concierne
a la presente investigación, La Habana vivió un importante crecimiento demográfico,
llegando a multiplicar su población en apenas unas décadas.16 El formidable incremento de sus moradores provocó, de manera
lógica, un considerable ensanchamiento urbano, siendo objeto de significativas
reformas y transformaciones urbanísticas, que la llevaron a abandonar,
definitivamente, su
posteriores. Para profundizar en torno
a tales cuestiones: Dorleta Apaolaza-Llorente, “En busca de un orden de
policía: los comisarios de barrio y las ordenanzas o reglamento de policía de
La Habana de 1763”, Temas Americanistas, No. 34 (2015): 1-24 y François
Godicheau, “Les commissaires de quartier à La Havane: d’une fondation pionnière
à «la nécessité d’un système de police» (1763-1812)”, Nuevo Mundo Mundos
Nuevos (2017).
14La
publicación que, de manera más brillante, sistematiza el significado del bando
de buen gobierno es: Víctor Tau Anzoátegui, Los bandos de buen gobierno del
Río de la Plata, Tucumán y Cuyo (época hispánica) (Buenos Aires: Instituto
de Investigaciones de Historia del Derecho, 2004).
15Dorleta
Apaolaza-Llorente, Los bandos de buen gobierno: la norma y la práctica
(1730-1830) (Bilbao: Universidad del País Vasco / Euskal Herriko
Unibertsitatea, 2016), 369.
16Consuelo
Naranjo Orovio, “Evolución de la población desde 1760 a la actualidad” en Historia
de Cuba, coord. Consuelo Naranjo Orovio (Madrid: Consejo Superior de
Investigaciones Científicas – Ediciones Doce Calles, 2009), 29-57.
naturaleza
de ciudad amurallada.[12] De este modo, se produjo la proliferación y expansión de los
barrios de extramuros, como por ejemplo Guadalupe, La Salud o Jesús María,
considerados por las autoridades como origen de desórdenes, miseria,
inseguridad o insalubridad.[13] Factores como el elevado crecimiento demográfico, una mayor
densidad de población, el emplazamiento de fábricas, la proliferación de
construcciones precarias erigidas con materiales frágiles e inflamables y, tal
vez, una menor conciencia sobre los posibles efectos del fuego provocaron que
los barrios de extramuros se convirtieran en un espacio enormemente vulnerable
frente a las llamas, como se verá más adelante. Ante tal situación, las
autoridades radicadas en La Habana, principalmente el gobernador y el cabildo,
trataron de contrarrestar el creciente número y recrudecimiento de los efectos
causados por dichos episodios mediante diversas políticas y estrategias que, en
algunos casos, podrían relacionarse con algunos planteamientos propios del
pensamiento ilustrado.
En efecto, el incendio fue objeto de
reflexión de ciertos teóricos de la Ilustración y la ciencia de la policía,
considerándose un impedimento para la consecución del deseado orden público y
buen gobierno. El francés Nicolás Delamare, uno de los primeros y más
reseñables tratadistas de la ciencia de la policía, realizó varias alusiones a
los peligros que podía ocasionar el fuego en París e insistió en la necesidad
de hacer todo lo posible por prevenirlos. Algunas de las medidas que propuso en
su vasta obra fueron la prohibición de fumar pipa por la noche, la plena
disposición de un suministro de agua y extremar las precauciones en lugares
como los hornos, panaderías, almacenes y fábricas.[14]Otro de sus
grandes exponentes, Johann Heinrich von Justi, lo estimó un verdadero obstáculo
para alcanzar la seguridad pública, convirtiéndose en un problema todo lo
referente a su prevención y extinción. El propio autor manifestó: “Los
incendios causan muchas veces tan grandes ruinas, que la Policía jamás velará
sobrado para prevenirlos”.[15]
Algunos de los
pensadores de la ciencia de la policía en lengua española también se
interesaron por la cuestión de los fuegos urbanos. Ramón Lázaro de Dou y de
Bassols dedicó varias secciones de su extensa producción al tema de los
incendios. De entre sus providencias conducentes a la conservación de los
bienes particulares recomendaba redoblar la vigilancia mediante celadores, la
obligación de limpiar las chimeneas regularmente, el dictado de
reglamentaciones edificatorias, la necesidad de ayuda por parte de los
artesanos, albañiles y carpinteros y la disposición de herramientas modernas
como las bombas.[16]Por último, merece mención especial José de Olmeda y León
quien examinó como uno de los aspectos necesarios para el buen orden y la
tranquilidad pública
“el pronto socorro en los
incendios”.22
No obstante, quien de manera más
sobresaliente reflejó esta premisa fue Valentín de Foronda. En una de sus
cartas, llegó a reconocer que “uno de los principales ramos de la Policía es el
de los incendios”.23 Algunas de las propuestas de
Valentín de Foronda fueron evitar algunos materiales de construcción y su
almacenamiento en las viviendas, la limpieza regular de las chimeneas, aumentar
el ancho de las calles, modernizar los instrumentos destinados a la extinción y
asegurar el auxilio de los funcionarios de orden público y los vecinos
colindantes al siniestro, con mención a los carpinteros, albañiles y canteros.24 No obstante, ello no debía implicar una renuncia de los habitantes
al uso del fuego, preguntándose: “¿Sería razonable que renunciáramos el uso del
fuego, porque con él se pueden incendiar las casas?... No, amigo. No hay cosa
que no tenga sus inconvenientes”.25 Concluía al respecto
que, si se tomasen las medidas oportunas, “donde reyna una buena policía es
difícil que pueda reducirse a cenizas más de una casa”.26
estado. Tomo V (Madrid: Oficina de Benito
García y Compañía, 1802), 394-396.
22José
de Olmeda y León, Elementos del Derecho público, de la paz y de la guerra,
ilustrados con noticias históricas, leyes y del Derecho Español (Madrid:
Oficina de la Viuda de Manuel Fernández, 1771), 81. El libro de José Olmeda y
León adquiere especial relevancia porque José de Muro y Salazar, marqués de
Someruelos, quien ostentó el cargo de gobernador y capitán general de Cuba
entre 1799 y 1812, contaba con un ejemplar de este en su biblioteca personal. Sigfrido
Vázquez Cienfuegos y Juan B. Amores Carredano, “La biblioteca del marqués de
Someruelos, gobernador de Cuba (1799-1812)”, Ibero-americana Pragensia,
Supplementum, No. 17 (2007): 170.
23Valentín
de Foronda, Cartas sobre la policía (Madrid: Imprenta de Cano, 1801),
143.
24Valentín
de Foronda, Cartas sobre la policía, 143-147.
25Valentín
de Foronda, Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la Economía-Política,
y sobre las leyes criminales. Tomo I (Madrid: Imprenta de Manuel González, 1789), 12.
26Valentín
de Foronda, Cartas sobre la policía, 143. Este fragmento llegó a ser
publicado en el Papel Periódico de
La lucha contra el incendio: prevención, extinción y
socorro
Para mediados
del siglo XVIII, la ciudad de La Habana no poseía una legislación firme y
unificada para la prevención, extinción y socorro de los efectos causados por
los incendios. Las antiguas Ordenanzas Municipales de La Habana y demás
pueblos de la isla de Cuba, presentadas por el oidor Alonso de Cáceres en
1574, aunque aprobadas por la Corona allá por 1640, no recogían ninguna
disposición relativa al fuego.27 Únicamente, se
encuentran algunas breves reglas edificatorias, como en su artículo 69, donde
se indicó que los solares “no se metan en las calles públicas, que procuren que
vayan derechas y que edifiquen como mejor y más hermoso parezca el edificio”.28 Tal código apenas sufrió modificaciones sustanciales hasta bien
entrado el siglo XIX, por lo que todo el esfuerzo destinado a la lucha contra
los incendios vino por parte de iniciativas puntuales del cabildo y sus
acuerdos o de disposiciones impulsadas por el gobernador.
Durante la segunda mitad del siglo XVIII y
con mayor énfasis en las primeras décadas del siglo XIX, se hace manifiesto un
mayor interés, o más bien preocupación, por parte de las principales
autoridades establecidas en La Habana, hacia la cuestión del orden público y la
seguridad. Esta sensación de anarquía, violencia e inseguridad estuvo muy
presente durante todo este periodo e, incluso, fue en aumento conforme la
ciudad y su población se hicieron cada vez más extensas.29
La Havana del 18 de octubre de 1792. Papel
Periódico de La Havana, 18 de octubre de 1792. Biblioteca Nacional de Cuba
José Martí (en adelante BNCJM), Colección Cubana.
27Francisco
Carrera y Justiz, Introducción a la historia de las instituciones locales de
Cuba (La Habana: Librería e Imprenta “La Moderna Poesía”, 1905), 255-291.
28Francisco
Carrera y Justiz, Introducción a la historia…, 284.
29Juan
B. Amores Carredano y Sigfrido Vázquez Cienfuegos, “Violencia y conflictividad
social: una aproximación al estudio de la violencia en la Cuba colonial
(1785-1810)” en Cambios y revoluciones en el Caribe hispano de los siglos
XIX y XX ed. Josef
Opatrný (Praga:
Desde el poder fueron
fomentadas una serie de normas, estrategias y reglamentos cuyo propósito
principal fue la conservación de la tranquilidad, siendo también considerado el
incendio un factor más de desorden. De hecho, autores como Loris de Nardi han
señalado que este debe interpretarse, a lo largo de la historia y más
concretamente en el contexto hispánico durante la época bajomedieval y moderna,
como una “problemática de orden público”.30 Se
reproducen a continuación las tesis del propio Loris de Nardi con una extensa
cita:
“Las autoridades
hispánicas intentaron prevenirlos, o por lo menos reducir su frecuencia,
mejorando la resiliencia de las ciudades al fuego, mediante la promulgación de
reglamentos urbanísticos; regularizando la utilización del fuego entre la
población, disciplinando o censurando, a través de la emanación de decretos,
autos, ordenanzas, reglamentos y bandos, los comportamientos que de alguna
manera podían contribuir a acentuar la ya alta vulnerabilidad urbana a los
incendios; responsabilizando a los individuos que mal utilizaran el uso del
fuego, sancionándolos económicamente por haber provocado un incendio,
obligándolos a resarcir los daños ocasionados al propietario del inmueble y a
los vecinos; castigando duramente a los que recurrieran al fuego para cometer
delitos, encubrir acciones delictivas o para aprovecharse o amenazar a los
demás”.31
Universidad Carolina de Praga, 2003),
45-64 y Dorleta Apaolaza-Llorente, Los bandos de buen gobierno… Ya
entrado el siglo XIX: Yolanda Díaz Martínez, Visión de la otra Habana:
vigilancia, delito y control social en los inicios del siglo XIX (Santiago
de Cuba: Editorial Oriente, 2011).
30Loris
de Nardi, “Planes de intervención institucional para la reducción del riesgo de
incendio en el ámbito hispánico durante la época bajomedieval y moderna: una
propuesta metodológica para un problema de orden público” en Contrainsurgencia
y orden público: aproximaciones hispánicas y globales, coords. Manuela
Fernández Rodríguez, Erika Prado Rubio y Leandro Martínez Peñas (Valladolid:
Fundación Universitaria Española, 2020), 109.
