Introducción
A principios del siglo XX Santo Domingo contaba con apenas 19.000 habitantes, una cifra modesta si se la compara con las de otras capitales latinoamericanas. Sin embargo, en 1935 alcanzó los 71.000 habitantes y en 1960 superó el medio millón. De hecho, hoy en día es la capital más grande del Caribe insular. A pesar de ello, la historia de la construcción de la ciudad y su área metropolitana arroja más preguntas que respuestas. Las principales obras sobre la historia urbana en América Latina han ignorado a esta capital caribeña. El apego a la historia de la arquitectura, todavía visible en la disciplina, la han relegado a una categoría menor al situarse fuera de los circuitos de conocimiento que dieron forma al urbanismo en la región. El objetivo de este artículo es demostrar que la historia contemporánea de Santo Domingo tiene un valor intrínseco como objeto de estudio. Asimismo, busca ofrecer un contrapunto a una visión de la historia urbana que ha tendido a priorizar el análisis de la ciudad imaginada o planeada por encima de la ciudad real.
El primer apartado presenta un breve recorrido sobre las disciplinas que, en distintos momentos históricos, han intentado analizar o resolver los problemas urbanos. Se contextualiza la historia urbana como una disciplina que surge a finales de la década de 1960 en un momento en el que la hegemonía de los arquitectos sobre la cuestión, acrecentada tras la Segunda Guerra Mundial, era cada vez más contestada. Todavía en la actualidad el método de esta subdisciplina resulta sugerente para entender la realidad de las ciudades en su conjunto, no solo como el escenario de grandes hitos arquitectónicos o culturales, sino como un espacio habitado. A continuación, se examina la evolución del pensamiento sobre la materia en América Latina, que desde finales del siglo XX experimentó un vertiginoso crecimiento urbano que devino en fenómenos específicos del continente. Así pues, se generaron amplios debates académicos, aunque la atención se concentró principalmente en el Cono Sur y el resto de América del Sur, lo que situó en segundo plano a las islas caribeñas. No obstante, estas últimas también vivieron procesos importantes de urbanización, con la excepción de La Habana, que se había convertido en una de las ciudades
más importantes de la región tiempo atrás. Finalmente, se reflexiona sobre el potencial de Santo Domingo como objeto de estudio y sus posibles contribuciones tanto al debate sobre la historia urbana, como al de la propia historiografía nacional dominicana. Dada la imposibilidad de abarcar tal empresa en este medio, el presente artículo se centra únicamente en las prácticas de gobierno durante la dictadura de Trujillo, un periodo en el que la explosión urbana coincidió con la consolidación del Estado[1] y un régimen de corte desarrollista y dictatorial.
El objetivo es demostrar que la ausencia de un plan urbanístico formal no fue sinónimo de desgobierno o desorden, sino que la gestión se estructuró a través una legislación dispersa y aplicada de manera flexible, que posibilitó la consolidación de Santo Domingo (o Ciudad Trujillo[2]) como mucho más que la sede del poder político y burocrático, sino también como el centro industrial de mayor importancia en la república. Por ello, se ofrece una visión preliminar sobre la forma en que se gestionó el gobierno de la ciudad durante este periodo, que incorpora aspectos hasta ahora ignorados.
La Historia urbana, un recorrido global
Desde que tuvo lugar la industrialización en Europa, la tendencia a la concentración demográfica se manifestó en la continua pujanza de las ciudades frente al mundo rural, una tendencia que se convirtió en imparable. Este hecho provocó un sinfín de cambios económicos, sociales y culturales, de los que se derivaron nuevas problemáticas. La congestión y el desorden de los cascos históricos planteaba diversos problemas, tales como la insalubridad, el hacinamiento o las dificultades en la circulación. Fueron principalmente los profesionales de la salud, arquitectos e ingenieros quienes exigieron con mayor insistencia su participación en las decisiones municipales para abordar estas cuestiones. Surgieron así dos disciplinas esenciales en el desarrollo de la ciudad: el higienismo[3] y una forma incipiente de urbanismo.[4] Los planes de ensanche en damero, la apertura de amplias avenidas, la implementación de diversas medidas para mejorar la ventilación de las calles, la mejora en el acceso al agua potable y la gestión de las aguas negras, fueron algunas de las soluciones preferidas entre la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX para atajar los efectos negativos más acuciantes del crecimiento urbano.
