Revista ECOS UASD, Año XXXI, Vol. 2, No. 28, julio-diciembre de 2024. ISSN Impreso: 2310-0680. ISSN Electrónico: 2676-0797 • Sitio web: https://revistas.uasd.edu.do/

La lucha contra los incendios en La Habana antes  de la creación del Cuerpo de Bomberos: prevención, extinción y socorro (1763-1835)

Firefighting in Havana before the creation of the Fire  Department: prevention, extinguishing and relief (1763-1835)

DOI: https://doi.org/10.51274/ecosuasd.v31i28.pp15-40

Investigador predoctoral (FPU) del Departamento de Historia de América de la Universidad de Sevilla. Recibe la financiación de las Ayudas para la Formación de Profesorado Universitario (FPU) del Ministerio de Universidades del Gobierno de España, convocatoria 2021.[email protected]. Orcid: https://orcid.org/0000-0002-4204-0591

Recibido: Aprobado:

UASD Jurnals - Open Access

Cómo citar: Ramírez Sánchez, D. 2024. «La lucha contra los incendios en La Habana antes  de la creación del Cuerpo de Bomberos: prevención, extinción y socorro (1763-1835)». Revista ECOSUASD 31 (28):15-40. https://doi.org/10.51274/ecosuasd.v31i28.pp15-40

Resumen

Este trabajo examina la gestión realizada por las autoridades radicadas en La Habana frente a los recurrentes incendios acaecidos en la ciudad, durante el periodo comprendido entre 1763 y 1835. Durante la citada etapa, La Habana vivió un importante crecimiento demográfico y desarrollo urbano que se tradujo en un incremento sustancial de la cantidad y siniestralidad de los fuegos que tenían lugar en la urbe. Ante tal realidad, la administración hubo de poner en marcha una serie de medidas destinadas a la prevención, respuesta inmediata y remedio de los efectos ocasionados por los numerosos incendios que, en algunos casos, fueron devastadores como los de 1802 y 1828. No sería hasta 1835 cuando, por iniciativa del gobernador Miguel Tacón y Rosique, fue creado un primer cuerpo de bomberos bajo la denominación de Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana, poniendo fin a décadas de perfeccionamiento de tal gestión.


Palabras clave:

Historia urbana; Administración local; La Habana; Incendio; Cuerpo de bomberos.

Abstract

This paper examines how the authorities located in Havana managed the recurrent fires that affected the city during the period from 1763 to 1835. During that time, Havana experienced an important demographic growth and urban development that resulted in a considerable increase in the number and accident rate of the fires that took place in the city. In such a situation, the administration had to implement a series of rules for the prevention, immediate intervention and mitigation of the effects provoked by the numerous fires which, in several cases, were as devastating as those of 1802 and 1828. It was only in 1835 when, under the initiative of governor Miguel Tacón y Rosique, the first fire department was created under the name of Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana, putting an end to decades of management improvement.


Keywords:

Urban history; Local administration; Havana; Fire; Fire department.

Introducción

El incendio es, desde tiempos remotos, uno de los principales protagonistas que han acompañado al desarrollo histórico de la ciudad, siendo sinónimo de muerte, desolación y desorden. Las autoridades estatales y municipales han tratado, con el transcurrir de los siglos, de poner freno a tales sucesos mediante la implementación y perfeccionamiento de diversas políticas y estrategias destinadas a la prevención, extinción y mitigación de los efectos causados por los cada vez más recurrentes siniestros que asolaban el entorno urbano. De entre tales preceptos, la creación y expansión de las corporaciones de bomberos, especialmente durante los siglos XVIII y XIX, se muestra como una de las medidas más enérgicas frente al fuego y uno de los rasgos distintivos de la ciudad contemporánea, teniendo lugar su fundación en La Habana en el año 1835, bajo la denominación de Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana.

Sin embargo, el estudio del incendio urbano en la América hispana en época colonial, y más concretamente en La Habana, es aún un campo ciertamente inexplorado por la historiografía. Más allá de estudios de caso de los episodios más violentos y calamitosos, siendo un buen ejemplo el trabajo de Adrián López Denis concerniente al acaecido en el barrio de Jesús María de 1828, son escasas las investigaciones que se han acercado a la cuestión sirviéndose de cronologías amplias.[1] En este sentido, pueden destacarse los estudios de María Luisa Laviana Cuetos para Guayaquil, el de Loris de Nardi y Macarena Cordero Fernández, para los casos de Cuba y Filipinas y, más recientemente, un artículo de Paula Ermila Rivasplata Varillas sobre Lima.[2] Asimismo, llama la atención el escaso tratamiento que se le ha dado a los incendios en la historiografía dedicada a Cuba, en relación con la prolífica bibliografía que ha tratado otros fenómenos adversos como los huracanes.[3]

Es precisamente a partir de la proclamación de las independencias de las repúblicas americanas cuando los autores han prestado un mayor interés por materias como la gestión del riesgo de incendio, la extinción de estos o la vulnerabilidad que presentaba la ciudad decimonónica. Merece la pena referenciar los trabajos de Diego Arango López sobre Valparaíso, la obra dedicada a Ciudad de México de Anna Rose Alexander y el libro editado por Greg Bankoff, Uwe Lübken y Jordan Sand con sendos capítulos tocantes a Valparaíso o Buenos Aires.[4] Por otro lado, fue también a lo largo del siglo XIX cuando en la mayoría de las urbes del continente se constituyeron los primeros cuerpos de bomberos. Tales corporaciones tendieron progresivamente hacia una mayor profesionalización de sus recursos humanos y el perfeccionamiento de sus instrumentos, convirtiéndose su historia, funcionamiento interno o participación política, por citar algunas temáticas, en una interesante línea de investigación.

De regreso a la etapa colonial, el incendio fue una constante preocupación para las autoridades de la ciudad hispanoamericana desde los primeros compases de la ocupación del territorio. Ya fueran de origen natural o antrópico, los fuegos marcaron los ritmos la vida urbana provocando una gran destrucción humana y material y frenaron, en múltiples ocasiones, el crecimiento y desarrollo de la ciudad. A menudo, estos eventos fueron realmente espantosos. Tal fue el caso de la destrucción de La Habana, a manos del pirata francés Jacques de Sores, en el verano de 1555. En referencia a este episodio, Emilio Roig de Leuchsenring expuso que Jacques de Sores “prendió fuego a la población, destruyéndolo todo, quemando las embarcaciones que había en el puerto, y las estancias vecinas, colgando a los negros que en éstas laboraban y ultrajando las imágenes de los santos y las sagradas vestiduras”, dejando “La Habana arrasada y a sus vecinos en la miseria, maldiciendo al hereje francés y renegando de su cobarde gobernador”.[5]

Desde la segunda mitad del siglo XVIII y con mayor incidencia durante las primeras décadas del siglo XIX, en consonancia con los ideales ilustrados que pretendían hacer de la ciudad un lugar más ordenado, controlable y salubre, las autoridades metropolitanas y locales de la América hispana fueron perfeccionando paulatinamente sus estrategias y mecanismos destinados a la disminución del riesgo de incendio, así como hacia su extinción y reparación de la destrucción originada. En el caso de La Habana, esta tendencia es apreciable en diversos tipos documentales como son los bandos de buen gobierno y policía emitidos por los gobernadores, actas del cabildo, ordenanzas municipales, diferentes reglamentos, correspondencia con la metrópoli o, incluso, los diarios oficiales, tratándose de las principales fuentes de la investigación.

El objetivo de este estudio no es otro que examinar, durante el periodo comprendido entre 1763 y 1835, de qué modo afrontaron las autoridades radicadas en La Habana la prevención, extinción y mitigación de los efectos provocados por los reiterados y crecientes incendios que damnificaron los diferentes distritos de la ciudad, tanto intramuros como extramuros, en las décadas previas a la creación de su primer cuerpo de bomberos. Por otra parte, se tratará de identificar desde qué instituciones y qué figuras políticas fueron los principales impulsores de las leyes, mecanismos y reformas urbanas que tuvieron como meta el combatir dichos fuegos, refinando las respuestas dadas desde el poder ante tales acontecimientos. Por último, el presente artículo se cerrará analizando los pormenores de la fundación del «Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana» en 1835, por iniciativa del gobernador Miguel Tacón y Rosique.

La Habana y los incendios:  de su fundación a la ilustración

Desde los primeros momentos de su establecimiento en el territorio, los habitantes de La Habana sufrieron los efectos de los fuegos urbanos. Uno de los primeros de los que se tiene conocimiento, y probablemente el más célebre, fue el ya mencionado ataque pirata del verano de 1555, que arrasó la villa hasta prácticamente sus cimientos. No obstante, no fue esta la única incursión protagonizada por piratas o corsarios que se saldó con parte de la ciudad calcinada, reiterándose estos acontecimientos a lo largo de los siglos XVI y XVII. Por otra parte, hubo también diversos fuegos cuyo origen no está asociado con tales asaltos, sino con accidentes de tipo doméstico, como el acaecido en abril de 1622 que destruyó en el barrio de Campeche noventa y seis casas construidas de tabla y guano.[6]

Así, hasta mediados del siglo XVIII, los incendios continuaron siendo relevantes en la vida urbana de La Habana, acrecentando la preocupación de las autoridades locales por tratar de prevenirlos, aminorar sus efectos e impulsar la reconstrucción de los edificios desmoronados o afectados. Esta mayor conciencia puede seguirse en algunas reuniones mantenidas por el cabildo relativas a cuestiones como la prohibición de materiales de construcción que podían ser más inflamables. De este modo, en 1664 y por iniciativa del gobernador, fue decretado el veto de la edificación de las casas de guano en favor de las de teja, por ser las primeras mucho más susceptibles de ser devoradas por las llamas.[7]

Desde la segunda mitad del siglo XVIII, La Habana vivió una época de amplias transformaciones sociales, económicas y políticas. Un evento relevante de este periodo fue su ocupación por parte de los británicos, con una duración de once meses, entre los años 1762 y 1763.[8] Tras su devolución a manos españolas en el Tratado de París de 1763, la Corona promovió una serie de reformas de diversas índoles con el objetivo de modernizar las estructuras administrativas, fiscales y militares de la América colonial y, en última instancia, de asegurar la defensa del Caribe frente a sus enemigos. Fue en Cuba donde algunas de estas innovaciones se pusieron en marcha por primera vez, especialmente desde la llegada del conde de Ricla al cargo de gobernador y capitán general. Dicha política reformista tuvo continuidad entre sus sucesores desde mediados de la década de

1760 hasta bien entrado en siglo XIX, si bien con importantes matices.[9]

En el marco del programa reformista citado, la ciudad constituyó un elemento central a ser transformado desde un punto de vista material, social, económico y cultural, por influencia de los ideales ilustrados y la ciencia de la policía.[10] Desde la perspectiva de un importante sector de los responsables de la administración estatal y local, el entorno urbano presentaba una serie de problemas que originaban desórdenes, insalubridad, indisciplina o, directamente, ingobernabilidad. Para combatir tal realidad, impulsaron un conjunto de providencias encaminadas a la implantación de un sistema de gobierno acorde a los principios ilustrados y a la construcción de una urbe modélica que ambicionaba, siguiendo las tesis de Ricardo Anguita Cantero:

“Primero, la imposición del orden público, como garante de la convivencia social, y segundo, la implantación de la comodidad en el espacio de la ciudad. Esta última, al fundamentarse en la mejora de las condiciones de vida urbana, supondrá bien la creación de infraestructuras y servicios urbanos desconocidos en el pasado o bien el establecimiento definitivo de otros diversos que hasta entonces habían tenido sólo un tímido desarrollo. Alcantarillado, empedrado, alumbrado, limpieza y ornato de las calles posibilitan el surgimiento de una nueva y más confortable ciudad a partir de la Ilustración”.[11]No obstante, la aplicación de las medidas encaminadas a conseguir tal cometido presentó diferentes ritmos en la América hispana. Mientras que en las capitales virreinales y en destacados centros urbanos existió una influencia temprana de las ideas ilustradas, en otros lugares su aparición fue más tardía. De tal modo, fue en localidades como Ciudad de México, Lima, Buenos Aires o, inclusive, La Habana, donde fueron implantadas inicialmente providencias como la división en cuarteles, la creación de nuevos agentes del orden público como los comisarios de barrio y la estandarización del bando de buen gobierno, así como numerosos proyectos destinados al saneamiento, embellecimiento, comodidad y el desarrollo de las infraestructuras urbanas.12

La Habana representa un buen ejemplo del primero de los grupos, en los que se halla una presencia temprana de medidas y políticas de corte ilustrado. Entre estas, sobresale la creación de la figura del comisario de barrio, dotados de multitud de funciones, y la división de la ciudad en cuarteles en 1763, con el objetivo de conseguir un mayor control y vigilancia efectiva sobre la sociedad habanera.13 Además, se generalizó, por

aspecto público”, Cuadernos de arte de la Universidad de Granada, Vol. 27 (1996): 113. En torno a la idea de orden público, sus orígenes y evolución de su significado en el ámbito hispano: François Godicheau, “Orígenes del concepto de orden público en España: su nacimiento en un marco jurisdiccional”, Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, No. 2 (2013): 107-130.