31Loris
de Nardi, “Planes de intervención institucional para…”, 109-110.
Así, las autoridades habaneras, ante el
problema que representaron los incendios en una ciudad cada vez más populosa,
extensa y desordenada, fomentaron un conjunto de normas y estrategias
destinadas a su prevención, extinción y socorro de los damnificados.
a. Prevención
En primer término, las estrategias para la
prevención de los siniestros ocasionados por el fuego tuvieron que ver con la
promulgación de diversas reglas de tipo edificatorio. Este tipo de normativas,
mayoritariamente de carácter prohibitorio, tenían en ocasiones una larga
historia. Este era el caso, por ejemplo, de la restricción del uso de
materiales de construcción inflamables como el guano o la paja o la necesidad
de que las calles fueran rectilíneas. Estas disposiciones fueron paulatinamente
ampliadas y publicadas en bandos, órdenes superiores y bandos de buen gobierno.
Pese a ello, La Habana no estuvo dotada de una legislación de construcción
hasta la formación de las Ordenanzas Municipales de 1855 y, sobre todo,
hasta la promulgación en 1861 de las Ordenanzas de construcción para la
ciudad de La Habana, y pueblos de su término municipal, cuyo decimotercer
capítulo estaba dedicado enteramente a las precauciones contra incendios.[17]
Sin embargo, estas prerrogativas fueron
desobedecidas de manera sistemática por la población, especialmente en los
distritos extramuros. En 1803, el capitán del partido de Guadalupe culpaba a la
población negra de habitar barracas construidas con materiales combustibles.[18]En mayo de 1823, el coronel Joaquín Miranda y Madariaga, en su
proyecto presentado al cabildo para formar un reglamento contra incendios,
indicaba que los barrios extramuros “abundan en guano y madera, están expuestos
a reducirse a cenizas, si no previenen tamaño mal las enérgicas providencias”.[19] Cinco años después, una crónica del terrible fuego acaecido en el
barrio de Jesús María en 1828, difundida en el Diario de La Habana del
20 de febrero de aquel año, daría la razón al coronel, reseñando que los
edificios de aquel distrito estaban mayoritariamente compuestos de “materiales
combustibles, como son maderas, guanos, yaguas &c., y por consiguiente la
rapidez de las llamas hacían nulo todo esfuerzo humano para cortar este
desastre”.[20]
Uno de los focos de origen que las autoridades
urbanas, e incluso algunos habitantes de La Habana, tuvieron más presentes fue
el de los basureros. La reunión de cabildo del 9 de enero de 1770 tuvo el
propósito de debatir acerca de las quemas cuyo origen se daba en aquellos
lugares, tras producirse una el día 3 de enero. Finalmente, se acordó, tras la
insistencia del gobernador Antonio María Bucareli y Ursúa acerca del “peligro
formidable de yncendio” que significaban los basureros, la utilización de seis
esclavos presos para cumplir con los trabajos de recogida.[21]Esta percepción fue compartida por dos vecinas de la ciudad, Antonia
de Zalazar y Clara Sarmiento, que representaron al cabildo requiriendo la
retirada de un basurero que se encontraba frente a la puerta de sus domicilios.[22] Siguiendo esta idea, las medidas cuyo objeto fue evitar la
existencia de basureros deben, en parte, interpretarse como políticas
encaminadas hacia la prevención de incendios y no solo como una problemática de
salubridad.[23]
Otra de las
materias que se refieren a la prevención es todo lo relacionado con el uso de
la pólvora y la pirotecnia. En el artículo 32 de su bando de buen gobierno,
Felipe de Fonsdeviela y Ondeano, marqués de la Torre, reconocía que “los fuegos
de artificio para fiestas de Iglesia y otras funciones particulares y el uso de
la pólvora en manos de muchachos suelen ser causa inmediata de estos
incendios”, insistiendo en la prohibición que existía de su uso por orden de
algunos de sus predecesores.[24]En el caso de sus sucesores, como Diego José Navarro García,
este exhortaba que las músicas, luminarias y cortinas para la fiestas eran
manifestaciones más serias que los fuegos artificiales y que, además,
ocasionaban menores inconvenientes.[25] Por su
parte, el gobernador Ezpeleta refrendó las tesis de sus antecesores advirtiendo
acerca del peligro que presentaban dichos artefactos, prohibiendo su uso entre
los muchachos jóvenes y esclavos.41 Pese a su temprano
veto, este tipo de artilugios siguieron utilizándose, con gran popularidad, por
los jóvenes de La Habana, culpándose de su distribución a los pulperos,
taberneros, panaderos y tenderos.42 Sin embargo, los
fuegos artificiales fueron empleados en algunas festividades de cierta
relevancia, por iniciativa de las propias autoridades locales, siendo el caso
de las fiestas en honor a Manuel Godoy en 1807.43 Por
último, también fue permitido su disfrute tras la demanda de la correspondiente
licencia, como ocurrió con la petición del capitán del barrio de San Lázaro al
gobernador Mariano Ricafort, con motivo de la jura de la Princesa de
Asturias,
la futura Isabel II, en octubre de 1833.44 En
esta misma dirección, Ángel López Cantos recalcó que los fuegos artificiales, o
al menos eso se pretendió desde el poder, “se encontraban sujetos
a pautas precisas y casi
inflexibles”.45
No obstante, pese a la promulgación de
diversas leyes aisladas, no existió una normativa dedicada específicamente a
tal cometido hasta
la República de Cuba (ANRC), Fondo
Asuntos Políticos, Legajo 106, Exp. 2.
41Bando
de buen gobierno de José de Ezpeleta y Galdeano, Habana, 1 de febrero de 1786. ANRC, Fondo Asuntos Políticos, Legajo
255, Exp. 14.
42Ya
se les había señalado en el bando de buen gobierno de Ezpeleta, cuyo artículo
41 indicaba que “los taberneros, pulperos y bodegueros sólo tendrán de repuesto
cuatro libras para el expendio de cazadores, canteros o pedreros, y otras
personas conocidas”. Bando de buen gobierno de José de Ezpeleta y Galdeano,
Habana, 1 de febrero de 1786. ANRC, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 255, Exp.
14. Más adelante, un oficio les seguía culpando de este mal. Diario de La
Habana, 1 de octubre de 1827. BNCJM, Colección Cubana.
43Sigfrido
Vázquez Cienfuegos, “La instauración del Almirantazgo en La Habana: Lucha por
el poder bajo la alargada sombra de Godoy”, Revista de Indias, Vol. 73,
No. 258 (2013): 479.
44Archivo
Histórico Nacional (en adelante: AHN), Ultramar, Legajo 1608, Exp. 8. Estas
celebraciones fueron reflejadas en: Diario de La Habana, 10 de octubre
de 1833. BNCJM, Colección Cubana.
45Ángel
López Cantos, Juegos, fiestas y diversiones en la América española
(Madrid: Mapfre, 1992), 60.
bien
entrado el siglo XIX. Esta unificación de las normas prexistentes y su
ampliación tuvo lugar con la creación del Reglamento sobre Incendios de
1823.[26]Por iniciativa del gobernador Francisco Dionisio Vives, y
encargado desde el cabildo a una comisión encabezada por el alcalde tercero,
Juan Agustín Ferrety, dicho código legal constó de nueve disposiciones
generales y veintitrés artículos “con el doble objeto de prevenir y cortar los
incendios”. En lo referente a la prevención, recogía órdenes como la
prohibición de alambiques y ahumaderos dentro de poblado, la restricción del
acopio de aguardiente y otras bebidas inflamables a un máximo de cuatro pipas,
así como de depósitos de pólvora y, una vez más, que no existiesen casas con
techado de guano y materiales inflamables. Todo ello sostenido por un sistema
de penas de multas de 25, 50 o 100 pesos que, según lo indicado en su
disposición octava, debían ir a parar a los fondos de propios.
Desde su llegada
a la isla, el gobernador Francisco Dionisio Vives mostró una actitud decidida
para la prevención y lucha contra los incendios durante su largo mandato
(1823-1832). Menos de un mes después de su desembarco en Cuba, ya se había
debatido largo y tendido en el cabildo acerca de las estrategias de prevención
del fuego urbano y el 23 de mayo de 1823 ya se encontraba aprobado y mandado
imprimir el Reglamento sobre Incendios. El mismo Vives admitía, en
noviembre de 1824, que el haber vivido “un incendio acaecido en la calle
O’Reilly inmediatamente después de mi llegada a esta ciudad el año pasado hizo
que el reglamento para tales casos fuese uno de los puntos de los que me ocupé
al instante”.[27]Más allá del Reglamento de 1823, decretó diversas
órdenes superiores como
la
prohibición de fuegos artificiales, cohetes, candeladas, tiros y otros
elementos peligrosos que podían originar chispas, junto a “sustos, riñas y
desgracias”;48 la persecución del abuso en la
construcción con guano “cuya prohibición se ha hecho tan repetidas veces”;49 la limitación de las fábricas en madera “que, además de causar
deformidad en la población, pueden ocasionar lamentables desgracias por el
inminente peligro de combustión”;50 o la persecución de
quien tuviera depósitos de carbón.51 Todas
ellas demuestran la existencia de una enérgica política preventiva.
La constante repetición de estas órdenes y
su publicación en bandos, bandos de buen gobierno, gacetas oficiales y en el Reglamento
de 1823 lleva a pensar que su incumplimiento fue considerable, siendo necesaria
una rígida observancia. Entre los cometidos de los comisarios de barrio, se
encontraba el vigilar que no proliferasen las casas de guano.52 En efecto, la estrecha vigilancia se convirtió en una de las
tácticas más destacables para prevenir el incendio urbano, aunque con escaso
éxito. Una orden superior del gobernador José Cienfuegos, de marzo de 1817,
recordaba, ante
gobernador Francisco Dionisio Vives
pudo comprobarlo desde su práctica llegada a la isla: “La noche del día después
que S.E. tomó el mando se descubrió un voraz incendio en la calle Honda de
Santo Domingo. Esta ocurrencia dio motivo para que S.E. se impusiese de la
carencia de bombas y aun de reglamentos para casos semejantes”. Relación
histórica de los beneficios hechos a la Real Sociedad Económica, Casa de
Beneficencia y demás dependencias de aquel cuerpo por el Escmo. Sor. Don
Francisco Dionisio Vives (La Habana: Imprenta del Gobierno y Capitanía
General, de Real Hacienda y de la Real Sociedad Patriótica por S.M., 1832), 3.
48Diario de La Habana, 2 de agosto de 1828. BNCJM, Colección Cubana; Diario de
La Habana, 26 de septiembre de 1828. BNCJM, Colección Cubana y Diario de
La Habana, 30 de septiembre de 1826. BNCJM, Colección Cubana.
49Diario de La Habana, 25 de abril de 1827. BNCJM, Colección Cubana y Diario de
La Habana, 15 de mayo de 1828. BNCJM, Colección Cubana.
50Diario de La Habana, 14 de agosto de 1827. BNCJM, Colección Cubana.
51Sesión
del 12 de junio de 1829. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 114,
193-194.