Al tiempo que la educación superior se especializaba y el Estado, junto con los poderes municipales, multiplicaban el número de organismos orientados a la gestión urbana, el conocimiento sobre la ciudad encontró nuevos espacios para su institucionalización. A comienzos del siglo XX, el higienismo comenzó un lento declive, aunque muchos de sus principios siguieron presentes en el gobierno urbano. Con el retroceso de las corrientes higienistas, los arquitectos encontraron el camino despejado para consolidar el urbanismo como la disciplina predominante en la gestión de las ciudades.[5] Su incorporación a los currículos de enseñanza superior o la promulgación de leyes a lo largo del mundo, son buenos indicadores de este hecho. La popularidad de algunos manuales de urbanismo como Der Städtebau de 1890, los primeros departamentos de planeamiento urbano (como los de Liverpool y Berlín, fundados en 1909, y Londres en 1914), o la propuesta del Congreso Internacional de Arquitectura Moderna en su Carta de Atenas de 1933, son solo algunos de los hitos constatan la fortuna de la disciplina.[6]
A diferencia de los antiguos planes de Ensanche, el urbanismo tal y como se fue configurando en el nuevo siglo pretendía un abordaje integral de la ciudad e incluía en sus análisis aspectos como la vivienda, el transporte, la organización de los usos del suelo, etc. Estos trabajos se sustanciaban en amplios planes de ordenación respaldados por una sólida base legislativa. El planeamiento urbano alcanzó su apogeo tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Un periodo en el que se consideraba necesaria cierta, o mucha, intervención estatal para garantizar el crecimiento ordenado de las economías modernas, incluyendo el desarrollo urbano. Tras la crisis de 1929 se habían empezado a resquebrajar los tabúes sobre la intervención del Estado en la economía y otros ámbitos relacionados, un hecho que se confirmó en la inmediata posguerra.[7] Como resultado, la planificación se convirtió en una solución ampliamente aceptada, tanto en los Estados de bienestar como en los países del bloque socialista (aunque con grandes diferencias en su implementación), y en menor medida en Estados Unidos, lo que también otorgó mayor importancia al urbanismo como herramienta de planificación urbana.[8]
Sin embargo, con el paso de los años surgieron nuevas inquietudes y preguntas que cuestionaban la manera en la que se habían construido las ciudades de posguerra. Las mejoras en los estándares de vida de europeos y norteamericanos comenzaron a palidecer a medida que las malas condiciones de vida previas a la guerra caían en el olvido. El difuso final de los treinta años gloriosos en ambas orillas del Atlántico norte, junto con los agitados eventos de mayo de 1968, trajeron consigo nuevas corrientes de pensamiento que cuestionaban los pilares sobre los que se habían configurado las ciudades de posguerra y señalaban algunos de sus principales problemas: la degradación del paisaje urbano, la desaparición de la vida en las calles, los problemas del transporte público, la segregación social y racial en los barrios, y las deficiencias del parque de vivienda (especialmente la de promoción pública).
En 1968, Henri Lefebvre publicó Le droit à la ville,[9] en el que destacó la naturaleza socialmente construida de las ciudades, fundamental en la vida cotidiana de los habitantes. Esta perspectiva dio pie al llamado giro espacial, que subrayó la importancia del espacio urbano en los procesos económicos, sociales y culturales.[10] Bajo esta premisa, las ciudades fueron entendidas como un producto, como espacios creados por las relaciones humanas, pero que a su vez influían en la forma y las posibilidades vitales de sus habitantes.[11] Las urbes del mundo, no se limitaban a la ciudad imaginada o planificada que había hasta entonces descrito la historia de la arquitectura, sino que comprendía también la ciudad real, construida y habitada.