12    Son múltiples las investigaciones que se han dedicado al análisis de las diversas políticas ilustradas que fueron impulsados en los principales centros urbanos de la América hispana, mediante estudios de caso que, no obstante, no suelen realizar las oportunas comparaciones con otros centros urbanos, permitiendo así vislumbrar paralelismos y diferencias entre ellos. Por destacar una de las publicaciones más recientes que sí aplica un marco comparativo, Emilio José Luque Azcona trata el caso de la puesta en marcha de estas políticas en la región Caribe, llegando a la conclusión de que existió un impulso precoz, en lugares como La Habana, Caracas o Cartagena de Indias, en contraposición con otros enclaves de menor relevancia como San Juan de Puerto Rico. Emilio José Luque Azcona, “Las ciudades del Caribe en policía…”, 184-241.

13    La figura del comisario de barrio y la división en cuarteles de La Habana fue objeto de reformas en las décadas

parte de la gobernación, la proclamación del bando de buen gobierno, un instrumento legal de gran riqueza temática que respondió a la resolución de problemáticas locales referentes al orden público, seguridad, higiene, salubridad, moralidad y un largo etcétera de cuestiones relacionadas con el desarrollo de la vida urbana desde la óptica ilustrada.14 En lo referente a los dictados en Cuba, Dorleta Apaolaza-Llorente observó que “la gran mayoría de los sucesores de Ricla al frente del gobierno y capitanía general de la isla, hasta bien entrado el siglo XIX, publicarían su propio bando”.15 Tratándose de una herramienta que reflejó las preocupaciones de la principal autoridad local, la cuestión de los incendios se encuentra presente en la mayoría de estos documentos.

Por otro lado, en el periodo que concierne a la presente investigación, La Habana vivió un importante crecimiento demográfico, llegando a multiplicar su población en apenas unas décadas.16 El formidable incremento de sus moradores provocó, de manera lógica, un considerable ensanchamiento urbano, siendo objeto de significativas reformas y transformaciones urbanísticas, que la llevaron a abandonar, definitivamente, su

posteriores. Para profundizar en torno a tales cuestiones: Dorleta Apaolaza-Llorente, “En busca de un orden de policía: los comisarios de barrio y las ordenanzas o reglamento de policía de La Habana de 1763”, Temas Americanistas, No. 34 (2015): 1-24 y François Godicheau, “Les commissaires de quartier à La Havane: d’une fondation pionnière à «la nécessité d’un système de police» (1763-1812)”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos (2017).

14    La publicación que, de manera más brillante, sistematiza el significado del bando de buen gobierno es: Víctor Tau Anzoátegui, Los bandos de buen gobierno del Río de la Plata, Tucumán y Cuyo (época hispánica) (Buenos Aires: Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 2004).

15    Dorleta Apaolaza-Llorente, Los bandos de buen gobierno: la norma y la práctica (1730-1830) (Bilbao: Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, 2016), 369.

16    Consuelo Naranjo Orovio, “Evolución de la población desde 1760 a la actualidad” en Historia de Cuba, coord. Consuelo Naranjo Orovio (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas – Ediciones Doce Calles, 2009), 29-57.

naturaleza de ciudad amurallada.[12] De este modo, se produjo la proliferación y expansión de los barrios de extramuros, como por ejemplo Guadalupe, La Salud o Jesús María, considerados por las autoridades como origen de desórdenes, miseria, inseguridad o insalubridad.[13] Factores como el elevado crecimiento demográfico, una mayor densidad de población, el emplazamiento de fábricas, la proliferación de construcciones precarias erigidas con materiales frágiles e inflamables y, tal vez, una menor conciencia sobre los posibles efectos del fuego provocaron que los barrios de extramuros se convirtieran en un espacio enormemente vulnerable frente a las llamas, como se verá más adelante. Ante tal situación, las autoridades radicadas en La Habana, principalmente el gobernador y el cabildo, trataron de contrarrestar el creciente número y recrudecimiento de los efectos causados por dichos episodios mediante diversas políticas y estrategias que, en algunos casos, podrían relacionarse con algunos planteamientos propios del pensamiento ilustrado.

En efecto, el incendio fue objeto de reflexión de ciertos teóricos de la Ilustración y la ciencia de la policía, considerándose un impedimento para la consecución del deseado orden público y buen gobierno. El francés Nicolás Delamare, uno de los primeros y más reseñables tratadistas de la ciencia de la policía, realizó varias alusiones a los peligros que podía ocasionar el fuego en París e insistió en la necesidad de hacer todo lo posible por prevenirlos. Algunas de las medidas que propuso en su vasta obra fueron la prohibición de fumar pipa por la noche, la plena disposición de un suministro de agua y extremar las precauciones en lugares como los hornos, panaderías, almacenes y fábricas.[14] Otro de sus grandes exponentes, Johann Heinrich von Justi, lo estimó un verdadero obstáculo para alcanzar la seguridad pública, convirtiéndose en un problema todo lo referente a su prevención y extinción. El propio autor manifestó: “Los incendios causan muchas veces tan grandes ruinas, que la Policía jamás velará sobrado para prevenirlos”.[15]

Algunos de los pensadores de la ciencia de la policía en lengua española también se interesaron por la cuestión de los fuegos urbanos. Ramón Lázaro de Dou y de Bassols dedicó varias secciones de su extensa producción al tema de los incendios. De entre sus providencias conducentes a la conservación de los bienes particulares recomendaba redoblar la vigilancia mediante celadores, la obligación de limpiar las chimeneas regularmente, el dictado de reglamentaciones edificatorias, la necesidad de ayuda por parte de los artesanos, albañiles y carpinteros y la disposición de herramientas modernas como las bombas.[16] Por último, merece mención especial José de Olmeda y León quien examinó como uno de los aspectos necesarios para el buen orden y la tranquilidad pública

“el pronto socorro en los incendios”.22

No obstante, quien de manera más sobresaliente reflejó esta premisa fue Valentín de Foronda. En una de sus cartas, llegó a reconocer que “uno de los principales ramos de la Policía es el de los incendios”.23 Algunas de las propuestas de Valentín de Foronda fueron evitar algunos materiales de construcción y su almacenamiento en las viviendas, la limpieza regular de las chimeneas, aumentar el ancho de las calles, modernizar los instrumentos destinados a la extinción y asegurar el auxilio de los funcionarios de orden público y los vecinos colindantes al siniestro, con mención a los carpinteros, albañiles y canteros.24 No obstante, ello no debía implicar una renuncia de los habitantes al uso del fuego, preguntándose: “¿Sería razonable que renunciáramos el uso del fuego, porque con él se pueden incendiar las casas?... No, amigo. No hay cosa que no tenga sus inconvenientes”.25 Concluía al respecto que, si se tomasen las medidas oportunas, “donde reyna una buena policía es difícil que pueda reducirse a cenizas más de una casa”.26

estado. Tomo V (Madrid: Oficina de Benito García y Compañía, 1802), 394-396.

22    José de Olmeda y León, Elementos del Derecho público, de la paz y de la guerra, ilustrados con noticias históricas, leyes y del Derecho Español (Madrid: Oficina de la Viuda de Manuel Fernández, 1771), 81. El libro de José Olmeda y León adquiere especial relevancia porque José de Muro y Salazar, marqués de Someruelos, quien ostentó el cargo de gobernador y capitán general de Cuba entre 1799 y 1812, contaba con un ejemplar de este en su biblioteca personal. Sigfrido Vázquez Cienfuegos y Juan B. Amores Carredano, “La biblioteca del marqués de Someruelos, gobernador de Cuba (1799-1812)”, Ibero-americana Pragensia, Supplementum, No. 17 (2007): 170.

23    Valentín de Foronda, Cartas sobre la policía (Madrid: Imprenta de Cano, 1801), 143.

24    Valentín de Foronda, Cartas sobre la policía, 143-147.

25    Valentín de Foronda, Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la Economía-Política, y sobre las leyes criminales. Tomo I (Madrid: Imprenta de Manuel González, 1789), 12.

26    Valentín de Foronda, Cartas sobre la policía, 143. Este fragmento llegó a ser publicado en el Papel Periódico de

La lucha contra el incendio:  prevención, extinción y socorro

Para mediados del siglo XVIII, la ciudad de La Habana no poseía una legislación firme y unificada para la prevención, extinción y socorro de los efectos causados por los incendios. Las antiguas Ordenanzas Municipales de La Habana y demás pueblos de la isla de Cuba, presentadas por el oidor Alonso de Cáceres en 1574, aunque aprobadas por la Corona allá por 1640, no recogían ninguna disposición relativa al fuego.27 Únicamente, se encuentran algunas breves reglas edificatorias, como en su artículo 69, donde se indicó que los solares “no se metan en las calles públicas, que procuren que vayan derechas y que edifiquen como mejor y más hermoso parezca el edificio”.28 Tal código apenas sufrió modificaciones sustanciales hasta bien entrado el siglo XIX, por lo que todo el esfuerzo destinado a la lucha contra los incendios vino por parte de iniciativas puntuales del cabildo y sus acuerdos o de disposiciones impulsadas por el gobernador.

Durante la segunda mitad del siglo XVIII y con mayor énfasis en las primeras décadas del siglo XIX, se hace manifiesto un mayor interés, o más bien preocupación, por parte de las principales autoridades establecidas en La Habana, hacia la cuestión del orden público y la seguridad. Esta sensación de anarquía, violencia e inseguridad estuvo muy presente durante todo este periodo e, incluso, fue en aumento conforme la ciudad y su población se hicieron cada vez más extensas.29

La Havana del 18 de octubre de 1792. Papel Periódico de La Havana, 18 de octubre de 1792. Biblioteca Nacional de Cuba José Martí (en adelante BNCJM), Colección Cubana.

27    Francisco Carrera y Justiz, Introducción a la historia de las instituciones locales de Cuba (La Habana: Librería e Imprenta “La Moderna Poesía”, 1905), 255-291.

28    Francisco Carrera y Justiz, Introducción a la historia…, 284.

29    Juan B. Amores Carredano y Sigfrido Vázquez Cienfuegos, “Violencia y conflictividad social: una aproximación al estudio de la violencia en la Cuba colonial (1785-1810)” en Cambios y revoluciones en el Caribe hispano de los siglos XIX y XX ed. Josef Opatrný (Praga:

Desde el poder fueron fomentadas una serie de normas, estrategias y reglamentos cuyo propósito principal fue la conservación de la tranquilidad, siendo también considerado el incendio un factor más de desorden. De hecho, autores como Loris de Nardi han señalado que este debe interpretarse, a lo largo de la historia y más concretamente en el contexto hispánico durante la época bajomedieval y moderna, como una “problemática de orden público”.30 Se reproducen a continuación las tesis del propio Loris de Nardi con una extensa cita:

“Las autoridades hispánicas intentaron prevenirlos, o por lo menos reducir su frecuencia, mejorando la resiliencia de las ciudades al fuego, mediante la promulgación de reglamentos urbanísticos; regularizando la utilización del fuego entre la población, disciplinando o censurando, a través de la emanación de decretos, autos, ordenanzas, reglamentos y bandos, los comportamientos que de alguna manera podían contribuir a acentuar la ya alta vulnerabilidad urbana a los incendios; responsabilizando a los individuos que mal utilizaran el uso del fuego, sancionándolos económicamente por haber provocado un incendio, obligándolos a resarcir los daños ocasionados al propietario del inmueble y a los vecinos; castigando duramente a los que recurrieran al fuego para cometer delitos, encubrir acciones delictivas o para aprovecharse o amenazar a los demás”.31

Universidad Carolina de Praga, 2003), 45-64 y Dorleta Apaolaza-Llorente, Los bandos de buen gobierno… Ya entrado el siglo XIX: Yolanda Díaz Martínez, Visión de la otra Habana: vigilancia, delito y control social en los inicios del siglo XIX (Santiago de Cuba: Editorial Oriente, 2011).