52Dorleta
Apaolaza-Llorente, Los bandos de buen gobierno…, 385.
los repetidos siniestros
producidos en los barrios extramuros, la necesidad de que los capitanes de
estos lugares redoblaran la obediencia en el cumplimiento de las leyes
referentes a la prevención como la limpieza de chimeneas y cocinas.[28]Otros mandatos similares, también decretados por la gobernación,
requerían que los comisarios de barrio y demás agentes del orden público supervisasen
que no hubiera materiales combustibles en almacenes o tiendas,[29] fuegos artificiales ni cohetes sin la debido autorización,[30] el abuso causado por las fábricas de paja y casas o bohíos de guano[31] o regulaban la recogida de basuras.[32] Existen
noticias, asimismo, de que los comisarios de barrio y demás inspectores de
policía no cumplieron usualmente con lo respectivo a la prevención de
incendios. El propio Vives llamaba la atención a los funcionarios del orden
público sobre su escaso desempeño en evitar que existiesen casas construidas
con materiales prohibidos y ustibles.[33]En ese mismo
sentido, el 21 de mayo de 1832, días después de su toma de posesión, el
gobernador Mariano Ricafort advirtió lo siguiente en torno a la cuestión:
“La razón y la experiencia me han hecho conocer que en vano las
Autoridades superiores procurarán hacer la felicidad de los pueblos, si los
subalternos por su parte no cooperan con el exacto cumplimiento de sus deberes
a tan importante objeto”.[34]
b. Extinción: recursos humanos
y materiales
Una vez iniciado
el incendio, eran las campanas de la iglesia más cercana las que avisaban a los
responsables de la lucha contra el fuego, y al vecindario en general, de su
existencia en aquel distrito. La tradicional alarma dada por el tañido de las
campanas estaba indicada en varias normativas promulgadas por el cabildo y
quedó finalmente regulada en el artículo 10º del Reglamento sobre Incendios
de 1823.[35]Frente a estos, desde el poder, se dispusieron diversos
recursos de tipo humano y material.
La extinción de
los fuegos acaecidos durante el periodo de estudio corrió a cargo de diversas
instituciones e individuos. La creación de la figura del comisario de barrio en
1763 vino a transformar el modo en el que tradicionalmente se había dispuesto
la lucha contra los incendios urbanos, consistente en una escasa regulación y
en la teórica obligación de los vecinos, especialmente de albañiles, alarifes,
carpinteros o artesanos, de acudir al lugar de los hechos. Entre las tareas de
los comisarios de barrio se encontraba el cuidar el orden público, la seguridad
y la disciplina. De este modo, los comisarios de barrio se erigieron, desde la
década de 1760, como los principales encargados de la extinción del fuego que
ocurriese en sus cuarteles, debiendo contar con la ayuda de otros agentes del
orden, la tropa y los habitantes de la capital de la isla de Cuba.
Más adelante,
otras normativas y, principalmente, los bandos de buen gobierno emitidos por la
máxima autoridad de la isla se refirieron al asunto de quién debía presentarse
y prestarse a la extinción del fuego. Los comisarios de barrio tenían que
personarse no solo por ser los máximos responsables de dirigir las operaciones,
sino también por controlar qué vecinos omitían su responsabilidad de ir hacia
el lugar, con singular atención de los carpinteros, herreros o albañiles, entre
otros. Por otro lado, como garantes del orden público, les correspondía evitar
los desórdenes inmediatos que se producían durante y tras la quema. Por último,
tenían asimismo el encargo de investigar y detener a los autores del delito, en
caso de que este fuera provocado, tal y como lo recordaba en febrero de 1805 el
síndico procurador general después de producirse varios incendios en puntos
distantes de la ciudad.[36]Estas atribuciones de dirigir o acudir a las labores de
extinción fueron también desempeñadas por otras figuras cuyo propósito era la
conservación de la tranquilidad en La Habana y su entorno, como los capitanes
de los barrios extramuros, jueces pedáneos, regidores inspectores, celadores o
serenos.
No obstante,
estas normativas, más que aludir a los quehaceres del comisario de barrio,
capitanes de partido o agentes del orden público subalternos, se centraron en
el deber que tenían los moradores de asistir al siniestro. Diferentes leyes y
órdenes superiores recordaban que todo vecino estaba forzado a colaborar con
las autoridades para mantener el orden. Así lo decía, por ejemplo, un mandato
del gobernador José Cienfuegos en que incidía que “todo vecino está obligado a
prestar auxilio a la justicia y sus ministros, ya sea para la persecución de
malhechores, o ya para conservar el buen orden y tranquilidad
pública”.[37] En referencia exclusiva a los incendios, lo indicaban también
diversos bandos de buen gobierno como el del marqués de la Torre de 1772, el de
José de Ezpeleta de 1786, el del conde de Santa Clara de 1799 o el de Juan
Manuel Cacigal y Martínez de 1819. Además, algunos bandos como el promulgado
por Bucareli y Ursúa en 1770 y diversas disposiciones de la corporación municipal
incidieron en la imposición que tenían los vecinos de acudir y ayudar en las
labores de extinción.
En sesión de cabildo de 18 de febrero de
1791, se leyó una representación dirigida al gobernador Luis de las Casas,
firmada por Francisco de Arriaga y Manuel José Torrontegui, elegidos por la
corporación para “precaver en esta ciudad y pueblos extramuros los daños y
excesos que suelen ocurrir con los incendios”, donde se decía que para cada
bomba debía emplearse un calafate y cuatro marineros formados en su manejo,
otros cinco individuos para el transporte y sostenimiento de las mangueras,
tres hombres por cada escalera y uno para cada utensilio como cubos, hachas,
palanquetas o azadas. En total, calculaban estos regidores, debían ser unos 285
los individuos, elegidos de entre los vecinos, los encargados de la lucha
contra el fuego, quienes tenían que ser nombrados a principios de cada año por
el comisario de su respectivo barrio, sin la posibilidad de negarse a cumplir
con tal obligación. No obstante, pese a la elección de estos vecinos, los más
próximos al siniestro debían acudir forzosamente a colaborar con los escogidos.[38]
Tras el terrible incendio de 1802, fueron
presentadas por el segundo conde de O’Reilly y el teniente coronel Antonio de
la Luz unas reglas que debían seguirse en aquellos casos, tratándose del primer
recopilatorio de normas destinadas a su extinción de la que se tiene
constancia, contando con 16 artículos. Entre ellas, se estipuló el número
exacto de personas que debían manejar los utensilios y la obligación de los
vecinos más próximos, así como de los comisarios de barrio o capitanes de
partido, de extinguir las llamas. Por otra parte, indicaba la necesidad de que
acudieran al suceso tanto las tropas más cercanas, no con el objeto de luchar
contra el fuego, sino “en hacer que se guarde el orden, custodiar los efectos
que se libren del incendio, hacer trabajar a los que deben, desembarazar la
gente inútil y estar atentos a las demás disposiciones”, como el Real Cuerpo de
Ingenieros para iluminar lo conveniente. Por último, señalaba que serían
premiados aquellos que acudieran más prontamente con los fondos obtenidos por
las multas de los que no se presentaren.[39]
Idealmente, una
correcta ayuda de los vecinos podría convertirse en un sistema eficaz. Sin
embargo, son cuantiosas las noticias que se refieren al escaso desempeño que
estos profesaban, sobre todo en los barrios extramuros. En reunión de cabildo
de 13 de marzo de 1817, tras producirse varias quemas en un corto periodo de
tiempo, el conde de Casa Loreto manifestó lo escandaloso que resultaba “la poca
o ninguna parte que el vecindario tomaba en tan desgraciados conflictos”,
reiterando la imposición que tenían los comisarios de barrio de perseguir y
multar a aquellos que no hicieren acto de presencia.[40]En esa misma
dirección, apuntaba una representación dirigida a la corporación municipal, de
febrero de 1818, tocante a que la mayor parte de los vecinos, entre estos
muchas mujeres y niños, eran meros espectadores del desastre y se limitaban a
generar un clima de aún mayor desorden con tumultos y gritos.[41]
Este panorama dominado por la existencia
de reiterados incendios y un desorden generalizado en lo que respecta a los
efectivos que debían acudir a su extinción trató de ser controlado por el Reglamento
sobre Incendios de 1823. En primer lugar, sus artículos iniciales se
referían a la división de la ciudad en cinco secciones, a cuya cabeza se
encontraría un jefe de sección nombrado cada año por parte del consistorio
municipal, quien debía dirigir los trabajos de extinción de su distrito.[42]Para la ayuda en esas labores, tales jefes tenían que elaborar una
lista de 52 individuos, fraccionados en doce hombres y un cabo a su dirección,
que le ayudarían en su cometido, debiendo ser dicha lista aprobada por el
cabildo.[43] Además, con el fin de auxiliar a los responsables nombrados para la
extinción, acudirían al lugar las tropas cercanas, la milicia nacional,
alarifes, los vecinos de la sección afectada y, en caso de necesidad, se
solicitaría el envío de cincuenta esclavos del depósito de cimarrones, así como
de los jefes y ayudantes de las otras secciones de la ciudad, quedando todos
ellos a disposición del jefe de la sección afectada.[44] Finalmente,
como venía siendo habitual, reiteraba la obligatoriedad de todos estos de
comparecer bajo un sistema de multas.70
Sin embargo, la
reglamentación del incendio urbano existente en La Habana desde 1823 no puso
freno ni a la gran cantidad de siniestros ni a su enorme gravedad, ni tampoco a
los desórdenes inmediatos. En uno de ellos, en junio de 1826, ciertos vecinos
se negaron a participar en las labores, intuyendo el gobernador Vives que fue
debido a los robos que se producían en las viviendas mientras se producía una
quema.71 En agosto de 1826, tras un incendio en el barrio del Horcón, el
gobernador Vives pidió explicaciones a los capitanes de los barrios cercanos de
Guadalupe y Jesús María debido a que no prestaron ayuda a su compañero,
contestándole el primero “que ningún vecino quiso levantarse y que solo lo
hicieron tres personas”,72 y el segundo que no oyó las
campanas ni nadie se lo notificó.73 Tras el fatal incendio
del 11 febrero de 1828 en el barrio extramuros de Jesús María, fue publicada
en el Diario de La Habana una orden superior del gobernador Vives en la
que observaba que la mayor parte de los vecinos fueron simples espectadores que
se dedicaron a
dar voces e introducir
mayor desorden, e incluso el hecho de que “en muchas tabernas inmediatas al fuego
se consintieron escandalosas reuniones, distribuyéndose licores que
trastornaban a los que debían ocuparse en los trabajos”.74 En tal episodio, como recalcaba el propio Vives, de no ser
capital. Sesión del 15 de julio de
1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 104, 349.
70Las
multas eran las siguientes: doce pesos para el alari-fe, ocho para el bombero y
cuatro para el vecino.
71Diario de La Habana, 20 de junio de 1826. BNCJM, Colección Cubana.
72Carta
de Juan de Dios Hita al gobernador Francisco Dionisio Vives, Guadalupe, 7 de
agosto de 1826. ANRC,
Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37640.