En Gran Bretaña surgió por estas fechas la historia urbana en la forma que la entendemos hoy, que consiste en:
Estudiar tanto el proceso de urbanización y de desarrollo material de la ciudad como la manera en que experimentaron dichas transformaciones sus habitantes. En este proyecto así definido el estudio de la vida urbana como experiencia y representación del entorno arquitectónico en que se desarrollaba era tan importante como el del proceso de construcción.[12]
En consecuencia, dieron el salto desde el estudio de la ciudad planeada propio de la historia de la arquitectura, al estudio de la ciudad propiamente dicha, que ineludiblemente incorporaba las variables de la historia social y cultural. No se puede decir que esta forma de hacer historia se haya convertido en hegemónica. La consolidación de esta corriente ha tomado tiempo, aunque sus desarrollos han sido desiguales. Por otra parte, muchos departamentos de historia o historia del arte, que con el tiempo hicieron suyos estos enfoques, realmente tenían sus orígenes en la historia de la arquitectura, cuyo legado de alguna manera se mantiene presente. Pese a ello, se puede afirmar su vigencia y su pujanza en numerosas académicas del globo, con publicaciones científicas de referencia, como la Journal of Urban Studies o la Urban History, así como destacados congresos bianuales celebrados por la American Urban History Association o la Asociación Iberoamericana de Historia Urbana.[13]
Latinoamérica y las ciudades
Si se observa el pasado, pocos binomios han resultado tan evocadores para el oficio de la sociología o la historia como Latinoamérica y la ciudad, aunque con significaciones totalmente dispares según el periodo histórico al que nos refiramos. Desde que tuvo lugar el encuentro de civilizaciones, los europeos que llegaban a las tierras de lo que para ellos era el nuevo mundo fueron conscientes del potencial que la ciudad tenía como forma de articular el tejido social en un territorio tan vasto y con una geografía tan brutal. No solo los que llegaban, sino también las autoridades peninsulares, empeñadas en evitar el surgimiento de contrapoderes en ultramar capaces de plantear un reto a la autoridad monárquica, que tanto esfuerzo y sangre había costado imponer en diversas guerras civiles, además del tan preciado monopolio de las américas que la Corona hispánica había conseguido arrancar del papado.[14] Este vínculo no se desvaneció con el pasar de los tiempos, aunque sí la casuística y las características esenciales del fenómeno. El nacimiento de las jóvenes repúblicas durante el siglo XIX sostuvo el impulso de las ciudades como centros neurálgicos de los sistemas económicos nacionales, volcados a la exportación de materias primas, las cuáles se constituyeron como sede de unas élites distanciadas del diverso territorio que gobernaban y sirviendo de enlace entre las nuevas metrópolis informales y el conjunto del sistema productivo.
En Latinoamérica, el crecimiento urbano ocurrió de forma acelerada y, podría decirse, de forma generalizada en la región a partir de la década de 1930.[15] La velocidad con la que se desarrolló allí el proceso, junto con las especificidades de su sistema productivo, resultaron en un fenómeno de particularidades propias. Las ciudades de aspecto burgués, construidas en muchos casos bajo la guía del modelo parisino impulsado desde la escuela de Beux-Arts,[16] contrastaban con los barrios de construcción espontánea que daban cobijo a los migrantes rurales que llegaban de forma masiva. Fue así como se configuró un fenómeno tan característico de la región: favelas, villas, tugurios, champas, cinturones de miseria, ranchos o cualquiera de los numerosos nombres que han recibido en diferentes países.[17] El rápido crecimiento de las urbes latinoamericanas hizo de la ciudad una de las principales preocupaciones en la región.