30    Loris de Nardi, “Planes de intervención institucional para la reducción del riesgo de incendio en el ámbito hispánico durante la época bajomedieval y moderna: una propuesta metodológica para un problema de orden público” en Contrainsurgencia y orden público: aproximaciones hispánicas y globales, coords. Manuela Fernández Rodríguez, Erika Prado Rubio y Leandro Martínez Peñas (Valladolid: Fundación Universitaria Española, 2020), 109.

31    Loris de Nardi, “Planes de intervención institucional para…”, 109-110.

Así, las autoridades habaneras, ante el problema que representaron los incendios en una ciudad cada vez más populosa, extensa y desordenada, fomentaron un conjunto de normas y estrategias destinadas a su prevención, extinción y socorro de los damnificados.

a. Prevención

En primer término, las estrategias para la prevención de los siniestros ocasionados por el fuego tuvieron que ver con la promulgación de diversas reglas de tipo edificatorio. Este tipo de normativas, mayoritariamente de carácter prohibitorio, tenían en ocasiones una larga historia. Este era el caso, por ejemplo, de la restricción del uso de materiales de construcción inflamables como el guano o la paja o la necesidad de que las calles fueran rectilíneas. Estas disposiciones fueron paulatinamente ampliadas y publicadas en bandos, órdenes superiores y bandos de buen gobierno. Pese a ello, La Habana no estuvo dotada de una legislación de construcción hasta la formación de las Ordenanzas Municipales de 1855 y, sobre todo, hasta la promulgación en 1861 de las Ordenanzas de construcción para la ciudad de La Habana, y pueblos de su término municipal, cuyo decimotercer capítulo estaba dedicado enteramente a las precauciones contra incendios.[17]

Sin embargo, estas prerrogativas fueron desobedecidas de manera sistemática por la población, especialmente en los distritos extramuros. En 1803, el capitán del partido de Guadalupe culpaba a la población negra de habitar barracas construidas con materiales combustibles.[18] En mayo de 1823, el coronel Joaquín Miranda y Madariaga, en su proyecto presentado al cabildo para formar un reglamento contra incendios, indicaba que los barrios extramuros “abundan en guano y madera, están expuestos a reducirse a cenizas, si no previenen tamaño mal las enérgicas providencias”.[19] Cinco años después, una crónica del terrible fuego acaecido en el barrio de Jesús María en 1828, difundida en el Diario de La Habana del 20 de febrero de aquel año, daría la razón al coronel, reseñando que los edificios de aquel distrito estaban mayoritariamente compuestos de “materiales combustibles, como son maderas, guanos, yaguas &c., y por consiguiente la rapidez de las llamas hacían nulo todo esfuerzo humano para cortar este desastre”.[20]

Uno de los focos de origen que las autoridades urbanas, e incluso algunos habitantes de La Habana, tuvieron más presentes fue el de los basureros. La reunión de cabildo del 9 de enero de 1770 tuvo el propósito de debatir acerca de las quemas cuyo origen se daba en aquellos lugares, tras producirse una el día 3 de enero. Finalmente, se acordó, tras la insistencia del gobernador Antonio María Bucareli y Ursúa acerca del “peligro formidable de yncendio” que significaban los basureros, la utilización de seis esclavos presos para cumplir con los trabajos de recogida.[21] Esta percepción fue compartida por dos vecinas de la ciudad, Antonia de Zalazar y Clara Sarmiento, que representaron al cabildo requiriendo la retirada de un basurero que se encontraba frente a la puerta de sus domicilios.[22] Siguiendo esta idea, las medidas cuyo objeto fue evitar la existencia de basureros deben, en parte, interpretarse como políticas encaminadas hacia la prevención de incendios y no solo como una problemática de salubridad.[23]

Otra de las materias que se refieren a la prevención es todo lo relacionado con el uso de la pólvora y la pirotecnia. En el artículo 32 de su bando de buen gobierno, Felipe de Fonsdeviela y Ondeano, marqués de la Torre, reconocía que “los fuegos de artificio para fiestas de Iglesia y otras funciones particulares y el uso de la pólvora en manos de muchachos suelen ser causa inmediata de estos incendios”, insistiendo en la prohibición que existía de su uso por orden de algunos de sus predecesores.[24] En el caso de sus sucesores, como Diego José Navarro García, este exhortaba que las músicas, luminarias y cortinas para la fiestas eran manifestaciones más serias que los fuegos artificiales y que, además, ocasionaban menores inconvenientes.[25] Por su parte, el gobernador Ezpeleta refrendó las tesis de sus antecesores advirtiendo acerca del peligro que presentaban dichos artefactos, prohibiendo su uso entre los muchachos jóvenes y esclavos.41 Pese a su temprano veto, este tipo de artilugios siguieron utilizándose, con gran popularidad, por los jóvenes de La Habana, culpándose de su distribución a los pulperos, taberneros, panaderos y tenderos.42 Sin embargo, los fuegos artificiales fueron empleados en algunas festividades de cierta relevancia, por iniciativa de las propias autoridades locales, siendo el caso de las fiestas en honor a Manuel Godoy en 1807.43 Por último, también fue permitido su disfrute tras la demanda de la correspondiente licencia, como ocurrió con la petición del capitán del barrio de San Lázaro al gobernador Mariano Ricafort, con motivo de la jura de la Princesa de

Asturias, la futura Isabel II, en octubre de 1833.44 En esta misma dirección, Ángel López Cantos recalcó que los fuegos artificiales, o al menos eso se pretendió desde el poder, “se encontraban sujetos

a pautas precisas y casi inflexibles”.45

No obstante, pese a la promulgación de diversas leyes aisladas, no existió una normativa dedicada específicamente a tal cometido hasta

la República de Cuba (ANRC), Fondo Asuntos Políticos, Legajo 106, Exp. 2.

41    Bando de buen gobierno de José de Ezpeleta y Galdeano, Habana, 1 de febrero de 1786. ANRC, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 255, Exp. 14.

42    Ya se les había señalado en el bando de buen gobierno de Ezpeleta, cuyo artículo 41 indicaba que “los taberneros, pulperos y bodegueros sólo tendrán de repuesto cuatro libras para el expendio de cazadores, canteros o pedreros, y otras personas conocidas”. Bando de buen gobierno de José de Ezpeleta y Galdeano, Habana, 1 de febrero de 1786. ANRC, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 255, Exp. 14. Más adelante, un oficio les seguía culpando de este mal. Diario de La Habana, 1 de octubre de 1827. BNCJM, Colección Cubana.

43    Sigfrido Vázquez Cienfuegos, “La instauración del Almirantazgo en La Habana: Lucha por el poder bajo la alargada sombra de Godoy”, Revista de Indias, Vol. 73, No. 258 (2013): 479.

44    Archivo Histórico Nacional (en adelante: AHN), Ultramar, Legajo 1608, Exp. 8. Estas celebraciones fueron reflejadas en: Diario de La Habana, 10 de octubre de 1833. BNCJM, Colección Cubana.

45    Ángel López Cantos, Juegos, fiestas y diversiones en la América española (Madrid: Mapfre, 1992), 60.

bien entrado el siglo XIX. Esta unificación de las normas prexistentes y su ampliación tuvo lugar con la creación del Reglamento sobre Incendios de 1823.[26] Por iniciativa del gobernador Francisco Dionisio Vives, y encargado desde el cabildo a una comisión encabezada por el alcalde tercero, Juan Agustín Ferrety, dicho código legal constó de nueve disposiciones generales y veintitrés artículos “con el doble objeto de prevenir y cortar los incendios”. En lo referente a la prevención, recogía órdenes como la prohibición de alambiques y ahumaderos dentro de poblado, la restricción del acopio de aguardiente y otras bebidas inflamables a un máximo de cuatro pipas, así como de depósitos de pólvora y, una vez más, que no existiesen casas con techado de guano y materiales inflamables. Todo ello sostenido por un sistema de penas de multas de 25, 50 o 100 pesos que, según lo indicado en su disposición octava, debían ir a parar a los fondos de propios.

Desde su llegada a la isla, el gobernador Francisco Dionisio Vives mostró una actitud decidida para la prevención y lucha contra los incendios durante su largo mandato (1823-1832). Menos de un mes después de su desembarco en Cuba, ya se había debatido largo y tendido en el cabildo acerca de las estrategias de prevención del fuego urbano y el 23 de mayo de 1823 ya se encontraba aprobado y mandado imprimir el Reglamento sobre Incendios. El mismo Vives admitía, en noviembre de 1824, que el haber vivido “un incendio acaecido en la calle O’Reilly inmediatamente después de mi llegada a esta ciudad el año pasado hizo que el reglamento para tales casos fuese uno de los puntos de los que me ocupé al instante”.[27] Más allá del Reglamento de 1823, decretó diversas órdenes superiores como


la prohibición de fuegos artificiales, cohetes, candeladas, tiros y otros elementos peligrosos que podían originar chispas, junto a “sustos, riñas y desgracias”;48 la persecución del abuso en la construcción con guano “cuya prohibición se ha hecho tan repetidas veces”;49 la limitación de las fábricas en madera “que, además de causar deformidad en la población, pueden ocasionar lamentables desgracias por el inminente peligro de combustión”;50 o la persecución de quien tuviera depósitos de carbón.51 Todas ellas demuestran la existencia de una enérgica política preventiva.

La constante repetición de estas órdenes y su publicación en bandos, bandos de buen gobierno, gacetas oficiales y en el Reglamento de 1823 lleva a pensar que su incumplimiento fue considerable, siendo necesaria una rígida observancia. Entre los cometidos de los comisarios de barrio, se encontraba el vigilar que no proliferasen las casas de guano.52 En efecto, la estrecha vigilancia se convirtió en una de las tácticas más destacables para prevenir el incendio urbano, aunque con escaso éxito. Una orden superior del gobernador José Cienfuegos, de marzo de 1817, recordaba, ante

gobernador Francisco Dionisio Vives pudo comprobarlo desde su práctica llegada a la isla: “La noche del día después que S.E. tomó el mando se descubrió un voraz incendio en la calle Honda de Santo Domingo. Esta ocurrencia dio motivo para que S.E. se impusiese de la carencia de bombas y aun de reglamentos para casos semejantes”. Relación histórica de los beneficios hechos a la Real Sociedad Económica, Casa de Beneficencia y demás dependencias de aquel cuerpo por el Escmo. Sor. Don Francisco Dionisio Vives (La Habana: Imprenta del Gobierno y Capitanía General, de Real Hacienda y de la Real Sociedad Patriótica por S.M., 1832), 3.

48    Diario de La Habana, 2 de agosto de 1828. BNCJM, Colección Cubana; Diario de La Habana, 26 de septiembre de 1828. BNCJM, Colección Cubana y Diario de La Habana, 30 de septiembre de 1826. BNCJM, Colección Cubana.

49    Diario de La Habana, 25 de abril de 1827. BNCJM, Colección Cubana y Diario de La Habana, 15 de mayo de 1828. BNCJM, Colección Cubana.

50    Diario de La Habana, 14 de agosto de 1827. BNCJM, Colección Cubana.

51    Sesión del 12 de junio de 1829. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 114, 193-194.

52    Dorleta Apaolaza-Llorente, Los bandos de buen gobierno…, 385.

los repetidos siniestros producidos en los barrios extramuros, la necesidad de que los capitanes de estos lugares redoblaran la obediencia en el cumplimiento de las leyes referentes a la prevención como la limpieza de chimeneas y cocinas.[28] Otros mandatos similares, también decretados por la gobernación, requerían que los comisarios de barrio y demás agentes del orden público supervisasen que no hubiera materiales combustibles en almacenes o tiendas,[29] fuegos artificiales ni cohetes sin la debido autorización,[30] el abuso causado por las fábricas de paja y casas o bohíos de guano[31] o regulaban la recogida de basuras.[32] Existen noticias, asimismo, de que los comisarios de barrio y demás inspectores de policía no cumplieron usualmente con lo respectivo a la prevención de incendios. El propio Vives llamaba la atención a los funcionarios del orden público sobre su escaso desempeño en evitar que existiesen casas construidas con materiales prohibidos y ustibles.[33] En ese mismo sentido, el 21 de mayo de 1832, días después de su toma de posesión, el gobernador Mariano Ricafort advirtió lo siguiente en torno a la cuestión:

“La razón y la experiencia me han hecho conocer que en vano las Autoridades superiores procurarán hacer la felicidad de los pueblos, si los subalternos por su parte no cooperan con el exacto cumplimiento de sus deberes a tan importante objeto”.[34]

b. Extinción: recursos humanos y materiales

Una vez iniciado el incendio, eran las campanas de la iglesia más cercana las que avisaban a los responsables de la lucha contra el fuego, y al vecindario en general, de su existencia en aquel distrito. La tradicional alarma dada por el tañido de las campanas estaba indicada en varias normativas promulgadas por el cabildo y quedó finalmente regulada en el artículo 10º del Reglamento sobre Incendios de 1823.[35] Frente a estos, desde el poder, se dispusieron diversos recursos de tipo humano y material.