73Carta
del capitán del barrio de Jesús María al gobernador Francisco Dionisio Vives,
Barrio de Jesús María, 6 de agosto de 1826. ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37640.
74Diario de La Habana, 16 de febrero de 1828. BNCJM, Co lección Cubana.
por la inesperada ayuda de
los más de cien hombres de una fragata francesa quienes, a petición del cónsul
francés, participaron en las labores de extinción, difícilmente se pudiera
haber acabado con él.[45]
En lo que
respecta a los recursos materiales utilizados en materia de extinción, tuvo
lugar una extensa regulación de su tipología, cuantía, utilización y
localización. Fue precisamente durante el siglo XVIII y, sobre todo, conforme
avanzó el siglo XIX cuando se produjo una acentuada modernización de las
herramientas propias de la lucha contra el fuego, con innovaciones de gran
importancia que vendrían a modificar las técnicas tradicionales. Las
autoridades radicadas en La Habana fueron plenamente conscientes de las
transformaciones de su tiempo, lo que dio lugar a profundos cambios en relación
con los instrumentos empleados en un asunto cada vez más preocupante y
espinoso.
A principios del año 1770, tras una quema
que fue ciertamente controlada, se debatió en el cabildo acerca de los
instrumentos que eran más convenientes para extinguir las llamas. Como
resultado de la discusión, los regidores enviaron una participación al
gobernador Bucareli y Ursúa, en la que reiteraban la necesidad de que cada
vecino contase en su casa con un cubo y que los carpinteros y albañiles
dispusieran de al menos veinticuatro picos y azadas, cuatro escaleras de mano y
cuatro bombas.[46]El uso concreto de tales utensilios y sus cantidades, así como
la obligación de los habitantes de la ciudad de poseer un cubo en sus
viviendas, fueron finalmente sancionados en un bando del gobernador publicado
días después de la reunión, el 6 de febrero de 1770. Años después, las
disposiciones de aquel bando serían recogidas por el bando de buen gobierno de
su sucesor, el marqués de la Torre, de 1772, en cuyo artículo 31 se decía “que
se repita literalmente para su más puntual recuerdo y exacta ejecución”[47] y en el del gobernador Diego José Navarro García de 1777.[48]
Las indicaciones relativas a los útiles y
a su cantidad sufrieron cambios a lo largo de estas décadas. En julio de 1778,
después de que se demostrase la eficacia de las bombas de navío, el síndico
procurador general, Miguel García Menocal, reclamó la necesidad de que la
ciudad tuviese cuatro bombas siempre disponibles, de lo cual se intuye que su
cifra era menor, pese a las órdenes vigentes.[49]En 1791, una
comisión nombrada por el cabildo para buscar soluciones a los recurrentes
incendios representaba al gobernador que, además de carretones y un cubo por
cada vecino, se requerían:
“Al menos tres bombas,
aperada cada una de veinte baldes o cubos, otras tantas espuertas, diez azadas,
diez picos, diez hachas, diez palanquetas, diez sogas de esparto, dos escalas
de veinte y cinco pasos cada una, y un mangón de lona de treinta varas de largo
que tenga en el último extremo el ancho de una cuarta”.[50]
Siete años después, en 1798, el caballero
síndico procurador general recordaba aquella sesión de febrero de 1791,
lamentándose de que tal proyecto no llegase nunca a completarse y el hecho de
que, únicamente, fueran compradas tres bombas que aún no habían sido empleadas.[51]En una representación de 1818 dirigida al gobernador, por José
Nicolás Arrieta Peralta, este le pidió que cada uno de los capitanes de partido
o comisarios de barrio tuviera “dos bombas, seis hachas, seis machetes, seis
cubos y cuerdas, dos escalas y cuatro linternas o faroles, dos varejones con
sus ganchos y paletas”.[52]
Al igual que en otros tantos aspectos
relacionados con los fuegos, el Reglamento sobre Incendios de 1823
también se dedicó a esta materia, advirtiendo que cada jefe de sección tendría
a su disposición dos bombas, por lo que, teóricamente, la ciudad debía poseer
un total de diez. Su artículo 9º ratificaba el deber de todo vecino de tener un
cubo en su domicilio, bajo la pena de dos ducados de multa. Pese a que el
código no indicaba la cantidad exacta de utensilios necesarios, sí que lo
presentaría al cabildo Juan Agustín Ferrety, autor del Reglamento,
siendo aprobado su dictamen semanas después.[53]
Entre los artefactos utilizados en la
extinción, las bombas fueron las que generaron mayor atención. Por las
informaciones recogidas en el año 1770, se tiene constancia de que, al menos
para ese momento, ya se encontraban presentes en La Habana. Fue, ante todo, su
localización y número lo que generó mayor debate. Hasta marzo de 1798 no se
ubicó ninguna de estas bombas en los barrios extramuros, pese a que la mayor
parte de los fuegos se produjeran en estos distritos. En ese momento, el
síndico procurador general Ambrosio María de Suazo pidió al cabildo que una de
ellas fuera colocada en la casa del capitán del barrio de Guadalupe pues “no es
menos digna de nuestra atención aquella vecindad y suburbios que el casco de la
ciudad y por lo mismo que están más expuestos a frecuentes incendios”.[54]La respuesta del cabildo fue que, ante la falta de fondos, podría
trasladarse temporalmente la que se encontraba en las casas capitulares.[55] En 1802, el proyecto presentado en la corporación municipal situaba
las tres bombas en Puerta de Tierra, en la casa de baños públicos y en las
casas capitulares.[56] En 1817, el conde de Casa Loreto solicitó que se colocaran al menos
dos bombas en cada barrio[57], mientras que el Reglamento sobre Incendios de 1823
decretaba la misma cifra para cada una de las secciones, sin apuntarse en ambos
casos los lugares exactos. Por un reconocimiento ordenado por el gobernador
Vives, en 1824, se tiene noticia tanto del hecho de que existían ocho en la
capital como sobre su emplazamiento, siendo su ubicación modificada, tiempo
después, por parte del mismo mandatario.[58]
Por otro lado,
cabe preguntarse acerca de su procedencia y coste. La mayoría de las bombas, y
buena parte del resto de utensilios, llegaron desde los Estados Unidos, aunque
también se cita Jamaica y su fabricación en la misma Cuba. Su desembarco en La
Habana corrió a cargo de iniciativas privadas que eran presentadas en cabildo
para su compra, o bien a través de comisiones nombradas por la propia
institución. El desembolso solía correr a cargo de los fondos de propios
y de ciertos donativos de
particulares.[59]Véase un ejemplo que ilustra uno de estos procedimientos en
una adquisición realizada en 1824. Una comisión encabeza por el regidor
Francisco Pérez de Urria contactó con Francisco Layseca, amigo del primero,
quien acordó la compra de cuatro bombas con John Smith, fabricante neoyorquino,
por un precio de setecientos pesos cada unidad. Esas máquinas arribaron al
puerto, libres de derechos, a través del bergantín estadounidense Aral en julio
de aquel año. El pago al estadounidense se efectuó mayoritariamente gracias a
un destacado desembolso realizado por el gobernador Vives, completándose con
los fondos propios y un donativo del propio Layseca.[60]
Una vez más, la praxis evidenció que la
efectividad de las disposiciones no logró cumplir con los objetivos inicialmente
establecidos. El material habitualmente se encontraba en mal estado, tal y como
lo reconocieron diversos responsables de su examen y reparación, llegando a ser
inútiles en varias intervenciones, como ocurrió en el barrio del Espíritu Santo
en 1812.[61]Otro trastorno fue que la escasez de agua impidió que varios
de estos incendios lograsen ser sofocados de manera más precisa, debiéndose
tanto a problemáticas propias de los pozos, aljibes y la zanja, como por la
actitud de algunos de los habitantes.[62] Esto último
ocurrió en un incendio de 1826 en el que los vecinos del barrio de Jesús María
se negaron a abrir las puertas de sus casas por miedo a que fueran robadas en
medio de la confusión.[63] A estos trastornos debe sumarse el hecho de que llegó a ser muy
común el hurto o pérdida de este tipo de enseres. Tras un siniestro acaecido en
1798, volvieron a manos del gobierno casi todos los utensilios destruidos y se
extraviaron cuatro baldes, tres azadas y tres palanquetas.[64]A pesar de la vigencia de las sanciones que trataron de impedir la
aludida desobediencia, esta fue un rasgo inseparable de la extinción de
incendios en La Habana a lo largo de esta época.
c. Socorro
Una vez
extinguidas las llamas, comenzaban las labores de auxilio para dar amparo a las
víctimas. Para ilustrar las estrategias de socorro impulsadas desde el poder,
se tomarán los ejemplos de los incendios de 1802 y 1828, los más feroces del
periodo analizado.
El 25 de abril de 1802 el fuego se apoderó
de buena parte de los barrios de Jesús María y Guadalupe, extramuros de la
ciudad. Aquel episodio tuvo como consecuencia la muerte de siete personas y
elevó la cifra de afectados a 8.731 personas.[65] En el primer
cabildo posterior a la tragedia, los regidores reclamaron a los capitanes de
los barrios de Jesús María y Guadalupe la redacción de un informe detallado de
los individuos y construcciones que padecieron la catástrofe, unida a otras
medidas como la supresión del arancel de víveres, la compra de mil barriles de
harinas extranjeras, que más adelante serían tres mil, y el encargo a los
regidores Miguel García Barreras, Antonio de la Luz y el segundo conde de
O`Reilly de tomar conocimiento de posibles lugares donde alojar a los
damnificados. Por último, se hizo un llamado a la sociedad habanera, a través
del Papel Periódico de La Havana, solicitando suscripciones de tipo
voluntario.96
La primera representación de Miguel García
Barreras describió una situación de total desamparo de “aquellos miserables
incendiados que han quedado absolutamente desnudos y sepultados en profundas
miserias”, sufriendo una marcada escasez de agua y víveres. Además, elogió que
tanto desde la Iglesia como desde el Real Consulado se habían tomado mayores
providencias tendentes al socorro de las víctimas que por parte de la corporación
municipal, reclamando al cabildo “que no cierre los ojos, endurezca sus oídos,
y se desentienda al clamor de las calamidades”.97 El 20
de mayo de 1802 el marqués de Someruelos se dirigía al pueblo habanero
demandando un mayor esfuerzo de limosna, ya que únicamente
a mil los edificios que sufrieron
daños, como indicaba el capitán de Jesús María. Carta de Rudesindo de los
Olivos, capitán del barrio de Jesús María, al gobernador el Marqués de
Someruelos, Barrio de Jesús María, 9 de mayo de 1802. AGI, Fondo Papeles de
Cuba, Legajo 1679. Una relación de 1817 cifró en más de 8.000 los afectados, a
la vez que culpaba a las autoridades de haberlo posibilitado. Relación
descripta de la plaza de La Habana con referencia a su plana que manifiesta el
deplorable estado e inutilidad de su defensa y la de sus fuertes, relacionadas
por varias causas, principalmente por sus Barrios extramuros, La Habana, 12 de
agosto de 1817. ANRC,
Fondo Asuntos políticos, Legajo 16, Exp. 13.