Carlos Barral declaró a propósito de la literatura del “boom” de mediados del siglo XX que en América Latina se daba la conjunción entre «una tradición literaria, tan vieja como en cualquier literatura europea […] con un mundo más interesante y anecdótico, donde fenómenos como las luchas étnicas o las luchas de clase están a flor de piel. Tienen, pues, una herramienta literaria, una tradición semejante a la francesa, la inglesa o la alemana, y un mundo que tiene interés por sí mismo».18 Algo similar se podría decir del urbanismo. Los arquitectos latinoamericanos no fueron actores secundarios ni marginales en su desarrollo, sino que, por el contrario, constituyeron una parte principal en su historia. Las imbricaciones, el cosmopolitismo y las redes académicas de arquitectos colombianos, brasileños y mexicanos con Europa y Estados Unidos eran una realidad en la década de 1920 y adquirieron un dinamismo mayor con el exilio provocado por la Segunda Guerra Mundial. Algunas administraciones, universidades y políticos fueron rápidos a la hora de cooptar a los arquitectos vinculados a la escuela formada al calor del Congreso Internacional de Arquitectura, quienes habían reflexionado sobre la fórmula para la construcción de la ciudad ideal y se dejaron seducir por grandes metrópolis que servían como un lienzo mucho más atractivo sobre el que trabajar.19
proceso de crecimiento desbordante a lo largo del globo consultar: Françoise de Barros y Charlotte Vorms, «Favelas, bidonvilles, baracche, etc. : recensements et fichiers», Histoire mesure 34, n.o 1 (2019): 3-14.
18 Carlos Barral, «Placer y decadencia», en Almanaque (Valladolid: Cuatro Ediciones, 2000), 122.
19 En Brasil los primeros cursos universitarios de urbanis-mo datan de 1923, la primera cátedra de urbanismo en Argentina fue creada en 1929 en la Universidad del Rosario, en la Universidad Nacional Autónoma de México en 1931, etc. Se pueden destacar también hitos como el plan monumental de Caracas de 1939, el plan Director de Buenos Aires de 1929 que contó con la dirección de le Corbusier, o el Havana Plan Piloto de 1958 que fue encargado a la compañía Town Planning Associates, propiedad de varios arquitectos que tuvieron un papel
No solo los arquitectos tenían algo que aportar. La búsqueda de las razones del subdesarrollo se convirtió en una de las grandes temáticas que motivaron la vida académica latinoamericana. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, sociólogos y economistas creyeron en su capacidad para dar respuesta a esta eterna incógnita y una solución al problema.20 Durante este las décadas de 1940 y 1950 se generalizó la institucionalización de las ciencias sociales en la América de habla hispana, aunque con ritmos desiguales.21 Por otra parte, la sociología y la economía recibieron un fuerte impulso de la mano de instituciones financiadas a través de la ONU, tales como la CEPAL, FLACSO, ILPES, CLACSO, que fueron esenciales en la conformación de numerosas disciplinas.
La teoría de la marginalidad, basada en un esquema dual de desarrollo-subdesarrollo, fijó su atención en el desborde de las ciudades latinoamericanas y la aparición de la infravivienda. Desde una perspectiva economicista, entendieron la vivienda informal como el anverso de la economía informal.22 A finales de la década de 1960 y comienzos de la de siguiente este eje quedó superado por la teoría de la dependencia, la cual presuponía una «correspondencia de intereses entre grupos dominantes del país metropolitano y del dominado».23 Los pensadores adscritos a esta corriente señalaron el problema de la macrocefalia, es decir, la tendencia a la agrupación masiva de la población en una o a lo sumo dos ciudades
destacado en el CIAM. Joel Outtes, «Disciplinando la sociedad a través de la ciudad: el origen del urbanismo en Argentina y Brasil (1894-1945)», EURE: revista latinoamericana de estudios urbano-regionales 28, n.o 83 (2002): 7-29; Almandoz, Modernización urbana en América Latina. De las grandes aldeas a las metrópolis masificadas, 2018.
20 Eduardo Devés Valdés, El pensamiento latinoamericano en el siglo XX. Desde la CEPAL al neoliberalismo (1950-1990), Biblos, vol. II (Buenos Aires, 2003), 47-63.
21 Héctor Pérez-Brignioli, Los 50 años de la FLACSO y el desarrollo de las Ciencias Sociales en América Latina (San José: Juricentro, 2008), 11-33.