La extinción de los fuegos acaecidos durante el periodo de estudio corrió a cargo de diversas instituciones e individuos. La creación de la figura del comisario de barrio en 1763 vino a transformar el modo en el que tradicionalmente se había dispuesto la lucha contra los incendios urbanos, consistente en una escasa regulación y en la teórica obligación de los vecinos, especialmente de albañiles, alarifes, carpinteros o artesanos, de acudir al lugar de los hechos. Entre las tareas de los comisarios de barrio se encontraba el cuidar el orden público, la seguridad y la disciplina. De este modo, los comisarios de barrio se erigieron, desde la década de 1760, como los principales encargados de la extinción del fuego que ocurriese en sus cuarteles, debiendo contar con la ayuda de otros agentes del orden, la tropa y los habitantes de la capital de la isla de Cuba.

Más adelante, otras normativas y, principalmente, los bandos de buen gobierno emitidos por la máxima autoridad de la isla se refirieron al asunto de quién debía presentarse y prestarse a la extinción del fuego. Los comisarios de barrio tenían que personarse no solo por ser los máximos responsables de dirigir las operaciones, sino también por controlar qué vecinos omitían su responsabilidad de ir hacia el lugar, con singular atención de los carpinteros, herreros o albañiles, entre otros. Por otro lado, como garantes del orden público, les correspondía evitar los desórdenes inmediatos que se producían durante y tras la quema. Por último, tenían asimismo el encargo de investigar y detener a los autores del delito, en caso de que este fuera provocado, tal y como lo recordaba en febrero de 1805 el síndico procurador general después de producirse varios incendios en puntos distantes de la ciudad.[36] Estas atribuciones de dirigir o acudir a las labores de extinción fueron también desempeñadas por otras figuras cuyo propósito era la conservación de la tranquilidad en La Habana y su entorno, como los capitanes de los barrios extramuros, jueces pedáneos, regidores inspectores, celadores o serenos.

No obstante, estas normativas, más que aludir a los quehaceres del comisario de barrio, capitanes de partido o agentes del orden público subalternos, se centraron en el deber que tenían los moradores de asistir al siniestro. Diferentes leyes y órdenes superiores recordaban que todo vecino estaba forzado a colaborar con las autoridades para mantener el orden. Así lo decía, por ejemplo, un mandato del gobernador José Cienfuegos en que incidía que “todo vecino está obligado a prestar auxilio a la justicia y sus ministros, ya sea para la persecución de malhechores, o ya para conservar el buen orden y tranquilidad

pública”.[37] En referencia exclusiva a los incendios, lo indicaban también diversos bandos de buen gobierno como el del marqués de la Torre de 1772, el de José de Ezpeleta de 1786, el del conde de Santa Clara de 1799 o el de Juan Manuel Cacigal y Martínez de 1819. Además, algunos bandos como el promulgado por Bucareli y Ursúa en 1770 y diversas disposiciones de la corporación municipal incidieron en la imposición que tenían los vecinos de acudir y ayudar en las labores de extinción.

En sesión de cabildo de 18 de febrero de 1791, se leyó una representación dirigida al gobernador Luis de las Casas, firmada por Francisco de Arriaga y Manuel José Torrontegui, elegidos por la corporación para “precaver en esta ciudad y pueblos extramuros los daños y excesos que suelen ocurrir con los incendios”, donde se decía que para cada bomba debía emplearse un calafate y cuatro marineros formados en su manejo, otros cinco individuos para el transporte y sostenimiento de las mangueras, tres hombres por cada escalera y uno para cada utensilio como cubos, hachas, palanquetas o azadas. En total, calculaban estos regidores, debían ser unos 285 los individuos, elegidos de entre los vecinos, los encargados de la lucha contra el fuego, quienes tenían que ser nombrados a principios de cada año por el comisario de su respectivo barrio, sin la posibilidad de negarse a cumplir con tal obligación. No obstante, pese a la elección de estos vecinos, los más próximos al siniestro debían acudir forzosamente a colaborar con los escogidos.[38]

Tras el terrible incendio de 1802, fueron presentadas por el segundo conde de O’Reilly y el teniente coronel Antonio de la Luz unas reglas que debían seguirse en aquellos casos, tratándose del primer recopilatorio de normas destinadas a su extinción de la que se tiene constancia, contando con 16 artículos. Entre ellas, se estipuló el número exacto de personas que debían manejar los utensilios y la obligación de los vecinos más próximos, así como de los comisarios de barrio o capitanes de partido, de extinguir las llamas. Por otra parte, indicaba la necesidad de que acudieran al suceso tanto las tropas más cercanas, no con el objeto de luchar contra el fuego, sino “en hacer que se guarde el orden, custodiar los efectos que se libren del incendio, hacer trabajar a los que deben, desembarazar la gente inútil y estar atentos a las demás disposiciones”, como el Real Cuerpo de Ingenieros para iluminar lo conveniente. Por último, señalaba que serían premiados aquellos que acudieran más prontamente con los fondos obtenidos por las multas de los que no se presentaren.[39]

Idealmente, una correcta ayuda de los vecinos podría convertirse en un sistema eficaz. Sin embargo, son cuantiosas las noticias que se refieren al escaso desempeño que estos profesaban, sobre todo en los barrios extramuros. En reunión de cabildo de 13 de marzo de 1817, tras producirse varias quemas en un corto periodo de tiempo, el conde de Casa Loreto manifestó lo escandaloso que resultaba “la poca o ninguna parte que el vecindario tomaba en tan desgraciados conflictos”, reiterando la imposición que tenían los comisarios de barrio de perseguir y multar a aquellos que no hicieren acto de presencia.[40] En esa misma dirección, apuntaba una representación dirigida a la corporación municipal, de febrero de 1818, tocante a que la mayor parte de los vecinos, entre estos muchas mujeres y niños, eran meros espectadores del desastre y se limitaban a generar un clima de aún mayor desorden con tumultos y gritos.[41]


Este panorama dominado por la existencia de reiterados incendios y un desorden generalizado en lo que respecta a los efectivos que debían acudir a su extinción trató de ser controlado por el Reglamento sobre Incendios de 1823. En primer lugar, sus artículos iniciales se referían a la división de la ciudad en cinco secciones, a cuya cabeza se encontraría un jefe de sección nombrado cada año por parte del consistorio municipal, quien debía dirigir los trabajos de extinción de su distrito.[42] Para la ayuda en esas labores, tales jefes tenían que elaborar una lista de 52 individuos, fraccionados en doce hombres y un cabo a su dirección, que le ayudarían en su cometido, debiendo ser dicha lista aprobada por el cabildo.[43] Además, con el fin de auxiliar a los responsables nombrados para la extinción, acudirían al lugar las tropas cercanas, la milicia nacional, alarifes, los vecinos de la sección afectada y, en caso de necesidad, se solicitaría el envío de cincuenta esclavos del depósito de cimarrones, así como de los jefes y ayudantes de las otras secciones de la ciudad, quedando todos ellos a disposición del jefe de la sección afectada.[44] Finalmente, como venía siendo habitual, reiteraba la obligatoriedad de todos estos de comparecer bajo un sistema de multas.70

Sin embargo, la reglamentación del incendio urbano existente en La Habana desde 1823 no puso freno ni a la gran cantidad de siniestros ni a su enorme gravedad, ni tampoco a los desórdenes inmediatos. En uno de ellos, en junio de 1826, ciertos vecinos se negaron a participar en las labores, intuyendo el gobernador Vives que fue debido a los robos que se producían en las viviendas mientras se producía una quema.71 En agosto de 1826, tras un incendio en el barrio del Horcón, el gobernador Vives pidió explicaciones a los capitanes de los barrios cercanos de Guadalupe y Jesús María debido a que no prestaron ayuda a su compañero, contestándole el primero “que ningún vecino quiso levantarse y que solo lo hicieron tres personas”,72 y el segundo que no oyó las campanas ni nadie se lo notificó.73 Tras el fatal incendio del 11 febrero de 1828 en el barrio extramuros de Jesús María,  fue publicada en el Diario de La Habana una orden superior del gobernador Vives en la que observaba que la mayor parte de los vecinos fueron simples espectadores que se dedicaron a

dar voces e introducir mayor desorden, e incluso el hecho de que “en muchas tabernas inmediatas al fuego se consintieron escandalosas reuniones, distribuyéndose licores que trastornaban a los que debían ocuparse en los trabajos”.74 En tal episodio, como recalcaba el propio Vives, de no ser

capital. Sesión del 15 de julio de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 104, 349.

70    Las multas eran las siguientes: doce pesos para el alari-fe, ocho para el bombero y cuatro para el vecino.

71    Diario de La Habana, 20 de junio de 1826. BNCJM, Colección Cubana.

72    Carta de Juan de Dios Hita al gobernador Francisco Dionisio Vives, Guadalupe, 7 de agosto de 1826. ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37640.

73    Carta del capitán del barrio de Jesús María al gobernador Francisco Dionisio Vives, Barrio de Jesús María, 6 de agosto de 1826. ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37640.

74    Diario de La Habana, 16 de febrero de 1828. BNCJM, Co lección Cubana.

por la inesperada ayuda de los más de cien hombres de una fragata francesa quienes, a petición del cónsul francés, participaron en las labores de extinción, difícilmente se pudiera haber acabado con él.[45]

En lo que respecta a los recursos materiales utilizados en materia de extinción, tuvo lugar una extensa regulación de su tipología, cuantía, utilización y localización. Fue precisamente durante el siglo XVIII y, sobre todo, conforme avanzó el siglo XIX cuando se produjo una acentuada modernización de las herramientas propias de la lucha contra el fuego, con innovaciones de gran importancia que vendrían a modificar las técnicas tradicionales. Las autoridades radicadas en La Habana fueron plenamente conscientes de las transformaciones de su tiempo, lo que dio lugar a profundos cambios en relación con los instrumentos empleados en un asunto cada vez más preocupante y espinoso.