96Sesión
del 26 de abril de 1802. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59,
39-40.
97Sesión
del 14 de mayo de 1802. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59, 47.
habían sido recaudados
3.957 pesos.[66] No obstante, pese a la limitada acción del consistorio, la exigua
recaudación de donativos y el severo estado de pobreza en el que quedaron sus
habitantes, los distritos afectados vivieron una rápida reconstrucción que
mereció incluso la alusión de Alexander von Humdoldt.[67]
No menos desastroso que el primero fue el
segundo gran incendio ocurrido en el barrio de Jesús María, que tuvo lugar el
11 de febrero de 1828.[68] Este consumió unas 350 viviendas, junto a toda clase de edificios,
dejando desguarnecidas a más de 2.000 almas, sin lamentarse víctimas mortales.[69] Tan solo un día después, el gobernador Vives formó una comisión,
presidida por él mismo, que se encargó de asegurar los socorros más inmediatos,
distribuyéndose ropas y más de 4.000 raciones en una semana y dando cobijo a
los desamparados.[70] Por otro lado, esta junta acordó la recolección de donativos a
través del nombramiento de un responsable para cada uno de los barrios y
cuarteles de La Habana y la ayuda de varios sacerdotes.[71] De entre los
primeros donantes, destacaron la Sociedad Filarmónica, el conde de San
Fernando, la comunidad de Belén o los ar tistas del teatro principal, entre
otros.[72] El cabildo ofreció cuatro mil pesos de la marca de carruaje que,
sin embargo, hasta septiembre de ese año no estuvieron disponibles por no
contarse con la aprobación de la Real Audiencia.[73] Otras
medidas cuyo fin fue la recaudación de donativos fueron la celebración de
actuaciones en el teatro por parte de aficionados[74] y de un
sorteo de lotería que se realizó el 11 de junio.[75] En total, a
6 de octubre de 1828, la cantidad total recolectada era de 51.495 pesos.[76]
Por concluir, buena parte de esos fondos
fueron empleados en la reconstrucción de las zonas afectadas. La reedificación
de estos distritos, generalmente percibidos por las autoridades y los
principales de La Habana como desordenados e inflamables, ofreció una
oportunidad para subsanar los resultados que el súbito y espontáneo crecimiento
urbano y demográfico de los barrios extramuros había provocado en el entorno
urbano. Esta idea es más bien apreciable en el caso del fuego de 1828. En tal
dirección, recomendó el cabildo al gobernador “que al tiempo de reformar las
casas que se proyectan se reforme el desorden e irregularidad con que estaba
formada dicha población que, es decir, dejando calles anchas, espaciosas,
rectas y de un mismo largo”,[77] a su vez que José Nepomuceno Cervantes, en carta a la junta de
incendio, culpaba a la estrechez de las calles de ser la verdadera causa de la
desgracia.[78] Los proyectos de reconstrucción, encargados al agrimensor Manuel
Antonio Medina, y su materialización reflejaron un manifiesto deseo de poner
punto y final al desorden perenne característico de algunos distritos que se
encontraban más allá de los límites del recinto amurallado.[79]
La creación del “primer Cuerpo
de Bomberos” de La Habana
En la mañana del 1 de junio de 1834, La
Habana vio desembarcar a su nuevo capitán general y gobernador. Miguel Tacón y
Rosique, de destacada trayectoria militar y administrativa, llegó a la isla con
el claro objetivo de mantener la tranquilidad y evitar la entrada de las ideas
subversivas que habían triunfado a lo largo y ancho del continente. Sin
embargo, su primera impresión al llegar a la capital fue la de encontrarse en
una ciudad en la que la violencia, el crimen, la desigualdad, el juego y el
desorden estaban demasiado presentes.[80] En uno de
sus primeros oficios, de 12 de junio de 1834, Tacón manifestó a los residentes
que “la seguridad de las personas, bienes y haberes de los habitantes de una
población es sin duda una de las primeras atenciones y cuidados con que se
halla el encargado de su gobierno”.[81]
Para ponerle
remedio, Tacón impulsó una serie de reformas destinadas a transformar la ciudad
y conducirla a un estado de tranquilidad.[82] En materia
de orden público, reivindicó, desde su práctica venida, la consolidación de los
serenos que, entre otros cometidos, podrían “precaver los incendios”.[83] En el código que formó para estos, se les encargaron funciones en
materia de vigilancia y, sobre todo, la responsabilidad de dar la voz de alarma
y asegurar que no se produjeran desórdenes mientras se realizaban las labores
de extinción.[84] Sin embargo, con relación a la lucha contra el incendio, el gran
proyecto de su gobierno fue la instauración del primer cuerpo de bomberos de La
Habana.
La creación de un cuerpo de bomberos era
una cuestión debatida desde hacía décadas por las autoridades y principales de
la capital. En marzo de 1798, se recordó en el ayuntamiento un bando que no
llegó a ser nunca publicado, propuesto por el gobernador Luis de las Casas,
concerniente a las bombas y su utilización por parte de especialistas.[85] Más adelante, Vives sugirió que el establecimiento de los bomberos
resultaba aún impracticable.[86] No sería hasta 1830 cuando existió una idea firme de crear una
compañía de bomberos, momento en el que el regidor Rafael de Quezada presentó
un reglamento en el cabildo que tampoco llegó a aprobarse.[87] Por su parte, Mariano Ricafort, apenas días después de su toma de
posesión en mayo de 1832, recomendó la fundación de una compañía de bomberos,
para lo cual fue creada una comisión específica[88], mientras
que en julio de 1833 comisionó a Fernando Cacho para explorar esa posibilidad.[89] Representaba el gobernador y capitán general Ricafort al
ayuntamiento, en unas de sus cartas acerca de la conveniencia del
establecimiento, que “una Ciudad tan opulenta como La Habana necesita una
compañía de bomberos”.[90]
Pese a los
avances de Ricafort, la creación de la primera compañía de bomberos de La
Habana hubo de esperar hasta el 12 de diciembre del año 1835, con la
publicación del Reglamento del Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La
Habana destinado á apagar los incendios.[91] Su párrafo
introductorio manifestaba lo útil que resultaba “una fuerza de vecinos honrados
que ejerzan oficios propios para poder ser empleados en contener y concluir una
de las mayores calamidades que aflige a los pue blos”. Conformado por nueve
capítulos y sesenta y un artículos, reguló la instauración de la institución. A
continuación, se tratarán algunos de sus aspectos más notorios.
Primeramente, el Reglamento se
refería a su dirección, recayendo el puesto de inspector en el capitán general
de Cuba. Este quedaría a cargo de seis tercios, tres intramuros y tres
extramuros, compuestos por sesenta hombres, siendo los dos primeros tercios
constituidos por blancos, el tercero y el cuarto por pardos, y los últimos por
morenos. A su vez, cada tercio se dividiría en tres brigadas: una de albañiles,
otra de carpinteros y una tercera de herreros, cerrajeros y fontaneros. De
especial relevancia era el hecho de que la compañía ostentase un organigrama de
tipo militar. Así, la plana mayor estaría compuesta por un subinspector con
jerarquía de comandante, un segundo comandante de idéntico oficio, y dos
ayudantes alarifes, uno para intramuros y otro para extramuros, con graduación
de capitanes. En posición inferior, cada tercio sería dirigido por un maestro
de obras, con el distintivo de teniente, y un ayudante del primero bajo el
cargo de sargento primero. Al mando de cada brigada, habría un maestro que
usaría la divisa de subteniente, teniendo a sus órdenes a dos oficiales con
grado equivalente de sargento segundo y cabo primero. El alistamiento se
realizaría de entre aquellos cuyo oficio fuera la albañilería, carpintería,
herrería, cerrajería y fontanería. Además, la compañía estaría uniformada y
gozaría del fuero de las milicias urbanas.[92]
Su capítulo
tercero trataba acerca de los recursos materiales de la corporación. Así, cada
tercio poseería una bomba, situada en los lugares más a propósito, con treinta
cubos de cobre o suela. El resto de los útiles debían ser facilitados por los
propios bomberos, siendo repartidos por la compañía solo en caso de no
disponerlos, debiendo asegurarse de su mantenimiento y aseo. Cada mes, después
de un incendio o cuando el capitán general lo tuviera por conveniente se
pasaría revista al material del cuerpo.
Asimismo, reguló
que, tras el toque de las campanas, dos bomberos equipados con cornetas
avisarían a los pobladores acerca del lugar en el que ocurriese el fuego. Allí,
dependiendo de si se produjera dentro o fuera de los límites de la muralla,
acudirían únicamente los tercios de esa división, mientras que los de la
contraria deberían aguardar en el lugar de las bombas por si hubieran de ir en
ayuda de los implicados en la extinción. Por otro lado, aquellos bomberos que
no asistieran o no cumpliesen con la disciplina podrían ser arrestados o
expulsados del cuerpo, los que mostrasen una actitud heroica serían
recompensados y los heridos o incapacitados recibirían una compensación o,
incluso, una pensión vitalicia si resultasen impedidos en adelante. La dirección
de los trabajos de extinción se realizaría por parte del bombero de mayor
graduación presente, debiendo la tropa personarse únicamente con el propósito
de asegurar que no se produjesen crímenes o altercados. Por último, en lo que
respecta a las obligaciones de los vecinos, estos debían iluminar en lo posible
y facilitar sus pozos y aljibes, cuidándose por parte de los comisarios de
barrio el exacto cumplimiento de tal providencia.
Su capítulo
final abordaba la financiación de la compañía. Esta se ejecutaría a través de
un tributo “de un real mensual por cada una de las casas principales y de ahí
abajo lo que también voluntariamente contribuyan los demás”, que sería
custodiado por un depositario de la confianza del gobernador y el ayuntamiento.[93] Esa contribución, como explicó Tacón a las autoridades peninsulares
en busca de su aprobación, sería de un real de plata mensual por las casas de
alto o zaguán y medio real por las de tabla, mampostería o embarrado, quedando
exentas aquellas de guano
que no estuvieran
alineadas, ya que no serían so corridas en caso de quema.[94] En lo que respecta a los negocios, se establecería el impuesto
“según el mayor o menor riesgo”.[95] Este sistema
de financiación recibió el beneplácito de la Corona y de las Cortes en Real
orden de 27 de octubre de 1837, apuntalando definitivamente la instauración y
el funcionamiento del primer cuerpo de bomberos de la historia de La Habana.[96]
Consideraciones finales
Las estrategias
para combatir incendios en La Habana, entre los años 1763 y 1835,
experimentaron profundas transformaciones. Por parte del poder, principalmente
desde la gobernación y el cabildo, este asunto fue objeto de debate y
reflexión, dando origen a una preocupación que se intensificó a la par que el
número y gravedad de los fuegos que asolaban regularmente una capital cada vez
más extensa y poblada. Graves quemas como las acaecidas en los distritos
extramuros en 1802 y 1828, junto a otras de menor consideración, demostraron la
extraordinaria vulnerabilidad de una ciudad cuyos edificios, en buena parte y
pese a la existencia de prohibiciones vigentes desde hacía siglos, seguían
construidos y siendo reconstruidos con materiales altamente inflamables. Ante
ello, las políticas de prevención, extinción del incendio y socorro de las
víctimas fueron paulatinamente perfeccionadas en un largo y desigual proceso
que culminó con la creación del Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La
Habana en 1835.