22 Torres Tovar, Ciudad informal colombiana, 27.
23 Martha Schteingart, Urbanización y dependencia en América latina (Buenos Aires: Ediciones SIAP, 1973), 13.
de cada país. Este fenómeno era visto como un importante lastre para el avance de la economía por la reducción en la productividad que provocaban los largos desplazamientos trabajo y vivienda, la aparición de mercados de vivienda informales caracterizados por la marginalidad y la falta de servicios, etc.
Para este tipo de problemáticas arquitectos y urbanistas no parecían tener respuesta. Este panorama situaba en una posición de vulnerabilidad a las clases populares, cuya forma de vida era ahora susceptible de condena, desalojo y derribo por gobiernos y administraciones que, mediante argumentos técnicos, aparentemente incuestionables, disimulaban su irreflexión sobre las profundas raíces de la desigualdad. Lo que antes era informal, desregulado, espontáneo, se convirtió en marginal, informal e ilegal. Lo que antes respondía al surgimiento natural de nuevas comunidades, barrios o pueblos, era objeto de preocupación y condena a tenor de la magnitud cuantitativa del fenómeno.
El amplio bagaje de los debates en torno al fenómeno urbanizador en Latinoamérica explica la buena acogida que el campo de la historia urbana ha encontrado en sus espacios académicos. Tampoco es desdeñable la labor de investigación sobre la materia realizada desde las universidades europeas y norteamericanas.[18] Los países caribeños de habla hispana constituyen una excepción en este contexto, situándose, en cierto modo, en los márgenes del análisis sobre las ciudades. Es por ello imprescindible realizar una reflexión sobre las particularidades del fenómeno urbano en esta región: el carácter insular, la limitada diversificación de sus economías, la disparidad de modelos políticos, las diferencias demográficas y el desfase cronológico en la aparición del fenómeno urbano.
Que el Caribe haya compartido históricamente similitudes culturales con Latinoamérica no implica que sus ciudades respondan a los mismos marcos interpretativos. De hecho, para ilustrar el distanciamiento entre el Caribe y el pensamiento urbano latinoamericano basta un dato revelador: entre 1959 y 1973, el 62% de los egresados de la FLACSO provenían de Brasil, Argentina y Chile, el 8% de México, mientras que solo el 30% eran de países caribeños.[19]
¿Qué puede aportar el estudio de Santo Domingo al debate sobre la historia urbana?
El estudio de Santo Domingo durante la dictadura de Trujillo no parte desde cero, si bien es cierto que la historia urbana, tal y como se ha descrito anteriormente, no ha arraigado todavía en la academia de la república, existen algunos trabajos sin los que esta empresa sería inabarcable. Santo Domingo es conocida por ser la Primada de América, un título que ha pesado en la bibliografía, por ello las publicaciones que se acercan a su historia tienden a centrarse con más detenimiento en los tiempos previos al siglo XIX por la importancia patrimonial e histórica del Centro Colonial. No solo por sus monumentos y lugares históricos, sino por haber conservado el trazado de las calles, así como una parte importante de las antiguas viviendas.[20] La excepción a este respecto la constituye Gazcue, el barrio típicamente decimonónico que surgió anejo al flanco Oeste de la ciudad colonial, sobre el que también existen algunos trabajos.[21] Sobre la historia de la arquitectura en el periodo destacan obras como las de Omar Rancier, Virginia Flores Sasso, Esteban Prieto, Karla Tejada, que han analizado la importancia que adquirió el lenguaje arquitectónico como forma de representar las aspiraciones desarrollistas de dictadura de Trujillo.[22] Mención aparte merece el trabajo de José Ramón Báez López-Penha,[23] que aquí recibe la consideración de fuente histórica, ya que relata a través de sus vivencias personales como ingeniero desde el periodo de 1930 en adelante.[24]
Santo Domingo representa un caso de estudio que permite reflexionar sobre los fundamentos con los que la historiografía urbana ha abordado el estudio las ciudades latinoamericanas, por varias razones. En primer lugar, como se ha señalado, en muchos ámbitos académicos la historia urbana está estrechamente ligada a la historia de la arquitectura. Aunque su enfoque vaya más allá del análisis de corrientes arquitectónicas o urbanísticas, la historia de la arquitectura ha servido como el principal recurso para estructurar el relato general de la historia urbana. Sus hitos clave ofrecen un marco valioso para explorar otros aspectos, como la cultura y la sociedad, al proporcionar una cronología basada en construcciones emblemáticas, leyes, planes urbanísticos, publicaciones y la creación de cátedras, entre otros elementos.