A principios del año 1770, tras una quema que fue ciertamente controlada, se debatió en el cabildo acerca de los instrumentos que eran más convenientes para extinguir las llamas. Como resultado de la discusión, los regidores enviaron una participación al gobernador Bucareli y Ursúa, en la que reiteraban la necesidad de que cada vecino contase en su casa con un cubo y que los carpinteros y albañiles dispusieran de al menos veinticuatro picos y azadas, cuatro escaleras de mano y cuatro bombas.[46] El uso concreto de tales utensilios y sus cantidades, así como la obligación de los habitantes de la ciudad de poseer un cubo en sus viviendas, fueron finalmente sancionados en un bando del gobernador publicado días después de la reunión, el 6 de febrero de 1770. Años después, las disposiciones de aquel bando serían recogidas por el bando de buen gobierno de su sucesor, el marqués de la Torre, de 1772, en cuyo artículo 31 se decía “que se repita literalmente para su más puntual recuerdo y exacta ejecución”[47] y en el del gobernador Diego José Navarro García de 1777.[48]

Las indicaciones relativas a los útiles y a su cantidad sufrieron cambios a lo largo de estas décadas. En julio de 1778, después de que se demostrase la eficacia de las bombas de navío, el síndico procurador general, Miguel García Menocal, reclamó la necesidad de que la ciudad tuviese cuatro bombas siempre disponibles, de lo cual se intuye que su cifra era menor, pese a las órdenes vigentes.[49] En 1791, una comisión nombrada por el cabildo para buscar soluciones a los recurrentes incendios representaba al gobernador que, además de carretones y un cubo por cada vecino, se requerían:

“Al menos tres bombas, aperada cada una de veinte baldes o cubos, otras tantas espuertas, diez azadas, diez picos, diez hachas, diez palanquetas, diez sogas de esparto, dos escalas de veinte y cinco pasos cada una, y un mangón de lona de treinta varas de largo que tenga en el último extremo el ancho de una cuarta”.[50]

Siete años después, en 1798, el caballero síndico procurador general recordaba aquella sesión de febrero de 1791, lamentándose de que tal proyecto no llegase nunca a completarse y el hecho de que, únicamente, fueran compradas tres bombas que aún no habían sido empleadas.[51] En una representación de 1818 dirigida al gobernador, por José Nicolás Arrieta Peralta, este le pidió que cada uno de los capitanes de partido o comisarios de barrio tuviera “dos bombas, seis hachas, seis machetes, seis cubos y cuerdas, dos escalas y cuatro linternas o faroles, dos varejones con sus ganchos y paletas”.[52]

Al igual que en otros tantos aspectos relacionados con los fuegos, el Reglamento sobre Incendios de 1823 también se dedicó a esta materia, advirtiendo que cada jefe de sección tendría a su disposición dos bombas, por lo que, teóricamente, la ciudad debía poseer un total de diez. Su artículo 9º ratificaba el deber de todo vecino de tener un cubo en su domicilio, bajo la pena de dos ducados de multa. Pese a que el código no indicaba la cantidad exacta de utensilios necesarios, sí que lo presentaría al cabildo Juan Agustín Ferrety, autor del Reglamento, siendo aprobado su dictamen semanas después.[53]

Entre los artefactos utilizados en la extinción, las bombas fueron las que generaron mayor atención. Por las informaciones recogidas en el año 1770, se tiene constancia de que, al menos para ese momento, ya se encontraban presentes en La Habana. Fue, ante todo, su localización y número lo que generó mayor debate. Hasta marzo de 1798 no se ubicó ninguna de estas bombas en los barrios extramuros, pese a que la mayor parte de los fuegos se produjeran en estos distritos. En ese momento, el síndico procurador general Ambrosio María de Suazo pidió al cabildo que una de ellas fuera colocada en la casa del capitán del barrio de Guadalupe pues “no es menos digna de nuestra atención aquella vecindad y suburbios que el casco de la ciudad y por lo mismo que están más expuestos a frecuentes incendios”.[54] La respuesta del cabildo fue que, ante la falta de fondos, podría trasladarse temporalmente la que se encontraba en las casas capitulares.[55] En 1802, el proyecto presentado en la corporación municipal situaba las tres bombas en Puerta de Tierra, en la casa de baños públicos y en las casas capitulares.[56] En 1817, el conde de Casa Loreto solicitó que se colocaran al menos dos bombas en cada barrio[57], mientras que el Reglamento sobre Incendios de 1823 decretaba la misma cifra para cada una de las secciones, sin apuntarse en ambos casos los lugares exactos. Por un reconocimiento ordenado por el gobernador Vives, en 1824, se tiene noticia tanto del hecho de que existían ocho en la capital como sobre su emplazamiento, siendo su ubicación modificada, tiempo después, por parte del mismo mandatario.[58]

Por otro lado, cabe preguntarse acerca de su procedencia y coste. La mayoría de las bombas, y buena parte del resto de utensilios, llegaron desde los Estados Unidos, aunque también se cita Jamaica y su fabricación en la misma Cuba. Su desembarco en La Habana corrió a cargo de iniciativas privadas que eran presentadas en cabildo para su compra, o bien a través de comisiones nombradas por la propia institución. El desembolso solía correr a cargo de los fondos de propios


y de ciertos donativos de particulares.[59] Véase un ejemplo que ilustra uno de estos procedimientos en una adquisición realizada en 1824. Una comisión encabeza por el regidor Francisco Pérez de Urria contactó con Francisco Layseca, amigo del primero, quien acordó la compra de cuatro bombas con John Smith, fabricante neoyorquino, por un precio de setecientos pesos cada unidad. Esas máquinas arribaron al puerto, libres de derechos, a través del bergantín estadounidense Aral en julio de aquel año. El pago al estadounidense se efectuó mayoritariamente gracias a un destacado desembolso realizado por el gobernador Vives, completándose con los fondos propios y un donativo del propio Layseca.[60]

Una vez más, la praxis evidenció que la efectividad de las disposiciones no logró cumplir con los objetivos inicialmente establecidos. El material habitualmente se encontraba en mal estado, tal y como lo reconocieron diversos responsables de su examen y reparación, llegando a ser inútiles en varias intervenciones, como ocurrió en el barrio del Espíritu Santo en 1812.[61] Otro trastorno fue que la escasez de agua impidió que varios de estos incendios lograsen ser sofocados de manera más precisa, debiéndose tanto a problemáticas propias de los pozos, aljibes y la zanja, como por la actitud de algunos de los habitantes.[62] Esto último ocurrió en un incendio de 1826 en el que los vecinos del barrio de Jesús María se negaron a abrir las puertas de sus casas por miedo a que fueran robadas en medio de la confusión.[63] A estos trastornos debe sumarse el hecho de que llegó a ser muy común el hurto o pérdida de este tipo de enseres. Tras un siniestro acaecido en 1798, volvieron a manos del gobierno casi todos los utensilios destruidos y se extraviaron cuatro baldes, tres azadas y tres palanquetas.[64] A pesar de la vigencia de las sanciones que trataron de impedir la aludida desobediencia, esta fue un rasgo inseparable de la extinción de incendios en La Habana a lo largo de esta época.

c. Socorro

Una vez extinguidas las llamas, comenzaban las labores de auxilio para dar amparo a las víctimas. Para ilustrar las estrategias de socorro impulsadas desde el poder, se tomarán los ejemplos de los incendios de 1802 y 1828, los más feroces del periodo analizado.

El 25 de abril de 1802 el fuego se apoderó de buena parte de los barrios de Jesús María y Guadalupe, extramuros de la ciudad. Aquel episodio tuvo como consecuencia la muerte de siete personas y elevó la cifra de afectados a 8.731 personas.[65] En el primer cabildo posterior a la tragedia, los regidores reclamaron a los capitanes de los barrios de Jesús María y Guadalupe la redacción de un informe detallado de los individuos y construcciones que padecieron la catástrofe, unida a otras medidas como la supresión del arancel de víveres, la compra de mil barriles de harinas extranjeras, que más adelante serían tres mil, y el encargo a los regidores Miguel García Barreras, Antonio de la Luz y el segundo conde de O`Reilly de tomar conocimiento de posibles lugares donde alojar a los damnificados. Por último, se hizo un llamado a la sociedad habanera, a través del Papel Periódico de La Havana, solicitando suscripciones de tipo voluntario.96

La primera representación de Miguel García Barreras describió una situación de total desamparo de “aquellos miserables incendiados que han quedado absolutamente desnudos y sepultados en profundas miserias”, sufriendo una marcada escasez de agua y víveres. Además, elogió que tanto desde la Iglesia como desde el Real Consulado se habían tomado mayores providencias tendentes al socorro de las víctimas que por parte de la corporación municipal, reclamando al cabildo “que no cierre los ojos, endurezca sus oídos, y se desentienda al clamor de las calamidades”.97 El 20 de mayo de 1802 el marqués de Someruelos se dirigía al pueblo habanero demandando un mayor esfuerzo de limosna, ya que únicamente

a mil los edificios que sufrieron daños, como indicaba el capitán de Jesús María. Carta de Rudesindo de los Olivos, capitán del barrio de Jesús María, al gobernador el Marqués de Someruelos, Barrio de Jesús María, 9 de mayo de 1802. AGI, Fondo Papeles de Cuba, Legajo 1679. Una relación de 1817 cifró en más de 8.000 los afectados, a la vez que culpaba a las autoridades de haberlo posibilitado. Relación descripta de la plaza de La Habana con referencia a su plana que manifiesta el deplorable estado e inutilidad de su defensa y la de sus fuertes, relacionadas por varias causas, principalmente por sus Barrios extramuros, La Habana, 12 de agosto de 1817. ANRC, Fondo Asuntos políticos, Legajo 16, Exp. 13.

96    Sesión del 26 de abril de 1802. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59, 39-40.

97    Sesión del 14 de mayo de 1802. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59, 47.

habían sido recaudados 3.957 pesos.[66] No obstante, pese a la limitada acción del consistorio, la exigua recaudación de donativos y el severo estado de pobreza en el que quedaron sus habitantes, los distritos afectados vivieron una rápida reconstrucción que mereció incluso la alusión de Alexander von Humdoldt.[67]

No menos desastroso que el primero fue el segundo gran incendio ocurrido en el barrio de Jesús María, que tuvo lugar el 11 de febrero de 1828.[68] Este consumió unas 350 viviendas, junto a toda clase de edificios, dejando desguarnecidas a más de 2.000 almas, sin lamentarse víctimas mortales.[69] Tan solo un día después, el gobernador Vives formó una comisión, presidida por él mismo, que se encargó de asegurar los socorros más inmediatos, distribuyéndose ropas y más de 4.000 raciones en una semana y dando cobijo a los desamparados.[70] Por otro lado, esta junta acordó la recolección de donativos a través del nombramiento de un responsable para cada uno de los barrios y cuarteles de La Habana y la ayuda de varios sacerdotes.[71] De entre los primeros donantes, destacaron la Sociedad Filarmónica, el conde de San Fernando, la comunidad de Belén o los ar tistas del teatro principal, entre otros.[72] El cabildo ofreció cuatro mil pesos de la marca de carruaje que, sin embargo, hasta septiembre de ese año no estuvieron disponibles por no contarse con la aprobación de la Real Audiencia.[73] Otras medidas cuyo fin fue la recaudación de donativos fueron la celebración de actuaciones en el teatro por parte de aficionados[74] y de un sorteo de lotería que se realizó el 11 de junio.[75] En total, a 6 de octubre de 1828, la cantidad total recolectada era de 51.495 pesos.[76]

Por concluir, buena parte de esos fondos fueron empleados en la reconstrucción de las zonas afectadas. La reedificación de estos distritos, generalmente percibidos por las autoridades y los principales de La Habana como desordenados e inflamables, ofreció una oportunidad para subsanar los resultados que el súbito y espontáneo crecimiento urbano y demográfico de los barrios extramuros había provocado en el entorno urbano. Esta idea es más bien apreciable en el caso del fuego de 1828. En tal dirección, recomendó el cabildo al gobernador “que al tiempo de reformar las casas que se proyectan se reforme el desorden e irregularidad con que estaba formada dicha población que, es decir, dejando calles anchas, espaciosas, rectas y de un mismo largo”,[77] a su vez que José Nepomuceno Cervantes, en carta a la junta de incendio, culpaba a la estrechez de las calles de ser la verdadera causa de la desgracia.[78] Los proyectos de reconstrucción, encargados al agrimensor Manuel Antonio Medina, y su materialización reflejaron un manifiesto deseo de poner punto y final al desorden perenne característico de algunos distritos que se encontraban más allá de los límites del recinto amurallado.[79]

La creación del “primer Cuerpo de Bomberos” de La Habana

En la mañana del 1 de junio de 1834, La Habana vio desembarcar a su nuevo capitán general y gobernador. Miguel Tacón y Rosique, de destacada trayectoria militar y administrativa, llegó a la isla con el claro objetivo de mantener la tranquilidad y evitar la entrada de las ideas subversivas que habían triunfado a lo largo y ancho del continente. Sin embargo, su primera impresión al llegar a la capital fue la de encontrarse en una ciudad en la que la violencia, el crimen, la desigualdad, el juego y el desorden estaban demasiado presentes.[80] En uno de sus primeros oficios, de 12 de junio de 1834, Tacón manifestó a los residentes que “la seguridad de las personas, bienes y haberes de los habitantes de una población es sin duda una de las primeras atenciones y cuidados con que se halla el encargado de su gobierno”.[81]

Para ponerle remedio, Tacón impulsó una serie de reformas destinadas a transformar la ciudad y conducirla a un estado de tranquilidad.[82] En materia de orden público, reivindicó, desde su práctica venida, la consolidación de los serenos que, entre otros cometidos, podrían “precaver los incendios”.[83] En el código que formó para estos, se les encargaron funciones en materia de vigilancia y, sobre todo, la responsabilidad de dar la voz de alarma y asegurar que no se produjeran desórdenes mientras se realizaban las labores de extinción.[84] Sin embargo, con relación a la lucha contra el incendio, el gran proyecto de su gobierno fue la instauración del primer cuerpo de bomberos de La Habana.