Una de las
conclusiones más evidentes es que La Habana presentaba importantes diferencias
espaciales en lo que respecta al peligro de incendio. Los barrios de extramuros
de la ciudad, cuya fulgurante eclosión tuvo lugar coincidiendo con el periodo
analizado, fueron escenario de la gran mayoría de los siniestros y,
fundamentalmente, de los más calamitosos. Su irregular aparición y expansión,
sus construcciones combustibles, su alta densidad poblacional y la inacción de
las autoridades ante un espacio que, durante largo tiempo, se negaron a
reconocer y amparar deben ser considerados los principales factores de la
fragilidad ante las llamas de los distritos de más allá de las murallas, en
comparación con los de la parte cercada.
En respuesta a
la pregunta acerca de los principales impulsores de las medidas contra los
incendios surgen varias conclusiones. Desde la gobernación y capitanía general,
hubo dirigentes especialmente implicados y alarmados por esta materia, mientras
que otros no parecieron mostrar interés por la cuestión. En el grupo de los
primeros, los nombres de Antonio María Bucareli y Ursúa, Francisco Dionisio
Vives, Mariano Ricafort y Miguel Tacón y Rosique sobresalen del resto de sus
iguales. Por parte del cabildo, existió una postura dispar. Por un lado, fue en
ocasiones responsable de la formación y elevación al gobernador de iniciativas
de diversa consideración, destacándose algunos regidores como Juan Agustín
Ferrety, autor del Reglamento sobre Incendios de 1823, o Ambrosio María
de Suazo, Antonio de la Luz, el segundo conde de O’Reilly o Joaquín Miranda y
Madariaga quienes, en diferentes épocas, redactaron informes o formaron reglas
en esta dirección. Por el contrario, el cabildo demostró un alto grado de
indolencia y permisividad ante la ascendente vulnerabilidad de la ciudad, con
incidencia en sus barrios extramuros, manifestando una pasividad que casi
siempre fue alterada por alguno de los cuantiosos incendios que sucedie ron en
La Habana.
En efecto, queda reflejado que las
autoridades radicadas en la urbe tuvieron una actitud de reacción en lo que se
refiere a la puesta en marcha de estas iniciativas. La práctica totalidad de
esta clase de medidas fueron impulsadas inmediatamente, o poco después, de
producirse una calamidad. Así, el bando de 1770 de Bucareli y Ursúa, las reglas
presentadas en cabildo por el segundo conde de O’Reilly y Antonio María de la
Luz en 1802 o la intensa labor del Francisco Dionisio Vives tras vivir un fuego
el día siguiente de su llegada, por citar algunos casos, surgieron como
respuesta al estremecimiento causado por incendios concretos. Esta
característica no fue ni mucho menos particular de La Habana, sino que presenta
paralelismos con otros casos en el ámbito hispano como el de Ciudad de México
de 1774, tras el cual fue publicado un código para hacerles frente siendo virrey
de Nueva España Bucareli y Ursúa, o las diversas reformas iniciadas tras la
devastación de la Plaza Mayor de Madrid de 1790. Para el contexto cubano,
merece mención el bando del gobernador Pedro Suárez de Urbina de 1814, tras la
destrucción del barrio de la Marina en Santiago de Cuba.[97]
No pueden
olvidarse los numerosos obstáculos que las autoridades afrontaron para la
implantación y cumplimiento de sus disposiciones. Todas las miradas del poder
apuntaron hacia el propio vecindario como el principal culpable de esta
tesitura. Por un lado, ello se debía a su negativa a construir sus casas en
materiales de menor inflamabilidad y a sus peligrosas costumbres como hacer
hogueras, acopiar productos combustibles, utilizar fuegos artificiales o
propiciar la acumulación de basuras. Por otro, era causado por su oposición a
personarse, colaborar con las labores de extinción, prestar el agua de sus
pozos y aljibes o iluminar las calles. Unido a ello, los problemas en el uso y
mantenimiento de los recursos materiales, el escaso cumplimiento por parte de
muchos de los agentes encargados de la prevención, extinción y socorro o la
común escasez de fondos del cabildo redujeron el grado de éxito de estas
políticas.
Para finalizar, el análisis de este
contexto induce a comprender el incendio como sinónimo de desorden. Más allá de
su carácter destructivo, las llamas fueron capaces de generar situaciones que,
desde el punto de vista de unas autoridades crecientemente influenciadas por
los planteamientos de la Ilustración y los principios del buen orden de
policía, resultaban impermisibles. Los gritos, tumultos, robos, falta de
disciplina y, en definitiva, el flagrante incumplimiento de las leyes,
reglamentos o bandos de buen gobierno no merecían su tolerancia. Por ello, las
estrategias aquí descritas deben ser entendidas, en cierta medida, como métodos
de prevención, extinción y reducción no solo del fuego, sino también del
desorden, en contraste con el deseo de orden público y seguridad urbana. La
creación del Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana, por decisión
del gobernador Miguel Tacón y Rosique, respondió a las necesidades de una
coyuntura en la que la ciudad parecía dominada por el caos y la inseguridad.
Así, la aparición de la primera compañía de bomberos de la historia habanera ha
de ser enmarcada como una más de las tantas reformas del mandato del gobernador
Tacón en su empeño por garantizar la tranquilidad de La Habana y la isla de
Cuba. En estos términos lo reflejaba el prólogo de su mismo código fundacional
en 1835: “La confusión y desorden que es tan común cuando acontece un fuego
lleva consigo innumerables males y perjuicios que no pueden ni deben tener
lugar”.[98]
Notas al pie
[1] Adrián López Denis, “El incendio de Jesús María: situaciones de
emergencia, solidaridad y sociedad civil en La Habana (1828)”, Rábida,
No. 20 (2001): 3-10.
[2] María Luisa Laviana Cuetos, “El hábitat urbano y la lucha contra el
fuego en el Guayaquil colonial”, Revista del Archivo Histórico del Guayas,
Vol. 3-4: (2008): 81-101; Loris de Nardi y Macarena Cordero Fernández, “Gestión
del riesgo de incendio en Hispanoamérica y Filipinas: reformas urbanas, medidas
normativas y circulación de saberes (siglos XV-XIX)”, Memorias: Revista
Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe colombiano, Año 17, No.
45 (2021): 11-39 y Paula Ermila Rivasplata Varillas, “Los incendios y su manejo
por las autoridades en Lima colonial desde el siglo XVII hasta principios del
siglo XIX”, Temas Americanistas, No. 52 (2024): 119-147.
[3] A este
respecto, conviene mencionar los siguientes trabajos: Louis A. Pérez, Winds
of Change: Hurricanes and the Transformation of Nineteenth-Century Cuba
(Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2001); Sherry Johnson, Climate
and Catastrophe in Cuba and the Atlantic World in the Age of Revolution
(Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2011) y Emilio José Luque
Azcona, “Circulación de información y censura sobre desastres en el siglo
XVIII: el caso del huracán de 1768 en La Habana”, Revista de Indias,
Vol. LXXXIII, No. 288 (2023): 405-430. Por último, con un vasto enfoque
temporal y geográfico: Stuart B. Schwartz, Mar de tormentas: una historia de
los huracanes en el Gran Caribe desde Colón hasta María (San Juan de Puerto
Rico: Ediciones Callejón, 2018).
[4] Diego Arango López, “La ciudad en llamas. Incendios y régimen de
fuego en Valparaíso. 1843-1906”, Memorias: Revista Digital de Historia y
Arqueología desde el Caribe colombiano, Año 17, No. 45 (2021): 93-118;
Diego Arango López, “Riesgo de incendio y arquitectura en madera en Valparaíso.
1838-1906”, Revista Historia y Patrimonio, Vol. 1, No. 1 (2022):
1-22. Anna Rose Alexander, City on Fire: Technology, Social Change, and the
Hazards of Progress in Mexico City, 1860-1910 (Pittsburgh: University of
Pittsburgh, 2016) y Greg Bankoff, Uwe Lübken y Jordan Sand, eds., Flammable
Cities. Urban Conflagration and the Making of the Modern World (Madison:
University of Wisconsin Press, 2012).
[5] Emilio
Roig de Leuchsenring, La Habana. Apuntes Históricos, Tomo I (La Habana:
Editora del Consejo Nacional de Cultura, 1963), 54.
[6] Joaquín E. Weiss, La arquitectura colonial cubana: siglos XVI al
XIX (La Habana-Sevilla: Instituto Cubano del Libro, Agencia Española de
Cooperación Internacional y Junta de Andalucía, 1996), 100.
[7] Rosalía Oliva Suárez, “Los espacios domésticos habaneros entre 1650
y 1750” (Tesis Doctoral, Universidad de Granada, 2014), 158.
[8]
Al respecto, puede consultarse: Elena A. Schneider, The Occupation of
Havana: War, Trade, and Slavery in the Atlantic World (Williamsburg: The
Omohundro Institute of Early American History & Culture, 2018).
[9] Celia
María Parcero Torres, La Pérdida de la Habana y las Reformas Borbónicas en
Cuba, 1760-1773 (Valladolid: Junta de Castilla y León, 1998); Allan J.
Kuethe, Cuba, 1753-1815: Crown, Military, and Society (Knoxville: The
University of Tennessee Press, 1986) y María Dolores González-Ripoll, Cuba,
la isla de los ensayos: cultura y sociedad (1790-1815) (Madrid: Consejo
Superior de Investigaciones Científicas, 2000).
[10] Existe
una amplia bibliografía referente a las transformaciones urbanas iniciadas en
el siglo XVIII en el mundo hispano y al marco ideológico que las originó e
impulsó. Algunas de las publicaciones más notables al respecto son: Pedro
Fraile, La otra ciudad del rey. Ciencia de policía y organización urbana en
España. (Madrid: Celeste Ediciones, 1997) y Ricardo Anguita Cantero,
“Ordenanza y Policía urbana. Los orígenes de la reglamentación edificatoria en
España (1750-1900)” (Tesis Doctoral, Universidad de Granada, 1997). Más
concretamente para el ámbito caribeño, véase: Emilio José Luque Azcona, “Las
ciudades del Caribe en policía: obras públicas y control de la población”, en Globalización
y ciudad en el Caribe (1750-1850), ed. Emilio José Luque Azcona (Santa
Marta: Editorial Unimagdalena, 2023), 184-241.
[11] Ricardo
Anguita Cantero, “La concepción teórica de la idea de ciudad en la Ilustración
española: la Policía urbana y los nuevos fundamentos de orden, comodidad y
[12] Julio Le Riverend Brusone, La Habana, espacio y vida
(Madrid: Editorial Mapfre, 1992), 131-157. Para una visión de conjunto sobre
las transformaciones urbanas y el desarrollo de las infraestructuras de La
Habana que incluye, casi por completo, el periodo analizado, véase: Eduardo
Azorín García, “Transformando la ciudad: el desarrollo técnico de
infraestructura en La Habana (1772-1835)”, en Globalización y ciudad en el
Caribe (17501850), ed. Emilio José Luque Azcona (Santa Marta: Editorial
Unimagdalena, 2023), 242-283.