No obstante, y aunque la historia del urbanismo y la arquitectura es sin duda fundamental, es importante no confundir la parte con el todo, es decir, no elevar el estudio de la arquitectura a la categoría de objeto principal. Los planes urbanísticos surgieron como respuesta a realidades ya consumadas y su aplicación práctica, por lo general limitada, siempre fue rezagada respecto al crecimiento urbano. En muchos casos, la historia del urbanismo se asemeja más a una historia intelectual o de las ideas que a una historia auténtica de las ciudades, lo que ha llevado a una visión parcial o incluso al olvido de numerosas urbes que quedaron fuera de este enfoque. Los planes de ordenación son la constatación de que existe una ciudad a organizar, pero la ausencia de planeamiento no implica su inexistencia. Por otra parte, pese a que la arquitectura contaba con la legitimidad para proponer soluciones, eso no significa que no hayan existido otras formas de abordar esta empresa.
Las instituciones de gobierno en su afán por encauzar problemáticas ya existentes tienden a la creación de un circuito formal que, por oposición, sitúa en la informalidad a todo aquello que no se encuentra dentro de los marcos reguladores; de tal suerte que el orden impuesto se construye desde la exclusión de una realidad consumada. Por ejemplo, en el caso de la América colonial, la ciudad de plano reticulado no era más que la ciudad del «europeo, del letrado, del acomodado o del católico»,[25] lo cual no significa que los arrabales u otros barrios populares no fueran una parte constituyente de esa realidad, sino que se situaban fuera de sus marcos regulatorios. La separación entre ciudad formal e informal es tan solo una ilusión, ya que existe una clara circulación y simbiosis entre ambas esferas. La economía urbana se nutre de la mano de obra, los servicios y las dinámicas que provienen de esos espacios no regulados, y la vida cotidiana de los habitantes de los ámbitos formales no puede entenderse sin la contribución constante de los sectores populares e informales, que actúan como engranajes esenciales del funcionamiento global de la ciudad. Así pues, es inevitable que existan espacios grises, vacíos legales o cierta tolerancia hacia prácticas, como puede ser la ocupación de solares, que alivian a la administración de la carga inasumible que supondría incorporar con ayudas o subsidios a los habitantes “informales” en los circuitos de la formalidad.
En el caso de la República Dominicana no existió planeamiento urbano porque no era necesario, lo que no implica que no hubiera otros mecanismos de gobierno. Santo Domingo se encontraba en un periodo de expansión demográfica y económica,32 acompañado a su vez de un proceso de consolidación de las estructuras del Estado. El creciente peso de la capital en la economía era el fiel reflejo de la llegada de población. El gobierno de Trujillo tenía interés en que esto sucediera, por lo que ante la necesidad de alojar a los migrantes que llegaban desde el campo, el gobierno de la ciudad se movió entre la falta de regulación, la tolerancia frente a las ocupaciones, pero también el recurso a la actuación arbitraria o la aplicación interesada de la ley en caso de necesidad. Por ello, el conocimiento sobre el gobierno en Santo Domingo durante la dictadura de Trujillo no se puede acoger simplemente al estudio de un plan urbano, sino que necesariamente se ha de hacer mediante la comprensión de los mecanismos y las prácticas de gobierno que hicieron posible un
n.o 3 (2022): 213.
32 El crecimiento demográfico había empezado unas décadas antes, no obstante, el avance de la economía se vio fuertemente limitado a partir de la crisis de 1929 en el conjunto del país. Para profundizar en este aspecto véase: Manuel Linares, La economía dominicana durante la dictadura de Trujillo: 1930-1961 (Santo Domingo: Fundación Museo Memorial de la Resistencia Dominicana, 2022).