La creación de un cuerpo de bomberos era una cuestión debatida desde hacía décadas por las autoridades y principales de la capital. En marzo de 1798, se recordó en el ayuntamiento un bando que no llegó a ser nunca publicado, propuesto por el gobernador Luis de las Casas, concerniente a las bombas y su utilización por parte de especialistas.[85] Más adelante, Vives sugirió que el establecimiento de los bomberos resultaba aún impracticable.[86] No sería hasta 1830 cuando existió una idea firme de crear una compañía de bomberos, momento en el que el regidor Rafael de Quezada presentó un reglamento en el cabildo que tampoco llegó a aprobarse.[87] Por su parte, Mariano Ricafort, apenas días después de su toma de posesión en mayo de 1832, recomendó la fundación de una compañía de bomberos, para lo cual fue creada una comisión específica[88], mientras que en julio de 1833 comisionó a Fernando Cacho para explorar esa posibilidad.[89] Representaba el gobernador y capitán general Ricafort al ayuntamiento, en unas de sus cartas acerca de la conveniencia del establecimiento, que “una Ciudad tan opulenta como La Habana necesita una compañía de bomberos”.[90]

Pese a los avances de Ricafort, la creación de la primera compañía de bomberos de La Habana hubo de esperar hasta el 12 de diciembre del año 1835, con la publicación del Reglamento del Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana destinado á apagar los incendios.[91] Su párrafo introductorio manifestaba lo útil que resultaba “una fuerza de vecinos honrados que ejerzan oficios propios para poder ser empleados en contener y concluir una de las mayores calamidades que aflige a los pue blos”. Conformado por nueve capítulos y sesenta y un artículos, reguló la instauración de la institución. A continuación, se tratarán algunos de sus aspectos más notorios.

Primeramente, el Reglamento se refería a su dirección, recayendo el puesto de inspector en el capitán general de Cuba. Este quedaría a cargo de seis tercios, tres intramuros y tres extramuros, compuestos por sesenta hombres, siendo los dos primeros tercios constituidos por blancos, el tercero y el cuarto por pardos, y los últimos por morenos. A su vez, cada tercio se dividiría en tres brigadas: una de albañiles, otra de carpinteros y una tercera de herreros, cerrajeros y fontaneros. De especial relevancia era el hecho de que la compañía ostentase un organigrama de tipo militar. Así, la plana mayor estaría compuesta por un subinspector con jerarquía de comandante, un segundo comandante de idéntico oficio, y dos ayudantes alarifes, uno para intramuros y otro para extramuros, con graduación de capitanes. En posición inferior, cada tercio sería dirigido por un maestro de obras, con el distintivo de teniente, y un ayudante del primero bajo el cargo de sargento primero. Al mando de cada brigada, habría un maestro que usaría la divisa de subteniente, teniendo a sus órdenes a dos oficiales con grado equivalente de sargento segundo y cabo primero. El alistamiento se realizaría de entre aquellos cuyo oficio fuera la albañilería, carpintería, herrería, cerrajería y fontanería. Además, la compañía estaría uniformada y gozaría del fuero de las milicias urbanas.[92]

Su capítulo tercero trataba acerca de los recursos materiales de la corporación. Así, cada tercio poseería una bomba, situada en los lugares más a propósito, con treinta cubos de cobre o suela. El resto de los útiles debían ser facilitados por los propios bomberos, siendo repartidos por la compañía solo en caso de no disponerlos, debiendo asegurarse de su mantenimiento y aseo. Cada mes, después de un incendio o cuando el capitán general lo tuviera por conveniente se pasaría revista al material del cuerpo.

Asimismo, reguló que, tras el toque de las campanas, dos bomberos equipados con cornetas avisarían a los pobladores acerca del lugar en el que ocurriese el fuego. Allí, dependiendo de si se produjera dentro o fuera de los límites de la muralla, acudirían únicamente los tercios de esa división, mientras que los de la contraria deberían aguardar en el lugar de las bombas por si hubieran de ir en ayuda de los implicados en la extinción. Por otro lado, aquellos bomberos que no asistieran o no cumpliesen con la disciplina podrían ser arrestados o expulsados del cuerpo, los que mostrasen una actitud heroica serían recompensados y los heridos o incapacitados recibirían una compensación o, incluso, una pensión vitalicia si resultasen impedidos en adelante. La dirección de los trabajos de extinción se realizaría por parte del bombero de mayor graduación presente, debiendo la tropa personarse únicamente con el propósito de asegurar que no se produjesen crímenes o altercados. Por último, en lo que respecta a las obligaciones de los vecinos, estos debían iluminar en lo posible y facilitar sus pozos y aljibes, cuidándose por parte de los comisarios de barrio el exacto cumplimiento de tal providencia.

Su capítulo final abordaba la financiación de la compañía. Esta se ejecutaría a través de un tributo “de un real mensual por cada una de las casas principales y de ahí abajo lo que también voluntariamente contribuyan los demás”, que sería custodiado por un depositario de la confianza del gobernador y el ayuntamiento.[93] Esa contribución, como explicó Tacón a las autoridades peninsulares en busca de su aprobación, sería de un real de plata mensual por las casas de alto o zaguán y medio real por las de tabla, mampostería o embarrado, quedando exentas aquellas de guano


que no estuvieran alineadas, ya que no serían so corridas en caso de quema.[94] En lo que respecta a los negocios, se establecería el impuesto “según el mayor o menor riesgo”.[95] Este sistema de financiación recibió el beneplácito de la Corona y de las Cortes en Real orden de 27 de octubre de 1837, apuntalando definitivamente la instauración y el funcionamiento del primer cuerpo de bomberos de la historia de La Habana.[96]

Consideraciones finales

Las estrategias para combatir incendios en La Habana, entre los años 1763 y 1835, experimentaron profundas transformaciones. Por parte del poder, principalmente desde la gobernación y el cabildo, este asunto fue objeto de debate y reflexión, dando origen a una preocupación que se intensificó a la par que el número y gravedad de los fuegos que asolaban regularmente una capital cada vez más extensa y poblada. Graves quemas como las acaecidas en los distritos extramuros en 1802 y 1828, junto a otras de menor consideración, demostraron la extraordinaria vulnerabilidad de una ciudad cuyos edificios, en buena parte y pese a la existencia de prohibiciones vigentes desde hacía siglos, seguían construidos y siendo reconstruidos con materiales altamente inflamables. Ante ello, las políticas de prevención, extinción del incendio y socorro de las víctimas fueron paulatinamente perfeccionadas en un largo y desigual proceso que culminó con la creación del Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana en 1835.

Una de las conclusiones más evidentes es que La Habana presentaba importantes diferencias espaciales en lo que respecta al peligro de incendio. Los barrios de extramuros de la ciudad, cuya fulgurante eclosión tuvo lugar coincidiendo con el periodo analizado, fueron escenario de la gran mayoría de los siniestros y, fundamentalmente, de los más calamitosos. Su irregular aparición y expansión, sus construcciones combustibles, su alta densidad poblacional y la inacción de las autoridades ante un espacio que, durante largo tiempo, se negaron a reconocer y amparar deben ser considerados los principales factores de la fragilidad ante las llamas de los distritos de más allá de las murallas, en comparación con los de la parte cercada.

En respuesta a la pregunta acerca de los principales impulsores de las medidas contra los incendios surgen varias conclusiones. Desde la gobernación y capitanía general, hubo dirigentes especialmente implicados y alarmados por esta materia, mientras que otros no parecieron mostrar interés por la cuestión. En el grupo de los primeros, los nombres de Antonio María Bucareli y Ursúa, Francisco Dionisio Vives, Mariano Ricafort y Miguel Tacón y Rosique sobresalen del resto de sus iguales. Por parte del cabildo, existió una postura dispar. Por un lado, fue en ocasiones responsable de la formación y elevación al gobernador de iniciativas de diversa consideración, destacándose algunos regidores como Juan Agustín Ferrety, autor del Reglamento sobre Incendios de 1823, o Ambrosio María de Suazo, Antonio de la Luz, el segundo conde de O’Reilly o Joaquín Miranda y Madariaga quienes, en diferentes épocas, redactaron informes o formaron reglas en esta dirección. Por el contrario, el cabildo demostró un alto grado de indolencia y permisividad ante la ascendente vulnerabilidad de la ciudad, con incidencia en sus barrios extramuros, manifestando una pasividad que casi siempre fue alterada por alguno de los cuantiosos incendios que sucedie ron en La Habana.

En efecto, queda reflejado que las autoridades radicadas en la urbe tuvieron una actitud de reacción en lo que se refiere a la puesta en marcha de estas iniciativas. La práctica totalidad de esta clase de medidas fueron impulsadas inmediatamente, o poco después, de producirse una calamidad. Así, el bando de 1770 de Bucareli y Ursúa, las reglas presentadas en cabildo por el segundo conde de O’Reilly y Antonio María de la Luz en 1802 o la intensa labor del Francisco Dionisio Vives tras vivir un fuego el día siguiente de su llegada, por citar algunos casos, surgieron como respuesta al estremecimiento causado por incendios concretos. Esta característica no fue ni mucho menos particular de La Habana, sino que presenta paralelismos con otros casos en el ámbito hispano como el de Ciudad de México de 1774, tras el cual fue publicado un código para hacerles frente siendo virrey de Nueva España Bucareli y Ursúa, o las diversas reformas iniciadas tras la devastación de la Plaza Mayor de Madrid de 1790. Para el contexto cubano, merece mención el bando del gobernador Pedro Suárez de Urbina de 1814, tras la destrucción del barrio de la Marina en Santiago de Cuba.[97]

No pueden olvidarse los numerosos obstáculos que las autoridades afrontaron para la implantación y cumplimiento de sus disposiciones. Todas las miradas del poder apuntaron hacia el propio vecindario como el principal culpable de esta tesitura. Por un lado, ello se debía a su negativa a construir sus casas en materiales de menor inflamabilidad y a sus peligrosas costumbres como hacer hogueras, acopiar productos combustibles, utilizar fuegos artificiales o propiciar la acumulación de basuras. Por otro, era causado por su oposición a personarse, colaborar con las labores de extinción, prestar el agua de sus pozos y aljibes o iluminar las calles. Unido a ello, los problemas en el uso y mantenimiento de los recursos materiales, el escaso cumplimiento por parte de muchos de los agentes encargados de la prevención, extinción y socorro o la común escasez de fondos del cabildo redujeron el grado de éxito de estas políticas.

Para finalizar, el análisis de este contexto induce a comprender el incendio como sinónimo de desorden. Más allá de su carácter destructivo, las llamas fueron capaces de generar situaciones que, desde el punto de vista de unas autoridades crecientemente influenciadas por los planteamientos de la Ilustración y los principios del buen orden de policía, resultaban impermisibles. Los gritos, tumultos, robos, falta de disciplina y, en definitiva, el flagrante incumplimiento de las leyes, reglamentos o bandos de buen gobierno no merecían su tolerancia. Por ello, las estrategias aquí descritas deben ser entendidas, en cierta medida, como métodos de prevención, extinción y reducción no solo del fuego, sino también del desorden, en contraste con el deseo de orden público y seguridad urbana. La creación del Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana, por decisión del gobernador Miguel Tacón y Rosique, respondió a las necesidades de una coyuntura en la que la ciudad parecía dominada por el caos y la inseguridad. Así, la aparición de la primera compañía de bomberos de la historia habanera ha de ser enmarcada como una más de las tantas reformas del mandato del gobernador Tacón en su empeño por garantizar la tranquilidad de La Habana y la isla de Cuba. En estos términos lo reflejaba el prólogo de su mismo código fundacional en 1835: “La confusión y desorden que es tan común cuando acontece un fuego lleva consigo innumerables males y perjuicios que no pueden ni deben tener lugar”.[98]



Notas al pie

[1] Adrián López Denis, “El incendio de Jesús María: situaciones de emergencia, solidaridad y sociedad civil en La Habana (1828)”, Rábida, No. 20 (2001): 3-10.

[2] María Luisa Laviana Cuetos, “El hábitat urbano y la lucha contra el fuego en el Guayaquil colonial”, Revista del Archivo Histórico del Guayas, Vol. 3-4: (2008): 81-101; Loris de Nardi y Macarena Cordero Fernández, “Gestión del riesgo de incendio en Hispanoamérica y Filipinas: reformas urbanas, medidas normativas y circulación de saberes (siglos XV-XIX)”, Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe colombiano, Año 17, No. 45 (2021): 11-39 y Paula Ermila Rivasplata Varillas, “Los incendios y su manejo por las autoridades en Lima colonial desde el siglo XVII hasta principios del siglo XIX”, Temas Americanistas, No. 52 (2024): 119-147.