[13] El
surgimiento y crecimiento de los barrios de extramuros de La Habana desde la
segunda mitad del siglo XVIII y comienzos de la siguiente centuria ha atraído
la atención de diversos autores. Algunas de las investigaciones más
notorias son: Sherry Johnson, “"La Guerra Contra los Habitantes de los
Arrabales": Changing Patterns of Land Use and Land Tenancy in and around
Havana, 1763-1800”, The Hispanic American Historical Review, Vol. 77,
No. 2 (1997): 181-209 y Guadalupe García, Beyond the Walled City: Colonial
Exclusion in Havana (Oakland: University of California Press, 2016).
[14] Las
medidas propuestas por Delamare para combatir el fuego urbano pueden
encontrarse en varios de los tomos de su obra magna: Nicolás Delamare, Traité
de la Police. (París: Imprenta de Michel Brunet, 1719). Diversas ideas de
Delamare fueron publicadas en la prensa habanera, lo cual demuestra su lectura
y conocimiento por algunos de los principales de la ciudad. En el Papel
Periódico de La Havana del 12 de noviembre de 1801, en un artículo dedicado
a la “limpieza necesaria para mantener puro el ayre en las Villas y Ciudades”,
el autor se apoya en la obra de Nicolás Delamare y de Jerónimo Castillo de
Bobadilla para defender sus tesis acerca de la higiene urbana.
[15] Juan
Henrique Gottlobs de Justi, Elementos generales de policía, Traducción de
Antonio Francisco Puig (Barcelona: Imprenta de Eulalia Piferrer, 1784),
121.
[16] Ramón Lázaro de Dou y Bassols, Instituciones del Derecho Público
general de España con noticia del particular de Cataluña y de las principales
reglas de gobierno de qualquier
[17]Ordenanzas municipales de la ciudad de La Habana (La Habana: Imprenta del Gobierno y Capitán General, 1855), 30-33.
BNCJM, Colección Cubana y Ordenanzas de construcción para la ciudad de La
Habana, y pueblos de su término municipal (La Habana: Imprenta del Gobierno
y Capitanía General, 1866), 63-69. BNCJM, Colección Cubana,
[18] Sesión
del 6 de mayo de 1803. Archivo de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La
Habana (en lo sucesivo: AOHCLH), Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59, 218-219.
[19] Sesión del 5 de mayo de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 103, 204-205; Sesión del 12 de mayo de 1823. AOHCLH, Actas
del Cabildo originales, Libro 103, 214-216. El proyecto que Joaquín Miranda y
Madariaga presentó al cabildo en materia de lucha contra el fuego, con fecha de
5 de mayo de 1823 se publicó en la prensa oficial local: Diario del Gobierno
Constitucional de La Habana, 5 de junio de 1823. BNCJM, Colección Cubana.
El plan de Miranda y Madariaga nació en los comienzos del gobierno de Francisco
Dionisio Vives, quien impulsó, junto al cabildo, la creación de un reglamento
específico para incendios, encargándoselo a una comisión liderada por el
alcalde tercero Agustín Ferrety. No obstante, las reuniones de esta institución
permiten conocer que hubo, al menos, dos proyectos de reglamento de incendios
que fueron también leídos y debatidos en varias sesiones de mayo de 1823. El
primero de ellos fue el de Miranda y Madariaga y el segundo fue formado por
Francisco Steegers. Sesión del 12 de mayo de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 103, 214-216.
[20]Diario de La Habana, 20 de febrero de
1828. BNCJM, Colección Cubana.
[21] Sesión del 9 de enero de 1770. AOHCLH, Actas del Cabildo
trasuntadas, Libro 37, 9-11.
[22] Sesión del 7 de octubre de 1768. AOHCLH, Actas del Cabildo
trasuntadas, Libro 36, 295.
[23] Algunos
de los trabajos más interesantes que han tratado la recogida de basuras y
limpieza de la ciudad de La Habana son: Eduardo Azorín García, “Alumbrado,
limpieza y recogida de basuras en La Habana de Ezpeleta: bandos y reglamento
(1786-1787)”, Revista de Humanidades, No. 43 (2021): 175-195 y Adrián
López Denis, “Higiene pública contra higiene privada: cólera, limpieza y poder
en La Habana colonial”, EIAL: Estudios Interdisciplinarios de América Latina
y el Caribe, Vol. 14, No. 1 (2003): 11-33. Tales cuestiones también fueron
incluidas en la mayor parte de los bandos de buen gobierno: Dorleta
Apaolaza-Llorente, Los bandos de buen gobierno….
[24] Bando de
buen gobierno del marqués de la Torre, Habana, 4 de abril de 1772. AOHCLH,
Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 38.
[25] Bando de buen gobierno de Diego José Navarro García, Habana, 19 de
diciembre de 1777. Archivo Nacional de
[26]Reglamento sobre Incendios, aprobado y mandado imprimir por
el Escmo. Ayuntamiento en 23 de mayo de 1823 (La
Habana: Imprenta Fraternal de los Díaz de Castro, impresores del Consulado y
del Ayuntamiento por S.M., 1823). Copias disponibles en: BNCJM, Colección
Cubana; ANRC, Fondo Real Consulado de Agricultura, Industria y Comercio y de la
Junta de Fomento, Legajo 77, Exp. 3065 y ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil,
Legajo 1056, Exp. 37637.
[27] Cita recogida en el artículo 23 de su bando de buen gobierno. AHN,
Ultramar, Legajo 1607, Exp. 94. El
[28]Diario
del Gobierno de La Habana, 28 de marzo de 1817.
BNCJM, Colección Cubana.
[29]Diario
del Gobierno de La Habana, 22 de enero de 1820.
BNCJM, Colección Cubana.
[30]Diario del Gobierno de La Habana, 30 de septiembre de 1826. BNCJM, Colección Cubana; Diario del
Gobierno de La Habana, 14 de octubre de 1812. BNCJM Colección Cubana y Diario
del Gobierno de La Habana 24 de octubre de 1816. BNCJM Colección Cubana.
[31]Diario de La Habana, 25 de abril de
1827. BNCJM, Colección Cubana.
[32]Diario
de La Habana, 30 de enero de 1827. BNCJM, Colección
Cubana.
[33]Diario
de La Habana, 15 de mayo de 1827. BNCJM, Colección
Cubana.
[34]Diario de La Habana, 22 de mayo de 1832.
BNCJM, Colec ción Cubana.
[35]Reglamento sobre Incendios… En
torno a los precedentes, en el cabildo se acordó lo siguiente: “para que pueda
saberse a punto fijo el lugar en que acaezca el incendio y se den prontamente
los auxilios, deberá la Iglesia más inmediata tocar a fuego con la campana
mayor y las otras mediatas con las menores”. Sesión del 18 de febrero de 1791. AOHCLH,
Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 50, 20. Por otra parte, entre las reglas
dictadas tras el desastre del barrio de Jesús María de 1802, se estipuló que
“será el cargo de la iglesia inmediata al incendio avisarlo al pueblo con la
campana mayor y las demás iglesias seguirán con alguna de las medianas”. Sesión
del 14 de mayo de 1802. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59, 46.
[36] Sesión
del 8 de febrero de 1805. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 60, 215.
Diversas cartas dirigidas al gobernador por parte de Juan José González,
capitán del barrio de Jesús María, aportan informaciones acerca de algunos de
esos fuegos provocados que se produjeron en su distrito. Archivo General de
Indias (en lo sucesivo: AGI), Fondo Papeles de Cuba, Legajo 1679.
[37]Diario del Gobierno de La Habana, 8 de
septiembre de 1816. BNCJM, Colección Cubana.
[38] Sesión
del 18 de febrero de 1791. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 50,
19-21. Noticias posteriores parecen indicar que no siempre hubo individuos
habilitados en el manejo de las bombas y otros utensilios. El mayordomo de
propios Juan Luis Marquetti pidió en octubre de 1795, por noticia del regidor
Manuel José Torrontegui, que fueran nombrados operarios que supieran utilizar
los instrumentos de extinción, ya que de lo contrario tendían a deteriorarse.
Sesión del 2 de octubre de 1795. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro
54, 169.
[39] Sesión
del 14 de mayo de 1802. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59, 46-47.
A efectos prácticos, las tropas siguieron participando en las labores de
extinción de los fuegos y no únicamente actuaron como garantes del orden
público.
[40] Sesión del 13 de marzo de 1817. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 91, 367.
[41]
Representación de Nicolás Arrieta Peralta al cabildo de La Habana, La Habana,
26 de febrero de 1818. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 93: Do
cumentos, 349-353.
[42] La
división espacial en cinco divisiones está recogida en su artículo segundo y es
la siguiente: “La primera de estas secciones se compondrá de toda la parte del
norte que resulta tirando una línea por la calle de la Obrapía, empezando por
la muralla inmediata á la tesorería, y concluyendo en la del Monserrate,
inclusa toda la acera derecha de esta calle. La segunda se formará de la misma
línea al sur hasta concluir en la calle del Sol de muralla á muralla, y
quedando comprendida en ella la acera derecha. La tercera comprenderá toda la
parte
que quedará al sur dentro de la ciudad. La cuarta se compondrá desde la puerta
de tierra para la calzada del monte y acera derecha, hasta los límites de esta
municipalidad, toda la parte del norte; y la quinta comprenderá la parte
izquierda en que entra el barrio de Jesús María”. Reglamento sobre Incendios…
[43] La primera lista de especialistas encargados de la lucha contra el
fuego de la que esta investigación tiene noticia fue presentada al ayuntamiento
en octubre de 1823 por el alcalde José Bohorquez. Sesión del 29 de octubre de
1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro original 104, 486-487.
[44] En lo
referente a los cincuenta esclavos del Real Consulado, este contestó al cabildo
acerca de su predisposición a enviarlos, aunque reconociendo que no siempre
sería posible, ya que la mayor parte de estos se encontraba, habitualmente,
trabajando en destinos lejanos a la
[45] Carta
del gobernador Francisco Dionisio Vives al Excmo. Sor. Secretario de Estado y
del Despacho de Gracia y Justicia, Habana, 28 de febrero de 1828. AHN, Fondo
Ultramar, Legajo 1606, Exp. 3.
[46] Sesión del 30 de febrero de 1770. AOHCLH, Actas del Cabildo
trasuntadas, Libro 37, 22.
[47] Bando de
buen gobierno del marqués de la Torre, Habana, 4 de abril de 1772. AOHCLH,
Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 38.
[48] Bando de
buen gobierno de Diego José Navarro García, Habana, 19 de diciembre de 1777.
ANRC, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 106, Exp. 2.
[49] Sesión del 3 de julio de 1778. AOHCLH, Actas del Cabildo
trasuntadas, Libro 43, 79.
[50] Sesión del 18 de febrero de 1791. AOHCLH, Actas del Cabildo
trasuntadas, Libro 46, 20.
[51] Sesión del 26 de enero de 1798. AOHCLH, Actas del Ca bildo
trasuntadas, Libro 56, 24.
[52]
Representación de Nicolás Arrieta Peralta al cabildo de La Habana, La Habana,
26 de febrero de 1818. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 93:
Documentos, 349-353.
[53] Sesión del 15 de marzo de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 101, 137.
[54] Sesión del 15 de marzo de 1798. AOHCLH, Actas del Cabildo
trasuntadas, Libro 56, 44.
[55] Sesión del 22 de marzo de 1798. AOHCLH, Actas del Cabildo
trasuntadas, Libro 56, 46.
[56] Sesión del 14 de mayo de 1802. AOHCLH, Actas del Cabildo
trasuntadas, Libro 59, 46.
[57] Sesión del 13 de marzo de 1817. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 91, 367.
[58] Se emplazaban cinco de ellas intramuros: en el cuartel de la fuerza
con cincuenta cubos, en el de Tarragona con 50 cubos, en el de Cataluña con 46
cubos, en el de Milicias con 40 cubos, en el Coliseo con 23 cubos; y
extramuros: en el Palacio del Obispo con 50 cubos, en la Real Factoría con 45
cubos y en la casa de José Naranjo con 50 cubos. Carta de Vicente Soria Rodrigo
al gobernador Francisco Dionisio Vives, Habana, 3 de noviembre de 1824. ANRC,
Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37639. El gobernador Vives
alteró esta distribución en su bando de buen gobierno: “Lugares donde se hallan
las bombas: en el cuartel de la Fuerza, en el de San Telmo, en el de Belén, en
el de Milicias, en el teatro; extramuros: en el palacio del Excmo. e Ilmo Sr.
Obispo, en la calzada de san Luis Gonzaga, casa de Don José Naranjo, y en la
Real Factoría”. AHN, Ultramar, Legajo 1607, Exp. 94.
[59] Otros
ejemplos de adquisición y composición de bombas y demás utensilios en: ANRC,
Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37645; Sesión del 17 de mayo
de 1822. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 101, 340; Sesión del 4 de
abril de 1811. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 80, 141-142; Sesión
del 12 de junio de 1812. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 83, 137;
Sesión del 13 de noviembre de 1820. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro
98, 203. Acerca de los donantes: Diario del Gobierno Constitucional de La
Habana, 30 de junio de 1823. BNCJM, Colección Cubana; Sesión del 14 de
junio de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 103, 277 y Sesión
del 20 de junio de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 103, 301.
[60] Sesión
del 30 de abril de 1824. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 105, 145.
Sesión del 9 de julio de 1824. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 105,
237 y Carta del gobernador Francisco Dionisio Vives al Ayto, La Habana, 10 de
mayo de 1824. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 106: Documentos, 592.
[61] Sesión
del 13 de febrero de 1824. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 108,
77-79; Sesión del 14 de agosto de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo originales,
Libro 113, 287 y Sesión del 22 de mayo de 1829. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 114, 167.
[62] Un ejemplo de ello se encuentra en la representación del teniente
juez pedáneo del barrio de Jesús María, tras la fatal y práctica combustión de
aquel barrio en 1828, recalcando que no hubo “ningún pozo y por consiguiente
nadie que contribuyera a él a auxiliarle”. Carta de José de Meza al gobernador
Francisco Dionisio Vives, Barrio de Jesús María, 12 de febrero de 1828. ANRC,
Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37644.
[63]Diario
de La Habana, 17 de junio de 1826. BNCJM, Colección
Cubana.
[64] Sesión del 19 de enero de 1798. AOHCLH, Actas del Cabildo
trasuntadas, Libro 56, 15-19.
[65]Papel Periódico de La Havana, 20 de mayo
de 1802. BNCJM, Colección Cubana. Otras informaciones elevan
[66]Papel
Periódico de La Havana, 20 de mayo de 1802. BNCJM,
Colección Cubana.
[67] Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre la Isla de Cuba
(París: Casa Jules Renouard, 1827), 15.
[68] Así
describía un poema lúgubre la relación entre ambos episodios: “Cinco lustros
apenas; Ha de un incendio, cuando; Renueva nuestras penas; El que estamos
llorando; Y trae a la memoria; Aquella amarga y lamentable historia”. Incendio
acaecido en el barrio de Jesús María el día 11 de febrero de 1828. Canto
lúgubre (Habana: Oficina del gobierno y Capitanía general, 1828), 3.
[69]Diario
de La Habana, 20 de febrero de 1828. BNCJM,
Colección Cubana.
[70]Diario
de La Habana, 20 de febrero de 1828. BNCJM,
Colección Cubana y Diario de La Habana, 27 de abril de 1832. BNCJM,
Colección Cubana. La lista de encargados de cada distrito puede hallarse
también en: ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37644.
[71] Esta
comisión estuvo formada por Luis Payne, Francisco Xavier Troncoso, Ramon Pages,
Ignacio Dedin y de la Torre y Manuel Antonio Medina, además del gobernador
Vives. El primer día de la recolección de donativos se obtuvieron 4.862 pesos. Diario
Extraordinario de La Habana, 13 de febrero de 1828. AHN, Fondo Ultramar,
Legajo 1606, Exp. 3.
[72]Diario de La Habana, 15 de
febrero de 1828. BNCJM, Colección Cubana.
[73] Sesión
del 26 de septiembre de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 113,
329. Sesión del 10 de octubre de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo originales,
Libro 113, 338. Sesión del 5 de marzo de 1829. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 114, 8586 y Sesión del 18 de marzo de 1829. AOHCLH, Actas del
Cabildo originales, Libro 114, 100. Todo el proceso puede seguirse en AHN,
Fondo Ultramar, Legajo 1606, Exp. 3.
[74] Sesión del 21 de febrero de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 113, 80.
[75] Sesión del 19 de diciembre de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 113, 403-404. Sobre el sorteo de lotería, véase: ANRC, Fondo
Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37644.
[76]Diario
de La Habana, 29 de julio de 1830. BNCJM, Colección
Cubana. Las listas de donantes y las cantidades aportadas en: ANRC, Fondo
Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37643.
[77] Sesión
del 15 de febrero de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 113, 76.
La reconstrucción se realizaría en torno a un decreto de Vives de 18 de febrero
de 1829. Diario de La Habana, 12 de marzo de 1829. BNCJM, Colección
Cubana.
[78] Carta de
José Nepomuceno Cervantes a la junta de incendio, Jesús María, 13 de febrero de
1828. ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37644.
[79]Diario
de La Habana, 29 de febrero de 1828. BNCJM,
Colección Cubana. El plan del agrimensor Medina fue muy criticado por algunos
responsables de la reconstrucción de las zonas afectadas como los regidores
Anastasio de Arango y Rafael de Quezada. Carta de Anastasio de
Arango y
Rafael de Quezada a la junta de incendio, La Habana, 26 de marzo de 1828. ANRC,
Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37642.
[80] En torno a esta cuestión: Yolanda Díaz Martínez, Visión de la
otra Habana...
[81]Diario
de La Habana, 13 de junio de 1834. BNCJM, Colección
Cubana.
[82] Las profundas reformas y transformaciones urbanísticas de La Habana
durante el gobierno de Miguel Tacón y Rosique han sido objeto de diversas
investigaciones: Felicia Chateloin, La Habana de Tacón (La Habana:
Editorial Letras Cubanas, 1989); Yolanda Díaz Martínez, “Delincuencia,
represión y castigo en La Habana bajo el gobierno de Miguel Tacón”, Cuadernos
de Historia, No. 44 (2014): 7-29 y María José Vilar, “Un cartagenero para
ultramar: Miguel Tacón y el modelo autoritario de la transición del Antiguo
Régimen al Liberalismo en Cuba (1834-1838)”, Anales de Historia
Contemporánea, Vol. 16 (2000): 239-278.
[83]Diario de La Habana, 17 de
junio de 1834. BNCJM, Colección Cubana.
[84] “Los
Serenos inmediatamente que haya fuego en su cuartel, correrán la voz de unos en
otros, designando la calle o sitio donde se hubiere prendido; avisarán a las
iglesias más inmediatas para el toque de campana; a las autoridades civiles o
militares y a los depósitos de bombas, volviendo en seguida a sus puestos a
continuar sus rondas redoblando la vigilancia”. Fragmento del Reglamento
para el gobierno del cuerpo de Serenos de esta Ciudad (La Habana: Imprenta
del Gobierno, 1834). AHN, Fondo Ultramar, Legajo 4604, Exp. 51.
[85] Sesión del 15 de marzo de 1798. AOHCLH, Actas del Cabildo
trasuntadas, Libro 56, 43-44.
[86] Artículo
23 del bando de buen gobierno de Francisco Dionisio Vives. AHN, Fondo Ultramar,
Legajo 1607, Exp. 94.
[87] Hasta la fecha, no se ha encontrado copia del proyecto formado por
Rafael de Quezada.
[88] Sesión del 18 de mayo de 1832. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 117, 80.
[89] Sesión del 5 de julio de 1833. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 118, 383-384. Para la comisión de Cacho, acúdase a ANRC,
Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37639.
[90] Carta del gobernador Mariano Ricafort al Ayuntamiento, Habana, 9 de
julio de 1833. ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37639.
[91]Reglamento
del Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana destinado á apagar los
incendios (Habana: Imprenta del Gobierno, 1835).
AHN, Fondo Ultramar, Legajo 4622, Exp. 13.
[92] El Reglamento
no indica el tipo de reglamento. Según Antonio de Gordon y de Acosta este era
de casaca azul turquí, cuello y vivos carmesí, morrión y pantalón blanco.
Antonio de Gordon y de Acosta, Los incendios, los bomberos y la higiene
(La Habana, A. Miranda y Compañía, 1894), 36.
[93] El
primer depositario fue José María Pedroso y su primer subinspector Manuel
Pastor. Sesión del 22 de enero de 1836. AOHCLH, Actas del Cabildo originales,
Libro 120, 21.
[94] Carta de Miguel Tacón al Exmo. Sor. Secretario de Estado y del
Despacho de la Gobernación de Ultramar, Habana, 20 de mayo de 1837. AHN, Fondo
Ultramar, Legajo 4622, Exp. 13. Durante los primeros meses y a la espera de la
aprobación del tributo por parte de la metrópoli, el cuerpo se sostuvo gracias
a donativos particulares y a los fondos de propios del ayuntamiento.
[95] El
reparto acordado en sesión de cabildo, posteriormente aprobado por las Cortes,
fue el siguiente: “Los almacenes y tiendas de víveres abonarán mensualmente un
real; las pulperías, chocolaterías, carbonerías, casas de baños, confiterías,
bodegones, boticas, almacenes de madera, cererías, cafés, panaderías y
ferreterías, dos reales; y por último las fundiciones y alambiques cuatro
reales cada mes”. Sesión del 22 de enero de 1836. AOHCLH, Actas del Cabildo
originales, Libro 120, 21.
[96] Real orden de 27 de octubre de 1837. ANRC, Fondo Reales órdenes y
cédulas, Legajo 106, Exp. 23.
[97] Bando de
Pedro Suárez de Urbina, gobernador de Santiago de Cuba, Santiago de Cuba, 17 de
febrero de 1814. ANRC, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 255, Exp. 47.
[98]Reglamento del Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La
Habana...
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