 

[3] A este respecto, conviene mencionar los siguientes trabajos: Louis A. Pérez, Winds of Change: Hurricanes and the Transformation of Nineteenth-Century Cuba (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2001); Sherry Johnson, Climate and Catastrophe in Cuba and the Atlantic World in the Age of Revolution (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2011) y Emilio José Luque Azcona, “Circulación de información y censura sobre desastres en el siglo XVIII: el caso del huracán de 1768 en La Habana”, Revista de Indias, Vol. LXXXIII, No. 288 (2023): 405-430. Por último, con un vasto enfoque temporal y geográfico: Stuart B. Schwartz, Mar de tormentas: una historia de los huracanes en el Gran Caribe desde Colón hasta María (San Juan de Puerto Rico: Ediciones Callejón, 2018).

[4] Diego Arango López, “La ciudad en llamas. Incendios y régimen de fuego en Valparaíso. 1843-1906”, Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe colombiano, Año 17, No. 45 (2021): 93-118; Diego Arango López, “Riesgo de incendio y arquitectura en madera en Valparaíso. 1838-1906”, Revista Historia y Patrimonio, Vol. 1, No. 1 (2022): 1-22. Anna Rose Alexander, City on Fire: Technology, Social Change, and the Hazards of Progress in Mexico City, 1860-1910 (Pittsburgh: University of Pittsburgh, 2016) y Greg Bankoff, Uwe Lübken y Jordan Sand, eds., Flammable Cities. Urban Conflagration and the Making of the Modern World (Madison: University of Wisconsin Press, 2012).

[5] Emilio Roig de Leuchsenring, La Habana. Apuntes Históricos, Tomo I (La Habana: Editora del Consejo Nacional de Cultura, 1963), 54.

[6] Joaquín E. Weiss, La arquitectura colonial cubana: siglos XVI al XIX (La Habana-Sevilla: Instituto Cubano del Libro, Agencia Española de Cooperación Internacional y Junta de Andalucía, 1996), 100.

[7] Rosalía Oliva Suárez, “Los espacios domésticos habaneros entre 1650 y 1750” (Tesis Doctoral, Universidad de Granada, 2014), 158.

[8] Al respecto, puede consultarse: Elena A. Schneider, The Occupation of Havana: War, Trade, and Slavery in the Atlantic World (Williamsburg: The Omohundro Institute of Early American History & Culture, 2018).

[9] Celia María Parcero Torres, La Pérdida de la Habana y las Reformas Borbónicas en Cuba, 1760-1773 (Valladolid: Junta de Castilla y León, 1998); Allan J. Kuethe, Cuba, 1753-1815: Crown, Military, and Society (Knoxville: The University of Tennessee Press, 1986) y María Dolores González-Ripoll, Cuba, la isla de los ensayos: cultura y sociedad (1790-1815) (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2000).

[10] Existe una amplia bibliografía referente a las transformaciones urbanas iniciadas en el siglo XVIII en el mundo hispano y al marco ideológico que las originó e impulsó. Algunas de las publicaciones más notables al respecto son: Pedro Fraile, La otra ciudad del rey. Ciencia de policía y organización urbana en España. (Madrid: Celeste Ediciones, 1997) y Ricardo Anguita Cantero, “Ordenanza y Policía urbana. Los orígenes de la reglamentación edificatoria en España (1750-1900)” (Tesis Doctoral, Universidad de Granada, 1997). Más concretamente para el ámbito caribeño, véase: Emilio José Luque Azcona, “Las ciudades del Caribe en policía: obras públicas y control de la población”, en Globalización y ciudad en el Caribe (1750-1850), ed. Emilio José Luque Azcona (Santa Marta: Editorial Unimagdalena, 2023), 184-241.

[11] Ricardo Anguita Cantero, “La concepción teórica de la idea de ciudad en la Ilustración española: la Policía urbana y los nuevos fundamentos de orden, comodidad y

[12]  Julio Le Riverend Brusone, La Habana, espacio y vida (Madrid: Editorial Mapfre, 1992), 131-157. Para una visión de conjunto sobre las transformaciones urbanas y el desarrollo de las infraestructuras de La Habana que incluye, casi por completo, el periodo analizado, véase: Eduardo Azorín García, “Transformando la ciudad: el desarrollo técnico de infraestructura en La Habana (1772-1835)”, en Globalización y ciudad en el Caribe (17501850), ed. Emilio José Luque Azcona (Santa Marta: Editorial Unimagdalena, 2023), 242-283.

[13] El surgimiento y crecimiento de los barrios de extramuros de La Habana desde la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos de la siguiente centuria ha atraído la atención de diversos autores. Algunas de las investigaciones más notorias son: Sherry Johnson, “"La Guerra Contra los Habitantes de los Arrabales": Changing Patterns of Land Use and Land Tenancy in and around Havana, 1763-1800”, The Hispanic American Historical Review, Vol. 77, No. 2 (1997): 181-209 y Guadalupe García, Beyond the Walled City: Colonial Exclusion in Havana (Oakland: University of California Press, 2016).

[14] Las medidas propuestas por Delamare para combatir el fuego urbano pueden encontrarse en varios de los tomos de su obra magna: Nicolás Delamare, Traité de la Police. (París: Imprenta de Michel Brunet, 1719). Diversas ideas de Delamare fueron publicadas en la prensa habanera, lo cual demuestra su lectura y conocimiento por algunos de los principales de la ciudad. En el Papel Periódico de La Havana del 12 de noviembre de 1801, en un artículo dedicado a la “limpieza necesaria para mantener puro el ayre en las Villas y Ciudades”, el autor se apoya en la obra de Nicolás Delamare y de Jerónimo Castillo de Bobadilla para defender sus tesis acerca de la higiene urbana.

[15] Juan Henrique Gottlobs de Justi, Elementos generales de policía, Traducción de Antonio Francisco Puig (Barcelona: Imprenta de Eulalia Piferrer, 1784), 121.

[16] Ramón Lázaro de Dou y Bassols, Instituciones del Derecho Público general de España con noticia del particular de Cataluña y de las principales reglas de gobierno de qualquier

[17] Ordenanzas municipales de la ciudad de La Habana (La Habana: Imprenta del Gobierno y Capitán General, 1855), 30-33. BNCJM, Colección Cubana y Ordenanzas de construcción para la ciudad de La Habana, y pueblos de su término municipal (La Habana: Imprenta del Gobierno y Capitanía General, 1866), 63-69. BNCJM, Colección Cubana,

[18] Sesión del 6 de mayo de 1803. Archivo de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana (en lo sucesivo: AOHCLH), Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59, 218-219.

[19]  Sesión del 5 de mayo de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 103, 204-205; Sesión del 12 de mayo de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 103, 214-216. El proyecto que Joaquín Miranda y Madariaga presentó al cabildo en materia de lucha contra el fuego, con fecha de 5 de mayo de 1823 se publicó en la prensa oficial local: Diario del Gobierno Constitucional de La Habana, 5 de junio de 1823. BNCJM, Colección Cubana. El plan de Miranda y Madariaga nació en los comienzos del gobierno de Francisco Dionisio Vives, quien impulsó, junto al cabildo, la creación de un reglamento específico para incendios, encargándoselo a una comisión liderada por el alcalde tercero Agustín Ferrety. No obstante, las reuniones de esta institución permiten conocer que hubo, al menos, dos proyectos de reglamento de incendios que fueron también leídos y debatidos en varias sesiones de mayo de 1823. El primero de ellos fue el de Miranda y Madariaga y el segundo fue formado por Francisco Steegers. Sesión del 12 de mayo de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 103, 214-216.

[20] Diario de La Habana, 20 de febrero de 1828. BNCJM, Colección Cubana.

[21] Sesión del 9 de enero de 1770. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 37, 9-11.

[22] Sesión del 7 de octubre de 1768. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 36, 295.

[23] Algunos de los trabajos más interesantes que han tratado la recogida de basuras y limpieza de la ciudad de La Habana son: Eduardo Azorín García, “Alumbrado, limpieza y recogida de basuras en La Habana de Ezpeleta: bandos y reglamento (1786-1787)”, Revista de Humanidades, No. 43 (2021): 175-195 y Adrián López Denis, “Higiene pública contra higiene privada: cólera, limpieza y poder en La Habana colonial”, EIAL: Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, Vol. 14, No. 1 (2003): 11-33. Tales cuestiones también fueron incluidas en la mayor parte de los bandos de buen gobierno: Dorleta Apaolaza-Llorente, Los bandos de buen gobierno….

[24] Bando de buen gobierno del marqués de la Torre, Habana, 4 de abril de 1772. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 38.

[25] Bando de buen gobierno de Diego José Navarro García, Habana, 19 de diciembre de 1777. Archivo Nacional de

[26] Reglamento sobre Incendios, aprobado y mandado imprimir por el Escmo. Ayuntamiento en 23 de mayo de 1823 (La Habana: Imprenta Fraternal de los Díaz de Castro, impresores del Consulado y del Ayuntamiento por S.M., 1823). Copias disponibles en: BNCJM, Colección Cubana; ANRC, Fondo Real Consulado de Agricultura, Industria y Comercio y de la Junta de Fomento, Legajo 77, Exp. 3065 y ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37637.

[27] Cita recogida en el artículo 23 de su bando de buen gobierno. AHN, Ultramar, Legajo 1607, Exp. 94. El

[28] Diario del Gobierno de La Habana, 28 de marzo de 1817. BNCJM, Colección Cubana.

[29] Diario del Gobierno de La Habana, 22 de enero de 1820. BNCJM, Colección Cubana.

[30] Diario del Gobierno de La Habana, 30 de septiembre de 1826. BNCJM, Colección Cubana; Diario del Gobierno de La Habana, 14 de octubre de 1812. BNCJM Colección Cubana y Diario del Gobierno de La Habana 24 de octubre de 1816. BNCJM Colección Cubana.

[31] Diario de La Habana, 25 de abril de 1827. BNCJM, Colección Cubana.

[32] Diario de La Habana, 30 de enero de 1827. BNCJM, Colección Cubana.

[33] Diario de La Habana, 15 de mayo de 1827. BNCJM, Colección Cubana.

[34] Diario de La Habana, 22 de mayo de 1832. BNCJM, Colec ción Cubana.

[35] Reglamento sobre Incendios… En torno a los precedentes, en el cabildo se acordó lo siguiente: “para que pueda saberse a punto fijo el lugar en que acaezca el incendio y se den prontamente los auxilios, deberá la Iglesia más inmediata tocar a fuego con la campana mayor y las otras mediatas con las menores”. Sesión del 18 de febrero de 1791. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 50, 20. Por otra parte, entre las reglas dictadas tras el desastre del barrio de Jesús María de 1802, se estipuló que “será el cargo de la iglesia inmediata al incendio avisarlo al pueblo con la campana mayor y las demás iglesias seguirán con alguna de las medianas”. Sesión del 14 de mayo de 1802. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59, 46.

 

[36] Sesión del 8 de febrero de 1805. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 60, 215. Diversas cartas dirigidas al gobernador por parte de Juan José González, capitán del barrio de Jesús María, aportan informaciones acerca de algunos de esos fuegos provocados que se produjeron en su distrito. Archivo General de Indias (en lo sucesivo: AGI), Fondo Papeles de Cuba, Legajo 1679.

[37] Diario del Gobierno de La Habana, 8 de septiembre de 1816. BNCJM, Colección Cubana.

[38] Sesión del 18 de febrero de 1791. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 50, 19-21. Noticias posteriores parecen indicar que no siempre hubo individuos habilitados en el manejo de las bombas y otros utensilios. El mayordomo de propios Juan Luis Marquetti pidió en octubre de 1795, por noticia del regidor Manuel José Torrontegui, que fueran nombrados operarios que supieran utilizar los instrumentos de extinción, ya que de lo contrario tendían a deteriorarse. Sesión del 2 de octubre de 1795. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 54, 169.

[39] Sesión del 14 de mayo de 1802. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59, 46-47. A efectos prácticos, las tropas siguieron participando en las labores de extinción de los fuegos y no únicamente actuaron como garantes del orden público.

[40] Sesión del 13 de marzo de 1817. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 91, 367.

[41] Representación de Nicolás Arrieta Peralta al cabildo de La Habana, La Habana, 26 de febrero de 1818. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 93: Do cumentos, 349-353.

[42] La división espacial en cinco divisiones está recogida en su artículo segundo y es la siguiente: “La primera de estas secciones se compondrá de toda la parte del norte que resulta tirando una línea por la calle de la Obrapía, empezando por la muralla inmediata á la tesorería, y concluyendo en la del Monserrate, inclusa toda la acera derecha de esta calle. La segunda se formará de la misma línea al sur hasta concluir en la calle del Sol de muralla á muralla, y quedando comprendida en ella la acera derecha. La tercera comprenderá toda la

parte que quedará al sur dentro de la ciudad. La cuarta se compondrá desde la puerta de tierra para la calzada del monte y acera derecha, hasta los límites de esta municipalidad, toda la parte del norte; y la quinta comprenderá la parte izquierda en que entra el barrio de Jesús María”. Reglamento sobre Incendios…

[43] La primera lista de especialistas encargados de la lucha contra el fuego de la que esta investigación tiene noticia fue presentada al ayuntamiento en octubre de 1823 por el alcalde José Bohorquez. Sesión del 29 de octubre de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro original 104, 486-487.

[44] En lo referente a los cincuenta esclavos del Real Consulado, este contestó al cabildo acerca de su predisposición a enviarlos, aunque reconociendo que no siempre sería posible, ya que la mayor parte de estos se encontraba, habitualmente, trabajando en destinos lejanos a la

[45] Carta del gobernador Francisco Dionisio Vives al Excmo. Sor. Secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, Habana, 28 de febrero de 1828. AHN, Fondo Ultramar, Legajo 1606, Exp. 3.

[46] Sesión del 30 de febrero de 1770. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 37, 22.

[47] Bando de buen gobierno del marqués de la Torre, Habana, 4 de abril de 1772. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 38.

[48] Bando de buen gobierno de Diego José Navarro García, Habana, 19 de diciembre de 1777. ANRC, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 106, Exp. 2.

[49] Sesión del 3 de julio de 1778. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 43, 79.

[50] Sesión del 18 de febrero de 1791. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 46, 20.

[51] Sesión del 26 de enero de 1798. AOHCLH, Actas del Ca bildo trasuntadas, Libro 56, 24.

[52] Representación de Nicolás Arrieta Peralta al cabildo de La Habana, La Habana, 26 de febrero de 1818. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 93: Documentos, 349-353.

[53] Sesión del 15 de marzo de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 101, 137.

[54] Sesión del 15 de marzo de 1798. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 56, 44.

[55] Sesión del 22 de marzo de 1798. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 56, 46.

[56] Sesión del 14 de mayo de 1802. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 59, 46.

[57] Sesión del 13 de marzo de 1817. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 91, 367.

[58] Se emplazaban cinco de ellas intramuros: en el cuartel de la fuerza con cincuenta cubos, en el de Tarragona con 50 cubos, en el de Cataluña con 46 cubos, en el de Milicias con 40 cubos, en el Coliseo con 23 cubos; y extramuros: en el Palacio del Obispo con 50 cubos, en la Real Factoría con 45 cubos y en la casa de José Naranjo con 50 cubos. Carta de Vicente Soria Rodrigo al gobernador Francisco Dionisio Vives, Habana, 3 de noviembre de 1824. ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37639. El gobernador Vives alteró esta distribución en su bando de buen gobierno: “Lugares donde se hallan las bombas: en el cuartel de la Fuerza, en el de San Telmo, en el de Belén, en el de Milicias, en el teatro; extramuros: en el palacio del Excmo. e Ilmo Sr. Obispo, en la calzada de san Luis Gonzaga, casa de Don José Naranjo, y en la Real Factoría”. AHN, Ultramar, Legajo 1607, Exp. 94.

[59] Otros ejemplos de adquisición y composición de bombas y demás utensilios en: ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37645; Sesión del 17 de mayo de 1822. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 101, 340; Sesión del 4 de abril de 1811. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 80, 141-142; Sesión del 12 de junio de 1812. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 83, 137; Sesión del 13 de noviembre de 1820. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 98, 203. Acerca de los donantes: Diario del Gobierno Constitucional de La Habana, 30 de junio de 1823. BNCJM, Colección Cubana; Sesión del 14 de junio de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 103, 277 y Sesión del 20 de junio de 1823. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 103, 301.

[60] Sesión del 30 de abril de 1824. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 105, 145. Sesión del 9 de julio de 1824. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 105, 237 y Carta del gobernador Francisco Dionisio Vives al Ayto, La Habana, 10 de mayo de 1824. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 106: Documentos, 592.

[61] Sesión del 13 de febrero de 1824. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 108, 77-79; Sesión del 14 de agosto de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 113, 287 y Sesión del 22 de mayo de 1829. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 114, 167.

[62] Un ejemplo de ello se encuentra en la representación del teniente juez pedáneo del barrio de Jesús María, tras la fatal y práctica combustión de aquel barrio en 1828, recalcando que no hubo “ningún pozo y por consiguiente nadie que contribuyera a él a auxiliarle”. Carta de José de Meza al gobernador Francisco Dionisio Vives, Barrio de Jesús María, 12 de febrero de 1828. ANRC, Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37644.

[63] Diario de La Habana, 17 de junio de 1826. BNCJM, Colección Cubana.

[64] Sesión del 19 de enero de 1798. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 56, 15-19.

[65] Papel Periódico de La Havana, 20 de mayo de 1802. BNCJM, Colección Cubana. Otras informaciones elevan

[66] Papel Periódico de La Havana, 20 de mayo de 1802. BNCJM, Colección Cubana.

[67] Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre la Isla de Cuba (París: Casa Jules Renouard, 1827), 15.

[68] Así describía un poema lúgubre la relación entre ambos episodios: “Cinco lustros apenas; Ha de un incendio, cuando; Renueva nuestras penas; El que estamos llorando; Y trae a la memoria; Aquella amarga y lamentable historia”. Incendio acaecido en el barrio de Jesús María el día 11 de febrero de 1828. Canto lúgubre (Habana: Oficina del gobierno y Capitanía general, 1828), 3.

[69] Diario de La Habana, 20 de febrero de 1828. BNCJM, Colección Cubana.

[70] Diario de La Habana, 20 de febrero de 1828. BNCJM, Colección Cubana y Diario de La Habana, 27 de abril de 1832. BNCJM, Colección Cubana. La lista de encargados de cada distrito puede hallarse también en: ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37644.

[71] Esta comisión estuvo formada por Luis Payne, Francisco Xavier Troncoso, Ramon Pages, Ignacio Dedin y de la Torre y Manuel Antonio Medina, además del gobernador Vives. El primer día de la recolección de donativos se obtuvieron 4.862 pesos. Diario Extraordinario de La Habana, 13 de febrero de 1828. AHN, Fondo Ultramar, Legajo 1606, Exp. 3.

[72] Diario de La Habana, 15 de febrero de 1828. BNCJM, Colección Cubana.

[73] Sesión del 26 de septiembre de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 113, 329. Sesión del 10 de octubre de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 113, 338. Sesión del 5 de marzo de 1829. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 114, 8586 y Sesión del 18 de marzo de 1829. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 114, 100. Todo el proceso puede seguirse en AHN, Fondo Ultramar, Legajo 1606, Exp. 3.

[74] Sesión del 21 de febrero de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 113, 80.

[75] Sesión del 19 de diciembre de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 113, 403-404. Sobre el sorteo de lotería, véase: ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37644.

[76] Diario de La Habana, 29 de julio de 1830. BNCJM, Colección Cubana. Las listas de donantes y las cantidades aportadas en: ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37643.

[77] Sesión del 15 de febrero de 1828. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 113, 76. La reconstrucción se realizaría en torno a un decreto de Vives de 18 de febrero de 1829. Diario de La Habana, 12 de marzo de 1829. BNCJM, Colección Cubana.

[78] Carta de José Nepomuceno Cervantes a la junta de incendio, Jesús María, 13 de febrero de 1828. ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1057, Exp. 37644.

[79] Diario de La Habana, 29 de febrero de 1828. BNCJM, Colección Cubana. El plan del agrimensor Medina fue muy criticado por algunos responsables de la reconstrucción de las zonas afectadas como los regidores Anastasio de Arango y Rafael de Quezada. Carta de Anastasio de

Arango y Rafael de Quezada a la junta de incendio, La Habana, 26 de marzo de 1828. ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37642.

[80] En torno a esta cuestión: Yolanda Díaz Martínez, Visión de la otra Habana...

[81] Diario de La Habana, 13 de junio de 1834. BNCJM, Colección Cubana.

[82] Las profundas reformas y transformaciones urbanísticas de La Habana durante el gobierno de Miguel Tacón y Rosique han sido objeto de diversas investigaciones: Felicia Chateloin, La Habana de Tacón (La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1989); Yolanda Díaz Martínez, “Delincuencia, represión y castigo en La Habana bajo el gobierno de Miguel Tacón”, Cuadernos de Historia, No. 44 (2014): 7-29  y María José Vilar, “Un cartagenero para ultramar: Miguel Tacón y el modelo autoritario de la transición del Antiguo Régimen al Liberalismo en Cuba (1834-1838)”, Anales de Historia Contemporánea, Vol. 16 (2000): 239-278.

[83] Diario de La Habana, 17 de junio de 1834. BNCJM, Colección Cubana.

[84] “Los Serenos inmediatamente que haya fuego en su cuartel, correrán la voz de unos en otros, designando la calle o sitio donde se hubiere prendido; avisarán a las iglesias más inmediatas para el toque de campana; a las autoridades civiles o militares y a los depósitos de bombas, volviendo en seguida a sus puestos a continuar sus rondas redoblando la vigilancia”. Fragmento del Reglamento para el gobierno del cuerpo de Serenos de esta Ciudad (La Habana: Imprenta del Gobierno, 1834). AHN, Fondo Ultramar, Legajo 4604, Exp. 51.

[85] Sesión del 15 de marzo de 1798. AOHCLH, Actas del Cabildo trasuntadas, Libro 56, 43-44.

[86] Artículo 23 del bando de buen gobierno de Francisco Dionisio Vives. AHN, Fondo Ultramar, Legajo 1607, Exp. 94.

[87] Hasta la fecha, no se ha encontrado copia del proyecto formado por Rafael de Quezada.

[88] Sesión del 18 de mayo de 1832. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 117, 80.

[89] Sesión del 5 de julio de 1833. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 118, 383-384. Para la comisión de Cacho, acúdase a ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37639.

[90] Carta del gobernador Mariano Ricafort al Ayuntamiento, Habana, 9 de julio de 1833. ANRC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Exp. 37639.

[91] Reglamento del Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana destinado á apagar los incendios (Habana: Imprenta del Gobierno, 1835). AHN, Fondo Ultramar, Legajo 4622, Exp. 13.

[92] El Reglamento no indica el tipo de reglamento. Según Antonio de Gordon y de Acosta este era de casaca azul turquí, cuello y vivos carmesí, morrión y pantalón blanco. Antonio de Gordon y de Acosta, Los incendios, los bomberos y la higiene (La Habana, A. Miranda y Compañía, 1894), 36.

[93] El primer depositario fue José María Pedroso y su primer subinspector Manuel Pastor. Sesión del 22 de enero de 1836. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 120, 21.

[94] Carta de Miguel Tacón al Exmo. Sor. Secretario de Estado y del Despacho de la Gobernación de Ultramar, Habana, 20 de mayo de 1837. AHN, Fondo Ultramar, Legajo 4622, Exp. 13. Durante los primeros meses y a la espera de la aprobación del tributo por parte de la metrópoli, el cuerpo se sostuvo gracias a donativos particulares y a los fondos de propios del ayuntamiento.

[95] El reparto acordado en sesión de cabildo, posteriormente aprobado por las Cortes, fue el siguiente: “Los almacenes y tiendas de víveres abonarán mensualmente un real; las pulperías, chocolaterías, carbonerías, casas de baños, confiterías, bodegones, boticas, almacenes de madera, cererías, cafés, panaderías y ferreterías, dos reales; y por último las fundiciones y alambiques cuatro reales cada mes”. Sesión del 22 de enero de 1836. AOHCLH, Actas del Cabildo originales, Libro 120, 21.

[96] Real orden de 27 de octubre de 1837. ANRC, Fondo Reales órdenes y cédulas, Legajo 106, Exp. 23.

 

[97] Bando de Pedro Suárez de Urbina, gobernador de Santiago de Cuba, Santiago de Cuba, 17 de febrero de 1814. ANRC, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 255, Exp. 47.

[98] Reglamento del Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana...



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